O. Henry
(William Sydney Porter)

(North Carolina, 1862 - New York, 1910)


Un hombre de ciudad (1905)
(“Man About Town”)
Originalmente publicado en el periódico New York World,
Vol. 45, Núm. 15902 (5 de marzo de 1905);
The Four Million
(Nueva York: Doubleday, Page & Company, 1906, 159 págs.)



      Dos o tres cosas yo deseaba saber. No me importa del misterio. Por consiguiente, comencé a investigar.
       Me llevó dos semanas averiguar qué llevan las mujeres en sus maletas. Y luego comencé a preguntar por qué un colchón se hace de dos piezas. Esta seria pregunta fue, al principio, recibida con sospechas, pues parecía una adivinanza. Por fin, se me aseguró que su construcción está destinada a aliviar la tarea de la mujer, que tiende la cama. Fui tan tonto como para insistir, rogando que me informaran por qué entonces no se hacía en dos partes iguales, pregunta cuya contestación fue evitada.
       El tercer trago que pedí a la fuente del conocimiento fue que se me ilustrara acerca de un personaje llamado Hombre de la Ciudad, pues era más vago en mi mente de que lo que puede ser un símbolo. Debemos tener una idea concreta de cualquier cosa, aunque ésta sea una idea imaginaria, antes de poder comprenderla. Ahora bien: poseo en mi mente una imagen de John Doe, tan clara como un grabado en acero. Sus ojos son azul claro; viste un chaleco marrón y un saco de sarga negra. Siempre está parado al sol, masticando algo, y medio cerrado su cortaplumas y abriéndola con su pulgar. Y”, si el Hombre Superior se encuentra alguna vez, les aseguro que será alto, pálido, con puños azules, postizos, apareciendo de la manga, se sentará para que le lustren los zapatos cerca del bullicio de una callejuela ventosa y habrá turquesas en algún sitio cercano a él.
       Pero el lienzo de mi imaginación, cuando se trataba de pintar al Hombre de la Ciudad, estaba vacío. Yo lo imaginaba con algún destacable gesto (como la sonrisa del gato de Cheshire) y puños postizos; eso era todo. Después interrogué al respecto a un reportero de diario.
       —Oh —me contestó—, un “Hombre de Ciudad” es algo entre un “calavera” y un “clubman”. No es exactamente..., bueno, se ubica entre el tipo de los que concurren a las recepciones de Mrs. Fish y los que asisten a los encuentros privados de box. No..., bueno, no pertenece ni al Lotos Club ni a la Jerry Me Geogheghan Galvanished Iron Worker’s Apprentice’s Left Hook Chowder Association. No sé exactamente cómo describírselo. Usted lo verá donde quiera que se haga algo. Sí, supongo que es un tipo. Se engalana todas las noches; conoce los subterfugios; llama a todos los policías y porteros por el nombre. No; nunca viaja con los derivados del hidrógeno. Usted lo encontrará generalmente solo, o con otro hombre.
       Mi amigo el reportero me dejó y yo seguí mi camino. Por entonces, las tres mil ciento veintiséis luces eléctricas del Rialto estaban encendidas. La gente pasaba, pero sin prestarme atención. Sus ojos emitían rayos hacia mí y me dejaban tieso. Gentes que comían fuera de sus hogares, empleadas de casas de comercio, hombres de confianza, mendigos, actores, salteadores de caminos, millonarios y extranjeros, se apresuraban, saltaban, caminaban, es escurrían, fanfarroneaban y huían precipitadamente a mi alrededor; mas yo no los advertía. Los conocía a todos; había leído sus corazones, así es que habían prestado su servicio. Deseaba hallar al Hombre de Ciudad, pues era un tipo y, dejarlo de lado, sería cometer un error —tipográfico—, pero, ¡no!, continuemos.
       Continuemos con una digresión moral. Satisface ver a una familia leyendo el diario del domingo. Las secciones han sido separadas. El padre examina concienzudamente la página que exhibe a una joven haciendo ejercicio frente a una ventana abierta y flexionando...; pero, ¡vamos, vamos! La madre está interesada en tratar de adivinar las letras que faltan en las palabras Nue...a Yo...k. Las hijas mayores escudriñan con avidez las informaciones financieras, pues cierto joven les dijo la noche del domingo que tomaría un rápido en Q. X. y Z. Willie, el hijo de dieciocho años, que cursa estudios en la escuela pública de Nueva York, está absorbido en el artículo semanal que describe la manera de rehacer una pollera vieja, pues espera ganar un premio en costura el día de los exámenes. La abuela tiene el suplemento de chistes desde hace dos horas y la pequeña Tottie, la hijita menor, se las averigua lo mejor que le es posible con la página de las transferencias de bienes raíces. Este panorama pretende ser tranquilizador, pues es aconsejable que algunas líneas de esta historia sean pasadas por alto, ya que introducen una fuerte bebida.
       Penetré en un café y mientras me preparaban una taza, interrogué al hombre que toma sus sobras tan pronto como usted las deja, qué entendía por los términos, epítetos, la descripción, designación, caracterización o el nombre, de “Hombre de Ciudad”.
       —¡Caramba —exclamó cuidadosamente—, es un tipo despierto, vivo para la actividad nocturna, ¿comprende? Es un rico tipo con quien usted no puede dar en ningún lado entre los Flatirons, ¿comprende? Creo que eso es, más o menos. Le agradecí la información y partí.
       En la acera, una muchachita del Ejército de Salvación golpeó cortésmente su alcancía contra el bolsillo de mi saco.
       —¿Tendría inconveniente usted en decirme —le interrogué— si encontró alguna vez un personaje comúnmente denominado “Hombre de Ciudad”, durante su cotidiano deambular?
