O.
Henry
(William Sydney Porter)
(North Carolina, 1862 -
New York, 1910)
El marqués y la señorita Sally (1903)
(“The Marquis and Miss Sally”)
Originalmente publicado en Everybody's Magazine,
Vol. 8, Núm.6 (junio de 1903), págs. 518-524;
Rolling Stones
(Nueva York: Doubleday, Page & Company, 1912, 240 págs.)
Sin saberlo, el viejo Bill Bascom tuvo el honor de ser
abatido por el destino el mismo día en que le pasó
idéntico incidente al marqués de Borodale.
El marqués vivía en Regent Square, Londres, y el
viejo Bill en la Quebrada del Corzo Cojo, en la comarca
de Hardeman, Texas. El cataclismo que abatió la
fortuna del marqués tomó la forma de algo iniciado
con la repentina alteración del precio de las acciones
del Monopolio Sudamericano del Caucho y la Caoba.
Y la ruina del viejo Bill Bascom dependió de la Némesis
que quiso aplicar a una peligrosa banda de
indios civilizados que se dedicaba a robar caballos.
La banda arrebató las cuatrocientas cabezas, propiedad
de Bill, y remató la hazaña matándolo a tiros
cuando los perseguía. Hasta se parecieron las consecuencias
de las dos catástrofes, porque cuando el
marqués averiguó que todo lo que sobrevivía a su
ruina era la cantidad de quince chelines, resolvió
pegarse un tiro, y así lo hizo.
El buen Bill dejó una familia formada por seis hijos
de uno y otro sexo, sin madre, para colmo, y todos se
encontraron sin un mal filete de venado que comer,
ni dinero para poderlo comprar.
El marqués dejó un hijo joven, que se había ido a los
Estados Unidos y montado un rancho en el Panhandle
de Texas. Cuando el joven supo las malhadadas noticias,
montó a caballo y se encaminó a la ciudad. Allí
dejó todo lo que poseía —excepto su bestia, su silla de
montar, su winchester y quince dólares sueltos— en
manos de sus abogados, con instrucciones de que
vendiesen sus propiedades y las dedicaran a pagar
las deudas que su padre dejara en Londres. Luego
tornó a saltar al rocín y se dirigió hacia el sur.
Un día llegaron a la vez, aunque por diferentes caminos,
dos mancebos al rancho Cruz de Diamantes,
en Piedrecita, y pidieron trabajo. Los dos vestían limpios
y adecuados trajes vaqueros. Uno era un mozo
bien formado, de facciones delicadas, cabello corto y
oscuro y cutis tostado por el sol hasta darle un tono
suavemente dorado. El otro era más recio y ancho de
hombros, con la cara lozana y rubicunda, el rostro
pecoso, rizado cabello rojizo y un semblante que,
aunque feo, parecía atractivo por lo riente de sus ojos
y la expresión placentera de su boca.
El capataz mayor del rancho Cruz de Diamantes
entendió que podía dar trabajo a los dos jóvenes. Justo
aquella mañana le habían dicho que el cocinero del
rancho —que suele ser uno de los miembros más
importantes del personal de un campamento— había
ensillado su potro y partido, ya que se sentía incapaz
de soportar el tiroteo de burlas y bromas pesadas de
que era objeto, en virtud de su oficio.
—¿Saben cocinar? —preguntó el capataz.
—Yo sí —dijo en el acto el tipo pelirrojo—. He cocinado
muchas veces en los campamentos. Con gusto me
encargaré del empleo hasta que tenga usted algo mejor
que ofrecerme.
—Así hablan los hombres —dijo, aprobatorio, el
capataz—.Voy a darte una nota para Saunders y él te
dará el trabajo.
De este modo, los nombres de John Bascom y Charles
Norwood pasaron a figurar en las nóminas del
rancho, y los dos se dirigieron al campamento poco
antes de la hora de comer. Les habían dado instrucciones
sencillas, pero claras:
“Sigan durante millas el arroyo hasta que lleguen”.
Como ambos eran forasteros, venían de lejos, se
sentían jóvenes y animosos, y habían de realizar juntos
una larga cabalgata, es de suponer que aquella
tarde se iniciara entre los dos lo que luego había de
ser sincera camaradería. Sí, debió empezar mientras
avanzaban por el pequeño valle del Candado Verde.
