O.
Henry
(William Sydney Porter)
(North Carolina, 1862 -
New York, 1910)
Sacrificio de amor (1904)
[Un sacrificio por amor]
(“A Service Of Love”)
The Four Million
(Nueva York: Doubleday, Page & Company, 1906, 159 págs.)
«Cuando uno ama el arte que practica, ningún sacrificio
parece exagerado».
Esta es nuestra premisa. El presente relato extraerá
de la misma una conclusión demostrando a la vez
que la premisa es falsa. Será un nuevo experimento
en lógica y en la ciencia de la narración, algo tan antiguo
como la Gran Muralla China.
Joe Larrabee surgió de entre los llanos de empalizadas
del Middle West con una pulsación de genio
pintor. A los seis años dibujó la bomba apaga incendios
de la localidad y a un prominente ciudadano
manejándola con destreza. Su «esfuerzo» fue enmarcado
y colgado en el escaparate de la farmacia droguería
del lugar, junto a una espiga de grano que tenía
número impar de hileras. A los veinte años marchó a
Nueva York con una corbata en forma de lazo flotante
y un capital algo mejor sujeto.
Delia Caruthers hacía, en su aldea del sur rodeada
de pinos, cosas tan estupendas con las octavas, que
sus familiares decidieron reunir el dinero necesario
para que la muchacha fuese al norte a terminar la
carrera.
No consiguieron verla ter… Pero esto pertenece a
nuestra narración.
Joe y Delia se conocieron en un estudio donde solía
reunirse un grupo de estudiantes de música y arte
para discutir sobre el claroscuro, Wagner, la música,
las obras de Rembrandt, los cuadros, Waldteufel,
empapelados, Chopin y Oolong.
Joe y Delia se enamoraron enseguida el uno del otro
—o el uno y el otro, como ustedes gusten— y no tardaron
en contraer matrimonio, porque —léase más
arriba— «cuando uno ama el arte que practica, ningún
sacrificio parece exagerado».
El señor y la señora Larrabee instalaron su hogar
en un piso. Era un piso solitario, tan solitario como
el último extremo del teclado en su sector izquierdo,
pero fueron felices porque tenían su arte y porque se
tenían el uno al otro. Y he aquí mi consejo para el
muchacho rico: vende cuanto tengas y da a los pobres
lo que recojas. Busca el privilegio de vivir en un
piso con tu arte y tu Delia.
Todo el que habite un piso convendrá conmigo en
que es dueño de la única y verdadera dicha. Si un
hogar es feliz, jamás resulta demasiado pequeño. Poco
importa que el aparador se hunda para convertirse
en mesa de billar, o que de la repisa de la chimenea
surja una devanadora y el despacho se transforme en
dormitorio, o el lavabo en piano. Poco importa que se
junten de pronto las cuatro paredes, si así lo desean,
siempre que entre ellas estén tú… y tu Delia.
Cuando el hogar es precisamente todo lo contrario,
poco importa lo grande y lo extenso que sea, ni que
entres, digamos, por la Puerta Dorada para colgar
más tarde tu sombrero en Hatteras y tu capa en el
Cabo de Hornos, saliendo por el Labrador.
Joe pintaba en la clase del gran Magister; ya conocen
su fama. Sus honorarios son elevados; sus lecciones, breves; sus luces sutiles le han valido renombre. Delia estudiaba
con Rosentock; ya saben de su reputación como desbaratador de las teclas del piano.
Fueron muy dichosos mientras duró el dinero.
Pero…, no quiero ser cínico. Ambos tenían perfectamente
definida su ambición. En poco tiempo Joe llegaría
a crear cuadros tan buenos, que los ancianos y
patilludos caballeros de bien nutridas bolsas, formarían
cola ante su estudio para obtener el privilegio de
comprarlos. Delia, por su parte, estaría tan familiarizada
con la música, que hasta podría sentirse superior,
de manera que un día, de no venderse todas las
localidades para un concierto suyo, se negaría a actuar
alegando un dolor de garganta cualquiera, y permaneciendo
en un comedor privado devorando langosta.
Lo mejor de todo era, sin embargo, la vida familiar
en el pequeño piso; sus animadas y calurosas charlas
después del trabajo del día; sus íntimas cenas o
sus desayunos frugales y frescos; su intercambio de
ambiciones —siempre entrelazando las del uno y el
otro por no considerar siquiera las que no pudieran,
por ser demasiado diferentes, unirse—; su mutua ayuda
e inspiración, y… —perdonen el detalle— sus aceitunas
rellenas y sus bocaditos de queso a las once de
la noche.
Y a pesar de ello, el arte acabó por flaquear. Ocurre
así a menudo, aunque nadie resulte responsable de
ello, cuando todo son «salidas» y no existen «entradas
», según se dice vulgarmente.
Por fin no hubo dinero para pagar los honorarios
del señor Magister y de Herr Rosentock, pero claro…
«Cuando uno ama el arte que practica, ningún sacrificio
parece exagerado». Así, para que no faltase lo
esencial, Delia decidió dar lecciones de música.
