O.
Henry
(William Sydney Porter)
(North Carolina, 1862 -
New York, 1910)
El valor de un dólar (1903)
(“One Dollar’s Worth”)
Originalmente publicado en Munsey's Magazine,
Vol. 29, Núm. 1 (abril de 1903), págs. 127-130;
Whirligigs
(Nueva York: Doubleday, Page & Company, 1910, 314 págs.)
I
Una mañana, al pasar revista a su
correspondencia, el juez federal del distrito de Río Grande encontró la
siguiente carta:
Juez:
Cuando me condenó usted a cuatro años, me
endilgó un sermón. Entre otros epítetos, me dedicó el de serpiente de cascabel.
Tal vez lo sea, y a eso se debe el que ahora me oiga tintinear Un año después
de que me pusieran a la sombra, murió mi hija, dicen que por culpa de la
pobreza y la infelicidad. Usted, juez, también tiene una hija, y yo voy a hacer
que sepa lo que se siente al perderla. También voy a picar a ese fiscal que
habló en mi contra. Ahora estoy libre, y me toca volver a cascabelear. El papel
me sienta bien. No diré más. Este es mi sonido. Cuidado con la mordedura.
Respetuosamente suyo,
Serpiente
de Cascabel
El juez
Derwent dejó la carta de lado, sin preocuparse. Recibir esa clase de cartas, de
proscritos que habían pasado por el tribunal, no era ninguna novedad. No se sintió
alarmado. Más tarde le enseñó la carta a Littlefield, el joven fiscal del
distrito que estaba incluido en la amenaza, pues el juez era muy puntilloso en
todo lo concerniente a las relaciones profesionales.
Por lo que se refería a él, Littlefield dedicó
al cascabeleo del remitente una sonrisa desdeñosa; pero ante la alusión a la
hija del juez, frunció el ceño, ya que pensaba casarse con Nancy Derwent el
otoño siguiente.
Littlefield fue a ver al secretario del juzgado
y revisó con él los expedientes. Decidieron que la carta debía de provenir de
México Sam, un mestizo forajido que vivía en la frontera y había sido
encarcelado por asesinato cuatro años atrás. Al correr de los días, Littlefield
fue absorbido por tareas oficiales, y el cascabeleo de la serpiente vengadora
cayó en el olvido.
El tribunal llevaba a cabo sus sesiones en
Brownsville. La mayoría de los procesos consistían en acusaciones de
contrabando, falsificación, robo a oficinas de correo y violaciones de las
leyes federales a lo largo de la frontera. Uno de los acusados era un joven
mexicano, Rafael Ortiz, que había sido sorprendido por un muy listo ayudante de
sheriff en el momento de pasar un dólar de plata falso. En más de una ocasión
se había sospechado de su rectitud, pero era ésta la primera vez que se tenían
pruebas en su contra. Mientras esperaba el juicio, Ortiz languidecía
placenteramente en la cárcel fumando cigarrillos negros. Kilpatrick, el
ayudante del sheriff, entregó el dólar falso al fiscal del distrito en el
despacho que éste tenía en el juzgado. Tanto el ayudante como un farmacéutico
de reputación intachable estaban dispuestos a jurar que Ortiz había pagado una
medicina con ese dólar. La moneda era una imitación burda, mate, maleable, y
hecha principalmente de plomo. Era la víspera de la sesión dedicada al caso de
Ortiz y el fiscal del distrito se encontraba preparándose para el juicio.
—No nos hará falta gastar un dineral en expertos
para demostrar que la moneda es falsa, ¿verdad, Kil? —sonrió Littlefield al
arrojar el dólar sobre la mesa, donde cayó sin más tintineo que el de una bola
de masilla.
—Supongo que el material es tan bueno como el
que puede hallarse en el calabozo —dijo el ayudante del sheriff aflojándose el
correaje—. Lo tiene usted atrapado. Si hubiese sido una sola vez, podría
pensarse que es uno de esos mexicanos incapaces de diferenciar el dinero bueno
del falso; pero ese bribón pertenece a una banda de estafadores, lo puedo
asegurar. Y por fin se me ha presentado la oportunidad de descubrirlo con las
manos en la masa. Tiene una chica en los jacales de la ribera. La vi un día que
estaba vigilándolo a él. Es preciosa, como una vaquilla colorada entre las
flores.
