Cynthia Ozick
(Ciudad de Nueva York, 1928-)


Un mercenario (1975)
(“A Mercenary”)
Originalmente publicado en la revista American Review,
23 (octubre de 1975), págs. 1-37;
reimpreso en The Best American Short Stories, 1976,
ed. por M. Foley (1976;
Bloodshed and Three Novellas
(Nueva York: Knopf, 1976, 178 págs.)



      Stanislav Lushinski, polaco y diplomático, no era un diplomático polaco. La gente bromeaba diciendo que era capaz de vender su lengua a cualquier nación dispuesta a pagar por ella. En ciertos despachos del rectángulo de cristal de Nueva York lo llamaban “el PM”, no tanto porque lo consideraban tan influyente como el primer ministro de su país —un país que ya de por sí era una broma, una mota de polvo, apenas más imponente que una pequeña muesca en el flanco occidental, o quizá oriental, de África—, sino que era una manera de abreviar el mote con que lo apodaban, Portavoz Mercenario.
       Su país. En total había vivido allí, sin contar algunas visitas oficiales y confidenciales de cierta duración, poco más de catorce meses consecutivos, a la edad de diecinueve años —de eso hacía veintisiete—, en su camino hacia América. Sin embargo, aunque era cierto que no había nacido en el país, era falso que no fuese un patriota. Algo en aquel lugar había calado en él, no podía sacudirse de las fosas nasales la fragancia musgosa y etérea de las noches en la capital. La capital era en realidad la tercera ciudad en tamaño, pero tenía la población más sofisticada. Según contaban sus colegas, allí los hombres llevaban pantalón largo y las mujeres se cubrían los pezones.
       Las exuberantes flores nocturnas le excitaban los sentidos. Nacido en una casa de Varsovia con un jardín empedrado, Lushinski no conocía más nombres de flores que las de los sobrios arriates que había junto a la puerta, margaritas y rosas, así que apenas era consciente de que aquellas prominencias de pétalos blancos como la carne, de un rojo tan oscuro y palpitante como las fauces de una fiera, con unos naranjas y púrpuras enfebrecidos, malvas de hojas lobuladas, suspendidas en los altos arbustos al anochecer como las cabezas teñidas y peludas de los ahorcados, no pertenecían al reino animal. Era como si no creyera en la botánica a pesar de creer solemnemente en la jungla. Se sentía originario de aquellos perfumes mamíferos, de la intensa fragancia que desprendían tantas y tantas sinuosidades, las colinas ondulantes abrasadas a orillas de la ciudad, los pequeños montículos de las chicas oscuras con las que yacía bajo los árboles: él, recién salido del torbellino de Europa; ellas, secretas para el suelo oscuro del que nacían, donde él se arrojaba a lamerles los pezones, tan oscuros como la tierra, a aprender su lengua.
       La hablaba no como un nativo —aunque dominaba aquel cúmulo endiablado de inflexiones guturales, silbidos nasales, chasquidos—, sino como un predicador. Era una lengua sin literatura escrita. Un siglo antes, una cofradía de misioneros la había adecuado al alfabeto romano, transcribiendo curiosas versiones de los Salmos, de manera que “Te has sentado en el trono juzgando con justicia”, en dialecto se convirtió en:

Dios en-cuclillas-sobre-un-montículo
dice a quién corresponde
ciervo
decapitado-accidentalmente-por-tronco-caído.


      Y fue de esta Biblia, que guardaba un curioso parecido con un manual de caza moralizante, de donde el joven Lushinski extrajo sus lecciones de sintaxis. Salvo por los momentos en que yacía bajo una cueva de follaje con una muchacha morena, estudió solo, y después (sin haber cumplido aún veinte años) tradujo buena parte del libro de Jonás, que los exhaustos misioneros habían dejado inacabado. Pero la historia del gran pez sonaba ingenua en aquella lengua rica y profunda, que tenía cincuenta y cuatro palabras distintas solo para describir las diversas partes y posiciones de una aleta posterior. Y muchas más para “proa”: “hocico de bote que apunta a la estrella más brillante”, o estrella de media penumbra, o la más tenue de todas; “hocico de bote del todo invisible en lluvia con niebla”, medio visible, visible en una cuarta parte, etc. Era una lengua perspicaz, cabal, meticulosa.
       En inglés, Lushinski era menos dado a sermonear. Hablaba inglés de diplomático: eso no significa que fuera engañoso, sino que era un idioma ajeno a la pasión y minuciosamente fiel al orden de los párrafos en toda la documentación previa.
       Vivía en Nueva York con una amante: una mujer estupenda y alegre, bien dotada, alta y habladora. Con él era sumisa.
       En Ginebra, aunque nadie podía probarlo, Lushinski había vivido por temporadas con un italiano joven y vigoroso, un calderero pelirrojo de veinticuatro años, esbelto y para nada sumiso.
       Sus colegas descubrieron con sorpresa que Lushinski no era ni mucho menos aburrido. Se quedaron estupefactos, y resentidos con él, porque hasta entonces se habían divertido a su costa. Era un hombre blanco que hablaba en nombre de un país negro: eso le valió un espacio en televisión. Al principio apareció en calidad de sobrio agregado financiero, exponiendo en tono monocorde quejas relacionadas con la economía (la potencia colonial, recién expulsada, había empobrecido el suelo por el exceso de plantaciones; no se dejaba ni un acre en barbecho; el principal cultivo —¿yute?, ¿cacao?, ¿centeno? Lushinski era demasiado quisquilloso para llamarlo públicamente por su nombre— había sufrido una grave merma; en el sur había hambruna). Y entonces, si se le escuchaba con atención, se advertía su inclinación a la ambigüedad. A la ironía, más bien.
       Quedó claro que podía hacer reír a la gente. No porque hiciera bromas, ni siquiera porque fuera ingenioso, simplemente empezó a explicar anécdotas de su propia vida. A veces le creían; con frecuencia no.
       En su cometido era ambicioso pero gregario. Su ayudante, Morris Ngambe, se había licenciado en ciencias políticas en Oxford. Era un joven de mejillas rollizas, seductor, con una frente broncínea y lustrosa perfectamente redondeada, como el fondo de un cáliz. Lushinski le doblaba exactamente la edad, y a veces, inmersos en el papeleo pasada la medianoche, ya sin corbata y con el cuello de la camisa desabrochado, mandaban llevar unos sándwiches y zarzaparrilla (Lushinski perdía la cabeza por cualquier producto estadounidense azucarado); y en esa sintonía casi de iguales comparaban sus respectivas infancias.