Durante dos o tres días, no hizo sino andar a la caza de
alumnos. Una noche volvió al hogar muy excitada.
—Tengo una alumna, Joe, amor mío —dijo con alegría—.
Son gente estupenda. El general… El general…
La hija del general A. B. Pinkney… En la calle Setenta
y uno. Una casa maravillosa, Joe. ¡Si vieras la puerta
de entrada! Estilo bizantino, creo que dirías tú. Nunca
en la vida vi nada parecido, Joe. Mi alumna es su hija
Clementina. La quiero ya, de veras. Es tan… tan deliciosa.
Siempre viste de blanco y resulta tan… dulcemente
sencilla. Solo tiene dieciocho años. Voy a
darle tres clases por semana y…, figúrate, Joe, me
pagarán cinco dólares por lección. No me importa
hacerlo porque… en cuanto tenga dos o tres alumnos
más, podré estudiar de nuevo con Rosentock. Y
ahora deja ya de fruncir el ceño, amor mío, y gocemos
tranquilos de una buena cena.
—Todo está muy bien para ti, Dele —dijo Joe atacando
una lata de conservas con un cuchillo y un
abridor—, pero, ¿y yo? ¿Crees que voy a permitir que
trabajes y ganes dinero mientras vagabundeo por las
altas regiones del arte? Por los huesos de Benvenuto
Cellini, te juro que me niego. Supongo que siempre
podré vender periódicos o hacer de picapedrero para
ganar un dólar o más.
Delia se acercó a él y murmuró, abrazándolo:
—Mi querido Joe, eres tonto del todo. Yo no he abandonado
mi carrera para trabajar en otra cosa. Seguiré
junto a ella porque, enseñando, también aprenderé.
¿Comprendes? Y con quince dólares semanales
viviremos como millonarios, sin que tú tengas que
dejar las clases del señor Magister.
—Está bien —dijo Joe mientras cogía la fuente azul
para las verduras—, pero has de saber que no veo con
gusto que vayas a dar clases por ahí. Eso no es arte.
Sin embargo…, eres maravillosa y te adoro por lo que
te propones hacer.
—Cuando uno ama el arte que practica, ningún
sacrificio parece exagerado —dijo Delia.
—Magister ha elogiado el cielo del apunte que hice en
el parque hace poco —añadió Joe—, y Tinkle me ha
dado permiso para exponer un par de cuadros en su
escaparate. Ahora solo hace falta que los vea el tonto
millonario de rigor.
—Tengo la seguridad de que los venderás —murmuró
con dulzura Delia—. Y ahora agradezcamos que
exista el general Pinkney y también… esta ternera
asada.
Durante la semana siguiente, los Larrabee se desayunaron
muy temprano. Joe parecía entusiasmado con
un boceto de efectos matinales que realizaba en el
Central Park. Delia le servía el desayuno, lo animaba,
besaba y despedía a las siete. El arte es un amante
exigente. Muchas veces eran las siete de la noche cuando
Joe volvía al hogar.
Al terminar la semana, Delia, dulcemente orgullosa,
pero fatigada, dejó con ademán triunfante tres
billetes de cinco dólares sobre la mesa.
—Algunas veces —dijo en forma algo precipitada—,
Clementina llega a fatigarme. Temo que estudia poco,
y he de repetirle demasiadas veces las mismas cosas.
Además, como siempre va vestida de blanco, llega a
ser un espectáculo monótono. En cambio, el general
Pinkney es un anciano encantador. Me gustaría que
lo conocieses, Joe. Con frecuencia, cuando Clementina
y yo estamos sentadas ante el piano, entra y se queda
de pie junto a nosotras acariciándose la blanca
perilla. «¿Cómo van esas semicorcheas y esas fusas?»,
pregunta siempre. A propósito, ¿te he dicho que es
viudo? Quisiera que vieses el artesonado del salón,
Joe, y los cortinajes de felpa. En cuanto a Clementina…,
tiene una tos muy rara. Confío en que su salud
no sea tan frágil como parece. En fin, creo que
empiezo a quererla demasiado. ¡Es tan amable y tan
distinguida! El hermano del general ha sido embajador
en Bolivia.
En este instante, y con aire de nuevo Montecristo,
Joe sacó varios billetes, todos ellos de curso legal, de
diez, de cinco, de dos y de un dólar, y los fue a dejar
junto a las ganancias de Delia.
—Vendí la acuarela del obelisco a un tipo de Peoria
—anunció, dándose importancia.
—No es posible —dijo Delia—. ¿De Peoria nada
menos?
—Lo que oyes. Quisiera que pudieses verlo. Es un
individuo rechoncho que usa bufanda de lana y lleva
siempre un palillo en la boca. Vio el cuadro en el
escaparate de Tinkle y, al principio, creyó que se trataba
de un molino de viento, pero no se portó mal.
Acabó adquiriéndolo y me ha encargado otro. Un óleo
del tinglado de Lackawanna para llevárselo consigo.
¡Lecciones de música! En fin… Espero que no estén
del todo reñidas con el arte.
—¡Cuánto me alegro, Joe! —gritó Delia de todo corazón—.
