O.
Henry
(William Sydney Porter)
(North Carolina, 1862 -
New York, 1910)
La senda del solitario (1903)
[Otros títulos en español: “El camino de un solitario”, “El camino solitario”]
(“The Lonesome Road”)
Originalmente publicado en Ainslee's Magazine,
Vol. XII, Núm. 2 (septiembre de 1903), págs. 113-117;
Roads of Destiny
(Nueva York: Doubleday, Page & Company, 1909, 312 págs.)
Moreno como un grano de café, robusto, provisto
de espuelas y pistolas, cauteloso, indomable, vi a mi viejo amigo, Buck
Caperton, ayudante del sheriff, caer con un tintineo de espuelas en una silla
de la antesala de su superior.
Ya que a esa hora los tribunales estaban casi
desiertos, y recordando que a veces Buck solía relatarme historias jamás
impresas, le seguí y, conociendo sus debilidades, no me costó impulsarle a
hablar. Porque para el paladar de Buck los cigarrillos liados con hojas de maíz
eran dulces como la miel; y si bien era capaz de apretar el gatillo de una 45
con velocidad y puntería, nunca había aprendido a liar cigarrillos.
No fue culpa mía (pues yo liaba cigarrillos
compactos y bien formados) sino de un antojo suyo, el que, en lugar de alguna
odisea del chaparral, me viera yo escuchando... ¡una disertación sobre el
matrimonio! ¡Cosas de Buck Caperton! Pues yo sigo sosteniendo que los pitillos
eran impecables y, por lo tanto, solicito mi absolución.
—Acabamos de traer a Jim y Bud Granberry —dijo
Buck—. Un asunto de robo de trenes. Fue en el paso de Aransas, el mes pasado.
Los apresamos en el llano de Veinte Millas, al sur del Nueces.
—¿Os costó mucho acorralarlos? —pregunté;
aquélla era la clase de alimento que reclamaba mi apetito épico.
—Un poco —dijo Buck; y luego, en el curso de una
breve pausa, el pensamiento se le perdió por otros caminos—. Es extraño lo que
sucede con las mujeres —continuó—, y el lugar que ocupan en la naturaleza. Si
me pidieran que las clasificara, diría que son una especie de hierbas
astrágalos de humanos. ¿Alguna vez has visto un potrillo que haya estado
masticando esa planta? Lo llevas a un arroyo de medio metro de ancho, empieza a
resoplar y hasta es capaz de tirarte de la silla. Retrocede como si estuviera
delante del Mississippi. Y al rato baja por la ladera de un cañón de setenta
metros como si entrara en un prado. Pues lo mismo les sucede a los casados.
»Es que estaba acordándome de Perry Rountree,
que era compañero mío antes de cometer pecado de matrimonio. En aquellos
tiempos Perry y yo detestábamos que nos molestaran. Vagábamos mucho,
despertando toda clase de ecos y haciendo que cada cual se ocupara de sus
asuntos. Cuando llegábamos a la ciudad en busca de diversión, se declaraba día
de fiesta para todos los inscritos en el censo. Las fuerzas del sheriff se
dedicaban por completo a dominarnos, y el resto de la gente tenía jornada
libre. Pero entonces apareció esa Mariana la irresistible, y le hizo una caída
de ojos, y en menos de lo que canta un gallo ya estaban preparando el ajuar y
los arreos.
»Ni siquiera me invitaron a la boda. Apuesto a
que la novia hizo un balance de mi pedigree y la alta estima en que se tenían
mis costumbres, y decidió que Perry se movería mejor bajo los arneses sin tener
al lado un potro como Buck Caperton, más bien reacio a los deberes
matrimoniales. De modo que pasaron seis meses hasta que volví a ver a Perry.
»Un día, paseando por los suburbios de la ciudad,
divisé algo parecido a un hombre que rociaba un rosal con una regadera en el
jardincito de una casa minúscula. Seguro de haber visto antes a un penco
similar, me paré frente a la cancilla, a ver si le descubría la marca en el
flanco. No era Perry Rountree, sino una especie de gelatina de pescado en que
le había convertido el matrimonio.
»Lo que Mariana había perpetrado recibe un
nombre: homicidio. Claro que tenía buen aspecto, pero llevaba cuello blanco y
zapatos, y se podía apostar a que hablaría con toda educación y pagaría los
impuestos, y para beber, separaría el meñique, como hacen los borregos y los
tipos de ciudad. ¡Rayos! ¡Lo que sentí al ver a Perry corrompido y transformado
en un badulaque cualquiera!
