Cynthia Ozick
(Ciudad de Nueva York, 1928-)


En Fumicaro (1984)
(“At Fumicaro”)
Originalmente publicado en la revista The New Yorker,
60 (6 de agosto de 1984), págs. 32-58;
Dictation: A Quartet
(Boston: Houghton Mifflin Co., 2008, 179 págs.)



      Frank Castle lo sabía todo. Era crítico de arte, era crítico literario, escribía sobre política y moral, podía abordar cualquier asunto. Era periodista de prensa, y además presentaba un semanario radiofónico; tenía “sensibilidad”, pero se enorgullecía de ser un hombre “centrado”. Era católico; leía al cardenal Newman y a François Mauriac, a Étienne Gilson y a Simone Weil, a Jacques Maritain, a Evelyn Waugh y a Graham Greene. Había releído El revés de la trama cien veces y siempre lloraba (Frank Castle era capaz de llorar) por el pobre Scobie. No solía traspasar los límites de su parroquia. Tenía pocos amigos protestantes, y ninguno judío. Aseguraba que uno de sus principales intereses era la felicidad, y por eso le gustaba ser católico; los católicos le hacían feliz.
       Fumicaro le hizo feliz. Para llegar allí zarpó de Nueva York en un buque italiano, el Benito Mussolini. Todo en aquel barco era locuaz, pero excesivamente informal. El propio calendario de viaje era informal, y las máquinas estuvieron rugiendo un día entero en el muelle antes del embarque. A bordo, los pasillos estaban atestados de pasajeros bulliciosos que deambulaban mordisqueando bollos rellenos con las entrañas chorreantes (los vendedores del muelle se las habían ingeniado para abrirse paso en medio de aquella confusión) y bebiendo con fruición aguas espumosas de colores.
       En la estación de tren de Milán encontró, a un precio exorbitante, un coche que lo trasladara a Fumicaro. Llegaba ya con horas de retraso. Su destino era Villa Garibaldi, una institución fundada por un filántropo de Chicago y reconvertida en un centro de convenciones de carácter virtuoso. Los fascistas interferían, aunque no mucho, movidos por un laxo sentido del deber; hasta la fecha solo habían rechazado un congreso de lepidopterólogos. Uno de los especialistas fue acusado de facilitar información, que nada tenía que ver con las mariposas, a alguna de las brigadas antifascistas que se ocultaban en guaridas dispersas por las montañas de los alrededores de Fumicaro.
       El trayecto deparaba maravillas en cada recodo del camino: casas de ladrillo rojizo que Frank Castle había creído características solo de ciertos sectores del Bronx, cada una con su peculiar tejado a cuatro aguas, y en todos los patios una higuera momificada bajo un prieto vendaje de lienzo. Estaban aún en noviembre, pero no hacía frío, y en las orillas de la serpenteante carretera de montaña abundaban unas florecillas moradas. Mientras ascendían, al conductor le dio por tararear, sobre todo al tomar las curvas más espeluznantes, y cuando otro coche se acercaba a toda velocidad en sentido contrario, en un espacio que se antojaba demasiado estrecho incluso para un solo vehículo, Frank Castle creía ver la muerte de cerca. Sin embargo, pasaban sin apuros y seguían remontando la pendiente. La montaña cobró un aspecto cada vez más decoroso a medida que brotaban las añosas esculturas vegetales y los lejanos destellos de las villas blancas.
       En Villa Garibaldi, las tres docenas de caballeros con los que compartiría aquellas jornadas se habían sentado ya a cenar a la luz de candelabros plateados; no pudo pasar por la habitación a dejar el equipaje. La estridencia de las voces lo abrumó un poco, pero no se encontraba completamente entre extraños. Reconoció algunas caras conocidas de las revistas y a tres o cuatro curas, uno de ellos un encantador de masas al que había entrevistado una vez en la radio. Después de los cuatro días que duraría el ciclo de conferencias —recogidas bajo el título “La Iglesia y lo que se conoce de ella”— casi todo el mundo pensaba ir a Roma. Frank Castle quería pasar primero por Florencia (esperaba poder echarle un vistazo al retrato de santo Tomás de Aquino en San Marco) y después ir a Roma, pero en lugar de eso, contra todo pronóstico, al cuarto día se casó.
       Después de la cena hubo una sesión soporífera alrededor de la enorme mesa de conferencias en el salón contiguo al comedor —Frank Castle, que había llegado con hambre, ahora sentía que había comido de más—, y a continuación el señor Wellborn, el norteamericano que presidía el evento, dio instrucciones a un empleado (un tipo raudo de cara chupada que había atendido la mesa de Frank Castle) para que lo acompañara “al pequeño anexo”, la casita en la que se alojaría. Era noche cerrada; había que cruzar un patio empedrado, bajar una escalera de hierro, seguir un sendero de gravilla que ondeaba entre majestuosas hileras de setos. Al igual que el chófer, el camarero tarareaba, y Frank Castle iba con cuidado de no tropezar; aunque en realidad tampoco ahora había peligro, solo la extrañeza del lugar, a la que se sumaba una fragancia incitante que respiró con avidez. La entrada al pequeño anexo era un evocador arco de piedra de escasa altura. El camarero dejó la maleta de Frank Castle en la gravilla, bajo el arco, le entregó una llave grande y fría, y señaló hacia arriba, un tramo de escalera de caracol, antes de marcharse tarareando.
       En lo alto de la escalera Frank Castle vio una puerta verde, pero no había necesidad de llave: estaba abierta de par en par, con la luz encendida. Desorden; la cama deshecha, aunque en una silla se apilaban sábanas limpias. Un armario vacío; un escritorio sin teléfono; una consola junto a la cama con un flexo encima; un reloj ruidoso y un fogonazo de luz; el estrépito de agua en crisis. Era el sonido de la cisterna del inodoro, accionándose una y otra vez. La puerta del cuarto de baño estaba entornada. Entró y vio a la camarera de habitaciones arrodillada frente a la taza, sacudida por las arcadas; cuatro días después ella sería su esposa.
       Era un hombre todavía joven, aunque no tanto como para no reaccionar ante los imprevistos. Tenía treinta y cinco años, y buena parte de su vida había fructificado en lo inesperado. No sabía qué hacer exactamente, pero empapó una toalla de mano con agua fresca en el lavabo y se la puso en la frente a la mujer arrodillada. Ella la apartó con un gruñido animal.
       Frank Castle se sentó en el borde de la bañera y se quedó mirándola. No le despertaba especial compasión, ni tampoco disgusto. Era como contemplar una cascada, un fenómeno de la naturaleza. Únicamente el olor era antinatural. De vez en cuando la muchacha levantaba la cabeza y lo miraba con ojos fieros. “Condena aquello que fueras, pues tal vez merecieras ser lo que no eres”, dijo para sí; una cita de san Agustín. Le pareció un pensamiento apropiado para ese momento. La mujer seguía vomitando. Un chorretón de líquido incoloro y agrio brotó de su boca. Mientras la observaba con serenidad, pensó en una espléndida fuente adornada con unos delfines de piedra, o unos tiernos querubines, que escupían agua blanca espumosa de sus inagotables gargantas. La midió sin reparos: era una ninfa, pequeña y maciza. Era la musa tosca de Italia. Recitó para sus adentros: “Si cesara enteramente la ruinosa inquietud que causan en un alma las impresiones del cuerpo; si no la conmovieran en modo alguno las especies que por la vista y demás sentidos corporales recibe de la tierra, de las aguas, de los cielos”.
       Ella levantó una mano y se sujetó la trenza que le caía por la espalda. La nuca, desnuda, estaba empapada en sudor, y un hilillo de lágrimas le resbalaba por la comisura de la boca. Tenía un cogote recio y corto, como el tallo de una seta.
       —¿Se le ha pasado ya? —le preguntó Frank Castle.
       Ella levantó las rodillas del suelo y se sentó sobre los talones. Ahora que la muchacha se había apartado, Frank Castle pudo ver la forma de la taza del inodoro y le pareció extraña: alta, mucho más que cualquier modelo norteamericano, y estrecha. La tapa de porcelana, levantada, brillaba como un espejo. El trapo con el que la muchacha lo había restregado estaba perdido entre los pliegues de la falda.
       Entonces la chica empezó a hipar.
       —¿Se le ha pasado ya?
       Ella apoyó la frente en el pie del lavabo. La luz no era buena, perdía fuerza en el trayecto desde la lámpara de la mesa del dormitorio y a través de la puerta, pero aun así se notaba que la muchacha estaba colorada. Tenía los labios hinchados; no podían ser tan prominentes. Frank Castle creía conocer exactamente cómo debían ser las facciones de una cara como aquella. Contemplándola recostada en el pilar blanco del lavamanos le pareció (se dijo estas mismas palabras con lentitud y meticulosidad, tan claro y prolongado fue para él aquel instante) un ángel cincelado en la columna de alabastro que sostiene el firmamento. Los hipidos eran sonoros, frecuentes; los hombros le brincaban, y aun así el ángel no caía.
       —Le dispiace se mi siedo qui? Sono molto stanca.
       Las sílabas sin sentido —era su primer día en Italia— le hicieron tomar conciencia de que había clavado en ella una mirada pétrea. Era casi como si la cabeza se le hubiese petrificado: ¿no sería aquella joven una Medusa, con las largas serpientes de vómito? Se dio cuenta de que, aunque en un principio estaba sereno, la tranquilidad se había disipado de repente. De hecho estaba mirando tan intensamente como una estatua, con una mirada perdida y sin objeto, y se sintió ridículo. Había un vaso en la repisa del lavabo. Se levantó y, dando una gran zancada para esquivar los pies de la mujer (con la sensación de ser un magnífico arco de triunfo construido en piedra, cuya sombra se proyectaba sobre el cuerpo de la muchacha), llenó el vaso con agua del grifo y se lo ofreció.
       Bebió con la avidez de una chiquilla, absorta, y Frank Castle oyó los gorgoteos de su garganta al abrirse y cerrarse como compuertas.
       —Molto gentile da parte sua. Mi sento così da ieri. È solo un piccolo problema —dijo cuando apuró el vaso.
       De repente se dio cuenta de que aquel hombre era extranjero y no la entendía, y un velo de ansiedad cubrió su mirada.
       —Scusi —dijo alzando la voz, y empezó a hablar en una variante simplificada del inglés, peculiar como ninguna otra que Frank Castle hubiera oído nunca, y más sorprendente aún por el hecho de encontrarla allí—: ¡No puedo creer! —Se puso en pie de un salto sobre sus gruesas piernas y dejó caer de nuevo la trenza—. Ho vomitato! —exclamó; un grito de guerra enronquecido por un buen humor victorioso.
       El trapo se separó de los pliegues de su larga falda y resbaló hasta el suelo. Entonces, mientras él contemplaba la rotundidad de sus pantorrillas y se asombraba de lo redondas y recias que eran, le dio la impresión de que la muchacha se hiciera cada vez más ligera ante sus ojos, de que escapara del peso macizo que aspiraba a la verticalidad y que la había impulsado a levantarse, y cayó igual que el trapo, sin ningún ruido.
       Los párpados se le habían cerrado de golpe. Frank Castle la levantó, la llevó hasta la cama como pudo y le tomó el pulso. Estaba viva. Nunca había estado tan cerca de alguien que hubiera sufrido un desvanecimiento. De no haber visto cómo en un instante la muchacha se había apagado por completo, cerrándose igual que un grifo, habría creído que la mujer a la que había tendido en el colchón gris desnudo, sin sábanas, estaba dormida.
       La ventana abierta y oscura no ofrecía mayor consuelo que si estuvieran las cortinas corridas: ni vista, ni brisa, ni ayuda. Solo los dulces olores herbales de la ladera en plena noche. Bajó corriendo hasta mitad de la escalinata de piedra en espiral y de pronto pensó: Imagina que mientras estás fuera la mujer se muere. No era más que la camarera de habitaciones; una chica sana, de mejillas rubicundas y rollizas; sabía que no iba a morir. Volvió, cerró la puerta con llave y se tumbó a su lado a la luz de la lámpara, recorriéndole la sien con el meñique. Era una maravilla y un lujo yacer allí con ella, sin temer nada. Se convenció de que la muchacha despertaría, no iba a morir.