Triunfarás, estoy segura, amor mío. ¡Treinta
y tres dólares! Nunca tuvimos tanto dinero para gastar.
Esta noche cenamos ostras.
—Y filet mignon y champaña —añadió Joe—.
¿Dónde está el tenedor para las aceitunas?
En la noche del sábado siguiente, Joe llegó al hogar
antes que Delia. Dejó sobre la consabida mesita dieciocho
dólares, y fue a lavarse las manos que tenía
casi completamente cubiertas de algo que parecía
pintura oscura.
Media hora más tarde se presentó Delia con la mano
derecha envuelta en vendas.
—¿Qué ha ocurrido? —quiso saber Joe tras los saludos
de rigor.
Delia se echó a reír, pero su risa resultó algo triste.
—Clementina —explicó— ha insistido en hacerme
comer un bocadito de queso caliente después de la
lección. En realidad es muy rara. ¡Imagínate! Bocaditos
de queso a las cinco de la tarde… El general
estaba allí también. Tendrías que haberlo visto preparando
el horno eléctrico como si no hubiese criados en
la casa. Por supuesto, Clementina tiene poca salud. Está
siempre demasiado nerviosa. Al servir los bocaditos calientes,
dejó caer un poco de queso derretido sobre mi
mano y mi muñeca. Quemaba horriblemente y me hizo
mucho daño, Joe. Claro que ella se mostró apenada,
pero el general… Si lo hubieses visto… Si hubieses
visto al general Pinkney. Se puso fuera de sí, corrió
escaleras abajo y envió a no sé quién, al mecánico,
creo, a la farmacia en busca de aceite adecuado y de
vendas para curarme. Ahora duele mucho menos.
—¿Y esto qué es? —preguntó Joe con ternura tomando
entre las suyas la mano de ella, y mostrando
una compresa blanca que emergía de la venda.
—Un algodón empapado de aceite —repuso Delia—.
Pero dime, Joe, ¿has vendido otro cuadro? —añadió,
porque acababa de ver el dinero que había sobre la
mesa.
—¿Qué te parece? —dijo él—. Pregúntaselo al tipo
de Peoria. Le entregué hoy mismo el cuadro del tinglado
del muelle, y, aunque todavía no me hizo el
encargo en firme, parece que está interesado en otro
paisaje del parque y una vista del Hudson. ¿A qué
hora de la tarde te quemaste la mano, Dele?
—Creo que a eso de las cinco —murmuró Delia con
tono quejumbroso—. La plancha…, es decir, el bocadito
salía del fuego en ese preciso momento y yo…
Tendrías que haber visto al general Pinkney, Joe,
cuando…
—Siéntate aquí un momento, Dele —dijo Joe y la
arrastró hacia el sofá, se sentó junto a ella y preguntó
abrazándola—: ¿Qué has hecho, en realidad,
durante las dos últimas semanas?
Delia sostuvo su mirada por unos segundos, luego,
llena toda ella de amor, y, obstinada, murmuró unas
frases vagas relativas al general Pinkney. Por último
inclinó la cabeza, se echó a llorar y confesó la verdad.
—No encontraba alumnos —dijo— y no podía soportar
la idea de que dejases tus clases. Conseguí
una plaza de planchadora de camisas en esa gran
lavandería de la calle Veinticuatro. Sin embargo…,
creo que estuve genial inventando lo del general
Pinkney y Clementina, ¿no es cierto, Joe? Esta tarde,
cuando una compañera de trabajo soltó la plancha
ardiendo sobre mi mano, tuve que hacer grandes esfuerzos
para imaginar lo del bocadito caliente. Lo fui
urdiendo todo mientras venía hacia aquí. No estarás
enfadado conmigo, ¿verdad, Joe? Al fin y al cabo, si
no me hubiese colocado en el taller de planchar tú no
habrías vendido tus cuadros a ese tipo de Peoria.
—La verdad es que no era de Peoria —dijo, despacio,
Joe.
—Bueno, ¡qué más da…! Poco importa ya de dónde
procedía. ¡Qué inteligente que eres, Joe!... Y..., bésame, Joe... ¿Qué fue lo que te hizo sospechar que no daba lecciones a Clementina?
—Nada he sospechado en realidad hasta esta noche
—admitió Joe—. Y nada habría sospechado a no ser
porque yo mismo empapé de aceite ese algodón que
llevas puesto, en la sala de máquinas, cerca de la caldera,
y lo envié al piso de arriba para una muchacha
que acababa de quemarse la mano con una plancha.
Debo confesar que soy, desde hace dos semanas,
encargado del funcionamiento de la caldera en tu lavandería.
—Y entonces tú no...
—Mi comprador de Peoria —dijo Joe— y el general Pinkey son ambos creación del mismo arte, al cual no podrías llamar ni pintura ni música.
Seguidamente los dos se echaron a reír, y Joe empezó
a decir:
—Cuando uno ama el arte que practica, ningún
sacrificio…
Solo que Delia lo interrumpió tapándole la boca con
la mano.
—No, no —continuó—, di únicamente: «Cuando se
ama…»
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