Littlefield se guardó el dólar falso en el
bolsillo y metió en un sobre los informes sobre el caso. Justo en ese momento
apareció en el marco de la puerta un rostro brillante, encantador, franco y
alegre como el de un muchacho. Era Nancy Derwent.
—Oh, Bob, ¿es cierto que el tribunal ha aplazado
hasta mañana la sesión de hoy a las doce?
—Así es —dijo el fiscal del distrito—, y me
alegro. Tengo que revisar un montón de fallos y...
—Muy propio de ti. ¡Me sorprendería que tú y mi
padre os pasarais un día sin mirar códigos y expedientes! Quiero que esta tarde
me lleves a cazar chorlitos. En Long Prairie abundan. ¡Por favor, no te
niegues! Me gustaría probar mi nueva escopeta de repetición. He ordenado en el
establo que enganchen a Fly y a Bess al calesín: son los que mejor soportan los
tiros. Estaba segura de que vendrías.
Tenían planeado casarse en otoño. El idilio
estaba en su momento crucial. Aquel día —o, mejor, aquella tarde— los chorlitos
ganaron la partida a los volúmenes encuadernados en becerro. Littlefield empezó
a apartar sus papeles.
Llamaron a la puerta. Kilpatrick abrió. Una
hermosa muchacha, de ojos oscuros y piel de tinte ligeramente alimonado, entró
en el despacho. Un mantón oscuro le cubría la cabeza y le rodeaba el cuello.
Comenzó a
hablar en español con la voluble música melancólica de un arroyo plañidero.
Littlefield no entendía el idioma. El ayudante sí, de modo que tradujo parte
por parte, alzando la mano de vez en cuando para detener a la muchacha y
confirmar alguna palabra.
—Ha venido a verlo a usted, mister Littlefield.
Se llama Joya Treviñas. Quiere hablarle de... Bueno, tiene algo que ver con
Rafael Ortiz. Es..., es la chica de él. Dice que es inocente. Dice que fue ella
la que fabricó el dinero y consiguió que él lo pasara. No le crea, mister
Littlefield. Estas mexicanas son así: cuando les gusta un hombre, son capaces
de mentir, robar y matar por él. ¡No confíe nunca en una mujer enamorada!
—¡Mister Kilpatrick!
La indignada exclamación de Nancy Derwent llevó
al ayudante a deshacerse en excusas por haber expresado mal sus propias ideas,
tras lo cual siguió traduciendo.
—Dice que no le importa ir a la cárcel si lo
dejan a él en libertad. Dice que la había atacado una fiebre y el médico
aseguró que moriría si no tomaba una medicina. Fue por eso que él pagó con el
dólar falso en la farmacia. Dice que eso le salvó la vida. No me cabe duda de
que se deshace por su Rafael; habla mucho de amor y otras cosas que a usted no
le interesan.
Al fiscal del distrito la historia le sonaba
conocida.
—Contéstele —dijo— que no puedo hacer nada. El
caso será juzgado mañana, y la defensa deberán hacerla ante el tribunal.
Nancy Derwent no era tan inflexible. Había
estado mirando alternativamente a Joya Treviñas y a Littlefield con benévolo
interés. El ayudante repitió a la muchacha las palabras del fiscal. Ella
pronunció un par de frases en voz baja, se ciñó el mantón en torno al rostro y
se marchó.
—¿Qué dijo al final? —preguntó el fiscal.
—Nada fuera de lo corriente —respondió el
ayudante—. A ver...: «Si alguna vez estuviera en peligro la muchacha que amas,
acuérdate de Rafael Ortiz».
Kilpatrick se alejó por el pasillo rumbo al
despacho de su superior.
—¿No puedes hacer nada por ellos, Bob?—preguntó
Nancy—. ¡No es justo arruinar la felicidad de dos vidas por un mísero
dólar! El lo hizo para salvarla. ¿Acaso la ley no conoce la compasión?