       Frank Castle pasaba por una etapa espiritual. Desde hacía casi seis meses se había mantenido casto; y con una pureza intransigente, incluso a solas, incluso en sus pensamientos más recónditos. Su mente era una cueva secreta, austera e impecable. Se trataba de una iniciación, los primeros pasos hacia una vida monacal. No es que tuviera intención de marcharse e ingresar en un monasterio; sabía hasta qué punto era un hombre mundano. Pero se proponía enclaustrarse en su propia intimidad: reunir el afán de trascendencia y la fuerza para vencer al cuerpo. No esperaba convertirse en un santo, y aun así deseaba apartarse de las personas corrientes sin que dejaran de considerarlo “normal”. Quería ser dueño de sí mismo para entregarse, voluntariamente, a las fuerzas del espíritu.
       Y de pronto, ahí estaba la tentación. Casi parecía a propósito —un designio— haber llegado a Italia para verse atraído y tentado. Un pequeño éxtasis frente a un éxtasis mayor; el éxtasis en el cuerpo y el éxtasis en Dios. Ante la disyuntiva, él elegía la inmensidad. ¿Quién no escogería un océano, con sus mareas gobernadas por los propios cielos, frente a una sola gota de agua? Miró la cara de la mujer y vio dos gotas negras, cada una de ellas un ojo abierto.
       —¿Se siente mal otra vez? ¿Se encuentra bien? —dijo retirando el meñique.
       —¡No puedo creer! ¡No puedo creer!
       Las terribles palabras, con aquella voz ronca por el esfuerzo, agitaron en él un atisbo de furia. ¡Cuántos esfuerzos, cuántos padecimientos había soportado para llegar por fin a creer, para que ahora una camarera de habitaciones, una mujer que limpiaba aseos, pudiera gritar libremente contra la fe!
       —¡No puedo creer! Ho vomitato! ¡No puedo creer!
       Frank Castle entendía sus razones: estaba abochornada, lloraba de vergüenza, sumida en el ridículo y el desconcierto. Y aun así las palabras de la muchacha lo impresionaron, no se las perdonaría, porque para él cada día de la vida era el mismo peregrinaje hasta la fe, que se iniciaba cada amanecer con la llamada al descreimiento, áspera como el graznido de un cuervo.
       —¡No puedo creer! ¡No puedo creer! —insistió la muchacha.
       —Basta ya de repetir eso.
       Ella se irguió sobre una muñeca; el brazo era una pértiga doblada.
       —Signore, mi scusi, hago la habitación.
       —Quédese donde está.
       La muchacha hizo ademán de alcanzar las sábanas limpias de la silla, y cayó otra vez de espaldas.
       —¿Saben que está usted enferma? ¿Lo sabe el señor Wellborn?
       —Estoy enferma oggi —hilvanó las palabras con esmero—. Antes de oggi no estoy enferma como ahora. —Se palpó la barriga e hipó de nuevo.
       Él no pudo precisar si quería decir que estaba mejor o peor.
       —¿Quiere más agua?
       —Signore, grazie, agua no.
       —¿Dónde se aloja? —No le preguntó dónde vivía; no podía imaginar que viviera en ninguna parte.
       Con los ojos aún llorosos, miró hacia la ventana.
       —En el pueblo.
       —O sea, donde acaba la carretera que subí para llegar aquí.
       —Sì.
       Él reflexionó.
       —¿Trabaja siempre hasta tan tarde?
       —Signore, en esta mañana estoy enferma no hago la habitación, vuelvo para terminar la habitación. Acabo toda la habitación —sus ojos saltaron en dirección a la Villa—, solo no termino la habitación del signore.
       Frank Castle suspiró, con una exhalación tan profunda del pozo de sus costillas que se sorprendió.
       —Así que no saben dónde está. —Sus propios pulmones lo asombraban—. Puede quedarse aquí —dijo.
       —Oh, signore, grazie, no…
       —Quédese —dijo él, y levantó el meñique. Lenta, lentamente, recorrió con el dedo la frente de la muchacha.
       La brisa nocturna, cargada del aroma perezoso de alguna planta desconocida que abría sus flores de noche, la había refrescado. No percibió ningún calor en la minúscula caverna salada que separaba la nariz y la boca de la joven. La ventana abierta le llevó el olor del agua; subiendo en el taxi hasta Villa Garibaldi apenas se había permitido un rápido vistazo al viejo y reluciente Como, pero ahora sus fosas nasales absorbieron la brisa que llegaba del lago y se fundía con su propio aliento. Se desabrochó los botones de la camisa y la pasó por todos los pliegues de la cara de la muchacha, incluso los de las orejas; enjugó su cuello de seta. Era la camisa que había llevado en el trayecto desde Livorno, donde había atracado el Benito Mussolini, hasta Milán, y también desde la estación de trenes de Milán hasta Fumicaro. Hacía veinte horas que la llevaba puesta. A estas alturas estaba impregnada de las exhalaciones de Italia, del sudor de Milán.


       Cuando mencionó Milán, ella se apartó la camisa de la cara. Su madre, le dijo, vivía en Milán. Servía en el hotel Duomo, justo enfrente de la catedral. Todo el mundo la llamaba Caterina, aunque ese no fuera su nombre, sino el de la última doncella, la que se casó y se marchó. Así eran en Milán. Así trataban a las doncellas. El Duomo era un hotel para turistas; había muchos norteamericanos e ingleses. Su madre era rápida para los sonidos foráneos y hablaba muy bien inglés, muy rápido; decía que lo había aprendido en un libro. Un norteamericano le había regalado su diccionario bilingüe, a modo de propina.
       La gente de Milán no era amable. Estaban tan al norte que más bien parecían alemanes, o suizos. Cocinaban igual que los suizos, y eran fríos de corazón, como los alemanes. Hasta los curas eran fríos. Decían palabras corrientes de un modo tan raro: acusaban a Caterina de hablar una cosa llamada “dialecto”, pero en realidad eran ellos los que hablaban mal. Caterina tenía una hija, a la que había dejado en Calabria. La hija vivía con la madre de Caterina, anciana ya, pero cuando la hija cumplió trece años Caterina la mandó llamar al norte, a Milán, para que trabajara en el hotel. La hija se llamaba Viviana Teresa Accenno, y era ella quien yacía incrédula en la cama de Frank Castle en el pequeño anexo de Villa Garibaldi. Con trece años Viviana era una chica muy menudita y no aparentaba más de nueve o diez. El director del Duomo no quiso emplearla, pero Caterina daba la lata y acabó metiendo a la chica en la cocina para que ayudara a los cocineros. Lavaba el apio y el brócoli; quitaba la tierra de la espinaca y la lechuga. Limpiaba los rincones con la escoba, debajo de los fogones y detrás, ranuras a las que nadie más podía acceder. En esa época tenía unos brazos finos como palillos. A diferencia de Caterina, ella apenas veía norteamericanos o ingleses. A pesar del diccionario bilingüe, Viviana creía que su madre no sabía leer; el único secreto es que tenía una lengua muy rápida. Caterina guardaba el diccionario en el fondo del ropero; a veces lo sacaba y lo acunaba, pero nunca lo abría. Aun así hablaba un inglés magnífico y trataba de enseñárselo a su hija. Viviana podía hacerse entender, decía lo que tenía que decir, pero jamás hablaría el inglés como Caterina.
       Por lo bien que hablaba el inglés, Caterina hacía amistad con los turistas. Ellos le daban pequeños obsequios —pañuelos de seda, estuches de madera de olivo con crucifijos de celuloide en el interior aterciopelado, todos esos objetos inútiles por los que sienten atracción los turistas—, y ella a cambio sacaba a pasear a grupos de extranjeros por la ciudad de noche; a menudo también le daban dinero. Los llevaba a restaurantes fuera del circuito típico en barrios que no habrían podido encontrar por sus propios medios, y también a casa de un zapatero joven y avispado amigo suyo, que además de hacer su jornada en una fábrica de calzado, confeccionaba por su cuenta zapatos a medida. Cortaba el cuero un lunes y para el miércoles ya los tenía listos; de última moda para las señoras, y de cordones para los caballeros, tan sobrios y resistentes como los quisieran. Tan bajos eran los precios como exquisita su factura. Todos los turistas suponían que robaba el cuero de la fábrica, pero Caterina garantizaba su probidad y les aseguraba que eso era imposible. El joven zapatero llevaba los bolsillos de la chaqueta siempre abultados, llenos de pedazos de cuero de múltiples formas, así como de tiras, hebillas, y frasquitos de tinte con tapones de corcho.
       Caterina sabía complacer a los turistas de muchas maneras, pero no permitió que Viviana aprendiera ninguna de ellas. Cada año la mandaba a pasar la Semana Santa con su abuela, en Calabria, y al volver Viviana encontraba a su madre con un nuevo marido de Pascua. Siempre había tenido un marido aparte en Milán, incluso cuando vivía el marido calabrés, el padre de Viviana. No se podía considerar bigamia, no solo porque el marido calabrés de Caterina hubiera muerto hacía mucho, sino porque además, en sentido estricto, Caterina nunca había estado casada con su marido de Milán. No era que Caterina no respetara a los curas; cada día cruzaba la calle y la plaza y se arrodillaba en la nave central de la catedral, ancha como un prado sin sol y sin hierba. El suelo estaba consagrado por los huesos de un santo guardados en un cofre del altar mayor. Todos los curas conocían a Caterina y trataban de convencerla de que se casara con su marido de Pascua, y ella siempre prometía que lo haría muy pronto. Y ellos a su vez le prometían un atajo: solo con que demostrara buena voluntad y fe sincera podía convertirse en una esposa decente de la noche a la mañana. Pero ella se resistía, y con el tiempo Viviana entendió por qué: el marido de Pascua cambiaba constantemente de cabeza. A veces tenía una cabeza, a veces otra, a veces volvía a ser la primera. ¿Cómo iba a casarse con un hombre que cambiaba de cabeza cada dos por tres? Salvo por la cabeza, el marido de Pascua era siempre un tipo muy flaco, desde la nuez de Adán hasta la suela de sus elegantes botas. Una Pascua llevó la cabeza del zapatero, pero Caterina lo echó. Dijo que era un ladrón. Un crucifijo de plata que le había regalado un presbítero escocés le había desaparecido del fondo del armario, aunque el diccionario bilingüe seguía en su lugar. Sin embargo el zapatero volvió con la noticia de que un primo suyo en Fumicaro le había dicho que buscaban doncellas para la villa de los norteamericanos; así que Caterina decidió mandar allí a trabajar a su hija, que entonces ya tenía dieciséis años cumplidos y estaba echando carne en las posaderas. Para una inocente, dijo Caterina, sería dinero más limpio que el que corría por Milán.
