Oscar
Wilde
(Irlanda, 1854 - Francia,
1900)
El gigante egoísta
(“The Selfish Giant”)
The Happy Prince and Other Tales
(Londres: David Nutt, 1888, 118 págs.)
Cada tarde, a la salida de la
escuela, los niños se iban a jugar al jardín del Gigante. Era un
jardín amplio y hermoso, con arbustos de flores y cubierto de césped
verde y suave. Por aquí y por allá, entre la hierba, se abrían
flores luminosas como estrellas, y había doce albaricoqueros que
durante la Primavera se cubrían con delicadas flores color rosa y
nácar, y al llegar el Otoño se cargaban de ricos frutos
aterciopelados. Los pájaros se demoraban en el ramaje de los árboles,
y cantaban con tanta dulzura, que los niños dejaban de jugar para
escuchar sus trinos.
—¡Qué felices somos aquí! —se
decían unos a otros.
Pero un día el Gigante regresó.
Había ido de visita donde su amigo el Ogro de Cornish, y se había
quedado con él durante los últimos siete años. Durante ese tiempo
ya se habían dicho todo lo que se tenían que decir, pues su
conversación era limitada, y el Gigante sintió el deseo de volver a
su mansión. Al llegar, lo primero que vio fue a los niños jugando en
el jardín.
—¿Qué hacen aquí? —surgió
con su voz retumbante.
Los niños escaparon corriendo en
desbandada.
—Este jardín es mío. Es mi
jardín propio —dijo el Gigante—; todo el mundo debe entender eso
y no dejaré que nadie se meta a jugar aquí.
Y de inmediato, alzó una pared
muy alta, y en la puerta puso un cartel que decía:
PROHIBIDA LA ENTRADA
BAJO PENA DE LEY
Era un Gigante egoísta...
Los pobres niños se quedaron sin
tener donde jugar. Hicieron la prueba de ir a jugar en la carretera,
pero estaba llena de polvo, estaba plagada de pedruscos, y no les
gustó. A menudo rondaban alrededor del muro que ocultaba el jardín
del Gigante y recordaban nostálgicamente lo que había detrás.
—¡Qué dichosos éramos allí!
—se decían unos a otros.
Cuando la Primavera volvió, toda
la comarca se pobló de pájaros y flores. Sin embargo, en el jardín
del Gigante Egoísta permanecía el Invierno todavía. Como no había
niños, los pájaros no cantaban, y los árboles se olvidaron de
florecer. Sólo una vez una lindísima flor se asomó entre la hierba,
pero apenas vio el cartel, se sintió tan triste por los niños, que
volvió a meterse bajo tierra y volvió a quedarse dormida.
Los únicos que ahí se sentían a
gusto, eran la Nieve y la Escarcha.
—La Primavera se olvidó de este
jardín —se dijeron—, así que nos quedaremos aquí todo el resto
del año.
La Nieve cubrió la tierra con su
gran manto blanco y la Escarcha cubrió de plata los árboles. Y en
seguida invitaron a su triste amigo el Viento del Norte para que
pasara con ellos el resto de la temporada. Y llegó el Viento del
Norte. Venía envuelto en pieles y anduvo rugiendo por el jardín
durante todo el día, desganchando las plantas y derribando las
chimeneas.
—¡Qué lugar más agradable!
—dijo—. Tenemos que decirle al Granizo que venga a estar con
nosotros también.
Y vino el Granizo también. Todos
los días se pasaba tres horas tamborileando en los tejados de la
mansión, hasta que rompió la mayor parte de las tejas. Después se
ponía a dar vueltas alrededor, corriendo lo más rápido que podía.
Se vestía de gris y su aliento era como el hielo.
—No entiendo por qué la
Primavera se demora tanto en llegar aquí— decía el Gigante
Egoísta cuando se asomaba a la ventana y veía su jardín cubierto de
gris y blanco, espero que pronto cambie el tiempo.
Pero la Primavera no llegó nunca,
ni tampoco el Verano. El Otoño dio frutos dorados en todos los
jardines, pero al jardín del Gigante no le dio ninguno.
—Es un gigante demasiado
egoísta—decían los frutales.
De esta manera, el jardín del
Gigante quedó para siempre sumido en el Invierno, y el Viento del
Norte y el Granizo y la Escarcha y la Nieve bailoteaban lúgubremente
entre los árboles.
Una mañana, el Gigante estaba en
la cama todavía cuando oyó que una música muy hermosa llegaba desde
afuera. Sonaba tan dulce en sus oídos, que pensó que tenía que ser
el rey de los elfos que pasaba por allí. En realidad, era sólo un
jilguerito que estaba cantando frente a su ventana, pero hacía tanto
tiempo que el Gigante no escuchaba cantar ni un pájaro en su jardín,
que le pareció escuchar la música más bella del mundo. Entonces el
Granizo detuvo su danza, y el Viento del Norte dejó de rugir y un
perfume delicioso penetró por entre las persianas abiertas.
—¡Qué bueno! Parece que al fin
llegó la Primavera —dijo el Gigante y saltó de la cama para correr
a la ventana.
¿Y qué es lo que vio?