—En la jurisprudencia no hay sitio para ella,
Nan —dijo Littlefield—, y menos aún en la labor del fiscal, que se atiende a
los hechos. Te prometo que el alegato no será furibundo. Pero ese hombre está
condenado de antemano. Hay testigos dispuestos a jurar que ha pasado un dólar
falso. Y yo tengo ese dólar en el bolsillo, con la etiqueta de «Prueba A». En
el jurado no hay ningún mexicano, y declararán culpable a mister Truco sin
pestañear siquiera.
II
La tarde se presentaba perfecta para cazar chorlitos
y, con la excitación del deporte, fueron olvidados el caso de Rafael y el dolor
de Joya Treviñas. El fiscal y Nancy Derwent dejaron atrás la ciudad y
recorrieron cinco kilómetros por un camino de blanda hierba verde, para después
atravesar el declive de un prado hacia una apretada hilera de árboles que
bordeaban el arroyo de Piedra. Más allá se extendía Long Prairie, lugar ideal
para cazar chorlitos. Al acercarse a la corriente, oyeron, a su derecha, el
galope de un caballo y vieron a un jinete de pelo negro y piel atezada que
cabalgaba hacia los árboles en una línea sesgada, como si hubiese estado
siguiéndolos.
—He visto a ese hombre en algún sitio —dijo
Littlefield, que era buen fisonomista—, pero no recuerdo exactamente dónde.
Supongo que será algún ranchero que ha tomado un atajo.
Pasaron en Long Prairie una hora, disparando
desde el calesín. Nancy Derwent, una activa muchacha del Oeste criada al aire
libre, estaba encantada con su escopeta de doce cartuchos. Había cobrado el
doble de piezas que su compañero.
Iniciaron
el regreso con un trote tranquilo. A unos cien metros del arroyo de Piedra un
hombre emergió entre los árboles en dirección a ellos.
—Parece el mismo que hemos visto antes —observó
Nancy.
Al acortarse la distancia que los separaba, el
fiscal del distrito, con los ojos fijos en el jinete, tiró bruscamente de las
riendas. El sujeto había sacado un Winchester de la funda que llevaba en la
silla y se lo acomodaba en el brazo.
—¡Ahora te reconozco, México Sam! —farfulló
Littlefield—. Eras tú el que hacía sonar los cascabeles en aquella carta tan
amable.
México Sam se ocupó de no dejar lugar a dudas.
Era ducho en el manejo de armas de fuego, de modo que cuando se encontró a una
distancia apropiada para un fusil, pero demasiado grande para una escopeta,
apuntó con el Winchester y abrió fuego sobre los ocupantes del calesín.
La primera bala se incrustó en el respaldo del
asiento, en el espacio de cinco centímetros que había entre los hombros de
Littlefield y miss Derwent. La segunda pasó entre el tablero y el pantalón del
fiscal.
El fiscal instó a Nancy a que se agachara. Ella
estaba un poco pálida, pero no hizo preguntas. Poseía ese instinto de la gente
de frontera, que acepta las situaciones de emergencia sin gastar palabras
superfluas. Empuñaron las armas, y Littlefield tomó apresuradamente un puñado
de los cartuchos que había en una caja y se lo metió en el bolsillo.
—Manténte detrás de los caballos, Nan —ordenó—.
Ese tipo es un rufián que hace años mandé a prisión. Pretende vengarse. Sabe
que a esta distancia no le podemos hacer daño.
—Muy bien, Bob —dijo Nancy con firmeza—. No
tengo miedo. Pero cúbrete tú también. ¡So, Bess! ¡Quédate quieta!
Acarició la melena de Bess. Littlefield preparó
su escopeta mientras rogaba que el forajido se aproximara.
Pero México Sam pensaba cumplir la venganza sin
arriesgarse. No tenía nada de chorlito. Su ojo experto trazó una circunferencia
imaginaria alrededor del área de alcance de una escopeta y se mantuvo dentro de
esa línea. Movió su caballo a la derecha y, en el momento en que los acosados
buscaban cambiar de posición detrás de los arreos de sus equinos, traspasó de
un tiro el sombrero del fiscal. En una ocasión calculó mal y sobrepasó el
margen. La escopeta de Littlefield relampagueó y México Sam agachó la cabeza
ante el inofensivo rocío de los perdigones. Algunos de éstos alcanzaron al
caballo, que enseguida retrocedió a la línea de seguridad.