Llegaron a su destino cuando comenzaba el crepúsculo.
El campamento estaba montado junto a un agradable
pozo de agua potable, protegido por espesas
arboledas. Los vaqueros proferían graves maldiciones
sobre el cocinero desertor. Y mientras todos, de
vuelta de sus faenas, desmontaban y desensillaban
sus caballos, llegaron los recién admitidos y preguntaron
por Pink Saunders. Se adelantó el jefe del campamento
y recibió la nota del encargado.
Pink Saunders, aunque mayoral durante la jornada
de trabajo, era el humorista del campamento donde,
desde el encargado al cocinero se consideraban
iguales. Después de leer la nota hizo un ademán dirigido
a todos y gritó ceremoniosamente con la máxima
fuerza de sus pulmones:
—¡Eh, muchachos! Aquí les presento al marqués y
a la señorita Sally.
Al oír aquellas palabras, los recién llegados se mostraron
confusos. El nuevo cocinero se sobresaltó, pero
luego, recordando que “señorita Sally” es el nombre
genérico que se aplica a los cocineros de todos los
campamentos vaqueros de Texas, recobró la compostura
y sonrió burlándose de sí mismo.
Su compañero no pareció tan turbado, pero se mostró
airado, mordiéndose los labios, y se apoyó en la
silla de su caballo como si estuviera presto a volver a
montar. Mas la señorita Sally le tocó el brazo y dijo
riendo:
—Vamos, marqués, Saunders no ha querido más
que hacernos un cumplido. El distinguido aire y la
nariz aristocrática que usted tiene han suscitado en
el jefe esa bromista ocurrencia —comenzó a desensillar
y el marqués, convencido, siguió su ejemplo. La
señorita Sally se arremangó y se dirigió al carro de
las provisiones gritando—: Ya saben que soy el nuevo
cocinero. Así, amigos, que si me apilan un poco de
leña y preparan un fuego, les garantizo una buena
comida dentro de treinta minutos.
La energía y humorismo de la señorita Sally, mientras
registraba el carro de las provisiones en busca
de café, harina y tocino, le ganó en el acto las simpatías
de todo el campamento.
Al día siguiente el marqués, ya mejor conocido de
sus compañeros, resultó ser un sujeto animado y
simpático, aunque siempre un tanto reservado y poco
amigo de participar en las rudas orgías del campamento.
Al poco tiempo, los demás acabaron respetando
su reserva, lo que casaba bien con el título que
Saunders le había dado. Incluso lo apreciaban bastante.
Saunders lo puso, desde luego, al cuidado de los
rebaños, y el mozo se acreditó de tan bueno en el uso
de la mangana o el ejercicio del marcaje como cualquiera
de los otros vaqueros.
El marqués y la señorita Sally se hicieron pronto
muy buenos camaradas. Terminada la cena y retirados
los pertrechos del condumio, era raro no ver juntos
a los dos. La señorita Sally solía fumar su pipa de
cerezo, mientras el marqués procuraba buscar trozos
de cuero sin curtir para hacerse un nuevo par de
botas, o cosa parecida.
El encargado no olvidaba su promesa de fijarse en
el buen servicio del cocinero. Varias veces en que visitó
el campamento mantuvo con él largas pláticas.
Parecía haber tomado afecto a la señorita Sally. Una
tarde, cuando se preparaba a volver al rancho, después
de inspeccionar los campamentos, le dijo:
—Mañana enviaré un hombre a que te sustituya en
la cocina. En cuanto aparezca, vete al rancho. Quiero
que te encargues de las cuentas y de la correspondencia.
Necesito disponer de alguien de confianza al
que se pueda mandar a que haga todo eso. El salario
no estará mal. El rancho Cruz de Diamantes se portará
bien con quien se ocupe de sus intereses.
La señorita Sally dijo con calma:
—Gracias. ¿Hay algún inconveniente en que mi
mujer viva conmigo en el rancho?
El capataz mayor frunció el entrecejo.
—¿Estás casado? No lo mencionaste cuando hablamos
la primera vez.
—Porque no estoy casado —dijo el cocinero—. Pero
pienso casarme. Claro que esperaba a lograr un empleo
que me tuviese bajo techo. No se puede pedir a
una mujer que viva en un rancho de vacas.
—Cierto —convino el encargado—. Desde luego, un
campamento no es propio para un hombre casado.
