O. Henry
(William Sydney Porter)

(North Carolina, 1862 - New York, 1910)


El teatro es la vida (1910)
(“The Thing’s the Play”)
Strictly Business
(Nueva York: Doubleday, Page & Company, 1910, 310 págs.)



      Gracias a mi amistad con un periodista que tenía un par de entradas gratis pude ir a ver, hace dos noches, el espectáculo que daban en una de las salas populares de voudeville.
       Uno de los números era un solo de violín que tocaba un hombre de aspecto impresionante y poco más de cuarenta años, aunque peinaba ya muchas canas en su espesa cabellera. Como no soy particularmente sensible a la música, dejé que el sistema de ruidos pasase de largo por mis oídos mientras me dedicaba a contemplar al hombre.
       —Hace uno o dos meses hubo una historia protagonizada por ese tipo —lijo el periodista—. Me encargaron a mí la crónica. Tenía que escribir una columna y había de ser en un tono extremadamente ligero y divertido. Al viejo parece gustarle el toque jocoso con el que trato los sucesos locales. Sí, ahora estoy trabajando en una farsa. Bueno, pues entonces fui a ver al hombre a la sala y tomé nota de todos los detalles; pero lo cierto es que fracasé en aquel empeño. Me eché para atrás y opté por hacer una crónica sobre un funeral en el East Side. ¿Que por qué? No sé, en cierto modo me sentí incapaz de hincarle el diente a aquel asunto por el lado divertido. Quizá tú pudieras hacer una tragedia de un acto, en plan entremés, con aquella historia. Voy a contártela con detalle.
       Después del concierto, mi amigo el reportero me relató los hechos en el Würzburger.
       —No veo la razón —dije, cuando hubo terminado— para que no pueda hacerse con eso una historia divertida realmente estupenda. Esas tres personas no podrían haber actuado de forma más absurda y ridícula si hubiesen sido auténticos actores de teatro. Me temo que el escenario es todo un mundo, en cierto modo, y todos los actores simples hombres y mujeres. «El teatro es la vida», así es como yo cito a míster Shakespeare.
       —Inténtalo —dijo el periodista.
       —Lo haré —le contesté.
       Y así lo hice, para demostrarle cómo podría haber transformado aquella narración en una columna humorística para su periódico.
       Había una vez una casa cerca de Abingdon Square. En el piso bajo hay una tienda pequeña de juguetes, artículos de regalo y objetos de escritorio desde hace veinticinco años.
       Una noche, hace veinte años, se celebró una boda en las habitaciones de encima de la tienda. La viuda Mayo era la dueña de la tienda y de la casa. Su hija, Helen, se casaba con Frank Barry. John Delaney era el padrino. Helen tenía dieciocho años, y su retrato había aparecido en un periódico de la mañana junto a unos titulares que decían: «Asesina de mujeres al por mayor», una historia escrita por Butte, Mont. Pero cuando tanto los ojos como la inteligencia habían rechazado la conexión, uno cogía la lupa y leía bajo el retrato de la muchacha un pie de foto que la describía como una de las Bellezas Destacadas del oeste del bajo Manhattan.
       Frank Barry y John Delaney eran «destacados» galanes de ese mismo barrio, y amigos íntimos de quienes el espectador siempre estaría dispuesto a esperar que se lanzasen uno contra otro nada más levantarse el telón. Quien paga dinero por una butaca en un concierto o espectáculo es esa precisamente lo que espera. Esta es la primera idea divertida que ha surgido ya en la narración. Ambos habían librado una reñida carrera por conseguir la mano de Helen. Cuando Frank la ganó, John le dio la mano y la enhorabuena; sí, así lo hizo.
       Después de la ceremonia, Helen corrió al piso de arriba a ponerse el sombrero. Se había casado con traje de viaje. Ella y Frank iban a pasar una semana en Old Point Comfort. En el piso de abajo las habituales hordas de cavernícolas balbucientes esperaban con las manos llenas de viejas polainas del Congreso y bolsas de papel repletas de gachas de avena.
       De repente se oyó un crujido en la escalerilla de incendios, y el loco enamorado John Delaney saltó dentro de la habitación de la muchacha con un rizo empapado goteándole sobre la frente. Y le hizo violentas y censurables proposiciones a su perdido amor, incitándola a huir con él a la Riviera, o al Bronx, o a cualquier viejo lugar donde hubiera cielos italianos y dolce far niente.