       Y justo entonces murió la abuela, así que Caterina, Viviana y el zapatero fueron juntos hasta Calabria para el funeral. Aquella noche, en la minúscula casita de su abuela, Viviana pasó por una aventura peculiar, aunque natural como la vida misma. Solo le pareció peculiar porque nunca había pasado por ella, aunque siempre había confiado en que tarde o temprano sucedería. El zapatero y Caterina estaban acostados en la andrajosa cama de la abuela: Caterina aún seguía despierta y sollozaba, quejándose de ser un perro abandonado en las alcantarillas, de no pertenecer a ninguna parte, de ser una mujer sin raíces, primero viuda y ahora la madre huérfana de una huérfana. Los pomposos curas de la catedral no comprendían lo que era ser viuda tanto tiempo. Si una viuda acostumbrada a arreglárselas sola se casaba después de tantos años, ya no podría vivir a sus anchas como hasta entonces, y para colmo sería más pobre casada con un pobretón que siendo viuda. ¿Qué van a saber los curas, esos tarros vacíos, esos eunucos, de cómo vive de verdad una pobre mujer? Lamentándose, Caterina se quedó dormida sin darse cuenta; y entonces el zapatero se escabulló como una sombra huesuda de la cama de la abuela y fue hasta donde dormía Viviana, aunque en ese momento estaba completamente despierta, en el catre junto a la cocina de leña, un catre que durante el día se cubría con una alegre colcha de flecos. Había unas fundas de almohada de ganchillo, salpicadas con figuras de mariposas, que su abuela le dejaba abrazar de noche a Viviana como si fueran muñecas. Viviana cerró los ojos. Creyó que la osamenta del santo se había levantado del altar mayor y se deslizaba hacia ella en la oscuridad. Caterina seguía respirando ruidosamente por el túnel de su garganta, y Viviana cerró los ojos con fuerza, apretando la cara contra las mariposas de las almohadas. Si mantenía los párpados bien prietos durante cinco minutos seguidos, al final parecía que aletearan. Podía hacerlas aletear, y al parecer también era capaz de hacer que el zapatero se estremeciera igual mientras se acercaba; por más que Viviana no quisiera, el zapatero estaba junto al catre temblando. Llevaba una camiseta de tirantes y una sonrisa dibujada en su rostro huesudo, y se estremecía, aunque apenas estaban en septiembre y las copas de los árboles, frondosas como coles, crecían exuberantes en el templado clima calabrés del patio de la abuela.
       Después Viviana fue a Fumicaro a trabajar de camarera de habitaciones en Villa Garibaldi; no le había dicho una palabra a su madre de los lugares en los que el zapatero había puesto las piernas o los brazos, y no solo porque le había enseñado el duro metal de su hebilla. No había que culpar al zapatero; la culpa era del luto de su madre, porque si Caterina no hubiera quedado exhausta por el llanto de la pérdida, el zapatero habría cumplido su deber de esposo con Caterina, como de costumbre, en lugar de tener que hacerlo con Viviana. Todos los hombres tienen que cumplir su deber de esposo, aun cuando no sean maridos de verdad; así son los hombres. También usted, signore, un norteamericano, un turista.


       Era cierto. En menos de dos horas, Frank Castle se había convertido en el amante de una chiquilla. La había llevado hasta la cama y la había convencido para que le contara su historia, empezando con el recorrido de su meñique por la frente de la muchacha. Después había dejado que el meñique errara por otros lugares, y otros cada vez más recónditos, hasta que ella volvió a sudar, y él empezó a sudar también; no entraba suficiente aire por la ventana oscura. ¡Aire! Era como intentar respirar por un junco. Sacó la llave de la puerta y condujo a la muchacha por la escalera de caracol, y tras pasar el arco de piedra caminaron descalzos por la gravilla. No había luna, solo una bruma baja blanquecina y transitoria; por momentos estaba y por momentos desaparecía. Al pie de la montaña invisible, donde moría la larga pendiente de la ladera, el lago de Como se extendía igual que un pedacito de tela negra remachado con clavos. Más arriba se dibujaba una galaxia de constelaciones, o tal vez no: en la oscuridad era imposible precisar si eran las luces de las villas en las montañas o las estrellas… La tierra y el cielo se confundían. Viviana señaló a lo lejos, al otro lado del lago. No se veía nada, pero ella le dijo que allí estaba el palacio rosado de Il Duce, ocupado por setenta y cinco criados fascistas y un centenar de soldados que no dormían nunca.


       Después del desayuno, en la primera reunión de la mañana, un joven cura leyó un artículo. Al parecer había olvidado el asunto de la conferencia —las relaciones públicas— y hablaba devotamente, con aire litúrgico. Trataba el tema de la pureza. La carne, dijo, es el pan bendito, como el pan ácimo de los israelitas, cuyo fin es consagrarse a Dios. Ponerla únicamente al servicio del placer humano es envilecerla. Las palabras enardecieron a Frank Castle; le había dicho a Viviana que dejara su habitación para el final y que lo esperara allí por la tarde. A las cuatro, después de la tercera sesión del día, mientras los demás bajaban la montaña —a los asistentes al congreso se les había prometido un paseo en lancha por el Como—, subió hasta la puerta verde del pequeño anexo y, una vez más, llevó a la chiquilla a su cama.
       Sabía que el deseo lo consumía. Sentía que había perdido la razón, como un demente. No se saciaba de aquella mujer, aquella criatura. Ella fue a verle después de la cena; luego él tuvo que asistir a la sesión de la noche, hasta las diez; después la tuvo de nuevo en su cama. Viviana se encontraba perfectamente. Le preguntó por las náuseas. Ella dijo que habían desaparecido, solo las había notado ligeramente por la mañana; estaba recuperada. Él no entendía por qué la muchacha se entregaba de aquel modo. Hacía todo lo que le pedía; su único temor era que Guido, el ayudante del señor Wellborn, sorprendiera esas idas y venidas al pequeño anexo; Guido era el encargado de supervisar qué habitaciones estaban hechas, cuáles por hacer y en qué orden. Ella tenía que hacer las camas, cambiar las toallas, fregar los suelos y la bañera. Guido le pedía que empezara por el pequeño anexo, pero a ella le resultaba fácil dejarlo para el final: eran solo dos habitaciones, y la otra estaba libre. El huésped que debía ocuparla aún no había llegado, y tampoco había mandado ninguna carta ni telegrama de aviso. Guido le había pedido a Viviana que tuviera a punto la habitación de todos modos, por si aparecía de improviso. El señor Wellborn seguía esperando a aquel huésped, fuera quien fuese.
       El tercer día, justo después del almuerzo, le tocó hablar a Frank Castle. A fin de cuentas, dijo, él solo era un periodista. En su charla no iba a primar ni lo teológico ni lo filosófico. Sería más bien la síntesis de una serie de entrevistas radiofónicas que había llevado a cabo a nuevos conversos. Aspiraba, dijo, a ofrecer un retrato colectivo de ellos. Si algún rasgo tenían en común, era lo que Jacques Maritain había descrito como “la impresión de que el mal se encarnaba verdadera y sustancialmente en individuos concretos”. Por decirlo de otro modo, se trataba de hombres y mujeres que habían visto demonios. No imaginemos, dijo Frank Castle, que —al principio— es el amor a Cristo lo que lleva a estas almas a abrazar la religión. Es el miedo, el pecado, el mal, el verdadero conocimiento del oponente. El pasadizo que conduce a Cristo en el fondo es el demonio, del mismo modo que Judas fue el pasadizo necesario hacia la redención.
       Leyó durante treinta minutos, concluyó ante una sala prácticamente desolada y creyó haber sido demasiado metafórico; debería haberse decantado más hacia el terreno de la psicología, teniendo en cuenta que hablaba para hombres modernos. Ninguno de ellos, ni siquiera los curas, vivían a contracorriente. Suponía que se habían ido temprano para bajar la montaña y aprovechar la tarde radiante en el pueblo. Había un establecimiento donde se tomaba chocolate a la taza y vendían bollería y postales de Fumicaro: tejados rojos apiñados, y de fondo, como lejanos cucuruchos, los Alpes; podías tener los pies en Italia y perder la mirada en Suiza. A la vuelta de la esquina, según decían, había un pequeño comercio con una campanita en la puerta, que fácilmente pasaba desapercibido si no se conocía su existencia. Estaba al fondo de un callejón estrecho como una hebra de hilo. Allí se podían comprar carteras de cuero, y billeteras de señora, también de cuero, además de pañuelos y corbatas con el sello de “seta pura”. Pero la verdadera razón que atraía a sus colegas hasta el pueblo no era otra que pasear a orillas del Como. Aquel glorioso disco en forma de lago los había llamado el día anterior, los llamaba también hoy, los convocaría eternamente a la dicha de su superficie plana inyectada de sol, deslumbrante como una enorme moneda. La sala se había vaciado y todos iban hacia allí; Frank Castle no se sintió ofendido, ni siquiera disgustado. No había ido a Fumicaro a alardear de su inteligencia (casi todos los participantes eran tipos listos), ni de su devoción; sabía que no era tan devoto. Y tampoco aspirando a descubrir nuevas renuncias, ni a morder los anzuelos que otros lanzaban. Ni siquiera con el propósito de ponerse a prueba. Estaba más allá de esas tribulaciones. No había caído en la tentación, sino en la felicidad. ¡Ah, la felicidad de Fumicaro! Había sido guiado hasta Fumicaro, ahora lo veía claro, no por la Iglesia —o no directamente, por lo menos, como prometía el folleto del congreso—, sino por la salvación explícita de un alma necesitada.
       Una vez más, ella le estaba esperando. Se sintió atravesado por fuerzas idénticas: la fuerza de la dicha, la fuerza del poder. Ella era obediente, una novicia entregada solo a él. La redondez de sus pantorrillas le hacía pensar en hogazas de pan, panes como cúpulas. Ella le preguntó —en cierto modo fue un gesto admirable— si su charla había sido un éxito. Su “charla”. Un “éxito”. Era despierta, astuta. Estaba claro que tenía cerebro. Aprendía rápido. Su mente era inquieta, no estática; una especie de abrojo que se prendía a todo lo que pasaba. Él le dijo que su artículo no había suscitado interés. Los asistentes habían preferido ir a contemplar el Como. Inmediatamente ella quiso llevarlo allí; no por el pueblo, entre los múltiples señuelos para los turistas, sino por un viejo sendero de piedra apenas frecuentado, con muchos tramos de maleza, que nacía detrás de Villa Garibaldi y llegaba hasta el borde mismo del lago. Alguien que trabajaba en la cocina le había enseñado el camino. A él le apetecía, pero no era el momento. Consideró su posición; dónde estaba. Un hombre en llamas. Le preguntó una vez más a la muchacha si se encontraba bien. Solo por la mañana un poco mal, dijo ella. Él no se sorprendió, estaba preparado. Había tenido tres faltas, le dijo ella. Creía que podía estar gestando la semilla del zapatero, aunque se había lavado a conciencia. Se había limpiado las entrañas hasta quedar seca como una santa.
       La joven recostó la cabeza en su hombro. Tenía un perfil muy bien dibujado. Frank Castle había visto antes su cara cien veces, en museos: los murales de las villas romanas. Los ojos desmesurados con el destello negro del óvalo, igual que un par de aceitunas, la nariz ancha aunque de una simetría espléndida, el labio superior trazando aquellas dos deliciosas puntas ascendentes. Misteriosamente, sin embargo, no era hermosa. La belleza no le venía de casta. Era hija de campesinos. Su piel era un prodigio, como bañada por una sombra aceitunada perpetua y casi translúcida. Por sus mejillas se extendía una lente oscura que resaltaba minuciosamente la limpidez de su juventud. Pensó que era demasiado sumisa; no tenía orgullo. La mansedumbre la apartaba de la belleza. Ella arrimó la boca a su cuello y contó: settembre, ottobre, novembre, todos sin menstruar.
       Frank Castle empezó a darle los primeros detalles de su plan: en una o dos semanas conocería Nueva York.
       —¡Nueva York! ¡No puedo creer! —exclamó ella entre risas, ¡y allí estaba su diente de oro! También él se echó a reír, por su estupidez, por su temeridad; se reía porque ahora realmente había perdido la razón y por fin se entregaba a la fe. Ella se le había aparecido como una revelación, y de rodillas, así que él podía considerarse un enviado. La risa de la muchacha era toda juventud, transparencia y alivio: ¡de la que se había librado! Salvación. La risa de Frank Castle, en cambio, una payasada: era un chamán. Y también reconocimiento: era un loco, seguía los impulsos como un loco o un idiota.
       —No te preocupes —dijo—. Todo irá bien.
       Ella siguió riendo.