En fin, la casa es bastante grande. Si te portas bien,
creo que podremos cederte las habitaciones necesarias.
Escribe a la joven y dile que venga.
—Gracias —repitió la señorita Sally—. Mañana iré,
después de cumplir mi servicio en la cocina.
La noche era bastante fría y, luego de la cena, los
vaqueros se congregaron en torno a una hoguera de
leña de mezquital.
Ya habían agotado casi del todo su repertorio de chanzas
y pullas, pero el silencio en un campamento vaquero
es por lo general el preámbulo de una ocurrencia
pesada para alguien.
La señorita Sally y el marqués se sentaban en un
tronco de árbol, discutiendo los respectivos méritos
de los estribos cortos o largos cuando se trata de realizar
largas marchas a caballo. El marqués se levantó
y se dirigió a un lugar próximo en el que dejara varios
trozos de cuero para que se curtiesen, a fin de hacer
con ellos una mangana. Y, mientras él se alejaba,
Dry Creek Smithers lanzó una bocanada de humo de
su cigarrillo hasta los mismísimos ojos de la señorita
Sally.
El cocinero se frotó los lagrimeantes párpados.
Davis, el Fonógrafo, —a quien llamaban así por lo
estridente de su voz— se levantó e inició un grave
discurso.
—¡Compañeros y ciudadanos! —dijo—. Deseo entablar
un interrogatorio. ¿Cuál es el más desagradable
espectáculo al que puede asistir la mente humana?
Un fuego graneado de respuestas siguió a las palabras
de Davis.
—Un caballo escapado.
—Un potro sin desbravar ni marcar todavía.
—¡Tú, hombre, tú!
—El agujero del arma con la que te apunta un fulano.
Taller, el gordo vaquero, atajó:
—Cállense, ignorantes. Davis sabe lo que dice.
—Entonces…
—Es que quiere que lo digamos nosotros.
—Compañeros y ciudadanos —continuó el Fonógrafo—:
los espectáculos que han mencionado son todos
ignominiosos y, en efecto, se acercan a la solución.
Pero no aciertan del todo. El más abominable
espectáculo del planeta es este.
Señaló a la señorita Sally, que seguía frotándose
los ahumados ojos.
—Sí, lo más terrible es ver a una confiada y ciega
mujer vertiendo lágrimas, cuando un sujeto engañoso
la burla. ¿Somos hombres? Por qué tenemos el corazón
de gatos monteses, si no comprendemos el dolor
de la señorita Sally, al verse burlada en sus afectos
por un aristócrata que ha llegado hasta nosotros,
poseedor de una superior belleza y de un relumbrante
título, para enseñarnos cómo debemos seguir el camino
de nuestra perfección. ¿Actuaremos como hombres,
o nos limitaremos a comer los condumios que la señorita
Sally nos prepara en sus sollozantes cacerolas?
Dry Creek soltó un bufido.
—Ese tipo es un galopín —afirmó—. No tiene nada
de humano. Ya me parecía a mí un gusano en muchos
sentidos. ¡Y asegura que es marqués! ¿No es
eso un título nobiliario, Fonógrafo?
Brushy Creek Kid se apresuró a explicar:
—Sí. Se trata de algo parecido al título de rey. Solo
que está un poco más bajo en categoría. Algo intermedio
entre un Jack particular y la corona suma.
—No crean —señaló el Fonógrafo— que por eso quiero
quitar méritos a los aristócratas. Algunos son buenas
personas, y donde lleguen los hijos de un Watson
cualquiera, pueden llegar ellos. He tratado con algunos.
He visto un elefante andando al lado del alcalde de
Fort Worth, y he oído a un búho en las palabras del
agente general de la compañía ferroviaria. Les aseguro
que esa gente puede figurar al lado del primero.
Pero cuando un marqués juega con las inocentes aficiones
de una cocinera, quisiera saber qué nombre
se da a semejante conducta.
—Lo mejor aquí es aplicarle los cueros —opinó Dry
Creek Smithers.
—Estoy contigo —corroboró Kid.
Y los demás vaqueros dijeron a coro:
—¡De acuerdo!
Antes de que el marqués supiera de qué se trataba,
se vio sujeto por ambos brazos y conducido al tronco
donde se sentara antes. El Fonógrafo se nombró a sí
mismo pronunciador de la sentencia, y se puso en pie
con un par de polainas de duro cuero en sus manos.