»Se acercó a la portilla y me estrechó la mano;
entonces yo, empleando todo mi sarcasmo y una voz de loro con catarro le dije:
»—Excúseme, mister Rountree... Así se llama
usted, ¿verdad? Si no me equivoco, creo que en una época tuve el honor de ser
su compañero.
»—¡Oh, Buck, vete al diablo! —dijo Perry con
cortesía, confirmando mis temores.
»—Pues entonces escúchame —le dije—, mascota
decadente, infecto jardinero de tres al cuarto, ¿qué estás buscando? Mírate un
poco al espejo; lo único que puedes pretender, con esa pinta de tipo decente e
inofensivo, es formar parte de un jurado o ponerte a reparar la puerta de tu
casa. ¡Y pensar que hasta no hace mucho eras un hombre...! No sabes el asco que
me dan estas cosas. ¿Por qué no te metes en la casa a contar los tapetitos o
poner el reloj en hora, en vez de quedarte al aire libre? Ten cuidado, puede
atacarte un conejo.
»—Oye, Buck —dijo Perry bonachonamente y algo
apenado—, me parece que no comprendes. Cuando un hombre se casa debe cambiar.
No siente del mismo modo que un bruto como tú. Malgastar el tiempo molestando a
la gente pacífica de los pueblos, jugando a las cartas y bebiendo es un
verdadero pecado.
»—Hubo un tiempo —dije yo, y espero haber
suspirado— en que cierto corderito domesticado cuyo nombre conozco demostraba
amplios conocimientos en el campo de las depravaciones perniciosas. Alguna vez
fuiste una verdadera plaga, Perry, y jamás habría esperado verte reducido a un
frívolo fragmento humano. Pero mira, te has puesto corbata y hablas la jerga
vacía e insulsa de los tenderos y las mujeres. Bien podrías llevar sombrilla y
portaligas, y llegar temprano a casa todas las noches.
»—Mi mujercita —dijo Perry— me ha hecho mejorar
muchísimo. Eso es lo que creo. Pero tú no podrías entenderlo, Buck. Desde que
me casé no he ido de juerga una sola noche.
»Seguimos hablando un rato, y te juro por mi
salud que de repente el tipo me interrumpió y empezó a hablar de las seis
tomateras que cultivaba en el jardín. ¡Y lo increíble es que me refregó en la
nariz su degradación hortelana mientras yo le recordaba cómo nos habíamos
divertido desplumando a aquel tahúr en la taberna de California Pete! Sin
embargo, poco a poco, fue recuperando el sentido común.
»—He de admitir que a veces resulta un poco
monótono, Buck —dijo—. No es que no sea completamente feliz con mi mujercita,
pero todo hombre necesita echar una cana al aire de vez en cuando. Así que
mira: esta tarde Mariana irá a visitar a una amiga y no regresará hasta las
siete. Esa es la hora límite para los dos: las siete. Ninguno se retrasa un
solo minuto, a menos que estemos juntos. Y la verdad es que me alegra verte,
Buck —siguió—, porque no me faltan ganas de correrme una juerguecita contigo en
recuerdo de los viejos tiempos. ¿Qué te parece si esta tarde salimos a
divertirnos juntos? A mí me encantaría.
»De la palmada que le propiné, el cautivo fue a
parar al centro del jardín.
»—Corre a buscar tu sombrero, cocodrilo reseco
—le grité—. Todavía no estás muerto. Por más que te hayan puesto el yugo, aún
te queda algo de humano. Haremos trizas la ciudad, a ver cómo responde.
Investigaremos la ciencia del descorchamiento hasta sus últimos rincones.
Apenas vuelvas a recorrer la senda del vicio con el viejo tío Buck —le dije—,
te saldrán cuernos
nuevos, so vaca arrugada. —Y le di un puñetazo en las costillas.
»—Ya sabes que a las siete tengo que estar en
casa —replicó Perry.
»—Sí, claro —dije yo, y me guiñé el ojo, porque
conocía bien cómo cumplía Perry los horarios una vez se encariñaba de una
barra.
»Fuimos a la Mula Gris, esa vieja taberna de
adobe que está junto al depósito de la estación.