       El abuelo de Ngambe era hermano de un jefe tribal; su padre se había embarcado en el comercio con la ayuda del gobernador de la colonia en persona. Los datos históricos y políticos que enmarcan las circunstancias son turbios, pero la cuestión es que el padre de Ngambe se hizo rico. Se convirtió en el propietario de una especie de cadena de montaje compuesta por una serie de cabañas. En los umbrales de las puertas se colocaban calabazas secas pintadas, a modo de centinelas enanos, que garantizaban la prosperidad. Su casa se hacía cada vez más grande; construyó un ala para cada nueva esposa. Morris era el hijo mayor de la esposa predilecta, una mujer inteligente y con apego por la religión. Se ceñía, según Morris, a la antigua fe. Un amigo de la infancia de Morris —un chico educado en el colegio de los misioneros, que de mayor se convirtió en contable modélico y cristiano devoto— se atrevió a decir a gritos delante del patrón, su marido, que era una vergüenza: en lugar de rendir culto a la Santa Trinidad, aquella mujer adoraba a dioses plurales; en lugar de velar por el Espíritu Santo, optaba por el animismo. La sociedad evolucionaba, y ella en cambio no representaba más que regresión, una vuelta al primitivismo. La aldea no podía consentirlo, ni siquiera viniendo de una mujer. Teniendo en cuenta que formaba parte del decoro elemental ignorar a las esposas, sin duda aquel tipo debía de estar loco para armar aquel jaleo por lo que creyera o hiciera una de las hembras de un hombre. Pero como el decoro también obligaba a ignorar a un demente (la palabra para “demente” en dialecto era literalmente “quedarse preñado”, o, si no, “boca en el agujero de abajo”), todo el mundo lo esquivó delicadamente, a excepción de la madre de Morris, que siguió uno de los preceptos de su religión: una hembra que tiene por enemigo a un hombre (en registro culto, “amo”), debe ofrecerle sus entrañas a modo de reconciliación. Por la noche, la madre de Morris fue desnuda a la cabaña de su delator y se abrió de piernas en el suelo para él. El muchacho había estado afilando los lápices; sacó el cuchillo de la lapicera (una calabaza hueca pintada, uno de los artículos que más exportaba el padre de Morris) y le apuñaló los senos. La mujer había dado a luz hacía poco (Morris le llevaba veinte años al más pequeño de sus hermanos) y de las heridas manaron sangre y leche a la vez; murió entre alaridos, embadurnada en un fluido rosado. Sin embargo, tal y como en su religión la diosa Tanake declara ante quinientos amos que había alcanzado la divinidad después de cocerse en su propia leche, la madre de Morris pidió, con un último alarido, una inmortalidad parecida; y de ahí que su esposo, que era menos devoto pero la había amado profundamente, celebró un festín. Mientras el gobernador miraba hacia otro lado, asesinaron al asesino; Morris prefirió no dar detalles de la ejecución. Solo dijo, con su resplandeciente acento oxoniense, que fue “muy limpia”. Luego devoraron a su madre según el ritual, con lo que se llevó a cabo su transfiguración. El esposo y el hijo primogénito debían compartir el sacramento principal, la nariz, “fuente del soplo de la vida”. Las otras seis esposas —a quienes Morris llamaba “tías”— dividieron entre ellas un muslo cocido en leche de cabra. Y a todos los que participaron de aquel festín, a pesar de la plaga de jejenes que hubo aquel día, en adelante los acompañó la suerte. A Morris lo admitieron en Oxford; el hermano de su abuelo murió muy anciano, y su padre ocupó su lugar como jefe de la tribu; la fábrica adquirió edificios de ladrillo con chimeneas enormes y empezó a manufacturar jarrones, tanto de cerámica como de vidrio; la potencia colonial fue expulsada; la madre de Morris se convirtió en una diosa, sus imágenes se vendían en las aldeas. En vida se llamaba Tuka, y después de muerta la llamaron Tanake-Tuka. Concedía milagros a las mujeres devotas, y a veces también a los hombres.
       Algunos de los relatos de Ngambe pasaban por observaciones personales de Lushinski sobre las escenas a las que en televisión se refería como “vida silvestre”. En la privacidad de su despacho le reprochaba a Morris haber leído demasiados libros de Tarzán. “Solo he visto las películas”, protestaba Ngambe. Recordaba que en Londres, los domingos por la tarde, no había otra cosa que hacer. Aun así creía sinceramente que su madre se había convertido en una divinidad. Incluso decía que con frecuencia le rezaba. El sabor de su carne le había otorgado el don de la ingenuidad y de la simpatía.
       De aquellas tediosas entrevistas a analistas políticos, con el tiempo Lushinski se trasladó a falsas salas de estar con “presentadores” falsos que improvisaban conversaciones falsas. Se sentía reconocido, una celebridad extranjera. Adquirió el hábito de acariciar la cámara con la mirada cuando la lucecita roja estaba encendida, señalando así que era sensible a los orificios de su nariz, a sus cejas, sus dientes y sus orejas. Y bajo aquel lúcido resplandor teatral, felizmente atrapado en una cómoda butaca entre un crítico de cine imbécil y una actriz estúpida, empezó a tejer una vida.
       A veces habría querido escribir al dictado de la imaginación: fantaseaba con una memoria pequeña, tan abarrotada de deseos como de bosques frondosos, oscuros, o tan cortante y letal como una ventisca; y al mismo tiempo escueta y sobria, aunque llena de horror. Pero era demasiado inteligente para ser escritor. Su inteligencia era una variante del cinismo. La ironía le circulaba por la boca como un líquido más. La paladeaba con la misma determinación de Morris al ingerir la nariz de su madre. Le daba poderes.
       Aparentaba un propósito aleccionador. El “presentador” quiso saber por qué un hombre blanco como él representaba a una nación negra. Su respuesta fue que también Disraeli había guiado a Gran Bretaña, a pesar de ser de otra raza. El “presentador” le preguntó si el amor que sentía por su país de adopción lo inducía al patronazgo con sus habitantes. En lugar de contestar, Lushinski escupió en el pañuelo de la actriz —se abalanzó sobre ella y se lo sacó del escote donde lo llevaba guardado— y miró al “presentador” con perplejidad. Hubo risas entre el público; Lushinski parecía uno de esos cómicos broncos y cascarrabias que causaban furor.
       Entonces habló.
       —El patronazgo solo se entiende si eres cliente. En mi país no hay burdeles.
       Louisa, su amante, no aparecía con él en los programas. Le preocupaba la tripa de Lushinski. “Stasek tiene una tripita tan pequeña”, decía. Ella, por su parte, tenía unos ojos enormes, con los párpados sombreados de azul, la nariz grande y fina, la boca a un tiempo grande y nerviosa. Lo mimaba y lo obligaba a comer. Si comía maíz, ella lo desgranaba de la mazorca y le advertía sobre su tripa.
       —A Stasek le cuesta mucho comer, con ese estómago tan pequeño. Se le encogió de niño. Ya saben que lo abandonaron en un bosque con solo seis años. —A continuación añadía—: Stasek es generoso con los judíos, pero los devotos no le gustan.
       Se decía que era una condesa alemana —su apellido iba precedido de un “von”—, pero parecía completamente norteamericana, a pesar de que hablaba con una melodía impostada, irlandesa o sueca. Aseguraba que en otros tiempos había dirigido una famosa empresa farmacéutica de California, y lo cierto es que parecía una mujer de mucho mundo, una ejecutiva de ademanes vigorosos y bruscos, con unas manos grandes siempre alerta. Prestaba a su propia voz una curiosa atención y se pintaba los labios de un naranja flamígero. Con Lushinski, en cambio, podía ser muy silenciosa. Si en una fiesta estaban en extremos opuestos de la sala y él arqueaba una ceja o, ni siquiera, a un leve movimiento de la comisura de su boca o el temblor de un párpado, ella comprendía y acudía a su lado de inmediato. La gente se quedaba boquiabierta, pero ella estaba orgullosa.
       —Lo dejé todo por Stanislav. Hubo un tiempo en que tuve a trescientas sesenta personas a mi cargo. Disponía de dos secretarias personales, una para el trabajo general y otra solo para dictarle la correspondencia. No siempre he sido como me ven ahora. Cuando Stasek me pide que vaya, voy. Cuando me pide que me quede, me quedo.
