Oscar Wilde
(Irlanda, 1854 - Francia, 1900)


El niño-estrella
(“The Star-Child”)
A House of Pomegranates
(Londres: James R. Osgood McIlvaine & Co., 1891, 159 págs.)



A
Miss Margot Tennant
[Mrs. Asquith]


      Había una vez dos pobres leñadores que volvían a su casa a través de un gran pinar. Era invierno, y hacía una noche de intenso frío. Había una espesa capa de nieve en el suelo y en las ramas de los árboles; la helada hacía chasquear continuamente las ramitas a ambos lados a su paso; y cuando llegaron a la cascada de la montaña la encontraron suspendida inmóvil en el aire, pues la había besado el rey del hielo.
       Tanto frío hacía que ni siquiera los pájaros ni los demás animales entendían lo que ocurría.
       —¡Uf! —gruñía el lobo, mientras iba renqueando a través de la maleza con el rabo entre las patas—, hace un tiempo enteramente monstruoso. ¿Por qué no toma medidas el gobierno?
       —¡Uit!, ¡uit!, ¡uit! —gorjeaban los verdes pardillos—, la vieja tierra se ha muerto, y la han sacado afuera con su blanca mortaja.
       —La tierra se va a casar, y éste es su traje de novia —se decían las tórtolas una a otra cuchicheando.
       Tenían las patitas rosas llenas de sabañones, pero sentían que era su deber tomar un punto de vista romántico sobre la situación.
       —¡Tonterías! —refunfuñó el lobo—. Os digo que la culpa la tiene el gobierno, y si no me creéis os comeré.
       El lobo tenía una mente completamente práctica, y siempre tenía a punto un buen razonamiento.
       —Bueno, por mi parte —dijo el picoverde, que era un filósofo nato— no me interesa una teoría pormenorizada de explicaciones. Las cosas son como son, y ahora hace un frío terrible.
       Y un frío terrible hacía, ciertamente. Las pequeñas ardillas, que vivían en el interior del alto abeto, no hacían más que frotarse mutuamente el hocico para entrar en calor, y los conejos se hacían un ovillo en sus madrigueras, y no se aventuraban ni siquiera a mirar afuera. Los únicos que parecían disfrutar eran los grandes búhos con cuernos. Tenían las plumas completamente tiesas por la escarcha, pero no les importaba, y movían en redondo sus grandes ojos amarillos, y se llamaban unos a otros a través del bosque:
       —¡Tu-uit! ¡Tu-ju! ¡Tu-uit! ¡Tu-ju! ¡Qué tiempo tan delicioso tenemos!
       Los dos leñadores seguían su camino, soplándose con fuerza los dedos y golpeando con sus enormes botas con refuerzos de hierro la nieve endurecida. En una ocasión se hundieron en un ventisquero profundo y salieron tan blancos como molineros cuando las muelas están moliendo; y una vez resbalaron en el hielo duro y liso donde estaba helada el agua de la tierra pantanosa, y se les cayeron los haces de su carga, y tuvieron que recogerlos y volverlos a atar; y otra vez pensaron que habían perdido el camino, y se apoderó de ellos un gran terror, pues sabían que la nieve es cruel con los que duermen en sus brazos. Pero pusieron su confianza en el buen San Martín, que vela por todos los viajeros, y volvieron sobre sus pasos, y caminaron con cautela, y al fin llegaron al lindero del bosque, y vieron allá abajo en el valle, a sus pies, las luces del pueblo en el que vivían.
       Tan gozosos estaban de haber salido, que se pusieron a reír a carcajadas, y la tierra les pareció como una flor de plata, y la luna como una flor de oro. Sin embargo, después de haberse reído se pusieron tristes, pues recordaron su pobreza, y uno de ellos dijo al otro:
       —¿Por qué nos hemos alegrado, viendo que la vida es para los ricos, y no para los que son como nosotros? Más valdría que nos hubiéramos muerto de frío en el bosque, o que alguna bestia salvaje hubiera caído sobre nosotros y nos hubiera matado.
       —Verdaderamente —contestó su compañero—, mucho se les da a unos y poco se les da a otros. La injusticia ha parcelado el mundo, y nada está dividido por igual, si no es el sufrimiento.
       Pero mientras estaban lamentándose mutuamente de su miseria ocurrió una cosa extraña: cayó del cielo una estrella muy brillante y hermosa. Se deslizó por el firmamento, dejando atrás a las otras estrellas en su curso, y, mientras la miraban asombrados, les pareció que se hundía detrás de un bosquecillo de sauces que había muy cerca de un pequeño redil, no más que a un tiro de piedra de distancia.
