O.
Henry
(William Sydney Porter)
(North Carolina, 1862 -
New York, 1910)
El vestido color púrpura (1903)
[Otro título en español: “El vestido de púrpura”]
(“The Purple Dress”)
Originalmente publicado en Ainslee’s Magazine (marzo de 1903);
The Trimmed Lamp
(Nueva York: McClure, Phillips & Co., 1907, 260 págs.)
Vamos a examinar las cosas concernientes al matiz conocido como púrpura. Es un color que goza de justo predicamento entre los hijos e hijas de los hombres. Los emperadores lo han considerado por su especial tonalidad. Las gentes joviales procuran hacer que su nariz alcance ese simpático matiz intermedio entre el azul y el rojo. Decimos de los príncipes que han nacido para os tentar la púrpura, y sin duda es ése el caso, porque los cólicos, por ejemplo, les ponen el rostro de la misma coloración que la que tiene el hijo recién nacido de un leñador. Ya todas las mujeres aman la púrpura... cuando está de moda.
Y ahora lo está. Podéis notarlo en las calles. Desde luego, otros colores no son menos elegantes. El otro día vi una prenda muy satisfactoria, de color verde-aceituna, como un albatros, con una falda de triple frunce e inserciones de piezas de seda, más una pechera de encaje abriéndose sobre un chalequillo rayado, con mangas de las llamadas de jamón y dos plisados que... Pero también se ven muchos vestidos púrpura.
Para convenceros os basta daros una vuelta por la calle Veintitrés cualquier tarde.
Por ello Maida, la mocita de grandes ojos pardos y cabello del color del cinamomo, que trabajaba en los almacenes Bee-Hive, dijo a Grace, otra mocita con un broche de ágata y un perenne aroma de menta en la conversación:
—Para el Día de Acción de Gracias pienso hacerme un traje sastre de color púrpura.
Grace guardó algunos guantes del siete y medio en la caja de los seis y tres cuartos, y contestó:
—¿Sí? Yo prefiero el encarnado. Se ve más encarnado en la Quinta Avenida. Y a los hombres es el color que más les gusta.
—A mí me gusta más el púrpura —dijo Maida—. Schlegel se ha comprometido a hacérmelo por ocho dólares... Va a resultar muy bonito. La falda será plisada y la chaqueta suelta, con un ribete bajo un cuello blanco, con dos filas de...
Grace hizo un guiño de entendida.
—Cuentecicos, cuentecicos... —murmuró.
—...trencilla y un chalequito blanco, o especie de corpiño, y...
—Cuentecicos, cuentecicos... —repitó Grace.
—...mangas con cintilla de terciopelo y puños vueltos. ¿Qué significa eso de “cuentecicos”?
Grace respondió:
—Que tú crees que al señor Ramsay le gusta más el púrpura. Pero yo le oí asegurar ayer que hay ciertos tonos de rojo incomparables.
—Es igual —replicó Maida—. A mí me gusta el púrpura y los que no estén de acuerdo conmigo que cambien de acera.
Lo cual sugiere el pensamiento de que los secuaces del púrpura pueden estar sometidos a ligeras equivocaciones. Y el peligro se acrecienta cuando una muchacha piensa que puede vestir de púrpura sin tener en cuenta la tonalidad de su cutis y contornos de su figura, o cuando los emperadores imaginan que van a llevar eternamente el ropón purpúreo. Ocho meses de economías habían permitido a Maida ahorrar dieciocho dólares. Con ello había podido comprar la tela del vestido púrpura y abonar a Schlegel cuatro dólares adelantados. El día antes del de Acción de Gracias habría reunido los cuatro restantes dólares. Y ¿hay algo más encantador en el mundo que poder estrenar un vestido un día de fiesta?
Bachman, el propietario de los almacenes Bee-Hive, siempre ofrecía una comida a sus empleados el Día de Acción de Gracias. Durante los restantes trescientos sesenta y cuatro días del año, excepto los domingos, procuraba estimular el entusiasmo laboral de sus asalariados recordándoles las alegrías del pasado banquete y las esperanzas del próximo. La comida se servía en el mismo almacén, y los cubiertos se ponían sobre las largas mesas del centro del local. Se cubrían los cristales de los escaparates con papel de envolver y los pavos y demás manjares exquisitos se traían desde el restaurante vecino, por la puerta trasera.