El forajido volvió a hacer fuego. Nancy Derwent
dejó escapar un grito apagado. Littlefield se volvió con los ojos encendidos y
vio que la muchacha tenía un hilo de sangre en la mejilla.
—No estoy herida, Bob... Ha sido una astilla.
Creo que ha dado a uno de los radios de la rueda.
—¡Dios! —rugió Littlefield—. Si por lo menos
tuviera perdigones zorreros.
El rufián aquietó a su caballo y apuntó
cuidadosamente. Fly lanzó un bufido y cayó con su arnés, herido en el cuello.
Bess, convencida de que ya no se trataba de cazar chorlitos, logró
desengancharse y se alejó a galope tendido. México Sam atravesó de un balazo el
costado de la cazadora de Nancy.
—¡Échate! ¡Échate! —gritó Littlefield—. Más
cerca del caballo... Cuerpo a tierra... Así —casi la aplastó contra la hierba
detrás del cuerpo caído de Fly. Por más extraño que parezca en ese instante le
volvieron a la mente las palabras de la joven mexicana: «Si alguna vez
estuviera en peligro la muchacha que amas, acuérdate de Rafael Ortiz».
Littlefield soltó una exclamación.
—¡Asómate sobre el lomo del caballo y dispárale,
Nan! ¡Dispara todo lo rápido que puedas! No conseguirás nada, pero mantenle
ocupado un minuto mientras pongo en práctica una idea.
Nancy miró de reojo a Littlefield y le vio sacar
el cortaplumas del bolsillo y abrirlo. Luego se dispuso a obedecer las órdenes
y comenzó a disparar una y otra vez sobre el enemigo.
México Sam
esperó pacientemente a que acabaran los inocuos fuegos de artificio. Tenía
mucho tiempo y ninguna intención de recibir una perdigonada en el ojo mientras,
con un poco de cautela, pudiese evitarlo. Se cubrió el rostro con el recio
sombrero Stetson hasta que cesaron los tiros. Luego se acercó más y apuntó
meticulosamente a lo que podía ver de sus víctimas detrás del caballo.
Ninguna de ellas se movía. Espoleó a su animal
para que avanzara. Vio que el fiscal hincaba una rodilla en tierra y apuntaba
cuidadosamente. Se bajó el sombrero y aguardó la leve andanada de bolitas.
El disparo tronó pesadamente. México Sam
suspiró, se dobló en dos y cayó muy despacio de su caballo, como una serpiente
de cascabel sin vida.
III
A las diez de la mañana siguiente se inició la
sesión del tribunal y fue convocado el proceso de la Unión contra Rafael Ortiz.
El fiscal del distrito, con un brazo en cabestrillo, se puso de pie y se
dirigió al juez.
—Si su señoría lo permite —dijo—, desearía
solicitar el sobreseimiento del caso que nos ocupa. Aun cuando el acusado
pudiese ser culpable, el gobierno no tiene en sus manos pruebas suficientes
para llevar adelante el proceso. La moneda falsa a causa de la cual éste fue
iniciado ya no se encuentra disponible como evidencia. Por lo tanto solicito
que la demanda sea anulada.
Durante el intervalo de mediodía Kilpatrick
visitó la oficina del fiscal.
—Vengo de echarle una mirada al viejo México Sam
—dijo el ayudante del sheriff—. Han traído el cadáver. La verdad es que el viejo
México era un hueso duro. Los muchachos se preguntan con qué le disparó usted.
Algunos dicen que han de haber sido clavos. Jamás tuve en mis manos una
escopeta capaz de hacer los agujeros que hay en ese cuerpo.
—Le disparé —dijo el fiscal— con la «Prueba A»
de su proceso por falsificación. Ha sido una suerte para mí, y para alguien
más, que la moneda fuera tan burda. No me dio ningún trabajo despedazarla.
Oiga, Kil, ¿no podría bajar a los jacales y averiguar dónde vive esa joven
mexicana? Miss Derwent se lo agradecerá.
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