       —¡Mira! ¡Vaya una vasija llena de oro para el que la encuentre! —gritaron.
       Y se echaron a correr, ¡tanta ansia tenían por el oro!
       Y uno de ellos corrió más deprisa que su compañero, y le adelantó, y abriéndose paso a través de los sauces salió al otro lado, y ¡qué maravilla!; había de verdad algo que era de oro sobre la nieve blanca. Así que se fue aprisa hacia ello, y agachándose puso las manos encima, y era un manto de tisú de oro, extrañamente tejido con estrellas y doblado en muchos pliegues. Y gritó a su camarada que había encontrado el tesoro que había caído del cielo; y cuando llegó su compañero se sentaron en la nieve y deshicieron los dobleces del manto para repartirse las monedas de oro. Pero ¡ay!, dentro no había oro, ni plata, ni en verdad ningún tesoro de ninguna clase, sino sólo un niño pequeño que estaba dormido.
       Y uno de ellos dijo al otro:
       —Éste es un amargo final de nuestras esperanzas, y no tenemos buena fortuna, pues ¿de qué provecho es un niño para un hombre? Dejémoslo aquí y sigamos nuestro camino, dado que somos hombres pobres y tenemos hijos propios cuyo pan no podemos dar a otro.
       Pero su compañero le replicó:
       —No, sería una mala acción dejar al niño perecer aquí en la nieve, y aunque yo soy tan pobre como tú y tengo muchas bocas que alimentar y muy poco en la olla, sin embargo, me lo llevaré a casa conmigo, y mi mujer le cuidará.
       Así que levantó al niño con mucha ternura, y le envolvió en el manto para protegerle del frío crudo, e hizo el camino al pueblo bajando la colina, con su compañero muy sorprendido de su necedad y blandura de corazón.
       Y cuando llegaron al pueblo su compañero le dijo:
       —Tú tienes el niño; por tanto, dame el manto, pues estaba convenido que nos lo repartiríamos.
       Pero él le replicó:
       —No, pues el manto no es ni mío ni tuyo, sino sólo del niño.
       Y le dijo que fuera con Dios, y fue a su propia casa y llamó a la puerta.
       Y cuando su mujer abrió la puerta y vio que su marido había vuelto sano y salvo, le echó los brazos al cuello y le besó, y le quitó de la espalda la carga de haces de leña, y le quitó con un cepillo la nieve de las botas, y le pidió que entrara.
       Pero él le dijo:
       —He encontrado algo en el bosque y te lo he traído para que lo cuides.
       Y no se movió del umbral.
       —¿Qué es? —exclamó ella—. Enséñamelo, pues la casa está vacía y necesitamos muchas cosas.
       Y él retiró el manto y le mostró al niño dormido.
       —¡Ay, buen hombre! —murmuró—, ¿no tenemos bastantes hijos propios, para que tú tengas que traer otro ajeno abandonado que se siente al amor de la lumbre? ¿Y quién sabe si no nos traerá la desgracia? ¿Y cómo le vamos a mantener?
       Y se puso furiosa contra él.
       —Es un niño-estrella —replicó él.
       Y le contó el modo extraño en que le habían encontrado.
       Pero ella no quiso apaciguarse, sino que se burlaba de él, y le habló muy enfadada, y gritó:
       —Nuestros hijos no tienen pan, ¿y vamos a dar de comer a un hijo ajeno? ¿Quién se preocupa por nosotros? ¿Y quién nos da de comer?
       —No, no. Dios cuida hasta de los gorriones, y los alimenta —respondió él.
       —¿No se mueren los gorriones de hambre en el invierno? —preguntó ella—. ¿Y no es invierno ahora?
       Y el hombre no contestó nada, pero no se meneó del umbral.
       Y un viento cortante del bosque entraba por la puerta abierta, y le hacía a ella tiritar; y se estremeció y dijo:
       —¿No quieres cerrar la puerta? Entra en la casa un viento cortante, y tengo frío.
       —En una casa donde hay un corazón duro ¿no entra siempre un viento cortante?
       Y la mujer no contestó nada, pero se deslizó más cerca del fuego.
       Y al cabo de un rato se volvió y le miró, y tenía los ojos llenos de lágrimas. Y él entró a toda prisa, y le puso al niño en los brazos, y ella le besó, y le acostó en una camita donde estaba acostado el más pequeño de sus propios hijos. Y por la mañana el leñador, cogió el curioso manto de oro y lo metió en un gran cofre, y una cadena de ámbar que llevaba el niño alrededor del cuello la cogió su mujer y la metió en el cofre también.