       Confesaba todo esto con un aire distante y un porte majestuoso. Lushinski nunca la llevaba cuando despachaba asuntos oficiales. Era verdad que su tripa era muy lisa y le hacía parecer uno de esos soldados-naipes de Alicia en el País de las Maravillas: los hombros eran un par de aristas, y todo lo demás parecía trazado con regla. La raya del pelo (tan negro y lustroso que parecía pintado) era una línea limpia que caía exactamente en el mismo eje que la aterradora pupila de su ojo izquierdo. Esta pupila calculaba y dividía, provista de un párpado tan frío y preciso como la hoja de un cuchillo. Incluso su nariz era una férula de acero torneado bajo la piel viva; separada de su rostro, podría haber cortado cualquier cosa. Aun así era atractivo, o casi, y cuando hablaba resultaba imposible no prestarle atención. Era como si todo lo que decía ejerciera el mismo efecto de la flauta mágica del cuento popular, cuyo son hechiza los pies de quienes la escuchan y hace que todo el pueblo dance desenfrenadamente, tanto si se quiere como si no. Sus colegas solo se acordaban de menospreciarle cuando no estaban cara a cara con él; de lo contrario, igual que todo el mundo, sucumbían al conjuro de sus ojos convincentes y expresivos, que parecían controlados por secretos engranajes silenciosos desde el interior, y de su pequeña sonrisa, que no era sonrisa sino más bien una reverencia desdeñosa de aquellos pómulos estrechos, y en el momento creían cualquier cosa que les dijera; creían que su país era más grande de lo que aparentaba ser y que merecía un arrobado respeto.
       En Nueva York, Morris Ngambe se enfrentó a ciertas dificultades propias de la urbe en los tiempos que corrían. El ascensorista puertorriqueño de un edificio residencial de Riverside Drive lo desairó y le indicó la puerta del servicio, a pesar del brillo de su corbata. Una banda de siete jóvenes con cazadoras donde se leía “África cerca, Harlem lejos” lo golpearon y le robaron, no en Central Park, sino a una manzana de distancia; se le cayó la funda de oro del incisivo frontal derecho, y tuvo que reemplazársela un tal doctor Korngelb, de la calle Cuarenta y nueve, que en su lugar colocó una magnífica corona blanca de acrílico, mucho más actual. También lo atacó un perro enorme y terrible, una hembra de chow chow de pelo rojizo que, después de defecar en medio de la acera, al erguirse levantó inexplicablemente el vuelo e hincó los dientes en el brazo de Morris. El pobre tuvo que ir de urgencias al hospital Bellevue a que le pusieran la vacuna contra la rabia en la barriga. Durante días se quejó del dolor.
       —¡Qué ciudad! —le decía a Lushinski gimoteante—. Londres es aburrido, pero por lo menos civilizado. Nueva York es justamente lo que dicen que es: una jungla.
       Rezaba frente al retrato de su madre, y se olvidaba de que su propia aldea natal estaba rodeada por una madeja gris de selva, poblada de todas aquellas fieras rugientes, ululantes, que graznaban y roían exhalando su peligroso aliento y lanzando aterradoras miradas centelleantes a la luz de la luna.
       Otras veces, en cambio, no lo olvidaba, y entonces Lushinski y él comparaban las selvas de sus respectivas infancias. Esas conversaciones siempre ponían a Morris de buen humor: había vivido una niñez privilegiada, correteando con otros chicos y pisoteando las bayas caídas que les manchaban los ágiles dedos de los pies de un jugo tibio, deteniéndose de vez en cuando a probar su sabor amargo; y una vez, por diversión y por un desafío, comieron moscas de la fruta. Por encima de todo recordaba los juegos, tan inteligentes y elaborados que incluso ahora lo asombraban, y se preguntaba quién los habría inventado, en qué época inspirada y remota: juegos del escondite, acompañados de complejas canciones en clave; y juegos silenciosos con ramitas de varios tamaños y distintos tipos de corteza, que requerían tanta concentración como el ajedrez; y juegos de acrobacia con los que los chicos se colgaban cabeza abajo de las ramas para estirar los músculos del cuello, pues algún día tendrían que llevar los aros iniciáticos; y juegos de sigilo con los que imitar el silencio de unos roedores pequeños con cara de ciervo e ijares tiernos que se cruzaban ante sus ojos, tan raudos que apenas se vislumbraba un centelleo plateado. Y lo mejor de todo, volver caminando a casa después de pasar el día entero en medio del enjambre dorado que se formaba en el claro polvoriento, donde los insectos se arremolinaban entre los rayos de sol que agrietaban las nubes; y sentir bajo los pies la textura casi carnosa del suelo de la jungla, similar a la de los emplastos para la fiebre; y al acercarse a las cabañas, el vago olor de la oscuridad que empezaba a apoderarse del paisaje y todas las risas indulgentes de las tías; entonces se les henchía el corazón: las tías los llamaban “amos”, porque eran prácticamente hombres. Morris —en aquellos tiempos era Mdulgo-kt’dulgo, “alma excelsa nacida de alma excelsa”— daba un último lametón a la deliciosa grasa de cabra de la hoja de banano y presentía que un día llegaría a ser un hombre de peso en el mundo.
       Lushinski hablaba poco de la selva de su niñez, pero por un instante su esencia salvaje erraba de arriba abajo por el brutal hueso de su nariz.
       —¿Lobos? —preguntó Morris; por su jungla corrían chacales de pelo lustroso y rojizo con franjas negras en el lomo, difíciles de atrapar, aunque no peligrosos si se los manejaba con inteligencia, de cabezas tan coloradas como las melenas pelirrojas de algunas mujeres que se veían caminando impúdicamente por las calles de Londres o Nueva York. Los lobos, en cambio, son terrores del norte, efluvios eslavos surgidos de las nieves y las leyendas del Baba Yaga.
       —Lobos humanos —respondió Lushinski; y no añadió nada más. En ocasiones se ponía hosco de repente, o la furia se apoderaba de él, y entonces Morris pensaba en el chow chow. Nunca se determinó si el chow chow estaba rabioso. Lo más probable es que Morris hubiera soportado todo aquel padecimiento por nada. A Lulu (o sea, a Louisa, un nombre que a Morris, personalmente, le incomodaba. Se avergonzaba al pensar lo que aquellas dos sílabas horribles significaban en dialecto, y rezaba a su madre para que lo ayudara a borrar las imágenes que le venían a la cabeza siempre que Lushinski la llamaba por teléfono y empezaba diciendo, ¡oh, Tanake-Tuka!: “¿Lulu?”), a Lulu también la desconcertaban aquellos cambios de humor: entonces él alargaba una mano larga y endurecida y le asestaba un golpe, y Lulu recordaba que Lushinski había matado a un hombre. Había matado; veía en él la capacidad de matar.
       En televisión confesó haber asesinado:
       Había una vez, hace mucho tiempo en una región nevada del mundo llamada Polonia, un hombre y su mujer que vivían en la ciudad de Varsovia. El hombre regentaba cierto palacio —un banco— y la mujer regentaba otro palacio, sumamente confortable y laberíntico, con cientos de deliciosos libros llenos de historias guardados tras las puertas acristaladas de las vitrinas de caoba, y hornacinas secretas en las que ocultar soldaditos de juguete, y cuevas debajo de las sillas, y armarios conectados misteriosamente por pasadizos oscuros y tentadores; era una suntuosa mansión en una de las mejores calles de Varsovia. De esta dichosa y noble pareja había nacido un hijito al que llamaron Stanislav, a quien ambos amaban más que a su propia vida. Poseía una inteligencia fuera de lo común y todo lo aprendía más rápido de lo que podían enseñarle, de modo que pronto fue un chiquillo con tanto talento que sus padres solo podían regocijarse en la dicha de haber dado vida a tan magnífico hombrecito. El cocinero solía llevarle puzles de mil piezas, que parecían ser todas de idéntica forma y color, solo por el gusto de contemplar al niño componiendo la imagen en un abrir y cerrar de ojos. El chófer de su padre llegó una vez con media hora de antelación para retar al muchacho al ajedrez; aún no tenía cinco años cumplidos cuando las maniobras en las que involucraba a sus soldaditos de juguete eran, para delicia de los mayores, una imitación de las ingeniosas persecuciones que se escenificaban sobre el tablero de casillas blancas y negras. Ya entonces se deleitaba leyendo sobre los insectos, los astros o los tranvías. Una noche el padre había llevado a casa un pequeño violín, y la madre contrató a un profesor de renombre. Enseguida empezó a tocar como los ángeles, sin esfuerzo aparente.