       —¡No puedo creer! ¡No puedo creer! Dio, Dio! —Le hacía gracia ser la protagonista de aquella comedia de enredo: una chica como ella, sin marido, que pasa tres meses sin menstruación, estaría caput, dijo; a saber de dónde había sacado esa expresión. Se quedaría tirada en la cuneta. Nunca encontraría un marido: ni en Fumicaro, ni en Milán, ni en Calabria, su tierra, ni en ningún rincón de la tierra de Dios donde habitara la gran familia de la humanidad. Nadie la tocaría. La dejarían tirada en la cuneta sin contemplaciones. Condenada al infierno. Caput. Y Dios le había mandado al signore norteamericano para que la sacara del infierno.
       Frank Castle le explicó de nuevo, despacio (se lo explicaba también a sí mismo), con mucha calma, con las palabras más sencillas que fue capaz de encontrar, que se casaría con ella y la llevaría a América. A Nueva York.
       —¡Nueva York! —Ella le creyó. Creyó en él en el acto, con una confianza eléctrica. El impulso de la fe de la muchacha penetró en su caja torácica, le recorrió la médula y, sin que pudiera hacer nada por evitarlo, lo hizo prisionero de sí mismo, en el foso de sus propias costillas—. ¡Nueva York! —repitió ella. Sus ruegos al bendito bambino no habían sido en vano, pero… ¡Nueva York! ¡Cómo iba a imaginarlo, si ella nunca había rezado por América!
       Ella no podía creer: pues Frank Castle se encadenaría a una roca y se arrojaría al mar para ahogar el descreimiento.
       Por eso se casaría con Viviana Teresa Accenno. Ese sería su voto de obediencia. Esa era la razón que lo había llevado a Italia, la que lo había traído hasta el pequeño anexo de Villa Garibaldi. A lo largo y ancho de Italia, y puede que incluso en Fumicaro, había cientos de mujeres jóvenes y pobres en la misma situación de Viviana. No podía casarse con todas. La tragedia de aquella muchacha era el pan de cada día. Era el aria atronadora de una ópera eterna. No importaba. Lo habían guiado hasta esta chica. Ahora el poder cambiaba de manos; Frank Castle sintió el embate de la gratitud de la muchacha, alimentándola a ella y castigándolo a él, y vio cómo Viviana se engrandecía, vio qué inquebrantable y valiente era. Lo tenía en su poder, era su esclava; la alentaba la vitalidad de su entrega. Por unos instantes fue su ama.


       Ese día ya no volvió a los salones y los candelabros de Villa Garibaldi, ni para la sesión antes de la cena, ni para la de después, ni tampoco para la cena. A partir de entonces todo fue como la seda. Viviana corrió a decirle a Guido que se le había acabado la cera de los suelos; él le dio la llave del cuarto de los productos de limpieza, que también era la bodega. ¡Apacible Fumicaro, donde reinaban esa clase de yuxtaposiciones! Ella volvió con una botella de cada: cera y vino. El señor Wellborn hacía la vista gorda ante esos pequeños hurtos; mantenían al personal contento. Solo Guido era severo. Aun así, ella no tuvo reparos en escabullirse de la cocina con una gruesa hogaza de pan fresco y una horma redonda de queso. Pasaron pisando la hiedra del sendero bajo los ventanales de la espléndida sala de la planta alta, donde estaba la mesa de conferencias, larga como un prado. Frank Castle alcanzó a oír el murmullo cadencioso del ponente. Caía la tarde, pero el sol aún brillaba con fuerza. Ella lo condujo más allá de unos enormes arcos tapiados, altos como edificios. Los empleados de la cocina, que se creían cualquier cosa, decían que era un acueducto romano, pero nadie con sentido común imaginaría que los romanos hubieran vivido allí alguna vez. Era stupido, un cuento para niños. Si era verdad que los romanos no creían en Dios, si no conocían a Jesús, seguro que los curas no los dejaron quedarse en el sagrado suelo italiano, así que debieron de vivir en otro sitio. No ponía en duda que hubieran existido los romanos, siempre que fuera en otro sitio. En Alemania, o quizá en Suiza. En Italia no, desde luego, jamás. El Papa de aquellos tiempos no habría consentido que los infieles se quedaran en un lugar como Fumicaro. ¡En Nápoles, tal vez! A lo lejos, al pie de la ladera, divisaron una aguja minúscula: el campanario de la antigua iglesia de Fumicaro. Frank Castle ya se había informado y sabía que era del siglo XII. Los lirios silvestres ocultaban el camino de piedra, que bajaba serpenteando y era tan angosto y escarpado que habían de ir en fila india. No se cruzaron con nadie. Era todo para ellos. Frank Castle sintió que le habían crecido alas, tan rápido llegaron al borde del Como. El lago era oro puro. Una esfera solar, inmóvil como la yema de un huevo, se sumergía en sus aguas; el huevo rojizo del horizonte tampoco se movía. Acamparon en medio de la espesura, entre matorrales espinosos y pastos de tallos altos rematados en puntas de lanza.
       El vino era del color de la luz, de una claridad inmaculada, cálido y maravillosamente ácido. Nunca se había regocijado tanto en las profundidades de la acidez; después de paladear el primer sorbo, se entraba en una segunda cámara de acidez que de pronto sabía a manzana verde. Paladearon aquel estallido frutal. No tenían hambre, no tocaron el pan ni el queso; improvisarían con ellos una cena a medianoche, y a primera hora de la mañana él le pagaría algo al repartidor de la leche para que los llevara lo más lejos posible. El resto del viaje lo harían en autocar, como la gente corriente. ¡Ah, ellos no eran corrientes! Y en Milán, Viviana se lo contaría todo a Caterina —todo salvo el lugar donde había puesto el zapatero las piernas y los brazos, al zapatero ni lo mencionaría—, y Caterina los acompañaría al otro lado de la plaza, a la catedral, y los curas los casarían atajando las cosas, como siempre habían prometido hacer con Caterina y su marido de Pascua.
       Casi había anochecido. El lago se había comido el huevo rojo sin dejar ni rastro. Se dibujaban vetas blanquecinas y rosadas en el agua y en el cielo. Todavía había luz para verse las caras. Se pasaban la botella de vino, iba y venía de mano en mano mientras remontaban la montaña dando traspiés, apartándose de vez en cuando del camino, porque las losas de piedra por momentos estaban enterradas. De repente se toparon con un pequeño santuario abandonado que impedía el paso. La cabeza de la imagen estaba borrada por la erosión, la nariz desconchada.
       —Debe de ser un camino romano —le dijo a la muchacha—. Construido por los romanos.
       —¡No puedo creer! —Empezaba a convertirse en el lema de su vida juntos.
       El aire había adquirido una densidad milagrosa, impregnada del olor del lago y los arbustos. Casi se podía sorber, era espeso como un líquido. Siguieron subiendo por el camino escarpado, abriéndose paso entre la maleza que les azotaba los ojos como látigos. Ella no podía parar de reírse, y eso hacía que él empezara de nuevo. Se supo perdidamente enamorado.
       Justo delante de ellos los pastos parecieron abrirse en dos. Ruidos: crujidos, un aleteo y un curioso sonido áspero. No cabía duda, los arbustos se movían. Los ruidos se anticipaban a cada paso que ellos daban; la agitación de los matorrales y el roce iban siempre por delante de ellos. Frank Castle pensó en los rebeldes que, según los rumores, se ocultaban en las montañas. Rufianes. Pensó en los animales silvestres que solían trepar por aquellos parajes. ¿Sería un zorro? Ignoraba completamente cuál era el hábitat de los zorros.
       Entonces, con la poca luz que había, distinguió una silueta más grande y menos ágil que un zorro. Era un bulto cuadrangular que golpeaba la vegetación y se deslizaba por las piedras, y que parecía unido a una pálida figura humana, una figura clara que sin embargo no irradiaba luz, solo se distinguía por el contorno.
       —¿Hola? —dijo una voz con acento norteamericano, la voz de un anciano—. ¿Hay alguien ahí atrás que hable inglés?
       —Hola —respondió Frank Castle.
       El bulto cuadrado era una maleta.
       —El maldito taxista me ha dejado abajo. Ha dicho que no pensaba subir la montaña de noche. No se fiaba de los frenos del coche. Una excusa para robarme, el muy vago. He pagado la carrera de puerta a puerta. De todos modos este no puede ser el camino.
       —¿Va a Villa Garibaldi?
       —Y llego tres días tarde, por si fuera poco. ¿Usted también participa en ese contubernio? Ah, la verdad es que me hierve la sangre cuando le ponen el nombre de un héroe nacional a una fonda.
       —También participo, sí. Viajé en el Benito Mussolini —dijo Frank Castle.
       —Eso sí que es no dormir ni una noche… Vine en el mismo barco, pero no le vi a bordo. No vi a nadie, no me despegué de la barra. Tampoco diré que ahora pueda verle, con esta oscuridad. No sé dónde demonios estoy, y encima he de arrastrar esta condenada maleta. ¿Es un muchacho, ese que va con usted? Dígale que le pagaré para que cargue mi equipaje hasta arriba.
       Frank Castle se presentó al desconocido, allí en el recodo de la ladera, en mitad del camino romano, mientras caía la noche. No le presentó a Viviana. Esa escena se repetiría toda la vida. Ella retrocedió sigilosamente por el senderillo y se quedó entre los arbustos espinosos.
       —Percy Nightingale —dijo el hombre—. Gracias, pero no se moleste; si no la lleva el muchacho, la llevaré yo mismo. Qué hatajo de vagos. ¿Cómo es que anda usted suelto, no lo han acorralado para las conferencias?
       —La mía se la ha perdido.
       —Bueno, la verdad es que no me gusta llegar demasiado pronto a estas cosas. Lo resumo mejor si no voy a muchas charlas… Escribo una columna en All-Parish Wick donde hago un repaso de esta clase de congresos. Es un periódico que se distribuye en Brooklyn y Staten Island. ¿Qué me he perdido, aparte de la charla que dio usted?
       —Tres días de inspiración.
       —Conseguí inspirarme en Milán, si le soy sincero. Encontré una pensión con taberna y me quedé de juerga. Oiga, tiene que ver La última cena, está en las últimas. Llena de desconchones. Vuelven a pegar la pintura no sé cómo, pero apuesto a que no durará más de cincuenta años. Y por Dios, no se pierda la Pietà inacabada, es un enredo increíble de brazos y piernas. Creo que incluso sobra alguna. Dios mío, ¿y ahora? —Habían topado de frente con un muro.
       Viviana se plantó de un salto en medio del camino de piedra y siguió zigzagueando hacia la izquierda. Una aparición de almenas: altos setos de boj. Sin previo aviso habían ido a parar justo debajo de la escalerilla de hierro contigua a la cocina de Villa Garibaldi.
       Mientras subía a la habitación, el hombre de la maleta dijo:
       —Su nombre me suena. ¿No le habré oído en la radio, la WJZ, en aquellas entrevistas con convictos?
       —Conversos.
       —Sé lo que he dicho.
       Viviana se había esfumado.
       —¿Es usted a quien espera el señor Wellborn?
       —¿El señor qué?
       —Wellborn —dijo Frank Castle—. El director. Le aconsejo que pase antes por su despacho. Creo que vamos a ser vecinos.
       —Ya lo dice la Biblia: “Detén tu pie de la casa de tu vecino”. Wellborn no parece un apellido muy italiano.
       —Es un presbítero de Nueva Jersey.
       —En eso soy especialista. No es que llegara nunca a titularme. Soy especialista en italianos y presbíteros. Ad hoc y a la carta. Todos tenemos que ganarnos la vida de alguna manera.
       Lleva unas cuantas copas encima, pensó Frank Castle. Entonces se acordó de que él también había bebido. Hurgó en un bolsillo y, con paciente irritación, dijo:
       —Está a tiempo de llegar a la sesión de la noche, si le apetece. Tenga, llévese mi programa. Hay una lista de todas las conferencias. Los repartieron después de misa, el primer día.