       El rechazo de Helen debía de haber conducido a Delaney al punto más febril de su locura de amor. Con ojos iracundos y despectivos lo fulminó sin esfuerzo, preguntándole qué pretendía conseguir hablando a la gente de aquel modo.
       En pocos minutos acabó con él. La hombría que le había poseído le abandonó. Agachó la cabeza y farfulló algo acerca de «impulso irreprimible» y «llevar tu recuerdo siempre en la memoria». Ella le sugirió al instante que tomase la primera escalerilla de incendios de bajada que encontrase.
       —Me marcharé —anunció John Delaney— al lugar más remoto del mundo. No puedo permanecer junto a ti sabiendo que perteneces a otro. Me iré a África, y allí, en otro escenario, lucharé por...
       —Por lo que más quieras, vete ya —dijo Helen—. Puede llegar alguien.
       El muchacho hizo una genuflexión y ella le alargó una blanca mano para que la besase como despedida. Muchachas, ¿habéis recibido alguna vez del pequeño gran dios Cupido tan azaroso favor: tener firme y seguro en vuestras manos, de modo irrevocable, al hombre amado, y recibir la visita de aquel al que no amáis, el cual, con un rizo empapado sobre la frente se arrodilla ante vosotras y balbucea frases sobre África y el amor que, por encima de todo, permanecerá siempre en su corazón como una flor de amaranta? Conocedoras de vuestro poder y con la dulce seguridad de vuestro feliz estado, enviáis al desdichado, al corazón roto, a climas extranjeros, mientras os felicitáis a vosotras mismas, al tiempo que él deposita su último beso sobre vuestros nudillos, por tener en ese momento una buena manicura en las manos.:. Oídme bien, muchachas, es una situación bochornosa, no dejéis jamás que os suceda algo semejante.
       Y en aquel instante, por supuesto, ¿cómo lo habéis adivinado?, la puerta se abrió y dio paso al enfurecido novio que había empezado a sentirse celoso de la lentitud de su flamante esposa en atarse los lazos del sombrero.
       El beso del adiós quedó impreso sobre la mano de Helen, y por la ventana salió disparado John Delaney, rumbo a África.
       Un poco de música lenta, si os parece, un desmayado toque de violín, un mero suspiro del clarinete y un acorde de violonchelo. Imaginaos la escena. Frank, rojo de ira, lanza el grito de un hombre herido de muerte. Helen se arroja en sus brazos y lo agarra, tratando de darle una explicación. El la coge por las muñecas y se las arranca de los hombros; una, dos, hasta tres veces la rechaza de ese modo y luego —el director de escena os mostrará cómo— la arroja lejos de sí tirándola al suelo, convertida en un guiñapo estrujado y gimiente. Jamás, exclama, jamás volverá a mirarla a la cara, y luego se aleja de la casa entre los atónitos grupos de invitados.
       Y ahora, ya que se trata de la vida y no del teatro, la audiencia ha de salir en el descanso al vestíbulo real del mundo y casarse, o morir, encanecer, enriquecerse, empobrecerse, o sentirse feliz o desdichada durante un intermedio de veinte años que han de preceder al levantamiento del telón para el segundo acto.
       Mistress Barry heredó la tienda y la casa. A los treinta y ocho años podría haber desbancado a muchas jovencitas de dieciocho en un concurso de belleza por puntos y resultado general. Sólo unos pocos se acordaban de la comedia de su boda, pero no hizo de ello ningún secreto. No envolvió aquel recuerdo en hojas de lavanda o naftalina, ni tampoco se lo vendió a una revista.
       Un día, un abogado de mediana edad y buena posición económica, que compraba en su tienda el sello legal y los tampones, le pidió, a través del mostrador, que se casase con él.
       —No sabe cuánto se lo agradezco —respondió Helen afectuosamente—, pero me casé con otro hombre hace veinte años. Era más un ganso que un hombre, pero me temo que todavía le amo. No he vuelto a verle nunca más desde media hora después de la ceremonia. ¿Eran tampones lo que ha pedido o tinta para la pluma?
       El abogado le hizo una reverencia tras el mostrador con anticuada gracia y depositó un respetuoso beso sobre el dorso de su mano. Helen suspiró. Los saludos de despedida, aunque sean románticos, pueden resultar fatigosos. Allí estaba ella a sus treinta y ocho años, hermosa y admirada, y todo lo que parecía haber recibido de sus enamorados eran adioses y reproches. Peor aún, en el último había perdido además a un cliente.