Aquella era la primera vez que alguien ponía las
manos sobre el marqués en el curso de los rudos deportes
y entretenimientos vaqueros.
El joven, indignado, exclamó, con los ojos relampagueantes:
—¿Qué es esto?
—Tómalo con paciencia, marqués —le murmuró Rube
Fellows, que era uno de los que lo sostenían por el
brazo—. Todo es en broma. Admite las cosas con calma
y verás cómo sales de esto sin apenas daño. No van
a hacer más que tenderte en ese tronco y darte ocho o
diez zurriagazos con esas polainas, como si fueran látigos.
Verás cómo no te hacen mucho daño.
El marqués, exhalando una increpación de ira, mostró
los deslumbrantes dientes e hizo una maravillosa
exhibición de fuerza. Sacudió los brazos tan reciamente,
que los cuatro hombres que lo sujetaban se
desprendieron de él con violencia y fueron a dar,
tambaleantes, más allá del tronco. El joven lanzó un
grito de furia. La señorita Sally, con los ojos ya desembarazados
del tabaco, se precipitó en el centro de la refriega.
En aquel momento, una gran voz resonó en sus oídos,
y un carruaje tirado por fogosos caballos irrumpió
en el círculo de claridad proyectado por la hoguera
del campamento. Todos volvieron los ojos al nuevo
espectáculo y vieron algo que los hizo olvidar la algo
manida propuesta del Fonógrafo, para divertir los
tedios del campamento. Mayor caza que el marqués
se hallaba a mano, así que sus captores lo soltaron y se
dirigieron a la nueva víctima.
El carricoche y los caballos pertenecían a Sam Holly,
un ganadero que vivía en el Gran Pantano. Sam conducía
el vehículo. Lo acompañaba un hombre grueso,
de terso rostro, tocado con un alto sombrero de
seda y vestido con una levita de largos faldones. Era
el juez del distrito, Dave Hackett, que se presentaba
como candidato a las elecciones por segunda vez. Sam
lo escoltaba de campamento en campamento, para
que se granjeara el soberano voto de los electores.
Los dos hombres se apearon, ataron los caballos a
unos troncos y avanzaron hacia la hoguera.
En el acto, todos los miembros del campamento,
excepto el marqués, la señorita Sally y Pink Saunders
—porque este tenía que hacer los honores a los visitantes—
lanzaron un espantoso grito de fingido
terror, y se diseminaron en todas direcciones buscando
la oscuridad.
—¡Por vida del cielo! —exclamó Hackett—. ¿Tan feos
somos que los espantamos así? ¿Cómo está usted,
señor Saunders? Me alegro de volver a verlo. ¿Qué
diablos haces con mi sombrero, Holly?
—Ya sabía yo que este sombrero nos traería dificultades
—dijo Sam meditando.
Había tomado la prenda aludida, retirándola de la
cabeza de Hackett, y la mantenía en la mano, mirando,
dubitativo, a las sombras que se extendían
más allá de la hoguera. Ahora reinaba allí absoluta
quietud.
Se volvió a Saunders.
—¿Qué te parece esto?
Pink sonrió.
—Más vale que lo pongamos en algún sitio elevado
—dijo con el tono de quien ofrece un consejo desinteresado—.
No creo que la claridad le convenga nada.
No me agradaría llevarlo sobre mi cabeza.
Holly se encaramó en lo alto de una rueda del carro de
provisiones, y colgó el sombrero de copa en la rama
de una encina. Apenas había tocado el suelo, al descender,
cuando una docena de disparos de revólveres
de seis tiros acribilló el aire. El sombrero cayó
perforado a balazos.
Se oyó un ruido sibilante, como el que producirían
una veintena de serpientes de cascabel, y los vaqueros
empezaron a salir de la oscuridad, mirando hacia
arriba, con exagerada precaución. Se observaban los
unos a los otros, como si se recomendaran la mayor
prudencia. Formaron luego un solemne y silencioso
círculo alrededor del sombrero, mirándolo con manifiesta
alarma y emprendiendo de cuando en cuando
vertiginosas carreras.
Uno dijo con respetuoso tono:
—Ese es el gusano hablador que solo sale por las
noches.