»—Di qué quieres —le propuse no bien apoyamos
las pezuñas en el mostrador.
»—Zarzaparrilla —dijo Perry.
»Tan sorprendido me dejó, que hubieran podido
derribarme con una cáscara de limón.
»—A mí puedes insultarme todo lo que quieras
—dije—, pero haz el favor de pensar en el tabernero. Quizá sufra del corazón.
Pon dos vasos altos —ordené— y esa botella que está a la izquierda de la
nevera.
»—Zarzaparrilla —insistió Perry, y en ese
instante se le iluminaron los ojos y me percaté de que estaba ansioso por
exponerme una idea genial—. Buck —dijo sumamente interesado—. ¡Ya sé lo que
vamos a hacer! Quiero que este día me quede grabado con letras rojas en la
memoria. Últimamente he estado demasiado metido en casa y necesito distraerme.
Lo pasaremos como nunca. Iremos a la trastienda y jugaremos a las damas hasta
las seis y media.
»Me incliné sobre el mostrador y le dije a
Orejas Mike, que estaba alerta:
»—Prométeme que no le contarás esto a nadie. Tú
conoces bien a Perry. Pero sucede que ha estado enfermo y el médico ha
aconsejado que le levantáramos el ánimo.
»—Danos el tablero y las fichas, Mike —dijo
Perry—. Estoy loco por divertirme.
»Pasamos a la trastienda. Antes de cerrar la
puerta, le dije a Mike:
»—No se te
ocurra mencionarle a nadie que has visto a Buck Caperton en relaciones
fraternales con la zarzaparrilla y el tablero. Como me entere de que lo has
contado, te haré una muesca en la otra oreja.
»Cerré la puerta y jugamos a las damas. Estar
allí, sentado ante aquella humillada rareza hogareña que estallaba en gritos de
alborozo cada vez que comía una ficha y chorreaba placer cuando coronaba una
dama, habría bastado para enfermar de tristeza a un perro pastor. El, que sólo
quedaba satisfecho cuando ganaba seis partidas de bingo o dejaba a los
banqueros de faro en estado de postración nerviosa, no podía ser el
mismo que movía ahora las fichas como Mariquita en una fiesta escolar. Aquello
era insoportable.
»Y sin embargo seguí jugando con las negras,
sudando de miedo a que entrara algún conocido y me sorprendiese. Me puse a
pensar en ese lío del matrimonio, en lo mucho que se parece al juego que
inventó la señora Dalila. Aquella mujer le cortó el pelo a su pobre marido, y
ya sabemos cómo se ve la cabeza de un hombre después de que la esposa se ensañe
con ella. Entonces vinieron los fariseos y el muchacho se sintió tan
avergonzado que echó la casa abajo. “Basta que un hombre se case —pensé— para
que pierda la garra, el orgullo y las ganas de hacer locuras. No beben, no
asustan a nadie, ni siquiera se pelean. ¿Para qué se casan entonces?”, me
pregunté.
»Perry, con todo, parecía estar disfrutando
enormemente.
»—Buck, querido bestia —me dijo—, ¿no es la
tarde más fantástica de nuestra vida? No recuerdo haberme divertido tanto en
muchos años. Sabes, desde que me casé he estado demasiado apegado a mi hogar;
hacía mucho que no me iba de parranda.
»¡Parranda! ¡Llamaba
parranda a jugar a las damas en la trastienda de la Mula Gris! Supongo que le
parecía ligeramente más inmoral y disoluto que pasearse entre tomateras con un
hisopo en la mano.
»A cada momento consultaba su reloj y repetía:
»—Ya sabes
que a las siete tengo que estar en casa, Buck.
»—Está bien —le respondía yo—.
Ahora cállate y mueve.
Me estoy muriendo de excitación. Si no me freno
e intento sosegarme un poco, la tensión acabará con mis nervios.
»Serían las seis y media cuando se empezaron a
oír ruidos en la calle. Hubo un griterío, disparos de revólver y un estrépito
de caballos que iban y venían.
»—¿Qué será eso? —pregunté.
»—Alguna tontería en la calle —dijo Perry—. Te
toca a ti. Tenemos el tiempo justo para terminar esta partida.
»—Echaré una ojeada por la ventana —dije—. No
esperarás que un simple mortal pueda soportar al mismo tiempo que le coman una
dama y escuchar un tumulto callejero.