       El negocio empezó a flojear, y colgó un cartel de «Se alquilan habitaciones». Dos amplias estancias en el tercer piso fueron dispuestas para recibir a inquilinos deseables. Y los inquilinos llegaban y se marchaban con gran pena, porque la casa de mistress Barry era la morada de la pulcritud, la comodidad y el buen gusto.
       Un buen día llegó Ramonti, el violinista, y alquiló la habitación de delante. La estridencia y el estruendo de la parte alta de la ciudad ofendían sus delicados oídos; así que un amigo le había enviado a aquel oasis en el desierto del ruido.
       Ramonti, con su rostro joven todavía, sus oscuras cejas, su barba castaña recortada, puntiaguda y extranjera, su distinguida cabeza canosa y su temperamento de artista —que se revelaba en sus maneras delicadas, alegres y cordiales— fue un inquilino bien recibido en la vieja casa cercana a Abingdon Square.
       Helen vivía en el piso de encima de la tienda. Su arquitectura era rebuscada y singular. El vestíbulo era amplio y casi cuadrado. Por una de sus paredes trepaba en diagonal, de esquina a esquina, una escalera descubierta que conducía al piso de arriba. Aquel espacioso vestíbulo lo había decorado Helen como cuarto de estar y oficina combinados. Allí tenía su despacho y escribía las cartas de negocios; y allí se sentaba durante las noches junto a un cálido fuego y una lámpara de buena luz y se ponía a coser o a leer un libro. Ramonti encontraba tan agradable aquel ambiente que pasaba gran parte del tiempo allí, describiéndole a mistress Barry las maravillas de París, donde había estudiado con un violinista particularmente notorio y ruidoso.
       Después llegó el inquilino número dos, un hombre guapo y melancólico de cuarenta y pocos años, con una barba castaña y misteriosa, y ojos extrañamente obsesionantes. También él consideraba la sociedad de Helen como algo muy apetecible. Con los ojos de Romeo y la lengua de Otelo, la encantaba con relatos de remotos climas y la pretendía mediante respetuosas insinuaciones.
       Helen sintió por este hombre, desde el principio, una maravillosa e impulsiva emoción. Su voz la trasladaba de algún modo a los pasados días de su romance juvenil. Este sentimiento fue creciendo, y ella lo dejó crecer, y acabó conduciéndola a una instintiva creencia de que él había formado parte de aquel remoto romance. Y entonces, con un razonamiento muy femenino (sí, a veces también ellas razonan) saltó por encima de la lógica y las teorías y silogismos comunes, y tuvo la certeza de que su marido había vuelto a ella. Porque en sus ojos leía amor, algo que una mujer no confunde jamás, y un millar de tonos de arrepentimiento y mala conciencia, los cuales despertaron su piedad, tan peligrosamente cercana al amor correspondido, que es la condición sine qua non en la casa que construyó Jack.
       Pero no se dio por enterada. Un marido que se larga sin dejar rastro durante veinte años y luego vuelve a aparecer no puede esperar encontrarse con las zapatillas preparadas ni con una cerilla dispuesta a encender su cigarro. Ha de haber expiación, explicaciones y posiblemente también execración. Un poco de purgatorio, y luego, tal vez, si fuese realmente humilde, podría llegar a ser reconocido y admitido de nuevo con un arpa y una corona. Así que no dio la menor muestra de saber o sospechar nada.
       ¡Y mi amigo, el periodista, no veía en esto nada divertido! Le habían encargado que escribiese una historia trepidante, burlona, cómica y brillante de..., pero no voy a meterme con un colega, sigamos con la historia.
       Una tarde, Ramonti se quedó en la salitaoficina de Helen y le habló de su amor por ella con la ternura y el ardor de un artista arrebatado. Sus palabras eran una llama fulgurante del fuego divino que brota del corazón de un hombre soñador y hombre de acción al mismo tiempo.
       —Pero antes de que me dé una respuesta —prosiguió, sin dar tiempo a que ella pudiese acusarle de precipitación— he de decirle que Ramonti es el único nombre que puedo ofrecerle. Es el que me dio mi jefe. No sé ni quién soy ni de dónde vengo. Mi primer recuerdo es el de haber despertado en un hospital. Yo era joven y había permanecido allí durante varias semanas. Mi vida anterior es un espacio en blanco en mi memoria. Me dijeron que fui encontrado en la calle con una herida en la cabeza y que me condujeron hasta allí en una ambulancia. Pensaron que debí caer y romperme la cabeza contra los adoquines. No había señal alguna para atestiguar mi identidad. Y jamás he sido capaz de recordarlo. Cuando me dieron de alta, empecé con el violín. He tenido un gran éxito. Mistress Barry, es el único nombre que conozco de usted, la quiero; la primera vez que la vi me di cuenta de que era usted la única mujer en el mundo para mí..., y...