       Un único defecto —o por lo menos ellos consideraban que era un defecto— de Stanislav afligía a la dichosa pareja. Tanto el padre como la madre eran rubios, como corresponde a un príncipe y una princesa polacos. La madre peinaba su cabello dorado en una trenza que luego prendía como una serpiente de lado a lado de la cabeza; el padre llevaba un sobrio chaleco gris bajo su cuello pálido, suave como el satén. El padre era de tez rubicunda, la madre sonrosada, y cuando se miraban a los ojos, los del padre tan grises como el tejido lustroso del chaleco y los de la madre de un azul tan clamoroso como las esquirlas de cristal del calidoscopio de su hijo, sentían que Dios los había bendecido con una criatura extraordinaria, un auténtico prodigio (el álgebra le interesaba hasta la obsesión), por más que, sonrosados y rubicundos y rubísimos como ellos eran, el muchacho pareciera un cíngaro. El pelo color azabache poseía una escurridiza rebeldía propia, igual que el de un cíngaro. Sus ojos centelleaban, pero para desilusión de sus progenitores eran negros como los de un cíngaro, e incluso la piel de sus diestras manitas tenía un lustre aceitunado, como la piel de los cíngaros. Su madre se enojó al enterarse de que los sirvientes lo llamaban con un apodo denigrante, Ziggi, abreviatura de Zigeuner, el término alemán para “gitano”. Sin embargo, cuando prohibió ese apodo no dejó traslucir que le molestaba la alusión a que el niño era moreno, sino solo la palabra alemana; no permitía que en la casa se hablara la lengua de los invasores bárbaros, enemigos de todos los polacos de bien.
       A pesar de todo, los oyó murmurar en el hueco de la escalera, o en la cocina: Zigeuner. Y al día siguiente llegaron los alemanes, con cascos, con botas, y los tanques aplastaron incluso las calles más elegantes, y la plácida vida de los palacios de Varsovia —la del rubio padre director de banco, la de la rubia madre bajo el enrejado de rosales— tocó a su fin. El padre rubio y la madre rubia le cosieron monedas de oro en la ropa interior y se llevaron al chiquillo moreno lejos de allí, a una aldea de campesinos que lindaba con un bosque, y tras entregar la suma acordada lo dejaron al cuidado de un granjero tosco pero de buen corazón hasta que el mundo volviera a enderezarse. Y la dichosa pareja de rubios cabellos huyó al este, con la esperanza de llegar a Rusia; pero en el camino, a pesar del cabello claro y los ojos celestes, de los modales aristocráticos y el habla culta de la gente de ciudad con inclinaciones literarias, se adivinó que no eran arios, los ataron a un abedul plateado al otro lado de los bosques y les pegaron un tiro.
       Todo ocurrió el mismo día en que Stanislav cumplía seis años. ¡Cuántos preparativos habían hecho desde hacía meses para ese cumpleaños! Paseos en poni, un payaso con traje de seda, la promesa de su padre de iniciarlo en Euclides… Y en lugar de eso, allí estaba aquel hombre sucio y cuellicorto, calvo, con una nariz gorda y dedos terribles de uñas gruesas, encallecidas, tan oscuras que parecían garras de hierro, junto a aquella mujer con pinta de bruja y cara encendida, y cuatro niños con blusones mugrientos espiando por una rendija de la puerta que cerraban con una correa de goma.
       —Es demasiado moreno —dijo la bruja—. No sabía que iba a ser moreno. Quién lo hubiera dicho, viéndolos a ellos. Nos va a comprometer, es un riesgo para nosotros.
       —Han pagado —dijo el hombre.
       —Es demasiado moreno. Deshazte de él.
       —De acuerdo —dijo el hombre.
       Y aquella noche abandonó al niño en el bosque…
       Pero en ese instante el “presentador” dio paso a la publicidad, y la boca de vidrio del televisor se llenó con una cortinilla musical sobre los cuellos de camisa sucios y un detergente que los dejaba resplandecientes. “El cerco de los cercos”, canturreaba el televisor.
       —¿Fue ese el hombre al que mató? —preguntó el “presentador” después de la pausa.
       —No —dijo Lushinski—. Fue otra persona.
       —¿Y usted solo tenía seis años?
       —No —dijo Lushinski—, entonces era más mayor.
       —¿Y vivió solo en el bosque todo ese tiempo? Un chiquillo tan pequeño, ¡imagínense!
       —En el bosque. Solo.
       —Pero ¿cómo? ¿Cómo? ¡Si no era más que un niño!
       —Con astucia —dijo Lushinski.
       Todo era burla y parodia. Y de alguna manera (por el hecho de burlarse y parodiarse, sentado ante las cámaras con una sonrisa absurda, plagado de contradicciones, el hombre que hablaba del chico, el polaco que trataba por todos los medios de ser africano, el candor que se presentaba como astucia) hacía que una risa incómoda aflorara entre los espectadores, y la risa los convencía de que se lo estaba inventando todo. Primero se había maquillado y ahora se inventaba a sí mismo, igual que uno de esos cómicos que cuentan anécdotas desternillantes sobre parientes ridículos.
       —Verá, a esas alturas los campesinos querían atraparme —dijo Lushinski—. Pensaban que si me atrapaban y me entregaban a los alemanes sacarían algún provecho; quizá los alemanes no fueran tan duros con aquel pueblo, quizá no entraran a llevarse de balde el cereal con las carretas, ni robaran la leche… Claro, yo era la presa que necesitaban. Un día oí el jadeo babeante de un perro: un bulldog grande y enfermo al que conocía, se llamaba Andor y tenía restos de genitales machacados y vómito en la quijada. Era el perro del acólito del sacristán, que vivía en un cobertizo detrás de la parroquia, un bruto, viejo pero bruto, así que agarré un palo y cuando Andor se acercó se lo clavé justo en el ojo, tan al fondo como pude. Y Andor empezó a revolcarse y desgañitarse como un demonio, y el acólito del sacristán se abalanzó tras él, y yo agarré a Andor, pesado como un leño, pesado como una roca, créame, lo agarré, lo levanté y lo lancé justo contra el acólito del sacristán, que cayó derribado de espaldas; a esas alturas Andor había enloquecido, daba alaridos y se revolcaba en el río de sangre que le manaba del ojo. Y entonces hundió sus dientes apestosos como si fueran palas, pinchos, dagas, en el cuello del viejo bruto…
       Todo era comedia: los hermanos Marx, los policías de Keystone, el público está eufórico por su propia incredulidad. El bulldog es un dragón, el acólito del sacristán un ogro, Lushinski no es más que un cuentista.
       —Entonces, ¿ese es el hombre al que mató? —preguntó el “presentador”.
       —Ah, no, a Jan lo mató su perro Andor.
       —¿Es verdad? —quiso saber Morris, que se había sentado en la primera fila y reía como todo el mundo; aprovechó para explicar su incidente con el chow chow de la calle Diecinueve Este. Lulu, en cambio, nunca se lo preguntó. Sabía que era verdad. Con frecuencia tenía que zarandearlo para arrancarlo de las pesadillas, moqueaba por el llanto y retorcía la lengua con espantosos ruidos de succión para sorber aire. Entonces le llevaba un vaso de leche caliente a la cama, le peinaba la nuca con una mano húmeda y le recordaba que todo había pasado, que Polonia era un producto de la imaginación y Europa una fantasía; ahora era un gran hombre, una figura a la que el mundo prestaba atención.