»La Mula Gris era una de esas viejas
construcciones españolas de adobe, y la trastienda sólo tenía dos ventanas de
medio metro de ancho protegidas por rejas. Asomándome a una de ellas comprendí
la causa del alboroto.
»Diez hombres de la banda de Trimble, la peor
pandilla de forajidos y cuatreros de todo Texas, venían por la calle disparando
a diestro y siniestro. Avanzaban directamente hacia la Mula Gris. Después los
perdí de vista, pero los oímos bajarse de los caballos frente a la puerta y
llenar el salón de plomo. Hicieron añicos el espejo y destrozaron varias
botellas. Nos imaginábamos a Orejas Mike atravesando la plaza como un coyote
despavorido, mientras alrededor las balas levantaban el polvo. Por fin la banda
campó por sus respetos en la taberna, bebiendo lo que quería y rompiendo lo que
no le gustaba.
»Tanto Perry como yo los conocíamos, y ellos a
nosotros. Un año antes de que Perry se casara, habíamos estado los dos en la
misma cuadrilla de batidores y, después de perseguir a la banda hasta San
Miguel, nos habíamos traído de vuelta a Ben Trimble y a dos más para que los
juzgaran por asesinato.
»—No podemos salir —dije—. Tendremos que
quedarnos hasta que se vayan.
»Perry miró su reloj.
»—Las siete menos veinticinco —dijo—. Podemos
acabar la partida. Te tengo acorralado. Y te toca a ti, Buck. Ya sabes que he
de estar en casa a las siete.
»Nos sentamos y seguimos jugando. La banda de
Trimble no lo estaba pasando nada mal. Se estaban poniendo las botas. Bebían
más y más, y mientras iban bebiendo, usaban vasos y botellas como blanco. Por
dos o tres veces intentaron abrir nuestra puerta. Después se oyeron más tiros
en la calle y yo miré por la ventana. Ham Gosset, el sheriff, había apostado a
su gente al otro lado de la calle y trataba de abatir a alguno de los Trimble a
través de las ventanas.
»Aquella partida la perdí. Debo decir en mi
descargo que Perry me comió tres damas que yo habría salvado de ser otras las
circunstancias. Pero cada vez que me comía una ficha, el bragazas aquel cacareaba
como una gallina idiota que picotea granos de maíz.
»Cuando acabó la partida, Perry se puso en pie y
consultó su reloj.
»—Lo he pasado en grande, Buck —dijo—. Pero
ahora he de marcharme. Son las siete menos cuarto, y ya sabes que a las siete
tengo que estar en casa.
»Pensé que me tomaba el pelo.
»—No pasará menos de una hora antes de que esos
tipos decidan largarse o la borrachera los tumbe —dije yo—. Supongo que no
estarás tan cansado del matrimonio como para suicidarte de repente, ¿verdad?
—dije, y solté una carcajada.
»—Una vez llegué a casa con media hora de
retraso —dijo Perry—. Mariana estaba esperándome en la calle. Si la hubieses
visto, Buck... Pero dudo que lo comprendas. Ella sabe muy bien qué clase de
golfo he sido, y teme que me suceda algo. Nunca más volveré tarde a casa. Ahora
voy a despedirme, Buck.
»Le cerré el paso hacia la puerta.
»—Mira, casadito —dije—, ya me doy cuenta de que
en cuanto el cura te enredó, empezaste a volverte imbécil; pero ¿será posible
que al menos una vez pienses como un ser humano? Ahí fuera hay
diez bandidos embrutecidos por el whisky y los deseos de matar. Si sales de
aquí, durarás menos que una botella de vino. De modo que emplea la
inteligencia, o al menos el instinto del jabalí. Siéntate y espera hasta que podamos
escapar sin que nos saquen de aquí en ataúd.
»—Tengo que estar en casa a las siete, Buck
—repitió aquel cerebro de gallina como si fuese un loro subnormal—. Mariana
estará esperándome. —Y, alargando el brazo, le arrancó una pata a la mesa que
sostenía el tablero—. Pasaré entre la banda de Trimble como una liebre por un
corral alborotado. Ya me he curado de la fiebre de los jaleos, pero tengo que
estar en mi casa a las siete. Cierra la puerta cuando haya salido, Buck, y no
olvides que te he ganado tres de las cinco partidas. Jugaría un rato más, pero
Mariana...