       Así es que el niño-estrella se crió con los hijos del leñador, y se sentaba a la misma mesa con ellos, y era su compañero de juegos. Y cada año se volvía más hermoso a la mirada, de modo que todos los que vivían en el pueblo estaban llenos de asombro, pues mientras que todos ellos eran morenos y de pelo negro, él era blanco y delicado como el marfil de los cisnes, y sus rizos eran como los anillos del asfódelo. Sus labios, también, eran como los pétalos de una flor roja, y eran sus ojos como violetas junto a un río de agua pura, y su cuerpo como el narciso de un campo al que no va el segador.
       Sin embargo, su belleza le acarreó el mal, pues se volvió orgulloso, cruel y egoísta. A los hijos del leñador y a los otros niños del pueblo los despreciaba, diciendo que eran de familia de poca monta, mientras que él era noble, habiendo nacido de una estrella; y se hacía su señor y les llamaba siervos suyos. No tenía compasión de los pobres, ni de los ciegos, ni de los lisiados, ni de los que estaban de algún modo afligidos, sino que acostumbraba a tirarles piedras y echarles al camino, y solía decirles que se fueran a otra parte a mendigar el pan; así que nadie, a excepción de los proscritos, iba dos veces a aquel pueblo a pedir limosna. Verdaderamente estaba como prendado de la belleza, y se burlaba de los achacosos y de los poco favorecidos, y se chanceaba de ellos; y estaba enamorado de sí mismo; y en verano, cuando los vientos estaban en calma, solía recostarse junto al pozo del huerto del cura y mirar la maravilla de su propio rostro, y reír por el placer que encontraba en su propia belleza.
       Con frecuencia le reprendían el leñador y su mujer, y decían:
       —A ti no te hemos tratado como tratas tú a los que están afligidos y no tienen a nadie que les socorra. ¿Por qué eres tan cruel con todos los que necesitan compasión?
       A menudo le mandaba llamar el viejo sacerdote, e intentaba enseñarle el amor a las criaturas vivientes, diciéndole:
       —La mosca es hermana tuya, no le hagas daño. Las aves del campo que vagan por el bosque tienen su libertad, no las cojas a lazo para tu placer. Dios hizo al gusano ciego y al topo, y cada uno tiene su puesto. ¿Quién eres tú para llevar el sufrimiento al mundo de Dios? Hasta el ganado del campo le alaba.
       Pero el niño-estrella no hacía caso de sus palabras, sino que solía fruncir el ceño y burlarse, y volver con sus compañeros a capitanearles. Y sus compañeros le seguían, pues era hermoso y tenía los pies ligeros, y sabía bailar, tocar el caramillo y hacer música. Y adondequiera que el niño-estrella les dirigiera, le seguían, y cualquier cosa que el niño-estrella les dijera, la hacían. Y cuando atravesó con una caña afilada los ojos turbios del topo, se rieron, y cuando tiraba piedras a los leprosos, se reían también. Y en todas las cosas les gobernaba; y se volvieron duros de corazón, como era él.

       Y pasó un día por el pueblo una pobre mendiga. Llevaba la ropa desgarrada y harapienta, y le sangraban los pies por lo áspero del camino en el que había caminado, y estaba en un estado lamentable. Y sintiéndose cansada se sentó al pie de un roble a descansar.
       Pero cuando la vio el niño-estrella, dijo a sus compañeros:
       —¡Mirad! Ahí está una pordiosera asquerosa sentada bajo ese árbol hermoso de hojas verdes. ¡Venid!, vamos a echarla de ahí, pues es fea y desagradable.
       Así es que se acercó y la apedreó, y se mofó de ella; y ella le miró con terror en los ojos, y no apartaba la vista de él. Y cuando vio el leñador, que estaba partiendo leños en una leñera cercana, lo que estaba haciendo el niño-estrella, se echó a correr y le reprendió, diciéndole:
       —Verdaderamente eres duro de corazón y no conoces la compasión, pues ¿qué mal te ha hecho esta pobre mujer para que la trates de este modo?
       Y el niño-estrella se puso rojo de ira y dio una patada en el suelo, y dijo:
       —¿Quién eres tú para preguntarme a mí lo que hago? No soy hijo tuyo para que tenga que hacer lo que tú me mandes.
       —Dices verdad —replicó el leñador—; sin embargo, yo te mostré compasión cuando te encontré en el bosque.
       Y al oír la mujer estas palabras lanzó un fuerte grito y cayó desmayada. Y el leñador se la llevó a su casa, y su mujer la cuidó, y cuando volvió en sí del desmayo pusieron ante ella comida y bebida y le pidieron que recobrara fuerzas.