Ante sus ojos había un
espectáculo maravilloso. A través de una brecha del muro habían
entrado los niños, y se habían trepado a los árboles. En cada
árbol había un niño, y los árboles estaban tan felices de tenerlos
nuevamente con ellos, que se habían cubierto de flores y balanceaban
suavemente sus ramas sobre sus cabecitas infantiles. Los pájaros
revoloteaban cantando alrededor de ellos, y los pequeños reían. Era
realmente un espectáculo muy bello. Sólo en un rincón el Invierno
reinaba. Era el rincón más apartado del jardín y en él se
encontraba un niñito. Pero era tan pequeñín que no lograba alcanzar
a las ramas del árbol, y el niño daba vueltas alrededor del viejo
tronco llorando amargamente. El pobre árbol estaba todavía
completamente cubierto de escarcha y nieve, y el Viento del Norte
soplaba y rugía sobre él, sacudiéndole las ramas que parecían a
punto de quebrarse.
—¡Sube a mí, niñito! —decía
el árbol, inclinando sus ramas todo lo que podía. Pero el niño era
demasiado pequeño.
El Gigante sintió que el corazón
se le derretía.
—¡Cuán egoísta he sido! —exclamó—.
Ahora sé por qué la Primavera no quería venir hasta aquí. Subiré
a ese pobre niñito al árbol y después voy a botar el muro. Desde
hoy mi jardín será para siempre un lugar de juegos para los niños.
Estaba de veras arrepentido por lo
que había hecho.
Bajó entonces la escalera, abrió
cautelosamente la puerta de la casa, y entró en el jardín. Pero en
cuanto lo vieron los niños se aterrorizaron, salieron a escape y el
jardín quedó en Invierno otra vez. Sólo aquel pequeñín del
rincón más alejado no escapó, porque tenía los ojos tan llenos de
lágrimas que no vio venir al Gigante. Entonces el Gigante se le
acercó por detrás, lo tomó gentilmente entre sus manos, y lo subió
al árbol. Y el árbol floreció de repente, y los pájaros vinieron a
cantar en sus ramas, y el niño abrazó el cuello del Gigante y lo
besó. Y los otros niños, cuando vieron que el Gigante ya no era malo,
volvieron corriendo alegremente. Con ellos la Primavera regresó al
jardín.
—Desde ahora el jardín será
para ustedes, hijos míos —dijo el Gigante, y tomando un hacha
enorme, echó abajo el muro.
Al mediodía, cuando la gente se
dirigía al mercado, todos pudieron ver al Gigante jugando con los
niños en el jardín más hermoso que habían visto jamás.
Estuvieron allí jugando todo el
día, y al llegar la noche los niños fueron a despedirse del Gigante.
—Pero, ¿dónde está el más
pequeñito? —preguntó el Gigante—, ¿ese niño que subí al
árbol del rincón?
El Gigante lo quería más que a
los otros, porque el pequeño le había dado un beso.
—No lo sabemos —respondieron
los niños—, se marchó solito.
—Díganle que vuelva mañana —dijo
el Gigante.
Pero los niños contestaron que no
sabían donde vivía y que nunca lo habían visto antes. Y el Gigante
se quedó muy triste.
Todas las tardes al salir de la
escuela los niños iban a jugar con el Gigante. Pero al más chiquito,
a ese que el Gigante más quería, no lo volvieron a ver nunca más.
El Gigante era muy bueno con todos los niños pero echaba de menos a
su primer amiguito y muy a menudo se acordaba de él.
—¡Cómo me gustaría volverle a
ver! —repetía.
Fueron pasando los años, y el
Gigante se puso viejo y sus fuerzas se debilitaron. Ya no podía jugar;
pero, sentado en un enorme sillón, miraba jugar a los niños y
admiraba su jardín.
—Tengo muchas flores hermosas
—se decía—, pero los niños son las flores más hermosas de todas.
Una mañana de Invierno, miró por
la ventana mientras se vestía. Ya no odiaba el Invierno pues sabía
que el Invierno era simplemente la Primavera dormida, y que las flores
estaban descansando.
Sin embargo, de pronto se
restregó los ojos, maravillado y miró, miró…
Era realmente maravilloso lo que
estaba viendo. En el rincón más lejano del jardín, había un árbol
cubierto por completo de flores blancas. Todas sus ramas eran doradas,
y de ellas colgaban frutos de plata. Debajo del árbol estaba parado
el pequeñito a quien tanto había echado de menos.
Lleno de alegría el Gigante bajó
corriendo las escaleras y entró en el jardín. Pero cuando llegó
junto al niño su rostro enrojeció de ira, y dijo:
—¿Quién se ha atrevido a
hacerte daño?
Porque en la palma de las manos
del niño había huellas de clavos, y también había huellas de
clavos en sus pies.
—¿Pero, quién se atrevió a
herirte? —gritó el Gigante—. Dímelo, para tomar la espada y
matarlo.
—¡No! —respondió el niño—.
Estas son las heridas del Amor.
—¿Quién eres tú, mi pequeño
niñito? —preguntó el Gigante, y un extraño temor lo invadió, y
cayó de rodillas ante el pequeño.
Entonces el niño sonrió al
Gigante, y le dijo:
—Una vez tú me dejaste jugar en
tu jardín; hoy jugarás conmigo en el jardín mío, que es el
Paraíso.
Y cuando los niños llegaron
esa tarde encontraron al Gigante muerto debajo del árbol.
Parecía dormir, y estaba entero cubierto de flores blancas.
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