Como podrán comprobar los lectores, los almacenes Bee-Hive no eran una tienda elegante con ascensores, montacargas, escaleras mecánicas ni excesivos refinamientos. Era lo bastante pequeño para poder ser considerado un establecimiento corriente, y allí uno entraba, compraba y salía, sin perderse en pisos ni complicaciones. Y siempre, en los festines del Día de Gracias, el señor Ramsay...
Pero reparo en que debí mencionar antes al señor Ramsay. Porque él tiene más importancia que el púrpura o el verde, y hasta que la sala encarnada de fresa silvestre. El señor Ramsay era el encargado de la casa y, por lo que me concierne, le tengo en aprecio. No pellizcaba a las muchachas cuando se cruzaba con ellas en los rincones oscuros del establecimiento y, si el trabajo era fatigoso y él contaba historias para hacerlo llevadero, las dependientas reían y en sus comentarios apreciativos no fingían tenerle por un G. Bernard. Aparte de portarse como hombre honrado, el señor Ramsay era raro y original en otras cosas. Partidario de la salud física, no creía que a nadie le conviniese comer cosas que le gustaran. Era violento antagonista de que las gentes vivieran a su gusto, o procurasen librarse de una nevada, o llevaran chanclos en los zapatos, o de que se medicinasen, o de que se dieran satisfacción alguna. Cada una de las diez dependientas del almacén soñaban todas las noches en que, si se casaban con el señor Ramsay, no saldrían de cenar siempre cebolla frita y chuleta de cerdo en minúsculas cantidades.
No obstante, soñaban en eso, porque se sabía que al año siguiente el señor Bachman iba a asociar a Ramsay a su negocio. Y ni una de las jóvenes dejaba de saber que ella se encargaría de quitar de la cabeza de Ramsay aquellas estrafalarias ideas sanitarias y gastronómics antes de que se les hubiese pasado la indigestión del pastel nupcial.
En los banquetes el señor Ramsay oficiaba de maestro de ceremonia. Acudían dos italianos provistos de arpa y violín y se bailaba un rato dentro del almacén.
Y he aquí que dos muchachas preparaban sendos vestidos para ver de acaramelar a Ramsay. Un vestido era rojo y el otro púrpura. Desde luego, las otras ocho muchachas preparaban vestidos también, pero ellas no contaban. Sería lo de siempre. Blusa y falda negra. Pero nada tan esplendente como el púrpura o el rojo.
Grace tenía también dinero ahorrado e iba a comprarse un vestido hecho. Es inútil andar luchando con las modistas. Ya se sabe que nada sienta tan bien como un traje hecho si una está bien hecha. El único defecto es la necesidad de apretar un poco la cintura, porque, al parecer, el término medio de las personas tienen el talle demasiado ancho.
La víspera del Día de Acción de Gracias, Maida volvió presurosamente a su casa, encantada al pensar en la bendita jornada siguiente. Sus pensamientos eran de púrpura y blancos también, porque la juventud necesita tener el alegre entusiasmo de los placeres, si no quiere marchitarse de modo prematuro. Maida sabía que el púrpura le sentaba bien y tenía la certeza de que al señor Ramsay le agradaba el púrpura y no el encarnado. La joven iba a su casa para recoger los cuatro dólares que, envueltos en papel de seda, guardaba en el cajón de su tocador.
Grace vivía en la misma casa y ocupaba la alcoba que quedaba encima de la de Maida.
La cual encontró en el hospedaje clamores y confusión. La lengua de la patrona sonaba ácidamente, cual el cuajo —si vale la similitud— que ha de preparar la leche agria. Y Grace salía de su cuarto llorando y con los ojos tan encarnados como el más encarnado vestido.
—La grandísima bestia de la patrona —anunció la joven— dice que he de marcharme de aquí. Y todo porque le debo cuatro dólares. Me ha sacado el baúl al pasillo y ha cerrado la puerta. No sé adónde ir, porque no tengo un centavo.
—Ayer sí lo tenías —señaló Maida.
—Pero lo gasté en dar algo a cuenta del vestido, confiando en que la patrona esperase hasta la semana que viene.
Un sollozo.
Y un hipido.
Y un hipido.
Y un sollozo.
Al fin salieron a relucir —¿y cómo no?— los cuatro dólares de Maida.
—¡Eres un ángel! —exclamó Grace.
La que un momento antes era un triste crepúsculo se había tornado en un jubiloso arco iris.
—Voy a pagar a esa vieja —dijo— y después me probaré el vestido. Creo que me sentará divinamente. Ven a verlo. Y lo abonaré a razón de un dólar cada semana. Te juro que lo haré.
El Día de Acción de Gracias.