       —¿Después de misa? —preguntó Percy Nightingale—. La liturgia alumbrando la jerga. Lo sublime alumbrando esas cosas a las que más te vale llegar tarde.
       Y de todos modos estaba demasiado oscuro para leer.


       En el pequeño anexo, tras la puerta verde, Frank Castle empezó a hacer el equipaje. Se le había pasado el efecto del vino. Se preguntó si aquella idea descabellada se le pasaría también. Hizo examen de conciencia: ¿su voluntad se mantenía firme? Carecía de voluntad. Carecía de propósito. Ni siquiera sabía lo que estaba pensando. Desde luego no estaba pensando en una boda. Se sentía infinitamente perplejo. Se quedó de pie mirando sus camisas. ¿Viviana habría bajado de nuevo la montaña, hasta Fumicaro, a recoger sus cosas de la habitación donde vivía? Eso no lo habían planeado. A decir verdad, él había dado por hecho que ella no tenía pertenencias, o que sus pertenencias no tenían importancia, o que eran invisibles. Se dio cuenta de que había cometido el pecado del heroísmo, que consiste en creer que todos los demás son irreales, y el objeto de la salvación más que ninguno. Ella era el instrumento de su carnalidad, la ocasión de su caída; nada más que eso, aunque eso ya era demasiado. Supo que había ido demasiado lejos. Una desconocida, hija de campesinos. Salvarla estaba tan fuera de su alcance como salvarse a sí mismo.
       El picaporte de la puerta giró. Ni siquiera sabía muy bien lo que iba a decirle. Al fin y al cabo la muchacha era una especie de prostituta, hija de una especie de prostituta. Ni siquiera sabía exactamente cómo encasillar a esa clase de mujeres: el epifenómeno del movimiento gradual de las clases rurales hacia la ciudad en el mundo entero, suponía. Empezaba a recuperar la sensatez. Ella, en cambio, no la había perdido en ningún momento. Lo había arrastrado hasta la trampa. Esas mujeres siempre van en busca de billetes gratuitos al Nuevo Mundo. Se había metido en su habitación —vaya suerte la suya— fingiendo que se encontraba mal. No, no lo había fingido, de acuerdo; sabía perfectamente que la chica no fingía. Más flagrante aún. Un ardid, una trampa, una soga al cuello. Con su poquito de inglés había examinado la lista de conferenciantes hasta encontrar la presa idónea: un hombre soltero. Todos los demás eran casados; solo quedaban los curas y él. Así que incluso se había tomado la molestia de hacer una pequeña indagación. Una muchacha con la cabeza en su sitio, que persigue lo que quiere. Con mucho gusto le daría un poco de dinero, aunque bien sabía Dios que no podía permitirse un acto de filantropía indefinidamente: los gastos del viaje corrían a cargo de la revista para la que trabajaba, Sacral Review. Y aun así tenía que privarse de caprichos. Era evidente que la chica no había intentado en ningún momento hacerlo entrar en razón, y por eso era para él un enorme alivio —el alivio de recuperar la cordura— saber que desde un principio había pretendido aprovecharse. Ahora él tendría que pagar por ese alivio y por esa cordura. Un chantaje sutil. Miró hacia la puerta.
       Vio a Nightingale, tan exultante y tan blanco que daba angustia mirarlo. Hasta entonces no había sido más que la voz de un viejo en la oscuridad, y en la medida que la voz representa a la persona había falseado y tergiversado por completo su imagen. No era mayor que Frank Castle, y además estaba tan pálido que parecía desdibujado: tenía las orejas lívidas, su boca era una línea rosada; los ojos, de un azul tan claro que rozaban la transparencia, resaltaban en una cara plana como una plancha de cinc. Daba la impresión de que fuera a borrarse en cualquier momento. Su aspecto lo tomó por sorpresa: blanco de pies a cabeza, y sumamente vacilante. Por debajo de la camisa blanca asomaban unos muslos blancos, igual que los zapatos, e incluso más cohibidos; parecía que quisiera desaparecer. Ya se había quitado los pantalones, pero no encandilaba, no resplandecía. Solo lucía una palidez celta. Frank Castle no supo, frente a aquella contradicción entre las palabras y la apariencia, dónde depositar su confianza.
       —Tenía razón, somos vecinos —dijo Nightingale—. Vengo a devolverle su programa. Ya disfruto de la gloria de tener el mío propio. Qué asombroso que alguien vaya a escuchar estas cosas. Hasta los curas se duermen, y no es que se note mucho la diferencia cuando están despiertos. No me importa privarme del placer de… —abrió el folleto sacudiéndolo en el aire—. Atención: Cómo abordar la intolerancia: la Iglesia y la comunidad. Norte, sur, este y oeste: las diócesis de Savannah, Georgia y Denver, Colorado, sujetas a comparación. Nuestra parroquia: nacer en la fe o fenecer. Dios mío, cómo me gustaría irme a la cama.
       —Nadie le obliga a asistir —dijo Frank Castle.
       —De eso puede estar seguro. Si sintetizo mejor cuando aparezco tarde, déjeme decirle que cuando me luzco de verdad es cuando no hago acto de presencia. Escuche, me gusta sentir un peso encima cuando duermo. Da igual cuál sea el clima o el tiempo que haga, ya puedo estar en el trópico, pero tengo que arroparme siempre con un montón de mantas. He avisado en la recepción y ahora me mandan a la doncella. Se lo está tomando con calma, por cierto. Aunque no me extraña, porque a nosotros dos nos han mandado a donde Cristo perdió la sandalia. Seguro que los demás duermen como príncipes, ahí en el palacete. En mi caso estoy acostumbrado, siempre me toca bailar con la más fea, pero ¿qué crimen ha cometido usted para que lo destierren del caserón? Caramba, ¿está haciendo el equipaje?
       ¿De verdad estaba haciendo el equipaje? Eso parecía, ahí estaban sus camisas, dobladas o esperando a que las doblara, y también su cámara; ahí estaba su maleta, abierta.
       —No le culpo por largarse. Tres días deberían bastarle a cualquiera. —Nightingale lanzó el folleto encima de la cama—. Usted ya ha cumplido. Y más si ha aportado su granito de arena con algún rollo macabeo… ¿Sobre qué era su charla?
       Pisadas en las escaleras de caracol. Brincos de cabra pesados. Viviana, invisible tras las mantas. Ni siquiera volvió la mirada al pasar.
       —Entrevistas con convictos —dijo Frank Castle.
       Nightingale soltó una risotada similar a los graznidos de un halcón, y la fina línea de sus labios se frunció hacia dentro, encubiertamente. Un ocultador. Arrojo en la guerra para enmascarar el pánico. Puesto que no confiaba en lo primero, Frank Castle creía en lo segundo. El pánico.
       —¿Qué pinta usted entre esos tipos? En mi familia son católicos de cuna desde los tiempos de Adán, si no antes, pero recibí el catecismo del padre Leopold Robin.
       —No he oído hablar de él.
       —No lo esperaba. Su apellido de nacimiento era Rabinowitz.
       Frank Castle sintió que se acaloraba. Una levísima sensación de vértigo. Era una estupidez ceder a sensaciones extrañas solo porque Viviana no había mirado hacia la puerta.
       —¿Le importa pedirle a la doncella —la palabra se le pegó en la lengua, como si estuviera impregnada en una sustancia pastosa— que pase por aquí cuando haya acabado? No me han cambiado las toallas…
       —¿Qué hizo usted, un discurso sobre la iluminación? Demasiada beatería para mi gusto.
       —Con datos científicos, avalado por estadísticas. Suficientes para contentar incluso a un especialista. Cuántos conversos por parroquia, de qué tipo y con qué antecedentes —comentó Frank Castle, aunque atento a cualquier ruido que llegara de la habitación contigua.
       —Clare Boothe Luce. Ahí tiene su trofeo.
       —En los tiempos que corren los hay de todas clases. Por la escalada del mal. Todo el mundo teme al demonio. Ricos y pobres. Indulgentes y arrogantes…
       —¿Y quién es el demonio? ¿Es usted de los que piensan que Adolf es el nuevo Satanás? Por lo menos resiste contra los rojos.
       —Estoy empezando a pensar que el demonio es usted —dijo Frank Castle.
       —Qué susceptible.
       —Bueno, todos llevamos al demonio dentro.
       —Susceptible y beato. Ya iba bien encaminado al llamarle beato. ¡Quién iba a pensar que se tarda un año en tender unas mantas encima de una cama! De acuerdo, le mandaré a la chica. —Dio dos pasos hacia el pasillo y giró de nuevo sobre sus talones—. Ese tal padre Robin llevaba el crucifijo más grande que se haya visto nunca. A lo mejor me ha quedado esa impresión porque era un crío… Pero eso es lo que sucede con los convictos: ellos mismos se condenan, así que se toman su castigo más en serio que nadie. Se me ponen los pelos de punta cuando los veo entrar más encendidos que las llamas del infierno. Se comportan como un puñado de fanáticos evangelistas con los ojos en ascuas. Muéstreme a un converso, y yo le mostraré a un tipo que quiere saldar cuentas. Son asesinos.
       —¿Asesinos?
       —Por su nueva personalidad, matan a su antiguo yo. La conversión —dijo Nightingale— es venganza.
       —Se olvida usted de Cristo.
       —Ay, Jesús querido. No, de Cristo no me olvido nunca. ¿Por qué si no iba a estar ahora en una maldita choza como esta en un país de mala muerte? A lo mejor los fascistas sacan por fin algo bueno de estos italianos. A ver si los enderezan un poco. ¿Quiere que venga la muchacha? Ahora se la traigo.
       Cuando estuvo de nuevo a solas, Frank Castle dejó caer la cabeza entre las manos. Con los ojos cerrados, mirando fijamente la carne de sus párpados, vio un remolino de motitas doradas. Acababa de conocer a un hombre e inmediatamente había sentido desprecio por él. En aquel congreso todos, salvo los pocos curas que habían asistido, le parecían unos farsantes. Embaucadores. Y, bien mirado, los curas también. Aquellos tipos eran los clásicos relaciones públicas. Periodistas, editores. En otros tiempos esos mismos tipos estarían en la plaza del mercado vendiendo indulgencias y pregonando las cerdas para hacer cepillos.
       Entró la doncella. Era una mujer enjuta de carnes, de unos cuarenta años, larguirucha y con mirada de estupor. Tenía el cuello sudoroso, los tobillos hinchados como globos, y una marca morada en medio de la mejilla izquierda.
       —Signore? —dijo.
       Frank Castle se acercó al cuarto de baño y sacó un par de toallas de baño limpias.
       —No voy a necesitarlas. Me marcho. Puede hacer con ellas lo que quiera.
       La mujer hizo un gesto de impotencia y se fue hacia la puerta. Frank Castle ya había asumido que no entendería ni una palabra de lo que le dijera. Y de todos modos era una farsa absurda. Aun así, la mujer aceptó las toallas con una docilidad exasperante; era igual que Viviana. Cualquier explicación, o ninguna, era lo mismo para aquellas criaturas.
       —¿Dónde está la otra chica, la que viene siempre? —dijo.
       La mujer lo miró fijamente.
       —Viviana —insistió él.
       —¡Ah! L’altra cameriera.
       —¿Dónde está?
       Con las toallas bajo el brazo se encogió de hombros, tendiendo las palmas de las manos hacia arriba, y luego cerró de un portazo. Una sensación de desamparo se apoderó de él. Decidió asistir a la sesión de la noche.
       La mesa de conferencias, larga como un prado, evidenciaba los estragos de la jornada. Cuadernos, bolas de papel arrugado, lápices sin punta, jarras vacías y tazas sucias, un termo de café agotado, gafas apoyadas lánguidamente con las patillas torcidas, aquí y allá una pierna sobre el tablero; desaparecida la formalidad, la decadencia lo invadía todo. La reunión había empezado hacía rato y en ese momento el orador mencionaba a Pascal. Modulaba las palabras casi como en un cántico, haciendo gestos pulcros y precisos con las manos, como un tendero cortando queso a lonchas.
