O.
Henry
(William Sydney Porter)
(North Carolina, 1862 -
New York, 1910)
El regalo de los Reyes Magos (1905)
(“The Gift Of The Magi”)
Originalmente publicado en The World (10 de diciembre de 1905);
The Four Million
(Nueva York: Doubleday, Page & Company, 1906, 159 págs.)
Un dólar y ochenta y siete
centavos. Eso era todo. Y setenta centavos estaban en peniques.
Peniques ahorrados, uno por uno, discutiendo con el almacenero y el
verdulero y el carnicero hasta que las mejillas de uno se ponían
rojas de vergüenza ante la silenciosa acusación de avaricia que
implicaba un regateo tan obstinado. Delia los contó tres veces. Un
dólar y ochenta y siete centavos. Y al día siguiente era Navidad.
Evidentemente no había nada que
hacer fuera de echarse al miserable lecho y llorar. Y Delia lo hizo.
Lo que conduce a la reflexión moral de que la vida se compone de
sollozos, lloriqueos y sonrisas, con predominio de los lloriqueos.
Mientras la dueña de casa se va
calmando, pasando de la primera a la segunda etapa, echemos una mirada
a su hogar, uno de esos departamentos de ocho dólares a la semana. No
era exactamente un lugar para alojar mendigos, pero ciertamente la
policía lo habría descrito como tal.
Abajo, en la entrada, había un
buzón al cual no llegaba carta alguna, Y un timbre eléctrico al cual
no se acercaría jamás un dedo mortal. También pertenecía al
departamento una tarjeta con el nombre de “Mr. James Dillingham
Young”.
La palabra “Dillingham” había
llegado hasta allí volando en la brisa de un anterior período de
prosperidad de su dueño, cuando ganaba treinta dólares semanales.
Pero ahora que sus entradas habían bajado a veinte dólares, las
letras de “Dillingham” se veían borrosas, como si estuvieran
pensando seriamente en reducirse a una modesta y humilde “D”. Pero
cuando Mr. James Dillingham Young llegaba a su casa y subía a su
departamento, le decían “Jim” y era cariñosamente abrazado por
la señora Delia Dillingham Young, a quien hemos presentado al lector
como Delia. Todo lo cual está muy bien.
Delia dejó de llorar y se
empolvó las mejillas con el cisne de plumas. Se quedó de pie junto a
la ventana y miró hacia afuera, apenada, y vio un gato gris que
caminaba sobre una verja gris en un patio gris. Al día siguiente era
Navidad y ella tenía solamente un dólar y ochenta y siete centavos
para comprar un regalo a Jim. Había estado ahorrando cada penique,
mes a mes, y éste era el resultado. Con veinte dólares a la semana
no se va muy lejos. Los gastos habían sido mayores de lo que había
calculado. Siempre lo eran. Sólo un dólar con ochenta y siete
centavos para comprar un regalo a Jim. Su Jim. Había pasado muchas
horas felices imaginando algo bonito para él. Algo fino y especial y
de calidad —algo que tuviera justamente ese mínimo de condiciones
para que fuera digno de pertenecer a Jim. Entre las ventanas de la
habitación había un espejo de cuerpo entero. Quizás alguna vez
hayan visto ustedes un espejo de cuerpo entero en un departamento de
ocho dólares. Una persona muy delgada y ágil podría, al mirarse en
él, tener su imagen rápida y en franjas longitudinales. Como Delia
era esbelta, lo hacía con absoluto dominio técnico. De repente se
alejó de la ventana y se paró ante el espejo. Sus ojos brillaban
intensamente, pero su rostro perdió su color antes de veinte segundos.
Soltó con urgencia sus cabellera y la dejó caer cuan larga era.
Los Dillingham eran dueños de dos
cosas que les provocaban un inmenso orgullo. Una era el reloj de oro
que había sido del padre de Jim y antes de su abuelo. La otra era la
cabellera de Delia. Si la Reina de Saba hubiera vivido en el
departamento frente al suyo, algún día Delia habría dejado colgar
su cabellera fuera de la ventana nada más que para demostrar su
desprecio por las joyas y los regalos de Su Majestad. Si el rey
Salomón hubiera sido el portero, con todos sus tesoros apilados en el
sótano, Jim hubiera sacado su reloj cada vez que hubiera pasado
delante de él nada más que para verlo mesándose su barba de envidia.