       Bueno, la retahíla prosiguió más o menos con el mismo tono.
       Helen se sintió rejuvenecer. Primero la embargaron una oleada de placer y un dulce estremecimiento de vanidad, luego miró a Ramonti a los ojos, y un vertiginoso latido sacudió su corazón. No se había esperado aquella conmoción. Le cogió de sorpresa. El músico se había convertido en parte muy importante de su vida y no se había percatado hasta entonces.
       —Míster Ramonti —lijo con pena (esto no sucedía en el escenario, no lo olvidéis, sino en la vieja casa cerca de Abingdon Square)—. Lo siento en el alma, pero soy una mujer casada.
       Y entonces le contó la triste historia de su vida, como ha de hacer una heroína, más tarde o más temprano, bien sea dirigiéndose a un empresario de teatro o a un periodista.
       Ramonti le cogió la mano, se inclinó y se la besó, y luego subió a su habitación.
       Helen se sentó y se miró la mano con desolación. Bien podía. Tres pretendientes la habían besado, montado en sus briosos corceles y huido a galope.
       Al cabo de una hora apareció el misterioso forastero de los ojos obsesionantes. Helen estaba sentada en la mecedora china, tejiendo una prenda inútil en lana de algodón. Apareció rebotando por las escaleras y se detuvo a charlar con ella. Sentado frente a ella al otro lado de la mesa, también él soltó la narración de sus amores. Y luego dijo:
       —¿No te acuerdas de mí, Helen? Me parecía haberlo visto en tus ojos. ¿Podrás perdonar el pasado y recordar este amor que ha durado veinte años? Me equivoqué contigo por completo, y tenía miedo de volver, pero mi amor ha sido más fuerte que la razón. ¿Podrás perdonarme? ¿Vas a perdonarme?
       Helen se puso de pie. El misterioso forastero le cogió una mano con un apretón fuerte y tembloroso.
       Y allí se quedó ella, inmóvil, y lástima me da el escenario que no represente una escena como aquélla ni retrate emociones como las suyas.
       Porque su corazón estaba dividido. El amor fresco, inolvidable y virginal hacia su novio le pertenecía; pero también la otra mitad más plana, más reciente. Y así el pasado entabló lucha con el presente.
       Y mientras se debatía en la duda, llegó de la habitación de arriba una música de violín suave, desgarradora y suplicante. La bruja música es capaz de hechizar a las almas más nobles. Los cuervos pueden picotear la manga sin infligir daño, pero a aquel que lleve el corazón en el tímpano no le será difícil sentirlo atenazando su garganta.
       La música y el músico la reclamaban, pero el honor y el viejo amor tiraban de ella en dirección opuesta.
       —Perdóname —suplico él.
       —Veinte años son muchos para mantenerse alejado de alguien a quien se dice amar —declaró con un cierto tono de expurgación.
       —¿Cómo te lo podría explicar? —dijo él suplicante—. No te ocultaré nada. Aquella noche, cuando él se marchó, yo le seguí. Estaba loco de celos. En una calle oscura lo golpeé hasta derribarlo. No se levantó. Lo examiné, y su cabeza se había golpeado contra una piedra. No pretendía matarlo. Estaba loco de amor y celos. Me escondí por allí cerca y vi cómo se lo llevaba una ambulancia. Helen, aunque te casaras con él...
       —¿Quién eres tú? —exclamó la mujer, con los ojos como platos, retirando la mano bruscamente.
       —¿No me recuerdas, Helen? ¿No te acuerdas del que siempre te quiso más que nadie? Soy John Delaney. Si me puedes perdonar...
       Pero ella ya había desaparecido, saltando, tropezando, corriendo, volando escaleras arriba hacia la música y hacia aquel que nada recordaba, pero que la había tenido por suya en cada una de sus dos existencias. Y mientras subía la escalera, iba sollozando y cantando:
       —¡Frank! ¡Frank! ¡Frank!
       Y así fue como tres mortales hicieron malabarismos con los años como si fuesen bolas de billar, y mi amigo, el periodista, ¡no había sido capaz de verle el lado cómico!



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