       No le contó a nadie quién era el hombre al que había asesinado, ni siquiera a Lulu. Así que ella no sabía si lo había matado en la selva polaca, o en el campo de concentración, cuando lo capturaron, o en Moscú, adonde lo llevaron luego, o tal vez mucho después, en África. Y tampoco sabía si el hombre al que había matado era un gitano, un polaco o un alemán, o quizá un ruso, un judío, o tal vez uno de esos guerreros negros bajitos de su propio país, de los cuales se extraía la casta política. Y no sabía si lo había matado con las manos, o con un arma, o mediante alguna estratagema o artimaña. A veces le daba miedo pensar que era la amante de un asesino, aunque otras veces eso mismo la reconfortaba y hacía que su vida pareciera diferente de las demás vidas, llena de aventuras y dolor. Llegaba a sentir al mismo tiempo lástima y admiración por sí misma.
       Lushinski se llevó a Morris a Washington para visitar al secretario de Estado. Al secretario le preocupaba el recrudecimiento de las guerras tribales en el norte; a ciertos intereses empresariales —comentó en el dialecto insulso que utilizaba para ocultar la identidad del iracundo magnate cuyo temor estaba reproduciendo ahora y que le había revelado al secretario en el transcurso de un almuerzo (ensalada de aguacate, pescado en una salsa paradisíaca, asado con aroma a vino y setas, un postre de espárragos en almíbar mezclado con licor de albaricoque a la pimienta y rodeado por unos pastelitos de almendras dispuestos en forma de peonía)—, a ciertos intereses empresariales, dijo el secretario de Estado en alusión a su amigo, les preocupaba la regularidad de los envíos del material crudo esencial para la fabricación de su indispensable producto. El último estallido de las hostilidades tribales había interrumpido la siega en las plantaciones, de manera que los exportadores se quedaron sin nada que mandar y habían tenido que sacar de los almacenes el material de desecho del año anterior. No podía ser, toda una rama de la industria estadounidense dependía de la paz en aquella región crucial; sin embargo, cuando dijo “toda una rama de la industria estadounidense” seguía refiriéndose a ese hombre iracundo, su amigo, que había acudido al almuerzo con su joven tercera esposa, una pobre chica que ahora se comportaba según la idea de reina que tiene una pobre chica, con el pelo pajizo alisado de peluquería cara, pero en cualquier caso de buen ver. Así que volvió a mencionar “aquella región crucial”.
       —Supongo que no han olvidado lo que pasó la última vez, cuando hubo hambruna por allí —siguió diciendo el secretario de Estado—. Recuerdo que hará unos veinte años, antes de que empezara usted, estuve en Camerún, y se degollaban unos a otros sabe Dios por qué.
       —Era por la cuestión lingüística —dijo Morris—. No piense en “tribus”, señor, sino más bien en naciones, y entenderá mejor la cuestión del orgullo lingüístico.
       —No se trata de entender, se trata de dinero. Nadie iba a las plantaciones a segar, ¿sabe?
       —Estaban en guerra. Había hambruna.
       —Señor Ngambe, usted aún no había nacido. Si hubieran segado, habrían evitado la hambruna.
       —Señor, esa cosecha no es comestible —protestó Morris—, es como comer esparto.
       El secretario de Estado no supo qué hacer ante semejante cerrilidad; cómo iba a preocuparle un hambre tan lejana, si tras el copioso almuerzo ni siquiera era capaz de concebirla. Sintió cierta acidez de estómago, disimuló un eructo.
       —Sabe Dios lo que come esa gente —dijo.
       —Señor —repuso Lushinski—, ha recibido nuestros documentos acerca de la hambruna que asola el sur. La presión de nuestros almacenes en el norte (no dude, señor, que están menguando) puede aliviarse con una sencilla cesión de depósitos de grano Número Tres, para la cual recordará que presenté una solicitud la semana pasada…
       —No he llegado a los Números Tres, señor Lushinski. Les echaré un vistazo este fin de semana, le doy mi palabra. Pondré a mi personal a trabajar en ello. Pero la cuestión es que si llega a haber un brote…
       —¿De cólera? —dijo Morris—. Ya hemos tenido noticia de una leve epidemia de cólera en el sur.
       —De violencia. Estoy hablando de la guerra. Lo del cólera es una lástima, pero es una cuestión estrictamente interna. No podemos hacer nada al respecto, a menos que la Cruz Roja… Miren, no podemos volver a tener esa clase de interferencia con las cosechas y los envíos. No vamos a tolerarlo. Tiene que haber un modo…
       —Se han iniciado las negociaciones entre los dt’ y los rundabi —dijo Morris; siempre sabía cuándo Lushinski quería que hablara, aunque ahora estaba confundido, porque también se daba cuenta de que el secretario de Estado no quería que dijera nada, se notaba que estaba molesto con él, y solo miraba a Lushinski. El resentimiento lo embargó de pronto, igual que cuando el ascensorista puertorriqueño lo obligó a entrar por la puerta de servicio; pero consiguió dominarse y se reprendió por olvidar que Lushinski lo aventajaba en rango y en años, y además era un hombre de quien el primer ministro decía que tenía un corazón como las raíces de un árbol en su propio patio trasero. El dicho provenía del proverbio dt’: aquel cuyo corazón echa raíces en su jardín traicionará el jardín ajeno, pero aquel cuyo corazón echa raíces en jardín ajeno cuidará de él como si fuera propio. (En el bello giro sintético del dialecto de la región central del primer ministro: bl’kt pk’ralwa, bl’kt duwam pk’ralvi.)
       Así que en lugar de permitirse cultivar el brote de celos alojado en el interior de su cuello, justo por donde pasaban el alimento y la bebida, Morris antepuso el patriotismo: su amado pequeño país, un concepto más que una verdadera nación, una confederación de grandes familias que competían movidas por la envidia, entre las que su prestigiosa tribu ocupaba un lugar prominente, célebre por el lustre de la piel de sus mujeres, ya que incluso las abuelas tenían las carnes tersas y prietas como las panteras. Pensó cuánto habían marcado a su padre y a todos los hermanos de su padre el ingenio y la capacidad de adaptación, recordó que el día del dios de la tribu las demás familias debían llevarle a su tío abuelo los pertinentes cestos de harina de habas y ristras de ajos, y que su tío abuelo sacó de la cabaña la esbelta figura del dios de la tribu y le puso una guirnalda de malvas en el lulu, que encerraron a las mujeres en el recinto y con la primera estrella de la noche cantaron tras la cerca caldeando el cielo, y todos los muchachos de catorce años estrenaron su collar de aros de bronce; y después, luciendo ya su flamante collar, Morris soltó del recinto a la primera mujer que sería suya y la persiguió por la selva temblorosa, una de sus primas jóvenes, una cría de once años flexible como un junco…
       En Nueva York había casas peligrosas, el matrimonio era imprescindible para ser respetable, para no contraer una enfermedad; en Nueva York no era posible que un joven importante tuviera una mujer para él si no era su esposa. En Londres sí cabía alguna posibilidad; Morris había visitado a menudo el cuarto de alquiler de Isabel Oxenham, una joven alegre, huesuda y feúcha que le explicó que ser cockney significaba nacer dentro de los límites donde se oían las campanas de St. Mary-le-Bow, y que por tanto ella era cockney, pero en Nueva York había prejuicios, era más difícil, en ese sentido Lushinski no podía ser su modelo… Ahora casi estaba escuchando al secretario de Estado, y ¡oh!, había vencido los celos, se enorgullecía de que su país, tan tierno y sabio, tan lleno de sentimiento, estuviera representado por alguien con la mentalidad de Lushinski. No era una mentalidad de extranjero, sino como la suya propia, elevada y culta. Oyó al secretario de Estado decir “universal” y se le ocurrió que la conversación había tomado derroteros filosóficos. Inmediatamente hizo su aportación; tenía la certeza de que la filosofía y la poesía eran sus únicos intereses verdaderos: sus puntos fuertes.