       Pero ella no quiso ni comer ni beber, y dijo al leñador:
       —¿No dijiste que el niño fue encontrado en el bosque? ¿Y no ocurrió eso hoy hace diez años?
       Y el leñador contestó:
       —Sí, fue en el bosque donde lo encontré, y eso ocurrió hoy hace diez años.
       —¿Y qué señales encontraste con él? —exclamó ella—. ¿No llevaba al cuello una cadena de ámbar? ¿No tenía envolviéndole un manto de tisú de oro con estrellas bordadas?
       —Así es en verdad —contestó el leñador—; fue como dices.
       Y sacó el manto y la cadena de ámbar del cofre donde estaban y se los enseñó.
       Y cuando ella los vio lloró de alegría y dijo:
       —Es mi hijito al que perdí en el bosque. Te ruego que le mandes llamar en seguida, pues en su busca he vagado por el mundo entero.
       Así que el leñador y su mujer salieron y llamaron al niño-estrella, y le dijeron:
       —Entra en casa y encontrarás allí a tu madre, que te está esperando.
       Entró, pues, corriendo, lleno de sorpresa y con gran alegría. Pero cuando vio a la que estaba esperando allí, se rió desdeñosamente y dijo:
       —Y bien, ¿dónde está mi madre? No veo a nadie aquí más que a esta asquerosa mendiga.
       Y la mujer le replicó:
       —Yo soy tu madre.
       —Tú estás loca para decir tal cosa —gritó el niño-estrella furioso—. Yo no soy hijo tuyo, pues tú eres una mendiga fea y harapienta. Así que ¡vete de aquí!, ¡y que no vea más tu sucia cara!
       —No, tú eres de verdad mi hijito, a quien di a luz en el bosque —exclamó.
       Y cayó de rodillas y le tendió los brazos.
       —Los ladrones te robaron llevándote de mi lado y te abandonaron para que murieras —murmuró—, pero yo te reconocí en cuanto te vi, y las señales también las he reconocido: el manto de tisú de oro y la cadena de ámbar. Por tanto, te ruego que vengas conmigo, pues por el mundo entero he vagado en busca tuya. ¡Ven conmigo, hijo mío!, porque tengo necesidad de tu cariño.
       Pero el niño-estrella no se movió de su sitio, sino que cerró para ella las puertas de su corazón; ni tampoco se oyó sonido alguno, excepto el que hacía la mujer llorando de aflicción. Y al fin le habló él, y su voz era dura y amarga:
       —Si de verdad eres mi madre —dijo—, hubiera sido mejor que te hubieras quedado lejos y no hubieras venido aquí a avergonzarme, puesto que yo creía que era hijo de alguna estrella, y no el hijo de una mendiga, como me dices que soy. Por tanto, vete de aquí y que no te vea más.
       —¡Ay, hijo mío! —exclamó ella—, ¿no quieres besarme antes de que me vaya?, pues he sufrido mucho para encontrarte.
       —No —dijo el niño-estrella—, eres demasiado repugnante para mirarte, y preferiría besar a una víbora o a un sapo mejor que a ti.
       Así es que la mujer se levantó y se fue al bosque llorando amargamente; y cuando el niño-estrella vio que se había ido se alegró, y volvió corriendo con sus compañeros de juegos para jugar con ellos. Pero al verle llegar, se burlaron de él y dijeron:
       —¡Mira!, eres tan feo como un sapo, y tan repugnante como una víbora. Vete de aquí, pues no te dejaremos jugar con nosotros.
       Y le echaron del jardín.
       Y el niño-estrella frunció el ceño y se dijo por lo bajo:
       «¿Qué es lo que me dicen? Iré al pozo de agua y me miraré en él, y él me hablará de mi belleza».
       Así que fue al pozo de agua y miró en él, y ¡vaya sorpresa!, su cara era como la cara de un sapo, y su cuerpo tenía escamas como el de una víbora. Y se arrojó sobre la hierba y se echó a llorar, y se dijo a sí mismo:
       «Seguro que esto me ha pasado por mi pecado, pues he renegado de mi madre y la he echado, y he sido orgulloso y cruel con ella. Por tanto, iré a buscarla por el mundo entero y no descansaré hasta que no la haya encontrado».
       Y vino a él la hija pequeña del leñador, y poniéndole la mano en el hombro le dijo:
       —¿Qué importa que hayas perdido tu hermosura? Quédate con nosotros, y yo no me reiré de ti.
       Y él le dijo:
       —No; he sido cruel con mi madre, y como castigo se me ha enviado este mal. Por ello debo irme de aquí, y vagar por el mundo hasta que la encuentre y me perdone.