La hermosa cabellera de Delia
cayó sobre sus hombros y brilló como una cascada de pardas aguas.
Llegó hasta más abajo de sus rodillas y la envolvió como una
vestidura. Y entonces ella la recogió de nuevo, nerviosa y
rápidamente. Por un minuto se sintió desfallecer y permaneció de
pie mientras un par de lágrimas caían a la raída alfombra roja.
Se puso su vieja y oscura chaqueta;
se puso su viejo sombrero. Con un revuelo de faldas y con el brillo
todavía en sus ojos, abrió nerviosamente la puerta, salió y bajó
las escaleras para salir a la calle.
Donde se detuvo se leía un
cartel: “Mme. Sofronie. Cabellos de todas clases”. Delia subió
rápidamente Y, jadeando, trató de controlarse. Madame, grande,
demasiado blanca, fría, no parecía la "Sofronie" indicada
en la puerta.
—¿Quiere comprar mi pelo? —preguntó
Delia.
—Compro pelo —dijo Madame—.
Sáquese el sombrero y déjeme mirar el suyo.
La áurea cascada cayó libremente.
—Veinte dólares —dijo Madame
sopesando la masa con manos expertas.
—Démelos inmediatamente —dijo
Delia.
Oh, y las dos horas siguientes
transcurrieron volando en alas rosadas. Perdón por la metáfora, tan
vulgar. Y Delia empezó a mirar los negocios en busca del regalo para
Jim.
Al fin lo encontró. Estaba hecho
para Jim, para nadie más. En ningún negocio había otro regalo como
ése. Y ella los había registrado todos. Era una cadena de reloj, de
platino, de diseño sencillo y puro, que proclamaba su valor sólo por
el material mismo y no por alguna ornamentación inútil y de mal
gusto —tal como ocurre siempre con las cosas de verdadero valor. Era
digna del reloj. Apenas la vio se dio cuenta de que era exactamente lo
que buscaba para Jim. Era como Jim: valioso y sin aspavientos. La
descripción podía aplicarse a ambos. Pagó por ella veinte dólares
y regresó rápidamente a casa con ochenta y siete centavos. Con esa
cadena en su reloj, Jim iba a vivir ansioso de mirar la hora en
compañía de cualquiera. Porque, aunque el reloj era estupendo, Jim
se veía obligado a mirar la hora a hurtadillas a causa de la gastada
correa que usaba en vez de una cadena.
Cuando Delia llegó a casa, su
excitación cedió el paso a una cierta prudencia y sensatez. Sacó
sus tenacillas para el pelo, encendió el gas y empezó a reparar los
estragos hechos por la generosidad sumada al amor. Lo cual es una
tarea tremenda, amigos míos, una tarea mastodóntica.
A los veinte minutos su cabeza
estaba cubierta por unos rizos pequeños y apretados que la hacían
parecerse a un encantador estudiante cimarrero. Miró su imagen en el
espejo con ojos críticos, largamente.
“Si Jim no me mata”, se dijo,
“antes de que me mire por segunda vez, dirá que parezco una corista
de Coney Island. Pero, ¿qué otra cosa podría haber hecho? ¡Oh! ¿Qué
podría haber hecho con un dólar y ochenta y siete centavos?”
A las siete de la tarde el café
estaba ya preparado y la sartén lista en la estufa para recibir la
carne.
Jim no se retrasaba nunca. Delia
apretó la cadena en su mano y se sentó en la punta de la mesa que
quedaba cerca de la puerta por donde Jim entraba siempre. Entonces
escuchó sus pasos en el primer rellano de la escalera y, por un
momento, se puso pálida. Tenía la costumbre de decir pequeñas
plegarias por las pequeñas cosas cotidianas y ahora murmuró: “Dios
mío, que Jim piense que sigo siendo bonita”.
La puerta se abrió, Jim entró y
la cerró. Se le veía delgado y serio. Pobre muchacho, sólo tenía
veintidós años y ¡ya con una familia que mantener! Necesitaba
evidentemente un abrigo nuevo y no tenía guantes.
Jim franqueó el umbral y allí
permaneció inmóvil como un perdiguero que ha descubierto una
codorniz. Sus ojos se fijaron en Delia con una expresión que su mujer
no pudo interpretar, pero que la aterró. No era de enojo ni de
sorpresa ni de desaprobación ni de horror ni de ningún otro
sentimiento para los que que ella hubiera estado preparada. Él la
miraba simplemente, con fijeza, con una expresión extraña.