       —En el fondo —dijo Morris— no existe contradicción entre lo tribal y lo universal. Recuerde las palabras de William Blake, señor: “Ver el mundo en un grano de arena…”.
       El secretario de Estado tenía el pelo blanco y la cara apergaminada; a Morris le repugnaban las venitas violáceas que trazaban motivos florales a ambos lados de la nariz. ¡Qué fealdad, qué deficiencia la de algunos seres humanos! Sin duda tenían una razón de ser cuando Dios los había creado, pero a él se le escapaba y no podía evitar que le repugnaran. No se trataba de un desprecio moral, sino meramente estético.
       —El nacionalismo en Occidente —dijo Morris— es un fenómeno muy nuevo, un avance del siglo XIX. En África, en cambio, nunca vivimos nada parecido. Nuestra idea de nación es distinta, no va vinculada a lo político; tiene que ver con la tierra que se ama, con las costumbres, los ritos, los primos, el sentido de la familia. El sentido de la familia da paso a un concepto más sublime: se está más preparado para pensar en la gran familia de la humanidad. —Sin embargo, dio gracias a su madre por no guardar ningún parentesco con aquel viejo feo y arrugado, colorado como el carmín.
       De regreso a Nueva York, en el puente aéreo, Lushinski le habló como un maestro de escuela, y evitando el inglés, para que nadie les entendiera.
       —Ese hombre es un campesino —le dijo a Morris—. Nunca hay necesidad de entablar conversación con los campesinos. Están al mismo nivel que los perros, los cerdos o los burros que ellos mismos crían. Solo saben si llueve o no llueve. Barren únicamente para su propia casa. Nos matará de hambre, si se lo consentimos. —Y, con el dialecto de la región central del primer ministro, añadió—: Haremos que coma aire. —El comentario, en aquel punto, era una maldición negra, aunque de esas que siempre arrancan una carcajada. A pesar de ello, a pesar de la graciosa manera con que pronunció hl’tk, “morir de hambre”, aspirando la palabra (hlt’k) en lugar de batirla en la garganta, dando así lugar a un juego de palabras con “arrebatar-la-virginidad”, Morris advirtió una vez más que siempre que Lushinski decía la palabra “campesino” parecía asustado.
       La guerra se desencadenó, por supuesto. Durante una semana volaron telegramas de un lugar a otro. Lushinski voló también, para despachar con el primer ministro; llevó las cartas del secretario de Estado para quemarlas en su presencia. Morris se quedó en Nueva York. Una noche Lulu llamó por teléfono para invitarlo a cenar. Detectó en su voz que obedecía a su amante, así que declinó el ofrecimiento.
       La guerra se libraba a más de cincuenta millas al norte de la capital. La lluvia azotó el bungalow del primer ministro; después del chaparrón, ráfagas de un viento caliente sacudieron los postigos. Las hojas de los árboles, convertidas en cuencos y pozos, se secaron al instante. La humedad reinante se evaporó levantando por todas partes cortinas de vaho y retazos de arcoíris. Los aparatos del aire acondicionado traqueteaban como sartenes de hojalata. Una por una, Lushinski rasgó las cartas del secretario de Estado y les prendió fuego en el cenicero del primer ministro con el encendedor del primer ministro, una reproducción de la torre inclinada de Pisa. Luego las avivó con la pluma estilográfica del primer ministro, fabricada en Japón. Incluso en el interior de las casas, incluso con el aire acondicionado a tope, la luz del sol estaba cargada de olores desconocidos en Nueva York: caucho mezclado con paja, alquitrán y cagarrutas de mono, y siempre la fragancia errante de las mimosas. La esposa del primer ministro (se hacía pasar por monógamo, aunque a esta había dejado de usarla mucho tiempo atrás), o mejor dicho, la mujer que gozaba del estatus de esposa del primer ministro, se arrodilló delante de Lushinski y lo obsequió con un pastel sacerdotal de harina de habas.
       La guerra se prolongó una segunda semana; cuando el primer ministro firmó el alto el fuego, Lushinski se mantuvo a su lado, impertérrito. Del secretario de Estado llegó un telegrama de enhorabuena; Lushinski lo leyó bajo aquellos árboles perfumados, pesados como coles, fumando sin cesar; era adicto al tabaco local. Absorbió el sol en sus carnes. Las colinas, más onduladas y verdes que ningunas otras en el planeta, le incendiaron el pecho. Desde el avión, mientras abandonaba África una vez más, creyó ver en las sombras de las colinas los techos alquitranados de los campamentos de la guerrilla, aunque quizá solo fueran oscuros nidos de buitres. Ganaron altura y observó por la ventanilla el asta plateada del aparato, y abajo los prados de nubes.
       En Nueva York, el secretario de Estado lo alabó y dijo que era un pacificador. En su fuero interno Lushinski ni se inmutó, pero vio que Morris sonreía. ¡Le había dado al secretario de Estado aire para comer! Un mes después de la “guerra” —las comillas se hacían visibles en el tono de Lushinski: ¿qué fue, salvo una combinación de disturbios y conatos de huelga en las aldeas? Tan solo un par de centenares de víctimas mortales, aunque desgraciadamente entre ellas estuviera L’duy, el poeta dt’— el precio de las indispensables cosechas aumentó en un sesenta por ciento, con lo que el producto interior bruto creció en dos tercios. La tierra era como una madre de pechos rebosantes. La imagen se le ocurrió a Morris.
       —Pues tiene unos pezones caros, nuestra madre —comentó Lushinski.
       Y Morris comprendió que Lushinski había hecho la guerra del mismo modo que un hombre tiene un sueño genital mientras duerme, y que el primer ministro había transfigurado el sueño en sangre húmeda.
       El primer ministro ordenó erigir un monumento de bronce en memoria del poeta muerto. En el pedestal se leían, tanto en dialecto como en inglés, los versos:

El ciervo procura,                   Kt’ratalwo
el león culmina.                      Mnep g’trpa
El hombre cazador                Kt’bl ngaya wiba
solo escoge los flancos.         Gagl gagl mrpa.


       La traducción al inglés era de Lushinski.
       —Ah, no hay nadie como tú —dijo Morris con adoración.
       —Qué terrible hacer una guerra solo para que aumenten los precios —dijo Lulu.
       —De eso hay muchos precedentes —dijo Lushinski.
       A Morris, en cambio, le explicó:
       —La guerra habría llegado en cualquier caso. Era preciso manejar los tiempos. El cálculo salvó vidas. —En este punto expuso la estrategia preventiva de los rundabi, y de qué modo había quedado frustrada: la picardía se dibujaba en su boca, le encantaban los trucos—. Y al mismo tiempo sirvió a nuestros fines. Recuérdalo cuando seas embajador. No intentes arremeter contra lo inevitable. En lugar de eso, juega con los tiempos.
       Aunque era más de medianoche y estaban solos en el despacho de Morris —Lushinski era demasiado elevado para las conversaciones extraoficiales—, hablaban en dialecto. Lushinski apuraba con avidez una lata de Coca-Cola, mientras Morris comía galletitas saladas untadas en compota de manzana.
       —¿Voy a ser embajador? —preguntó Morris.
       —Algún día —dijo Lushinski— la madre me expulsará.
       Morris no comprendió.
       —¿La madre tierra? ¡Eso nunca!
       —La madre —corrigió Lushinski—, Tanake-Tuka.
       —¡Ah, eso nunca! —exclamó Morris—. Tú le traes suerte.
       —No soy un tótem —repuso Lushinski.
       Morris reflexionó.
       —Nosotros, los hombres civilizados —dijo, eligiendo para “hombres” el término formal, “amos”, de manera que elevó la idea y le añadió elocuencia—, no comprendemos a qué se refiere el primitivo cuando, llevado por las pasiones, habla de un “tótem”.