       Así que se fue corriendo al bosque y llamó a su madre para que acudiera adonde él estaba, pero no hubo ninguna respuesta. Todo el día la estuvo llamando, y cuando se puso el sol se echó a dormir en un lecho de hojas, y los pájaros y los demás animales huían de él, porque recordaban su crueldad; y estaba solo, a excepción del sapo que le miraba y de la lenta víbora que pasaba arrastrándose.
       Y a la mañana se levantó, y recogió moras amargas de los árboles y las comió, y emprendió el camino a través del gran bosque, llorando con gran aflicción. Y a todos los seres que veía les preguntaba si por casualidad habían visto a su madre.
       Le dijo al topo:
       —Tú que puedes meterte dentro de la tierra, dime: ¿está mi madre allí?
       Y el topo replicó:
       —Tú has cegado mis ojos, ¿cómo habría de saberlo yo?
       Le dijo al pardillo:
       —Tú que puedes volar sobre las copas de los altos árboles y puedes ver el mundo entero, dime: ¿puedes ver a mi madre?
       Y el pardillo replicó:
       —Tú me has cortado las alas para divertirte, ¿cómo podría yo volar?
       Y a la pequeña ardilla que vivía en el abeto y estaba sola le dijo:
       —¿Dónde está mi madre?
       Y la ardilla contestó:
       —Tú has matado a la mía. ¿Estás intentando matar a la tuya también?
       Y el niño-estrella lloraba y bajaba la cabeza, y pedía perdón a las criaturas de Dios, y seguía a través del bosque buscando a la mendiga. Y al tercer día llegó al otro lado del bosque y bajó a la llanura.
       Y cuando pasaba por los pueblos los niños se reían de él y le tiraban piedras, y los campesinos no le dejaban ni siquiera dormir en los graneros, no fuera que llevara el moho al grano almacenado, tan repugnante era a la vista; y los jornaleros le echaban, y no había nadie que se compadeciera de él. Ni podía tener noticias en ninguna parte de la mendiga que era su madre, aunque por espacio de tres años vagó por el mundo, y con frecuencia le parecía que la veía en el camino enfrente de él, y solía llamarla y correr tras ella hasta que los guijarros cortantes le hacían sangrar los pies. Pero no podía alcanzarla, y los que vivían al borde del camino siempre negaban haberla visto, o haber visto a alguien que se pareciera a ella, y se burlaban de su dolor.
       Por espacio de tres años vagó por el mundo, y en el mundo no había para él ni amor ni tierna bondad ni caridad, sino que era un mundo tal como el que se había hecho para sí en los días de su gran orgullo.

       Y un atardecer llegó a la puerta de una ciudad fuertemente amurallada, situada junto a un río, y aunque estaba cansado y con los pies doloridos quiso entrar en ella. Pero los soldados que estaban de guardia cruzaron la entrada con sus alabardas y le dijeron con brusquedad:
       —¿Qué te trae por la ciudad?
       —Estoy buscando a mi madre —contestó—, y os ruego que me permitáis pasar, pues puede que esté en esta ciudad.
       Pero ellos se burlaron de él, y uno sacudió su negra barba, dejó en el suelo su escudo y exclamó:
       —Verdaderamente, tu madre no se va a poner contenta cuando te vea, pues eres más feo que el sapo de las tierras encharcadas, o que la víbora que se arrastra en el pantano. ¡Fuera de aquí!, ¡fuera de aquí! Tu madre no vive en esta ciudad.
       Y otro, que tenía un pendón amarillo en la mano, le dijo:
       —¿Quién es tu madre y por qué la estás buscando?
       Y él contestó:
       —Mi madre es una mendiga, lo mismo que yo, y la he tratado mal, y os ruego que me permitáis pasar para que ella me perdone, si es que se aloja en esta ciudad.
       Pero no quisieron, y le pincharon con sus lanzas.
       Y al volverse llorando, llegó uno, cuya armadura llevaba incrustadas flores doradas y en cuyo yelmo había un león con alas tumbado, y preguntó a los soldados quién era el que pedía entrada. Y ellos le dijeron:
       —Es un mendigo, hijo de una mendiga, y le hemos echado.
       —No —exclamó riendo—; venderemos a este ser repugnante como esclavo, y su precio será el precio de un cuenco de vino dulce.
       Y un viejo mal encarado que pasaba por allí les gritó y dijo:
       —Le compro por ese precio.
       Y cuando hubo pagado el precio tomó al niño-estrella de la mano y le condujo dentro de la ciudad.