       —“No solo es que entendamos a Dios únicamente a través de Jesucristo, sino que solo nos entendemos a nosotros mismos a través de Jesucristo. Entendemos la vida y la muerte solo a través de Jesucristo. Al margen de Jesucristo, no sabemos lo que es la vida, ni la muerte, ni Dios, ni nosotros mismos.” Estas palabras no comprometen; no tratan de confraternizar con quienes se muestran indiferentes, o con quienes se reirían al escucharlas. No son educadas ni amables. Toman partido, y defienden un principio eterno y absoluto. Hoy en día la obligación de la fe católica en el ámbito público no consiste simplemente en defender la Iglesia, aunque también haya mucho que hacer en ese sentido. En América, sobre todo, vivimos con ciertas sombras, mientras que aquí, en las montañas y los valles de Fumicaro, en la gloriosa Italia, la Iglesia es una madre serena, y es fácil olvidar que en otros lugares pasa sus tribulaciones. En otros lugares la difaman, la tachan de ser el refugio de la superstición. La acusan de privilegios políticos indecorosos. La consideran un receptáculo del arcaísmo y un enemigo de la inteligencia científica. La tachan de ser una institución cuyo único fin es que el poder del clero siga avanzando. Por desgracia, la Iglesia en su espíritu verdadero, arropada en sus celestiales prendas, no se comprende ni se conoce lo suficiente.
       ”La distorsión pública de la que hablamos existe realmente, qué duda cabe. Sin embargo, nuestra obligación más perentoria va más allá de encontrar la lente más apropiada para corregir esa imagen falsaria. La necesidad de defender la Iglesia del envilecimiento de los ignorantes o los intolerantes es… ¿cómo definirla? Tan solo una leve corriente en el río sagrado. Nuestra labor como creadores de opinión (y no deberíamos avergonzarnos de llamarnos así, con todo el candor que encierra la expresión en nuestra amada América, porque ¿acaso no es esto un encuentro de compatriotas, por más que estemos aquí obnubilados ante la antigüedad del paisaje que nos rodea?), nuestra labor, pues, es demostrar la atemporalidad de nuestra condición, dejar claro que nuestra visión objetivadora es válida incluso para lo que fluye, incluso para el instante inmediato. Enarbolemos nuestro estandarte donde se lea la palabra eternidad y demostremos su pertinencia incluso a corto plazo. En el plazo más corto de todos, en efecto: la vida individual, el instante único. Debemos dejar que lo absoluto fructifique en lo concreto, en la verdadera ascensión y caída de la existencia. Nuestro fin es la transmutación, la santificación de lo profano…
       Era imposible escuchar; Nightingale tenía razón. Frank Castle se refugió en alguna cámara interior de su propia mente. Era un hombre hermético; conocía bien ese rasgo de su personalidad. No es que fuera un experto en el arte del disimulo, o que, como suele decirse, se reservara sus opiniones. Más bien se trataba de algo próximo a lo sensorial, a un dolor o una sacudida. Una toma de conciencia. De vez en cuando se sobresaltaba al darse cuenta de quién era y lo que había hecho. Era un hombre que había inventado sus propios designios. No estaba predestinado. Era él quien decidía. Ni nadie ni nada, y mucho menos el azar, lo habían puesto en esta encrucijada. Igual que san Agustín, era un hombre que se interpretaba a sí mismo, y con ardor. Ah, sí, con ardor. Aquel propagandista gélido, en cambio, mientras recitaba su noble texto y gimoteaba palabras como “absoluto”, “concreto” y “transmutación”, había cumplido con su papel, igual que un mensajero del destino. Y allí se quedaría, inmóvil. Arraigado. Una estalactita.
       Al fondo, detrás del orador, más allá del umbral de bronce —una distancia de varios pastizales, toda una campiña—, resplandecía una figurita rolliza. ¡Viviana! Allí estaba, de pie. Habría hecho falta un telescopio para observarla con detalle, pero incluso a simple vista Frank Castle advirtió con cuánto esmero se había vestido; si había olvidado que tenía pertenencias, lo sorprendía gratamente, aunque fuera solo con una blusa y una falda. Agarraba con las dos manos algo que desde allí no alcanzaba a distinguir. La blusa, de manga larga, iba anudada al cuello con un lazo azul vivo. Quizá fuera el lazo, o la caída de las mangas, o la falda, roja como la pintura, que cubría sus piernas más de lo acostumbrado, pero de pronto casi parecía recatada. Sus espléndidas pantorrillas, las cúpulas calientes que Frank Castle había separado aquella misma tarde, quedaban ocultas. También sus muslos, calientes y macizos como el pan de maíz. A aquella distancia su cabeza, remota y incluso vacilante, caía con todo su peso, igual que un girasol antes de la cosecha. Parecía absorta en las baldosas de mármol de Villa Garibaldi. No iba a acercarse. Ella misma se eclipsaba. Era el atisbo de un reflejo fugaz.
       Frank Castle se preguntó si debía esperar al final de la conferencia. Sin embargo se levantó —cada paso era un estrépito— y rodeó la infinidad desordenada de la mesa. Nadie más se movió. Qué escándalo. Bajo la araña de luces, el orador no se apartó de su papel. Frank Castle había hecho lo mismo el día anterior, cuando todos lo abandonaron para dar un paseo en barca por el Como. Ahora era él quien desertaba, en solitario. Eran cerca de las diez de la noche; toda aquella tropa llevaba en pie desde las ocho de la mañana. Uno de los asistentes había hecho un nido con sus rollizos brazos, donde acunaba tierna y dulcemente la cara. Otro estaba reclinado en el respaldo con la boca abierta, durmiendo plácidamente, y al respirar soltaba algo a medio camino entre el resuello y el soplido.
       —Qué elegante —le dijo a Viviana en el vestíbulo.
       —¡Vamos a Milán!
       Así que estaba decidida. Su mirada serena, desviada hacia el suelo, era paciente, dócil. No supo qué pensar de ella, pero en cualquier caso hablaba demasiado alto. Frank Castle se llevó un dedo admonitorio a los labios.
       —¿Por qué has desaparecido?
       —Io voy, io pongo… —Observó cómo se esforzaba para encontrar las palabras, sofocadas por la emoción—. Fiore. Il santo! Para tener un buon viaggio.
       Frank Castle sabía bien qué era un santo.
       —¿Un santo? ¿Hay aquí algún santo?
       —Antes lo ves, en el camino. Tú lo ves —insistió. Blandió un cilindro metálico que llevaba en una mano. Era la linterna que había en la mesilla, junto a la cama del pequeño anexo—. Signore, ven.
       —¿Y tus cosas? ¿Llevas algo?
       —La mia borsa, una piccola valigia. La pongo en la habitación del signore.
       No podían quedarse allí susurrando. Se dejó llevar, y lo condujo una vez más ladera abajo, por el mismo camino medio enterrado, hasta un montículo de piedra lleno de malas hierbas. Era el pequeño santuario que había visto antes, oculto entre la maleza. Aparecía justo en la mitad del camino. La cabeza, con la nariz carcomida, no era más que un borrón. Cubriendo la imagen había una especie de paraguas de piedra hasta la altura de su cadera, un refugio en forma de “u” invertida o un pedazo de bañera en vertical, que parecía a punto de acabar engullido por una maraña de hiedra silvestre. En medio despuntaba el lirio que Viviana le había dejado al santo, a modo de ofrenda.
       —¡San Francesco! —dijo; se lo habían dicho los empleados de la cocina. Había muchos santos antiguos ocultos en las montañas de Fumicaro.
       —No —dijo Frank Castle.
       —Molti santi. ¿No creer? Mira, signore. San Francesco.
       Le tendió la linterna. Bajo el haz de luz blanca todo cobraba una pátina vívida, como en un teatro de marionetas. Frank Castle miró detenidamente el rostro desdibujado. ¿Diosa o dios? ¿El busto de un emperador en un mojón para demarcar soberanía? El mentón se había borrado. El torso se caía a pedazos. Apenas parecía una imagen sagrada. Según el clima, podía tener cien años de antigüedad o mil; o dos mil. Solo un arqueólogo podía precisarlo. Aun así, Frank Castle reparó en cómo la linterna conjuraba aquel resplandor. Proyectaba un halo. Viviana se había arrodillado y lo atrajo hasta el suelo. Atisbando entre la maleza vio el fragmento erosionado del pedestal y, medio hundido en el suelo, un trazo críptico, una única palabra intacta: DELEGI. Elegí; me decidí. ¿Quién eligió, por qué o por quién se decidió? La antigüedad por sí sola no le cautivaba: la imagen de un político romano o un dios evanescente a punto de desintegrarse. El descenso del poderoso reducido a polvo, a un rastro de tiza en la yema de los dedos.
       Ella había cerrado los ojos, y en ese momento volvió a ser la muchacha que había sufrido aquel leve desvanecimiento, en perfecta compostura; pero de sus labios salían murmullos débiles llenos de fervor. Estaba rezando.
       —Viviana. No es un santo.
       Ella se inclinó a besar la boca escoriada de la estatua.
       —No sabes lo que es. Es una antigua imagen pagana.
       —San Francesco —dijo ella.
       —No.
       Se volvió mirándolo con una sonrisa casi demente. Creía que la imagen en medio del camino era sagrada. Ejercía un poder sobre ella; era esclava de un amasijo de palos y piedras.
       —Il santo, él reza por nosotros. —A la luz de la linterna sus mejillas cobraban un aspecto lustroso, maduro para el mordisco. La muchacha hundió la cara en la maleza, a su lado, como si le hubiera leído el pensamiento y accediera a que la mordieran, y dijo de nuevo—: Francesco.
       Frank Castle siempre había imaginado que tarde o temprano se casaría. A pesar de sus ambiciones espirituales, quería sumarse al gran aliento protoplásmico de la perpetuidad humana, ser fructífero: aparearse, procrear. No era un hombre destinado a la continencia, no podía entregarse a la pureza indefinidamente, no era casto. Se dejaba llevar por los impulsos; su caída con Viviana era una buena prueba de ello. Admiraba a los curas, las resecas comisuras de sus labios y sus ojos relucientes, sus enigmáticas entrañas ardiendo para honrar a Dios, pero no podía ser como ellos. Era demasiado voluble. Carecía de humildad. En ocasiones creía amar a san Agustín más que a Dios. Imitatio Dei: había llegado a Cristo porque era un hombre reservado, un hombre que había vivido, pero en el secretismo. De ahí la gloria de las mil estatuas que procuraban hacer manifiesto al reticente Cristo. Los escultores, al igual que los curas, son los menos dados al secretismo.
       Frank Castle a menudo creía que, siendo el matrimonio una celda tan abierta, ninguna mujer le convenía para casarse. Las esposas tenían fama de pedir explicaciones. No podía imaginarse casado con alguien que no amara los libros, que no tuviera “inquietudes”, aunque eso era precisamente lo que más temía. Temía casarse con una mujer que pudiera hablar y hacer preguntas, analizar e indagar en su pasado. A veces se imaginaba casado con una muñeca de goma más o menos de su tamaño, que lo serviría y con la que tendría un hijo de goma.
       Un vapor fresco emanaba del suelo. Empezaba a caer el rocío, un velo difuso por encima del busto roto en la bañera vertical.
       —Levántate —dijo.
       —Francesco.
       —Viviana, vámonos —repitió. Pero él mismo se resistía a marcharse. Ella era una criatura de intuiciones simples, una especie de primitiva. Se dio cuenta de hasta qué punto era primitiva. No era una muñeca de goma, pero se mantendría apartada de los límites de su mente. Se preguntó cómo era posible que una deficiencia como esa lo hiciera tan feliz.
       —Francesco —dijo ella por tercera vez. Finalmente, él entendió que decía su nombre.