—El venenoso Kippootum —proclamó otro—. Muerde
después de muerto, y apesta después de enterrado.
—Es el jefe de la tribu de los peludos —aseveró el
Fonógrafo—. Pero no deben temerle ya, compañeros,
porque se encuentra bien muerto.
—No lo creas —opuso Dry Creek—. No hace más
que fingir. Es un duende de la floresta. Solo existe
una manera de acabar con su vida.
Miró con malicia al veterano Taller, el corpulento
vaquero que tenía un peso de doscientas cuarenta
libras. El buen Taller se sentó solemnemente sobre
el sombrero de copa y lo aplastó del todo.
Hackett había asistido al desarrollo de aquel espectáculo
abriendo mucho los ojos. Sam Holly notó que
su compañero se irritaba cada vez más y procuró
apaciguarlo.
—Sea razonable, juez —aconsejó—. En el rancho
Cruz de Diamantes se acumulan sesenta votos, y
aspiramos a que todos los electores opten por su candidatura.
En la situación en que estamos nada debe
parecernos trascendental, excepto el que usted gane
o pierda las elecciones. Tómelo todo a broma y verá
cómo no lo lamenta.
Los dos avanzaron en dirección a los tristes despojos
de lo que había sido una chistera. Hackett resolvió
hablar con cordialidad.
Primero se acercó a los que se hallaban junto a los
restos del sombrero fenecido, pronunciando un responso
en su honor. Se paró y dijo con animación:
—He de darles las gracias, muchachos.
Le preguntaron:
—¿Por qué?
—Por su bravura.
—Hombre, bravura…
Hackett insistió:
—Sí; su resolución y bravura me han rescatado de
una verdadera esclavitud —y se adentró en más prolijas
explicaciones asegurando—: Cuando cruzábamos
el arroyo, ese terrible monstruo al que han dado muerte
se desplomó sobre nosotros de un modo inesperado.
—¿Desde dónde?
—Probablemente desde algún árbol. Creo, pues, que
les debo la vida —y remató sus palabras al aventurar—:
También espero deberles sus votos en las reelecciones
en que me presento como candidato —y,
añadiendo que iba a entregarles su tarjeta, logró que
los vaqueros lo gratificasen con una sonrisa de aprobación.
Pero el Fonógrafo, no veía satisfecho su afán de diversión.
Al parecer guardaba otra carta en la manga.
Se dirigió, pues, a Dave Hackett con grave severidad
y le dijo:
—Compañero, muchos hombres de este campamento
le hubieran dado una lección por permitirse llegar
con un insecto tan pernicioso como el que nos ha
traído, pero prescindiremos de eso, ya que hemos
salido del paso sin pérdidas de vidas. Cuente con
nosotros si se muestra sincero.
—¿En qué sentido? —preguntó el suspicaz Hackett.
—¿No es cierto que usted está autorizado a oficiar
en las sagradas ceremonias del matrimonio?
—Desde luego —respondió Hackett—, un casamiento
hecho ante mi presencia debe ser legal.
El Fonógrafo adoptó una actitud de virtuoso.
—Ha ocurrido un incidente en este campamento. Un
aristócrata ha burlado el amor de una inocente cocinera.
Es deseo nuestro que el orgulloso descendiente,
no sé si de veinticinco o de cien condes, se case con la
entristecida mujer —y llamó—: ¡Eh, muchachos! Traigan
al marqués y a la señorita Sally, que vamos a tener
bodas.
Aquella ocurrencia del Fonógrafo fue recibida con
aullidos de aprobación. Los vaqueros se acercaron para
asistir a la ceremonia.
Hackett se secó el sudor de la frente, aunque la
noche distaba de ser calurosa.
—No sé hasta dónde puede llevar esto —dijo—. ¿No
valdría más que diesen muerte definitiva a lo que
queda de mi sombrero?
—Los muchachos están más animados de lo que
tienen por costumbre —opinó Saunders—. Quieren
casar a dos mozos: un vaquero y el cocinero. Una
broma más… De todos modos, Hackett, usted y Sam
tendrán que pernoctar aquí. Hagan lo que sea, y puede
que los amigos se aquieten después de eso.
Los emisarios matrimoniales encontraron a la señorita
Sally sentado en las varas del carro de provisiones
fumando tranquilamente su pipa. El marqués
se apoyaba en uno de los árboles que servían de sostén
al tendal.