       Y después de que hubieron atravesado muchas calles llegaron a una puertecilla de una tapia que estaba cubierta por un granado. Y el viejo tocó la puerta con un anillo de jaspe grabado y se abrió, y bajaron cinco escalones de bronce y entraron en un jardín lleno de adormideras negras y de verdes jarros de barro cocido. Y el viejo sacó entonces de su turbante una banda de seda estampada con figuras, y tapó con él los ojos del niño-estrella, y le llevó por delante de él. Y cuando le quitaron la banda de los ojos, el niño-estrella se encontró en una mazmorra que estaba iluminada por una linterna de asta.
       Y el viejo le puso ante él pan enmohecido en un tajo de madera, y dijo:
       —Come.
       Y agua salobre en una taza, y dijo:
       —Bebe.
       Y cuando hubo comido y bebido, salió el viejo, cerrando la puerta tras él y asegurándola con una cadena de hierro.

       Y a la mañana, el viejo, que era en realidad el más sutil de los magos de Libia y había aprendido su arte de uno que moraba en las tumbas del Nilo, entró donde él estaba y, frunciendo el ceño, le dijo:
       —En un bosque que está cerca de la puerta de esta ciudad de infieles hay tres monedas de oro. Una es de oro blanco, y otra es de oro amarillo, y el oro de la tercera es rojo. Hoy me traerás la moneda de oro blanco, y si no me la traes cuando vuelvas, te daré cien latigazos. Vete deprisa, y a la puesta del sol te estaré esperando a la puerta del jardín. Mira de traer el oro blanco, o lo pasarás mal, pues eres mi esclavo, y te he comprado por el precio de un cuenco de vino dulce.
       Y le vendó los ojos al niño-estrella con la banda de seda estampada con figuras, y le guió a través de la casa y a través del jardín de adormideras, y le hizo subir las cinco gradas de bronce. Y habiendo abierto la puertecilla con el anillo le puso en la calle.
       Y el niño-estrella salió de la puerta de la ciudad, y llegó al bosque del que le había hablado el mago.
       Y este bosque era muy hermoso si se le veía desde afuera, y parecía lleno de aves canoras y de flores de suave fragancia, y el niño-estrella entró en él alegremente. Sin embargo, de poco le sirvió esa belleza, pues dondequiera que iba brotaban del suelo duros escaramujos y espinos y le cercaban, y le picaban ortigas venenosas, y el cardo le pinchaba con sus dagas, de modo que estaba con dolorosa angustia. Y no podía encontrar en ninguna parte la moneda de oro blanco de que había hablado el mago, aunque la estuvo buscando desde la mañana hasta el mediodía y desde el mediodía hasta la puesta del sol. Y a la puesta del sol volvió su rostro hacia la casa, llorando amargamente, pues sabía qué destino le esperaba.
       Pero cuando había llegado al lindero del bosque oyó un grito que venía de la maleza, como de quien está presa del dolor. Y olvidando su propio sufrimiento volvió corriendo a aquel lugar, y vio allí a una pequeña liebre cogida en una trampa que algún cazador le había tendido.
       Y el niño-estrella se compadeció de ella y la soltó; y le dijo:
       —Yo mismo no soy más que un esclavo, pero, sin embargo, puedo darte a ti la libertad.
       Y la liebre le contestó:
       —Ciertamente, tú me has dado la libertad, ¿y qué voy a darte yo a cambio?
       Y el niño-estrella le dijo:
       —Estoy buscando una moneda de oro blanco, y no puedo encontrarla en ninguna parte, y si no se la llevo a mi amo me pegará.
       —Ven conmigo —dijo la liebre—, y te llevaré hasta ella, pues sé dónde está escondida y con qué fin.
       Así que el niño-estrella se fue con la liebre, y, ¡vaya sorpresa!, en la cavidad de un gran roble vio la moneda de oro blanco que estaba buscando. Y se llenó de alegría y la cogió, y dijo a la liebre:
       —El servicio que yo te he prestado tú me lo has devuelto con creces, y la bondad que te mostré me la has pagado cien veces.
       —No, no —replicó la liebre—; según me trataste, así te traté yo.
       Y se fue corriendo velozmente, y el niño-estrella se fue hacia la ciudad.
       Ahora bien: a la puerta de la ciudad estaba sentado uno que era leproso. Sobre el rostro llevaba colgado un capuchón de lino gris, y a través de las aberturas le brillaban los ojos como carbones encendidos. Y al ver llegar al niño-estrella, golpeó en una escudilla de madera, e hizo sonar la campanilla, y le llamó a gritos, y dijo:
       —Dame una moneda, o me moriré de hambre, pues me han arrojado de la ciudad y no hay nadie que se apiade de mí.