       Pasaron la noche en la habitación del pequeño anexo. A las seis de la mañana el lechero pasaría con su destartalada camioneta cruzando el patio de la cocina y bajo el arco de piedra. Aguardaron a la luz del amanecer. Empezaba a levantarse la niebla en la ladera; podía verse todo el valle hasta el lago de Como. Esperando en silencio junto a aquella hija de campesinos, Frank Castle volvió a sentirse arrastrado hacia el caos: media hora antes, ella se había estirado para besarlo en la boca con el mismo gesto con que había besado la boca de la imagen pagana medio enterrada. No podía sacudirse la perplejidad ante la decisión que había tomado: sería toda una vida de extrañeza. Ella le dio la mano cándidamente, trenzando los dedos entre los suyos. Y de buenas a primeras, como si un remolino la arrancara de su lado, se esfumó. Sintió los dedos cercenados de cuajo, la reconquista de su propia piel. Viviana se alejó hasta casi perderse de vista. Frank Castle la vio huir desbocada. La muchacha corrió hasta el camino, lo atravesó y siguió corriendo detrás de los setos altos, alejándose de los arcos tapiados del acueducto romano.
       Percy Nightingale bajaba justamente por aquellos arcos. Sus rodillas desnudas, de un blanco azulado, le asomaban por debajo de la gabardina.
       —Saludos de un insomne redomado —dijo—. He estado examinando el amanecer local. Tengo que reconocer que en estas tierras hacen unos amaneceres espléndidos. Cuántos detritos acumulamos los viajeros al desplazarnos de reino en reino. Aquí le veo con dos maletas de viaje, y tengo la certeza de que anoche solo vi una. Por casualidad no llevará ahí alguna botella de sobras, ¿verdad? —Pisoteó vagamente el suelo alrededor, trazando un círculo irregular—. ¿Quién era ese conejo que ha huido hacia los arbustos?
       —Creo que lo ha asustado —dijo Frank Castle.
       —¿Solo con verme? Bueno, es cierto que no voy vestido de calle. Tengo el propósito de ponerme los pantalones a tiempo para el desayuno. Parece que esté usted esperando el tren.
       —Al lechero, más bien.
       —Ajá. Una huida lenta. Iría más rápido con el repartidor de la licorería. Y con mucho gusto me apuntaría yo también a pasar un buen rato.
       —En realidad —dijo Frank Castle con su voz más neutra— me ha sorprendido fugándome con la camarera de habitaciones.
       —Qué buena idea. Quítate de delante de mí, Satanás, y dame un empujón por la espalda. Pues les deseo una larga y dichosa vida juntos. ¿Es aquella arpía escuálida con pies de paquidermo y la mancha de nacimiento? Hizo mi cama a las mil maravillas. Apostaría a que es una de las ruinas románicas de la región. —Señaló hacia el acueducto con la barbilla—. Puesto que no me invitó usted a la exhumación, tampoco creo que me invite a la boda. Créalo o no, aquí está la camioneta que esperaba.
       Frank Castle recogió la maleta de Viviana y la suya, y salió al paso del vehículo en el camino agitando unos billetes verdes estadounidenses con la mano; el conductor se detuvo.
       —¡Nos vemos en el infierno! —gritó Nightingale.
       Se acomodó al lado del conductor y pegó la cara a la ventanilla. La carretera serpenteaba hacia la izquierda y de nuevo a la izquierda: en cualquier momento una muchacha con faldas rojas saldría correteando de un hoyo en la espesura. Intentó decírselo al conductor, pero el hombre solo farfulló alegremente mostrando su rústica dentadura. Los cántaros vacíos de la leche traqueteaban en la parte posterior de la camioneta; a veces entrechocaban con estruendo, como unos platillos gigantescos. Se sorprendió pensando que el abismo que sentía en el estómago era suyo nada más. Viviana no había echado a correr por temor a ser descubierta y juzgada, sino por una inhibición de carácter práctico: no era tonta, no iba a fugarse con un hombre trastornado. ¡La lujuria! Él había vuelto a sus cabales el día anterior, aunque solo transitoriamente, mientras que ella acababa de recuperar la cordura, y justo a tiempo. Entonces se le ocurrió echar un vistazo a la billetera. Se creyó embaucado. Ella le había robado y había huido. Rebuscó en el bolsillo.
       Inmediatamente vio la palma del conductor tendida debajo de su nariz.
       —Ya le he pagado. Basta, ya le di basta.
       La camioneta se bamboleó peligrosamente al tomar una curva, pero la mano siguió en el mismo lugar.
       —¡Agarre ese volante, por el amor de Dios, que nos vamos a despeñar!
       Desparramó una cascada de billetes verdes en el asiento. Ahora ya no podría saber cuánto le había robado la chica, aunque no le cabía duda de que era una ladrona. Había robado queso de la cocina y vino de un cuarto cerrado con llave. Pensó en su cámara. No le sorprendería que la hubiera envuelto en una toalla o en la funda de una almohada durante la noche. Desde el principio solo había querido robarle. El resto no fueron más que estratagemas, trampas, distracciones, puro camelo; era una especie de gitana que guardaba cien trucos en la manga. No volvería a verla. Era un alivio. Pensó con dolor en aquellos tres últimos días demenciales; cómo se arrepentía. Nunca más volvería a agarrarse a un clavo ardiendo; nunca más se lanzaría al abismo. ¡Maldita la gracia! Había estado a punto de fugarse con la camarera de habitaciones. ¡Condenado Nightingale!
       Entraron en Fumicaro traqueteando como un pelotón de carillones. Vio el paseo, y la cafetería donde servían chocolate caliente, vio la iglesia y su campanario, y más allá el lago resplandeciente a la luz de la mañana, una luz radiante y pura que se levantaba de la superficie.
       —Autobús —le ordenó al conductor. Había derramado suficiente oro verde para permitirse dar órdenes. La rústica dentadura delataba la alegría de quien se hace rico de repente. Se apeó en la esquina de una calle donde la gente chismorreaba pero al parecer jamás habían oído hablar de un autobús. Y allí estaba Viviana, jadeante.
       —¡No puedo creer!
       No conseguía recuperar el aliento, y todo por culpa del espía. Un espía no había figurado nunca entre sus temores, ¡bien lo sabía Dios! Una confusión y un peligro. El espía se encargaría de informar a Guido, y Guido se encargaría de dar parte al señor Wellborn, o peor aún, al primo del zapatero, que también era primo de Guido, solo que por la otra parte de la familia. ¡Y entonces no la dejarían irse! La mantendrían allí hasta que su problema se hiciera visible y ya no tuviera remedio, y entonces la abandonarían a su suerte. El espía no era de fiar. Era el hombre con quien se habían encontrado en la montaña, que la tomó por un muchacho. Era el hombre que ahora estaba en la otra habitación del pequeño anexo. La otra cameriera le había contado que, además de todas las mantas que le había llevado, se tapó también con las toallas, y luego, ¡ay!, había quitado las cortinas y las había amontonado también encima de las toallas. ¡El muy desvergonzado se había quedado delante de la otra cameriera sin pantaloni! Así que ¿qué podía hacer? Pues había echado a correr por el sendero de piedra, pasando como una exhalación junto a san Francesco, sin detenerse siquiera, para llegar a la piazza del autobús antes que el lechero.
       Una falange de gotitas de sudor le había brotado encima del labio. Lo escrutaba con la mirada recelosa de una anciana; Frank Castle vio en sus ojos las trazas de la abuela calabresa, curtida por la desconfianza.
       —¿Crees que io no vengo? —No le diría que pensaba que le había robado—. ¡No crees! —Prorrumpió en una carcajada, y su aliento lo devolvió al olor de la cama en el pequeño anexo—. Cuando questo bambino acaba —dijo palpándose la tripita— haces bambino nuevo, okey?


       En Milán, esa misma noche (la cuarta de Frank Castle en Italia), apretujados en una fría capilla de la catedral desde la que alcanzaba a verse la reliquia, uno de los curas amigos de Caterina los casó.
       Caterina lo sorprendió: vestía como una mujer de negocios. Llevaba un sombrero de fieltro negro con un ala rotunda; era una mujer rotunda en todos los sentidos. Mantenía la cabeza alta y la mirada alerta, girando constantemente el cuello como si estuviera conectado a un generador; nada escapaba a sus grandes ojos, brillantes y poderosos. Sintió que lo absorbían de un solo trago. Levantó un brazo para abofetear a su hija, porque Viviana, a pesar de que se había propuesto no mencionar al zapatero, fue incapaz de fingir el día de su boda. Caterina bajó el brazo, no abofetearía a Viviana delante de un turista, un norteamericano, el día de su boda. Sería respetuosa. Aun así, aquello era una calumnia: el zapatero no iba por ahí sembrando su progenie en el vientre de muchachas inocentes. Ladeando la cabeza, Caterina observó al norteamericano.
       —¿Tres días? ¿Hace tres días que es amigo de mi Viviana, signore? —Llevó un dedo a la sien, y luego trazó círculos en el aire con el índice—. ¿Por qué quiere casarse con mi Viviana si usted no puso la semilla?
       Frank Castle era consciente de que parecía un sinvergüenza. La pregunta era aterradora, pero no iba dirigida a él. Madre e hija siguieron discutiendo, entre sollozos y chillidos, en cascadas incomprensibles: era una ópera, un derroche de dramatismo, en una lengua que no entendía. La escena tuvo lugar en el hotel Duomo, en la habitación de Caterina, que estaba al fondo de un pasillo, después de un cuarto de ropa blanca con tantas estanterías como una biblioteca; Frank Castle se había sentado en una silla frente al ropero que custodiaba el diccionario bilingüe. Tenía el picaporte de la puerta al alcance de la mano, bastaba con tirar del pomo y marcharse. Se quedó sentado sin moverse casi una hora, mientras las dos bocas furibundas seguían ladrándose. Las manos de las dos mujeres estrujaban, agarraban, empujaban. Contemplaba la escena con desapego, con distancia; y de pronto, en mitad de un crescendo, en la apoteosis del clamor, se asombró al ver que madre e hija se fundían en un abrazo. Por inverosímil y ridículo que pareciera, Caterina mandaba a Viviana a América. Un colpo di fulmine! Un fulmine a ciel sereno!
       Justo antes de la pequeña ceremonia, el cura le preguntó a Frank Castle cómo pensaba hacerse cargo de un hijo que, según él mismo reconocía, no era suyo. Frank Castle no atinó a contestar. El cura era viejo y estaba de vuelta de todo. Hablaba del pecado como si se tratara de un perro decrépito, demasiado enfermo ya para servir de animal de compañía, pero al que uno se ha acostumbrado y del que no quiere prescindir, aunque tampoco se decide a deshacerse de él. La alianza de bodas fue la de Caterina.
       Frank Castle cambió el billete de vuelta por dos pasajes a bordo del Stella Italiana, que partía a Nueva York al cabo de diez días. Todo fue fruto de la casualidad y de la buena suerte: alguien había cancelado su viaje. Había dos plazas disponibles. Aquello dejaba tiempo para otorgarle al matrimonio un estatus civil: el cura le explicó a Caterina que, si bien a ojos de Dios Viviana ya estaba a salvo, debían ir a buscar un papel del gobierno y ponerle un sello. Así era la ley.
       Hubo tiempo para visitar Milán. Curiosamente, aunque Viviana había vivido desde los trece años en esta ciudad del norte llena de tesoros, no sabía dónde estaba La última cena. Caterina sí lo sabía, incluso sabía quién la había pintado (“Leonardo da Vinci”, recitó con orgullo), pero nunca la había visto. Se llevó a Viviana a comprar el ajuar; lo compraron todo nuevo, salvo zapatos, porque Viviana era tozuda. Se negó a ir a casa del zapatero. “Ostinata!”, la reprendió Caterina, aunque con cierto respeto. ¡Viviana había encontrado a un marido norteamericano que hablaba por la radio en Nueva York! Il Duce también hablaba por la radio, y podían oírle en lugares tan lejanos como América. Viviana, ¡de novia! Casada, ¡y con un extranjero! Eso sí que eran milagros. Alguien, dijo Caterina, había besado a un santo.