       —No me asustan las palabras —dijo Lushinski.
       —Y tanto que sí —repuso Morris.
       Lulu, al igual que Morris, también había detectado una palabra que asustaba a Lushinski, aunque era lo bastante lúcida para discernir entre los malos recuerdos y el mal humor. Lushinski presumió de ser el único hombre libre de su siglo. Ella se burló de aquella tontería.
       —Bueno, el único no —concedió él—. Pero sí más libre que la mayoría. Todo superviviente es libre. Cualquier cosa por la que puede pasar un ser humano, el superviviente ya la lleva dentro. El futuro no es capaz de inventar nada peor, así que ahora es dueño de una temeridad ajena al miedo.
       Ese era su inglés de diplomático. Lulu lo detestaba.
       —No moriste —dijo—. No seas tan pedante por estar vivo. Si estuvieras muerto, como los otros, habría una excusa para la pedantería. La gente los llama mártires, cuando no eran más que personas corrientes. Si fueras un mártir, podrías vanagloriarte de serlo.
       —¿Me consideras corriente? —preguntó Lushinski. Justo en aquel momento parecía un loco abrasado por una voluntad secreta; pero eso no era nada, podía parecer lo que se le antojara—. Si fuera corriente estaría muerto.
       Ella no pudo rebatírselo. Un chiquillo hecho un manojito de huesos que había sobrevivido a los campesinos que lo llenaron de ampollas, lo apalearon y lo persiguieron. Uno de ellos lo tuvo colgado por las muñecas de la viga de un cobertizo. Su cuerpo eran cuatro palitos en cruz, y el estómago se le fue encogiendo hasta que llegó un punto en que no hubo manera de que se le dilatara, y aun ahora era del tamaño del estómago de un niño, y no podía comer. Ella le llevó un cuenco de gachas y lo observó mientras empujaba la cuchara varias veces hasta traspasar la línea recta de su boca; luego dejó la cuchara a un lado. Entonces ella lo atrajo por la cabeza para acunarla en su regazo, como si fuera la cabeza de una muñeca, y tuvo que reunir sus propios pensamientos para darle calor.
       Él le ofreció libros.
       —¿Por qué iba a leer todo esto? No siento curiosidad por la historia, solo por ti.
       —Una y la misma cosa —dijo él.
       —Pedante —le dijo ella de nuevo. Él solo le permitía ese tema—. Muerte —dijo ella—. Muerte, muerte, muerte. ¿A ti qué más te da? Tú saliste con vida.
       —Me importa que quede constancia —insistió él.
       Había libros llevaderos y libros difíciles. Los más llevaderos eran historias; esos los llevaba ella a casa, por iniciativa propia. Sin embargo, a él lo enojaban.
       —Nada de historias, nada de cuentos —dijo—. Fuentes. Solo documentos. Política. Eso es lo que me llevó a mi profesión. Adición de datos. No existen los santos de las historias —añadió—, únicamente existen los santos de los datos. Recuérdalo antes de caer a los pies de cualquiera que haga romances de lo que ocurrió de verdad. Si quieres algo litúrgico, dite a ti misma: “Ocurrió de verdad”.
       Dejó caer en la cama, junto a ella, un voluminoso tomo titulado La destrucción. Ella lo abrió y vio tablas y números y asteriscos; vio horarios de trenes. Todo era árido, sumamente árido.
       —¿Conoces al autor? —preguntó. Estaba acostumbrada a que él conociera a todo el mundo.
       —Sí —repuso él—, ¿quieres ir a cenar con él?
       —No —dijo.
       Leyó las historias y lloró. Lloró por los campos de concentración. Leyó un libro llamado Noche; lloró.
       —Pero no puedo separar las historias de las fuentes —se lamentó.
       —La imaginación crea romances. Los romances se desdibujan. En lugar de eso, cuenta las cifras de los trenes de carga.
       Hojeó un poco de aquel libro enorme. El título la irritaba. Era una mentira.
       —No es que el mundo entero fuera exterminado. No fue el Diluvio. No fue la humanidad, al fin y al cabo, fue solo un pueblo. Los judíos no son el mundo entero, no son la humanidad, ¿o sí?
       Captó en su cara un extrañamiento prolongado: le pareció alguien nuevo, como si no se lo hubiera visto nunca.
       —¿Qué sucede, Stasek?
       De pronto lo comprendió: le había dicho que no pertenecía a la humanidad.
       —Cuando la gente piensa en la humanidad —contestó él al fin—, nunca deja de omitir a los judíos.
       —¡Un epigrama! —le replicó ella—. ¡Qué hay de bueno en un epigrama! ¡Eres un acomplejado! En público haces chistes, pero en casa…
       —En casa hago aguas. —Y se metió en el cuarto de baño.
       —¿Stasek? —dijo ella desde el otro lado de la puerta.
       —Más vale que te vayas a leer.
       —¿Por qué quieres que sepa todo eso?
       —Para mostrarte con qué vives.
       —Ya sé con quién vivo.
       —No he dicho con quién, he dicho con qué.
       Empezó a oírse correr el agua de la ducha.
       —¡Siempre te da por bañarte cuando digo esa palabra! —gritó ella.
       —Es mi bautismo —contestó él en voz alta—. ¿Qué palabra? ¿Humanidad?
       —¡Stasek! —forcejeó con el pomo; había echado el pestillo—. Escucha, Stasek, quiero decirte algo. ¡Stasek! Quiero decirte algo importante.
       Le abrió la puerta. Estaba desnudo.
       —¿Acaso tú sabes qué es importante? —preguntó él.
       Ella se quedó mirando su miembro; estaba hinchado.
       —Quiero decirte lo que detesto —anunció.
       —Espero que no sea eso que estás mirando —dijo él.
       —La historia —dijo ella—. Detesto la historia.
       —Pobre Lulu, algún resto se te quedó pegado y no hay manera de que se quite…
       —¡Stasek!
       —Ven a limpiártelo, nos someteremos a un bautismo conjunto.
       —Yo sé lo que tú detestas —dijo ella con tono acusador—. Detestas formar parte de los judíos. Eso es lo que odias.
       —No formo parte de los judíos. Formo parte de la humanidad. No irás a decir que son lo mismo, ¿verdad?
       Ella se quedó de pie, cavilando. Estaba harta de su sarcasmo. Se sentía vacía e ignorante.
       —Casi nadie sabe que eres judío —le dijo—. Yo nunca pienso en ello. Eres tú quien siempre me lo recuerdas. Si en algún momento lo olvido me das un libro, me obligas a leer historia, cosas de hace tres guerras, tan remotas como Atila el Huno. Y entonces digo esa palabra… —Respiró hondo, hizo un esfuerzo—. Digo “judío”, y dejas correr el agua, te asustas. Y cuando te asustas, atacas. Vuelves a recordarlo todo y atacas como un animal…
       De la oscuridad emergió la ilusión de su sonrisa, ¡ah, un sol! Ella vio que sonreía radiante.
       —Si no fuera por la historia, ¡imagínate! —le dijo él—. Seguirías en el Schloss; no te habrías convertido en una niñita norteamericana, ni habrías heredado la fábrica de pintalabios…
       —¿Has puesto el tapón? —lo interrumpió ella de pronto—. Stasek, tienes el grifo de la ducha abierto, mira qué estupidez, ahora la bañera está a punto de rebosar…
       Él sonreía, no dejaba de sonreír.
       —Prácticamente nadie sabe que eres una princesa.
       —No lo soy. Mi tía abuela lo es. Ay, mira, ya se está desbordando por los lados.
       Se quitó los zapatos y entró descalza en el cuarto de baño inundado, alargando el brazo para cerrar el grifo. Los pies le chorreaban, las manos también. Entonces se encaró con él.