»—Cierra el pico, correcaminos chiflado —le
interrumpí—. ¿Cuándo has visto que el tío Buck cierre la puerta a los
problemas? No estaré casado —le dije—, pero soy más tonto que un condenado mormón.
Cuatro menos una es igual a tres —dije, y arranqué otra pata de la mesa—.
Llegaremos a casa a las siete, aunque sólo sea a la casa celestial. ¿Me dejarás
acompañarte a casa, zarzaparrillero, jugador de damas sediento de muerte y
destrucción?
»Abrimos la puerta muy despacio y enseguida nos
abalanzamos hacia la salida. Parte de la banda estaba alineada en el mostrador;
otros servían las bebidas y el resto espiaba por la puerta y las ventanas,
tiroteándose con los hombres del sheriff. Estaba todo tan lleno de humo que no
nos advirtieron hasta que estuvimos a mitad de camino. Pero entonces, desde
algún sitio, Berry Trimble aulló:
»—¿Cómo se ha metido aquí Buck Caperton? —Y una
bala me rozó la piel del cogote. Aquello no debió de gustarle, porque Berry es
el mejor tirador que hay al sur de las vías del Southern Pacific. Tal vez fuese
el humo, que no favorecía precisamente la puntería.
»Perry y yo descrismamos a un par de bandidos
con nuestros garrotes, que fallaban menos que las balas, y, mientras corríamos hacia la
puerta, le arrebaté el Winchester a un sujeto que montaba guardia. Entonces me
volví y arreglé cuentas con mister Berry.
»Perry y yo salimos a la calle y doblamos
la esquina. No había esperado librarme de aquélla, pero tampoco habría podido
dejarme intimidar por un tipo casado. En opinión de Perry, el gran suceso de la
jornada habían sido las partidas de damas; pero, a poco buen juez que sea yo en
materia de pasatiempos refinados, creo que aquella estampida a través del salón
de la Mula Gris, a golpe de patas de mesa, merecía figurar en cabeza de
cualquier antología.
»—Date prisa —dijo Perry—. Faltan dos minutos
para las siete, y tengo que estar en casa...
»—Vamos, cállate —contesté—. Yo debo presentarme
como testigo de cargo en una investigación judicial que empieza a las siete, y
no culparé a nadie por el retraso.
»No me quedó más remedio que pasar por la casita
de Perry. Su Mariana estaba en la puerta. Llegamos a las siete y cinco. Ella
llevaba un delantal azul y se había peinado el cabello muy tirante y hacia
atrás, como lo hacen las niñas cuando quieren parecer personas mayores.
»No nos vio hasta que nos acercamos, porque
estaba mirando hacia el otro lado. Pero de pronto se dio la vuelta, divisó a
Perry, y una expresión extraña, como de alivio, si es posible describirla así,
le fue ganando la cara. La oí lanzar un largo suspiro, como lo hubiese hecho
una vaca a la que le devolvieran su ternero, y luego dijo:
»—Llegas tarde, Perry.
»—Cinco minutos —respondió él, todo jovialidad—.
Es que el viejo Buck y yo hemos estado jugando a las damas.
»Perry me presentó a Mariana y me invitaron a
entrar. Pero no acepté. No, señor. Por ese día ya había tenido bastante vida
familiar. Dije que debía marcharme y aseguré que había pasado una tarde muy
agradable con mi buen amigo.
»—Especialmente —añadí para tomarle el pelo un
poco a Perry— cuando, en plena partida, se desprendieron de pronto las patas de
la mesa. —Pero no continué porque había prometido que no hablaría de lo
sucedido delante de Mariana.
»No he dejado de pensar en este asunto desde que
ocurrió —prosiguió Buck—. Hay algo que me da vueltas en la cabeza y no acabo de
comprender.
—¿Y qué es? —pregunté yo, mientras terminaba de
liar el último cigarrillo y se lo pasaba a él.
—Bien, te lo diré. Cuando vi la mirada que esa
mujercita dirigía a Perry al volverse y comprobar que regresaba a casa sano y
salvo, por un instante me pareció que aquella mirada valía más que todas
nuestras sandeces, zarzaparrilla y damas incluidas; y que si en aquella
historia había un tonto, no era el que respondía al nombre de Perry Rountree.
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