La comida era a mediodía. A las doce menos cuarto Grace entró en el cuarto de Maida. El realidad, el vestido le ajustaba perfectamente. El matiz rojo resultaba perfecto. Grace estaba encantadora.
Maida, sentada junto a la ventana y ataviada con una falda vieja de cheviot y un jersey azul, zurcía unas br... Bueno, hacía labor.
—¡Dios mío! ¡Y sin vestirte todavía! —pasmóse la hechicera figura roja—. ¿Cómo me sienta el vestido por detrás? ¿Verdad que estas tablas de terciopelo están muy bien? Pero ¿por qué no te vistes, Maida?
La interpelada repuso:
—No me han terminado el traje a tiempo y no puedo ir a la comida.
—No sabes lo que lo siento. ¿Por qué no te pones cualquier cosa y vienes? Ya sabes que no estamos más que los compañeros. ¿Qué más da como vayas?
—Tenía el capricho de ir vestida de color púrpura —dijo Maida—. Y, puesto que no, no iré. No te preocupes de mí. Vete en seguida, porque vas a llegar tarde. Te sienta muy bien el encarnado.
Maida, junto a la ventana, dejó transcurrir toda la larga mañana y la hora de la comida. Mentalmente veía y oía a las muchachas chillando cuando estaban a punto de tragarse un hueso, las risotadas del viejo Bachman si contaba algún cuento de intención profundamente oculta, el centelleo de las joyas de la señora Bachman, que siempre iba al almacén aquellos días, y al señor Ramsay, moviéndose solícitamente de un lado a otro, atento al bienestar de todos.
A las cuatro de la tarde, con el rostro inexpresivo y el talante inerte de una muerta se dirigió lentamente al taller de Schlegel y le confesó que no podía pagarle todavía los cuatro dólares.
El hombre se enojó.
—¡Gott! ¿Y por eso pone usted esa cara? Llévese el vestido, que ya está terminado, y páguemelo cuando pueda. ¿No llevo dos años viéndola pasar a diario ante mi tienda? Si hago ropa, ¿no voy a conocer a la gente que me la encarga? Ya me pagará cuando le sea cómodo, mujer. Llévese el vestido. Está bien hecho y si resulta usted guapa con él, mucho mejor. Eso. Ya me pagará cuando pueda.
Maida expresó una millonésima parte de las gracias que atesoraba en su corazón y salió, presurosa, con su vestido. En la acera un chubasquillo ligero le mojó la cara. No lo notó siquiera.
Ustedes, las damas que pasean en coches suntuosos, no comprenden esto. Y las jovencitas que renuevan su guardarropa con cargo a la cuenta de papá no pueden ni empezar a comprenderlo. ¿Cómo van a saber por qué Maida no sentía en el rostro la lluvia del Día de Gracias?
A las cinco de la tarde estaba en la calle aún, luciendo su vestido de púrpura. La lluvia, aumentando, se había convertido casi en torrencial. Las líquidas ráfagas, impelidas por el viento, azotaban de lleno a la joven. Las gentes, con los gabanes abrochados hasta la barbilla, empuñaban paraguas y corrían en demanda de tranvías y coches, para llegar pronto a casa. Muchos volvían la cabeza, maravillados al ver a aquella joven, bella, serena y de ojos felices, avanzando bajo la tempestad como si pasease en un jardín bajo los claros cielos del verano.
Repito que no podéis comprender esto, damas de bolsa repleta y guardarropa variado. No, no sabéis lo que es vivir en el perpetuo anhelo de las cosas bellas y pasar ocho meses muriéndose de inanición para que un día de fiesta coincida con un vestido púrpura. Y, si eso se logra, ¿qué importan vientos, lluvias, nieves, granizos o ciclones?
Maida no llevaba paraguas ni chanclos. Tenía su vestido púrpura y eso era lo esencial. Que los elementos hiciesen lo que les pareciera. Un corazón hambriento ha de recibir migajas siquiera una vez al año. Y la lluvia caía, y a ella le goteaban las puntas de los dedos.
Al dar la vuelta a una esquina estuvo a punto de tropezar con un transeúnte. Alzó la mirada y halló los ojos del señor Ramsay, relampagueantes de admiración.
—Está usted magnífica con ese vestido, señorita Maida —dijo—. No sabe lo que he sentido no verla en la comida. De todas las mujeres que he conocido es usted la que tiene más sentido e inteligencia. No hay nada tan sano y vigorizante como desafiar la intemperie, según usted hace. ¿Me permite acompañarla?
Y Maida se ruborizó y asintió.
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