Se les hizo entrar en él y el Fonógrafo, improvisado
maestro de ceremonias, ultimó los preparativos.
—Tú, Dry Creek, con Taller, Ben y Jimmy, irán a
buscar flores al campo. Hay una planta en el corral
que irá muy bien para la guirnalda de la señorita Sally.
Tú, Limpy, saca la manta roja y amarilla para que
sirva de falda nupcial a la novia. Y tú, marqués, procura
que ninguna mujer mire a la novia.
Durante aquellos absurdos preparativos, los principales
interesados quedaron solos durante algunos
minutos en la tienda.
El marqués parecía conturbado.
—Eso no puede continuar así —dijo a la señorita
Sally, y su rostro aparecía blanco a la luz de la linterna
colgada en el mástil del tendal.
El cocinero sonrió:
—¿Por qué no? —dijo—. Los muchachos se divierten
y a mí no me enfada.
—¿No comprendes que ese hombre es juez del distrito
y sus decisiones tienen fuerza legal? —insistió
el marqués.
El cocinero tomó las manos del marqués.
—Ya lo sé, Sally Bascom —dijo.
—Si lo sabes, ¿cómo…? —murmuró el marqués temblando.
—Deseo que ocurra eso más que cosa alguna. Mira,
ya vienen los muchachos.
Los vaqueros se agruparon.
—Pérfido coyote —dijo airadamente el Fonógrafo
dirigiéndose al marqués—, has de reparar el daño que
has hecho. Conducirás a esta joven al altar, o la cuerda
será contigo.
El marqués se echó el sombrero hacia atrás y se
recostó en unos sacos de alubias. Tenía las mejillas
encendidas y los ojos brillantes.
—Anden, sigan con sus necedades —dijo.
A poco un cortejo se acercó al árbol, a cuyo pie se
sentaban Hackett, Holly y Saunders.
Limpy Walker iba el primero, arrancando una dolorosa
aria a su armónica. Seguían los novios. El cocinero
llevaba una manta charra anudada a la cintura
y un ramo de flores silvestres que debía pesar quince
libras. Adornaban su sombrero ramas de mezquital y
de retama. Un mosquitero le servía de velo. Seguía el
Fonógrafo en el papel de padre de la novia, fingiendo
sollozos que se oían a una milla de distancia. Detrás
iban los vaqueros, de dos en dos, entregados a esos
comentarios usuales de las bodas distinguidas.
Hackett se levantó, pronunció un discurso sobre
les deberes matrimoniales y preguntó:
—¿Sus nombres?
El cocinero repuso:
—Sally y Charles.
—Unan sus manos, Charles y Sally.
Jamás se presenció boda más extraña. Porque boda
era, aunque solo dos de los asistentes lo conocieran.
Terminada la ceremonia, los vaqueros prorrumpieron
en un alarido de congratulación, y con ello acabó
la chanza de aquella noche. Se extendieron las mantas
y todo quedó supeditado a la necesidad de dormir.
El marqués —ya desprovisto de su chaqueta— permaneció
un momento con el cocinero a la sombra del
carro de las provisiones.
El último apoyó la cabeza en el hombro de su desposada
y esta murmuró:
—No sabía qué hacer, ¿comprendes? Ya no estaba
papá con nosotros y teníamos que ingeniárnoslas.
Como lo había ayudado mucho cuando teníamos ganado,
pensé que no me sería difícil conseguir un
empleo de vaquero.
—Se comprende.
—Era la única manera de poder resolver la vida.
Cierto que no se ganaba mucho y que…
—¿Y qué?
—Ya lo sabes. Dime algo. Cuando me viste, ¿qué
pensaste?
—Lo supe desde el primer momento.
—¿O sea…?
—Desde que Saunders anunció: “El marqués y la
señorita Sally”. Noté cómo te estremecías al oír tu
nombre, y, naturalmente…
El marqués cuchicheó:
—Muy inteligente. Pero no sé cómo adivinaste que
lo de “señorita Sally” iba por mí.
—Porque —dijo con calma el cocinero— yo era el
marqués. Mi padre fue el marqués de Borodale. Perdona,
Sally, pero no pude evitarlo.
Literatura
.us
Mapa de la biblioteca | Aviso Legal | Quiénes Somos | Contactar