       —¡Ay! —exclamó el niño-estrella—. No tengo más que una moneda en mi bolsa, y si no se la llevo a mi amo me pegará, pues soy su esclavo.
       Pero el leproso le imploró y le rogó, hasta que el niño-estrella se apiadó y le dio la moneda de oro blanco.
       Y cuando llegó a casa del mago, le abrió él, y le condujo dentro y le dijo:
       —¿Tienes la moneda de oro blanco?
       Y el niño-estrella contestó:
       —No la tengo.
       Así es que el mago se arrojó sobre él y le pegó, y le puso delante un tajo vacío, y dijo:
       —Come.
       Y una taza vacía, y dijo:
       —Bebe.
       Y le volvió a arrojar a la mazmorra.
       Y a la mañana fue el mago en su busca, y dijo:
       —Si no me traes hoy la moneda de oro amarillo, te aseguro que seguiré teniéndote como esclavo y te daré trescientos latigazos.
       Así que el niño-estrella fue al bosque, y a lo largo de todo el día estuvo buscando la moneda de oro amarillo, pero en ninguna parte pudo encontrarla. Y a la puesta del sol se sentó y se echó a llorar, y cuando estaba llorando se le acercó la pequeña liebre que había rescatado de la trampa.
       Y la liebre le dijo:
       —¿Por qué lloras? ¿Y qué estás buscando en el bosque?
       Y el niño-estrella contestó:
       —Estoy buscando una moneda de oro amarillo que está escondida aquí, y si no la encuentro mi amo me pegará, y hará que siga siendo esclavo.
       —Sígueme —exclamó la liebre.
       Y corrió por el bosque hasta que llegó a una charca de agua. Y en el fondo de la charca estaba la moneda de oro amarillo.
       —¿Cómo he de darte las gracias? —dijo el niño-estrella—, pues, ¡mira!, ésta es la segunda vez que has venido en mi socorro.
       —No, no. Tú te compadeciste de mí primero —dijo la liebre.
       Y se fue corriendo velozmente.
       Y el niño-estrella cogió la moneda de oro amarillo y la metió en su bolsa, y fue presuroso a la ciudad. Pero el leproso le vio llegar y corrió a su encuentro, se puso de rodillas y gritó:
       —Dame una moneda o me moriré de hambre.
       Y el niño-estrella le dijo:
       —No tengo más que una moneda de oro amarillo en mi bolsa, y si no se la llevo a mi amo me pegará, y hará que siga siendo su esclavo.
       Pero el leproso le imploró dolorosamente, de modo que el niño-estrella se apiadó de él y le dio la moneda de oro amarillo.
       Y cuando llegó a casa del mago, le abrió él, y le hizo entrar, y le dijo:
       —¿Tienes la moneda de oro amarillo?
       Y el niño-estrella le dijo:
       —No la tengo.
       Así es que el mago se arrojó sobre él y le pegó, y le cargó de cadenas y le echó de nuevo a la mazmorra.
       Y al día siguiente llegó a él el mago, y dijo:
       —Si hoy me traes la moneda de oro rojo te daré la libertad, pero si no la traes ten por seguro que te mataré.
       Así que el niño-estrella se fue al bosque, y a lo largo de todo el día estuvo buscando la moneda de oro rojo, pero no pudo encontrarla en parte alguna. Y al atardecer se sentó y se echó a llorar, y cuando estaba llorando se le acercó la pequeña liebre.
       Y la liebre le dijo:
       —La moneda de oro rojo que buscas está en la caverna que hay detrás de ti. Por tanto, no llores más y ponte alegre.
       —¿Cómo he de recompensarte? —exclamó el niño-estrella—, pues, ¡mira!, ésta es la tercera vez que has venido en mi socorro.
       —No, no. Tú te compadeciste de mí primero —dijo la liebre.
       Y se fue corriendo velozmente.
       Y el niño-estrella entró en la caverna, y en el rincón del fondo encontró la moneda de oro rojo. Así es que la metió en su bolsa y se fue presuroso a la ciudad. Y el leproso al verle llegar se puso en medio del camino, y le dijo a grandes gritos:
       —Dame la moneda de oro rojo, o de lo contrario tengo que morir.
       Y el niño-estrella volvió a apiadarse de él, y le dio la moneda de oro rojo diciendo:
       —Tu necesidad es mayor que la mía.
       No obstante, tenía el corazón oprimido, pues sabía la suerte que le esperaba.

       Pero ¡oh, maravilla!, al pasar por la puerta de la ciudad, los centinelas se inclinaron y le rindieron pleitesía, diciendo:
       —¡Qué hermoso es nuestro señor!