       —Creo que sé a quien se refiere usted —contestó la muchacha dibujando una sonrisa cortés—. Los vemos en los mismos sitios noche tras noche. Son la guardia de corps del diablo y, si los soldados de cualquier ejército son tan fieles como ellos, sus comandantes deben de estar bien atendidos. Nosotras nos mezclamos entre ellos, distrayendo algunos centavos de sus perversidades para el servicio del Señor.
       Volvió a agitar la alcancía y yo le puse diez centavos en ella.
       Frente a un lujoso hotel, un amigo mío, que es crítico, descendió de un coche. Parecía desocupado, de manera que le formulé mi pregunta. Me contestó conscientemente, como yo estaba seguro de que lo haría.
       —Existe un tipo de “Hombre de Ciudad” en Nueva York —me repuso—. La expresión me es muy familiar, pero creo que nunca me he visto en la obligación de definirlo. Sería difícil señalarle un espécimen exacto. Yo diría, por lo pronto, que es un hombre que constituye un desesperado caso de la enfermedad peculiar de Nueva York; la de desear ver y saber todo. La vida empieza para él a las 6. Signe en forma rígida los convencionalismos de la ropa y los modales; en el deseo de meter la nariz en todas partes donde no lo llaman, sería capaz de dar instrucciones a un gato de algalia o a un grajo. Es un hombre que ha ido tras la bohemia por toda la ciudad, desde los sótanos de los restaurantes al roof garden y desde la calle Hester a Harlem, hasta que usted no puede encontrar un solo sitio en la ciudad, en el cual él no corte los tallarines con un cuchillo. Eso es lo que hace el “Hombre de la Ciudad”. Siempre anda al olor de algo nuevo. Es la curiosidad, el atrevimiento y la omnipresencia en persona. El cabriolé ha sido hecho para él y los cigarros con anillo de oro, y la maldición de la música a la hora de la comida. No hay muchos, pero su informe de la minoría se adopta por doquier.
       “Me alegro de que usted haya puesto sobre el tapete el tema; yo he experimentado la influencia de este pulgón nocturno sobre nuestra ciudad, pero nunca se me ocurrió analizarlo antes. Ahora me doy cuenta de que el “Hombre de la Ciudad” debería haber sido clasificado hace mucho tiempo.
       En su vigilia surgen agentes de vino y modelos de capas, y La orquesta ejecuta Vamos todos a casa de Maud para él, a pedido, en lugar de las obras de Handel. Todas las noches hace su recorrida, mientras que usted y yo vemos el elefante ana vez por semana. Cuando incursiona en la cigarrería hace una guiñada al policía familiarizado con su terreno, y se marcha inmune, mientras usted y yo buscamos nombres entre loa presidentes y domicilios entre las estrellas para darlos en la comisaría.’’
       Mi amigo, el crítico, se detuvo para tomar aliento y adquirir nueva elocuencia. Y yo aproveché mi oportunidad.
       —Tú lo has clasificado —grité con alegría—. Has pintado su retrato en la galería de los tipos de la ciudad. Pero quiero encontrar uno cara a cara; hacer un estudio de primera mano del “Hombre de la Ciudad”. ¿Dónde puedo encontrarlo ? ¿Cómo lo conoceré?
       Sin demostrar haberme oído, el crítico continuó. Y, mientras tanto, el cochero esperaba que le pagasen.
       —Es la quintaesencia del Entremetimiento; el refinado e intrínseco extracto del que se introduce en medio de las dificultades; el concentrado, purificado, irrefutable, inevitable espíritu de la Curiosidad y la Indiscreción. El aire que penetra por las ventanas de su nariz constituye para él una nueva sensación; cuando su experiencia se ha agotado explora nuevos campos en la forma incansable de un...
       —Discúlpame —lo interrumpí—, pero, ¿puedes presentarme un ejemplo de este tipo? Para mí es algo nuevo. Quiero estudiarlo. Registraré la ciudad hasta dar con él. Su residencia debe estar aquí, en Broadway.
       —Estoy por cenar aquí —dijo mi amigo—. Ven conmigo y, si encuentro algún Hombre de la Ciudad te lo señalaré de inmediato. Conozco a la mayor parte de los parroquianos.
       —Yo no voy a comer todavía —le contesté—. Me disculparás, pues. Esta noche voy a buscar al Hombre de la Ciudad, aunque tenga que escudriñar Nueva York desde Battery hasta Little Coney Island.
       Abandoné el hotel y caminé Broadway abajo. La búsqueda de mi tipo imprimía un agradable sabor de vida e interés al aire que yo respiraba. Me sentía contento de hallarme en una ciudad tan grande, tan compleja y diversificada. Caminé descuidadamente y con cierto aire; el corazón se me ensanchaba ante la idea de que era un ciudadano del gran Gotham, que compartía sus placeres y magnificencias, y participaba de su gloria y prestigio.
       Me di vuelta para cruzar la calle. Oí un zumbido como de abejas, y luego di un largo y agradable paseo con Santos Dumont.
       Cuando abrí los ojos recordé un olor a gasolina y dije en voz alta:
       —¿No ha pasado todavía?
       La enfermera de un hospital me colocó su mano, que no era particularmente suave, sobre la frente, que no la tenía del todo afiebrada. Se acercó sonriendo un joven médico, y me entregó un diario de la mañana.
       —¿Quiere saber cómo ocurrió? — me interrogó alegremente.
       Leí el artículo. El contenido de sus titulares comenzaba en el momento en que dejé de oír el zumbido, la noche anterior. Terminaba con estas líneas:
       ‘‘...el hospital Bellevue, donde se dice que sus heridas no son serias. Parece ser un típico Hombre de la Ciudad”.




Literatura .us
Mapa de la biblioteca | Aviso Legal | Quiénes Somos | Contactar