Delia se levantó nerviosamente y
se acercó a él.
—Jim, querido —le gritó— no
me mires así. Me corté el pelo y lo vendí porque no podía pasar la
Navidad sin hacerte un regalo. Crecerá de nuevo ¿no te importa,
verdad? No podía dejar de hacerlo. Mi pelo crece rápidamente. Dime
“Feliz Navidad” y seamos felices. ¡No te imaginas qué regalo,
qué regalo tan lindo te tengo!
—¿Te cortaste el pelo? —preguntó
Jim, con gran trabajo, como si no pudiera darse cuenta de un hecho tan
evidente aunque hiciera un enorme esfuerzo mental.
—Me lo corté y lo vendí —dijo
Delia—. De todos modos te gusto lo mismo, ¿no es cierto? Sigo
siendo la misma aún sin mi pelo, ¿no es así?
Jim pasó su mirada por la
habitación con curiosidad.
—¿Dices que tu pelo ha
desaparecido? —dijo con aire casi idiota.
—Se está viendo —dijo Delia—.
Lo vendí, ya te lo dije, lo vendí, eso es todo. Es Noche Buena,
muchacho. Lo hice por ti, perdóname. Quizás alguien podría haber
contado mi pelo, uno por uno —continuó con una súbita y seria
dulzura—, pero nadie podría haber contado mi amor por ti. ¿Pongo
la carne al fuego? —preguntó.
Pasada la primera sorpresa, Jim
pareció despertar rápidamente. Abrazó a Delia. Durante diez
segundos miremos con discreción en otra dirección, hacia algún
objeto sin importancia. Ocho dólares a la semana o un millón en un
año, ¿cuál es la diferencia? Un matemático o algún hombre sabio
podrían darnos una respuesta equivocada. Los Reyes Magos trajeron al
Niño regalos de gran valor, pero aquél no estaba entre ellos. Este
oscuro acertijo será explicado más adelante.
Jim sacó un paquete del bolsillo
de su abrigo y lo puso sobre la mesa.
—No te equivoques conmigo, Delia
—dijo—. Ningún corte de pelo, o su lavado o un peinado especial,
harían que yo quisiera menos a mi mujercita. Pero si abres ese
paquete verás por qué me has provocado tal desconcierto en un primer
momento.
Los blancos y ágiles dedos de
Delia retiraron el papel y la cinta. Y entonces se escuchó un
jubiloso grito de éxtasis; y después, ¡ay!, un rápido y femenino
cambio hacia un histérico raudal de lágrimas y de gemidos, lo que
requirió el inmediato despliegue de todos los poderes de consuelo del
señor del departamento.
Porque allí estaban las peinetas
—el juego completo de peinetas, una al lado de otra— que Delia
había estado admirando durante mucho tiempo en una vitrina de
Broadway. Eran unas peinetas muy hermosas, de carey auténtico, con
sus bordes adornados con joyas y justamente del color para lucir en la
bella cabellera ahora desaparecida. Eran peinetas muy caras, ella lo
sabía, y su corazón simplemente había suspirado por ellas y las
había anhelado sin la menor esperanza de poseerlas algún día. Y
ahora eran suyas, pero las trenzas destinadas a ser adornadas con esos
codiciados adornos habían desaparecido.
Pero Delia las oprimió contra su
pecho y, finalmente, fue capaz de mirarlas con ojos húmedos y con una
débil sonrisa, y dijo:
—¡Mi pelo crecerá muy rápido,
Jim!
Y enseguida dio un salto como un
gatito chamuscado y gritó:
—¡Oh, oh!
Jim no había visto aún su
hermoso regalo. Delia lo mostró con vehemencia en la abierta palma de
su mano. El precioso y opaco metal pareció brillar con la luz del
brillante y ardiente espíritu de Delia.
—¿Verdad que es maravillosa,
Jim? Recorrí la ciudad entera para encontrarla. Ahora podrás mirar
la hora cien veces al día si se te antoja. Dame tu reloj. Quiero ver
cómo se ve con ella puesta.
En vez de obedecer, Jim se dejo
caer en el sofá, cruzó sus manos debajo de su nuca y sonrió.
—Delia —le dijo—
olvidémonos de nuestros regalos de Navidad. Son demasiado hermosos
para usarlos en este momento. Vendí mi reloj para comprarte las
peinetas. Y ahora pon la carne al fuego.
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