       Y una multitud de ciudadanos le seguía y gritaba:
       —¡Ciertamente no hay nadie tan hermoso en el mundo entero!
       Así que el niño-estrella se puso a llorar, y se decía:
       «Se están mofando de mí, y tomando a broma mi tristeza».
       Y tan grande era la concurrencia de gente, que perdió el camino, y se encontró finalmente en una gran plaza, en la que había un palacio real.
       Y la puerta del palacio se abrió, y los sacerdotes y los altos dignatarios de la ciudad corrieron a su encuentro, y se prosternaron ante él, y le dijeron:
       —Tú eres nuestro señor, a quien esperábamos, y el hijo de nuestro rey.
       Y el niño-estrella les respondió y dijo:
       —Yo no soy hijo de rey, sino hijo de una pobre mendiga. ¿Y cómo decís que soy hermoso, sabiendo como sé que soy horrible a la vista?
       Entonces, aquel cuya armadura llevaba incrustadas flores doradas y en cuyo yelmo había un león con alas tumbado, sostuvo en alto un escudo, y exclamó:
       —¿Cómo dice mi señor que no es hermoso?
       Y el niño-estrella miró, y ¡qué prodigio! Su rostro era lo mismo que había sido en otro tiempo, y había vuelto su belleza; y vio en sus ojos lo que no había visto antes.
       Y los sacerdotes y los altos dignatarios hincaron la rodilla y le dijeron:
       —Estaba profetizado desde antiguo que en este día llegaría el que había de gobernar sobre nosotros. Por tanto, tome vuestra señoría esta corona y este cetro, y sea en justicia y en misericordia nuestro rey sobre nosotros.
       Pero él les dijo:
       —Yo no soy digno, pues he renegado de la madre que me dio el ser, y no puedo descansar hasta que la haya encontrado, y sepa que me perdona. Por tanto, dejad que me vaya, pues debo seguir vagando por el mundo, y no puedo detenerme aquí aunque me deis la corona y el cetro.
       Y mientras así hablaba apartó el rostro de ellos y lo volvió hacia la calle que conducía a la puerta de la ciudad y, ¡oh, sorpresa!, entre la multitud que se apiñaba alrededor de los soldados vio a la mendiga que era su madre, y a su lado el leproso que estaba sentado a la vera del camino.
       Y un grito de alegría se escapó de sus labios, y se echó a correr, y arrodillándose besó las heridas de los pies de su madre y los bañó con sus lágrimas. Humilló la cabeza en el polvo y, sollozando como quien tiene el corazón a punto de romperse, le dijo:
       —Madre, renegué de ti en la hora de mi orgullo. Acéptame en la hora de mi humildad. Madre, yo te di odio. ¿Me darás tú amor, madre? Yo te rechacé. Recibe ahora a tu hijo.
       Pero la mendiga no le respondía una palabra.
       Y él tendió las manos y abrazó los blancos pies del leproso, y le dijo:
       —Tres veces tuve misericordia de ti, ruega a mi madre que me hable una vez.
       Pero el leproso no le respondió palabra alguna.
       Y él volvió a sollozar y dijo:
       —Madre, mi sufrimiento es mayor de lo que puedo soportar. Dame tu perdón y deja que me vuelva al bosque.
       Y la mendiga le puso la mano sobre la cabeza y le dijo:
       —¡Levántate!
       Y el leproso le puso la mano sobre la cabeza y le dijo también:
       —¡Levántate!
       Y se puso en pie y les miró, y, ¡oh, maravilla!: eran un rey y una reina.
       Y la reina le dijo:
       —Éste es tu padre a quien tú has socorrido.
       Y dijo el rey:
       —Ésta es tu madre, cuyos pies has bañado con tus lágrimas.
       Y se arrojaron a su cuello y le besaron, y le llevaron a palacio, y le vistieron con hermosos ropajes, y le pusieron la corona en la cabeza y el cetro en la mano. Y sobre la ciudad que estaba edificada junto al río gobernó, y fue su señor. Mucha justicia y misericordia mostró a todos, y al mago malvado le desterró, y al leñador y a su mujer les envió muchos ricos dones, y a sus hijos les concedió altos honores. Y no consintió que nadie fuera cruel con los pájaros ni con ningún animal; por el contrario, enseñó el amor y la tierna bondad y la caridad, y a los pobres les dio pan, y a los desnudos les dio vestido, y hubo paz y abundancia en el país.
       No obstante, no gobernó mucho tiempo; tan grandes habían sido sus sufrimientos, y tan amargo el fuego de su prueba, que murió al cabo de tres años.
       Y el que le sucedió gobernó perversamente.



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