       La última cena estaba deteriorada. Había que ver la pintura desde el otro lado de un cordón de terciopelo. Viviana dijo que era una lástima que la cámara no se hubiera inventado aún cuando nuestro Señor caminó sobre la faz de la tierra; seguro que una fotografía daría una imagen mucho mejor de nuestro Señor que la de la escena que se desconchaba en aquella pared. Frank Castle le enseñó a usar su cámara, y ella le hizo fotos en todas partes; y él a ella. Se habían instalado en la habitación de Caterina, pero tenían que entrar y salir con cautela para que el director del hotel no se enterara. Quedarse en la habitación de Caterina no les costaba ni un céntimo. Caterina no les dijo dónde dormía, solo que tenía muchos amigos dispuestos a hacerle un hueco. Cuando Viviana quiso saber quiénes eran, Caterina se echó a reír. “¡Los curas!”, dijo.
       Los empleados del Duomo trataban a Frank Castle con un respeto reverencial. Era un norteamericano casado con una italiana; un valor añadido. Por las mañanas tomaban el café en el comedor. El camarero los saludaba con una pequeña reverencia. Viviana pasaba apuro. En Villa Garibaldi ella debía mostrarse deferente con los camareros; nadie era tan humilde como la cameriera; y ahora, en cambio, pronto sería norteamericana. Implacable, le confió que Caterina se había instalado en casa del zapatero.
       Siguiendo todavía el itinerario de Nightingale, Frank Castle la llevó a ver la Pietà inacabada, en un castillo con torreones y viejos sillares gastados; había colegiales correteando por la amplia zanja cubierta de césped que antiguamente había sido el foso, pero Viviana no se conmovió. Admiró el lustre del pie perfecto de Nuestra Señora, es cierto, tan pulido como las losas de mármol de Villa Garibaldi; el resto, en su mayor parte, era piedra tosca. Le pareció ridículo que algo así se expusiera al público. Nuestro Señor ni siquiera tenía rostro. Y la Virgen tampoco. Parecían dos gules. ¡Y a eso le llamaban religión! ¿De qué servía que el muratore que la esculpió fuera famoso, si su Jesús, así despatarrado, no era más bello o sacro que una pared encalada en ruinas? ¡Y sin rostro! Dejó que Frank Castle le hiciera una foto con su vestido nuevo estampado de pajaritos, y mientras posaba delante de los cascotes describió la estatua de Nuestra Señora que tenía en un estante de su sencillo cuarto en Fumicaro. Los rasgos de la Madonna eran perfectos en cada uno de sus detalles, incluso tenía unas pestañas diminutas maravillosas pegadas con cola, de pelo humano auténtico. Y todo en vivos colores, los ojos de un azul celestial, las mejillas sonrosadas. El santo Bambino era igual de exacto. Tenía un ombligo minúsculo con una piedra de estrás azul incrustada, a conjunto con el manto azul de Nuestra Señora, y bajo la gasa del pañal se entreveía incluso un pene lacado, del color de un dedo humano, aunque mucho más pequeño. ¡Y tenía las uñitas de celuloide! Una estatua como esa, dijo Viviana, es molto sacra: se había arrodillado mil veces ante ella. Había llorado a mares, en penitencia por la menstruación que no llegaba. Había rogado a Nuestra Señora para que intercediera con el santo Bambino, que finalmente había escuchado su plegaria. Le había suplicado al santo Bambino que si no podía hacerla menstruar le enviara a un marido, y Él se lo había enviado.
       Recorrieron salas llenas de cuadros, Tizianos voluptuosos, pero a Frank Castle únicamente lo asombró la solidez de Viviana. El ardor resplandecía en ella. Solo había llevado a Italia dos sucintas guías turísticas, una de Florencia y una de Roma, pero no había previsto nada para Milán. Viviana no aparecía en los mapas. Ahora todo era una sorpresa. No sabía qué le esperaba a la vuelta de la esquina. Estaba maravillado ante lo que había hecho. El lunes, en Fumicaro, san Agustín y filosofía; el jueves, el parloteo de una muchachita corta de entendederas, de ojos castaños y estampado de pajaritos. Su mujer. Su pequeña esposa campesina, ¡una chiquilla abandonada con una criatura en su vientre! Se avergonzaría de ella toda la vida. ¿A quién iba a presentársela sin sentirse humillado?
       La ignorancia de la muchacha lo conmovía y lo elevaba. Pensó en san Francisco regocijándose en los golpes y el ridículo de un hosco posadero: “De buen grado y por el amor a Dios permítaseme soportar dolores e insultos, penurias y privaciones, pues no nos vanagloriaremos de los demás dones divinos, que no son nuestros sino de Dios”. Frank Castle comprendió que con aquella muchacha siempre sería el hazmerreír de la gente; y siguió haciéndole fotos con la cámara. ¡Qué maciza era, qué radiante, qué feliz! Ella era más hospitalaria con Dios que cualquiera que esperara encontrar a Dios en los libros, creía que el Señor habitaba en todas partes, ya fuera en las viejas hornacinas romanas o en las muñecas de madera pintada. Palos y piedras. Se dio cuenta de que nadie la había enseñado a limpiarse la suciedad de las uñas, y se quedó cavilando: era hija de comerciantes, y ella misma no dejaba de ser una especie de mercadería; creía que su destino era ser una vasija a disposición de cualquiera. Frank Castle se había casado con la vergüenza. ¡Casado! Era lo que había hecho, pero no sentía remordimientos; ninguno. Al contrario, estaba eufórico, ¡qué valor se requería para someterse a semejante humillación!
       Delante de ellos, colgado de un travesaño, había un cadáver en madera de roble. Era del tamaño de un hombre de verdad, y tenía la cabeza de un hombre de verdad. Llevaba una corona de zarzas de verdad y el cuerpo perforado con agujeros de verdad, atravesados a golpes con clavos de verdad.
       Viviana cayó al suelo de rodillas y juntó las palmas de las manos.
       —Viviana, la gente aquí no reza.
       Ella no dejó de murmurar.
       —No se reza en estos sitios.
       —Una chiesa —dijo.
       —La gente no reza en los museos. —Entonces entendió que ella no sabía qué era un museo. Tuvo que explicarle que los cuadros y las estatuas eran obras de arte. ¡Y se había casado con ella!—. Aquí no hay curas —le dijo.
       Ella le lanzó una mirada, en parte cómica y en parte perpleja. Los curas también tienen que comer, protestó. Los curas habían salido a almorzar. Aquel lugar era muy parecido a la chiesa de Fumicaro, solo que con más gente. En la otra chiesa, donde se guardaba el cuadro de La última cena, tampoco se veía ningún cura, pero eso no demostraba que no fuera una chiesa, ¿verdad? Caterina siempre la había prevenido de lo ignorantes que son los turistas. Ahora tendría que rezar también una oración por él, para que se compadeciera un poco más del hambre humana de los curas.
       Y volvió a agachar la cabeza. Frank Castle caminó alrededor del hombre medieval de madera. Pintura roja, seca desde hacía siete siglos, se derramaba por los agujeros de los clavos. Incluso el dorso de la figura se había tallado con esmero, se marcaban los músculos vencidos por la fatiga. El tallista no había escatimado ni un detalle. Aun así, la cara de la figura no inspiraba ninguna piedad. Era como si al tallista solo le hubiera interesado la talla en sí misma, no lo que simbolizaba. Se trataba de imitar el cuerpo del hombre colgado en la cruz, nada más. Tal vez el modelo hubiera sido un vecino del escultor, o un primo. Cuando la talla estuvo terminada, el vecino, o el primo, bajó y ayudó al tallista a poner los clavos a golpe de martillo.
       Los clavos. ¿Eran para dar lástima? Hicieron que se sintiera cruel. Reflexionó a propósito de la crueldad de aquellos clavos: en una religión con el cadáver de un ser humano en el centro, ¿qué podían significar? El tallista y el hombre que le sirvió de modelo, golpeando machaconamente los clavos.
       Las calles de pronto se habían inundado de banderas, y por todas partes ondeaban grandes pancartas de tela con la efigie de Il Duce colgadas de los edificios. Il Duce tenía boca de rana y los clásicos ojazos redondos de los romanos. ¿Se festejaba algo? Viviana no supo aclararle nada. Algunas calles estaban milagrosamente techadas con una cúpula de cristal. La gente caminaba y hacía sus compras a la luz submarina, verdosa, del atardecer. Un sinfín de mesitas punteaban las aceras cubiertas. Se admiró de las hordas exuberantes que paseaban por las calles, a lo largo de la tarde y de la noche. Todo Milán hablaba a gritos bajo el cristal. Pasaron junto a escaparates atestados de paraguas, guantes, zapatos, pastelería, corbatas de seda, mazapanes… La catedral misma era de mazapán blanco sobre una bandeja colosal. Le compró a Viviana un ganso de mazapán, y a un vendedor ambulante un pequeño Pinocho colgado de un cordel. Al lado de una librería, cribando la clientela de las cafeterías en las aceras —Turista? Turista?—, había chicos repartiendo folletos en inglés y francés. Frank Castle cogió uno y leyó: “Solo me interesa uno de mis antepasados: hubo un Mussolini en Venecia que mató a su mujer, porque lo engañaba. Antes de huir, dejó dos scudi venecianos sobre el pecho de la difunta, para los gastos del funeral. Así son mis antepasados de la Romaña”.
       Subieron en el ascensor hasta lo alto de la catedral y recorrieron la azotea, entre cientos de estatuas. Detrás de cada figura aparecía otra docena. Había santos y mártires, ángeles, grifos, gárgolas y romanos; había soldados de cuyas sandalias o espadas con empuñaduras labradas brotaban las cabezas de otros soldados. Viviana miraba por las almenas que se abrían en los muros de las distintas azoteas y ante sus ojos aparecían cien, mil esculturas más. Las estatuas pululaban. Un ejército de escultores se había enseñoreado de aquellos altos bloques de piedra, siglo tras siglo, dando forma con su cincel a un sinfín de figuras asombrosas. Unas reticentes, otras en éxtasis. Unas estáticas, otras que volaban. Era un sueño de proliferación, un infinito: de figuras colocadas austeramente en cúpulas octogonales, donde fructificaban a su vez frisos fastuosos; de extremidades que nacían de otras extremidades; de arquerías en floración; de estatuas que diseminaban nuevas estatuillas. Lo que desde abajo, desde la plaza, había parecido el encaje más banal o clara de huevo a punto de nieve, estallaba aquí en solidez, peso, sombra y deslumbramiento: un delirio de plenitud derramándose del inagotable cuerno de la abundancia.
       Una risotada colosal salió de los pulmones de Frank Castle. Cayó de rodillas en el tejado de cobre caliente, incapaz de parar de reír.
       —¿Qué? Cosa è? —dijo Viviana.
       —Podrías estar aquí años y años —dijo—. ¡No acabarías nunca! ¡Tendrías que pasarte la vida entera a la intemperie, en las alturas!
       —¿Qué? —dijo ella—. ¿Cosa no acabo?
       Frank Castle, llorando de risa, había sacado el pañuelo para secarse las lágrimas.
       —Si… si… —empezó, pero no acertaba a sacarlo.
       —¿Qué? ¿Qué? Francesco…
       —Si… imaginemos… —Sentía que la risa lo estrangulaba; tosió para liberar el aire constreñido—. Mira, ¡es que ya te veo cayendo de rodillas delante de cada una de estas malditas estatuas! Viviana, ¡es una chiesa! ¡Los curas no han ido a comer! ¡Los curas están ahí abajo! ¡Debajo de tus pies! —Por fin entendía exactamente lo que había ocurrido en Fumicaro: se había impuesto una penitencia para toda la vida—. ¡Podrías pasarte aquí mil años!



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