       —Princesa, ¿eh? ¡Ya sé por dónde vas! Cuanto más te burlas, más en serio hablas, pero ya sé por dónde vas. Quieres sonsacarme pequeñas historias, habladurías, por ese sueño de realeza tuyo… ¡Y lo sabes perfectamente, lo sabías desde el primer minuto, te he contado una y otra vez que me pasé toda la guerra metida en un colegio en Inglaterra! Y entonces empiezas a decir estupideces como eso de la “niñita norteamericana”, porque eso también lo quieres: quieres una princesa, quieres América, quieres Europa y quieres África…
       Pero él intervino.
       —Europa no la quiero —dijo.
       —¡Pedante! ¡Qué farsa! Ese es tu problema: quieres todo lo que no eres, por culpa de lo que eres. —Rompió en una carcajada, igual que las del público de sus programas—. ¿Africano? ¡Vaya un africano!
       —Louisa. —En ese momento se dirigió a ella con un énfasis distinto—. Soy africano. —Y habló con una voz de la que retiró todo matiz siniestro, la voz de un creyente. ¿Creía de verdad en África? A ella no la había llevado allí, siempre daban vueltas en su cabeza las imágenes de cómo sería, garzas, plumaje, el tallo rojo de la pata de un ave en un estanque de aguas inmóviles, desnudez caoba y collares dorados, timbales, cuerpos negros, las mujeres con los labios perforados por aros, taparrabos, pieles amarillentas, moteadas, rayadas, al acecho… el miedo, el miedo.
       La embistió con su cuerpo desnudo. Ella tenía la mano mojada. Siempre era frío con los judíos. Nunca se mezclaba con ellos. En la Asamblea le había dado la espalda al embajador de Israel; ella lo vio con sus propios ojos desde las butacas reservadas, oyó los carraspeos de la galería. Todos los judíos de Nueva York estaban en la galería. Ella sabía cuál era la palabra temida. Stasek la presionaba, se convertía en su dueño, le decía qué debía leer; ella, en otros tiempos convencida de ser su propia dueña, que ahora lo seguía cuando se lo ordenaba y se quedaba cuando él lo mandaba, sabía cuándo meterle miedo.
       —Judío —le dijo.
       Sin palabras él le había pedido cuándo pronunciar esa palabra; ella obedecía y lo devolvía al miedo.


       Morris, a pesar de su educación clásica, no tenía gusto por Europa. Daba igual que hubiera estudiado “ciencias políticas”, porque él todo lo convertía en poesía, o por lo menos en psicología; mejor aún, en rumores sin fundamento. Puede que leyera una biografía, pero las consecuencias de una vida no le interesaban. Recordaba los nombres de los perros de la princesa Margarita, y le parecía que Hitler, aunque por desgracia loco, había sido un genio, pues supo lograr que todo un pueblo tratara de alcanzar el éxtasis. Morris no comprendía Europa. A pesar de todo se consideraba superior a Europa, del mismo modo que la gente acostumbrada a una temperatura estable todo el año es siempre superior a quien no tiene más remedio que vivir al capricho de los cambios de estación. Sus ensoñaciones estaban en sintonía con un clima constante: verano, verano. Llevaba el canto de los grillos en la médula de los huesos, las mantis religiosas aparecían siempre: a veces una mantis se quedaba en una hoja y ponía las patas delanteras una encima de la otra, como un niño bueno.
       Lushinski le parecía incontestablemente europeo; África era toda luz, sutil fragancia, lluvia dulce y profunda, y más luz, resplandor, el calor purificador de la luminosidad. Y Europa en contraste era un pedazo de carbón infernal y terrible; incluso las nieves eran oscuras por los montículos sombríos, las cuevas, las huellas de los lobos, las hondas pisadas fugitivas. En África corrían por placer, los muslos alegres suplicaban ligereza, corrían por el veld, por la maleza y por el prado. En Europa era una huida, corrían para escapar, como una presa adentrándose en las sombras; Europa, el continente oscuro.
       Bajo los focos, Lushinski fue puliéndose cada vez más; se estaba convirtiendo en un artista cómico, y aprendió cuándo hacer una pausa para beber agua, cuándo dejar una frase coleando en suspenso. Gracias a la televisión lo invitaban a hablar en todas partes. A pesar de que sus historias eran grotescas, las contaba con tal verosimilitud que todo el mundo se escandalizaba hasta el punto de estallar en aullidos nerviosos. A la gente le gustaba que describiera sus días de estudiante en Moscú, después de que lo liberaran los soldados rusos; les gustaba que hablara de su maleta, de su uniforme.
       Lushinski se prodigaba poco. Era siempre muy breve. Aun así, ellos se reían.
       —En Moscú —decía— vivíamos cinco en una habitación que había sido un cuarto del servicio de una casa señorial. Veintisiete personas, hombres y mujeres, compartíamos el retrete, pero en nuestra habitación tuvimos la suerte de que hubiera un balcón. Un día salí al balcón a construir una estantería de libros. Disponía de algunas tablas para los estantes, una lata de clavos, martillo y sierra, así que me lié a golpes. De pronto uno de los otros estudiantes vino corriendo al balcón: “¡Hay gente en la puerta! ¡Hay gente en la puerta!”. Allí fuera había un montón de gente, llamaban al timbre, picaban a la puerta, gritaban. Aquella tarde recibí cuarenta y siete encargos en tres horas: una mesa, una credencia, un sinfín de estanterías, una cama, un escritorio, una letrina portátil… Pensaban que yo era un carpintero ilegal que trabajaba al aire libre para darme publicidad, pues los carpinteros del Estado tenían listas de espera de meses. Uno de los encargos, la letrina, era para un informante. Le dije que yo era solo un estudiante y no me dedicaba a aquel oficio, pero me acusaron de alterar el orden público por haber atraído a una multitud y me encerraron. Cinco días en una celda con borrachos. Dijeron que había organizado una manifestación en contra del régimen.
       “Poco después, las tuberías de nuestro retrete comunitario se embozaron; no diré cómo. Los residuos sólidos tenían que recogerse en cubos. Era insoportable, peor que un establo. Y de nuevo encontré mi oportunidad para ejercer de carpintero. Construí una letrina y se la entregué al informante. Ah, pero llena hasta los bordes, llena. Veintisiete ciudadanos soviéticos le rindieron tributo…
       Historias como esa violentaban a Morris. Sentía que la ropa interior le ajustaba demasiado, transpiraba. Se preguntó por qué todo el mundo se reía. La historia le pareció europea, incivilizada. Quizá había ocurrido de verdad, pero lo más probable era que no. No supo a qué atenerse.
       La maleta, por otra parte, la conocía bien. Siempre estaba ahí, no fallaba, apoyada en el pie de Lushinski, o apuntalada contra la parte baja de su escritorio o la portezuela de su coche oficial. Lushinski explicaba de buena gana lo que había dentro:
       —Varios juegos completos de documentación falsa —decía con satisfacción y una expresión justo lo contrario de ladina. Un día los enseñó; había pasaportes de varias nacionalidades: inglés, francés, brasileño, noruego, holandés, australiano… y cierto número de diplomas en diferentes idiomas—. Los dos rusos no son falsificaciones —alardeó mientras volvía a colocarlo todo entre camisas nuevas todavía envueltas.
       —Pero ¿por qué? ¿Qué sentido tiene? —dijo Morris.
       —Una máxima: ten siempre las maletas a punto.
       —Pero ¿por qué?
       —Para huir.
       —¿Por qué?
       —A veces uno está mejor donde no está que donde está.
       Morris deseó que lo hubiera oído el primer ministro; sin duda habría confiado menos en Lushinski. Sin embargo, Lushinski le adivinó el pensamiento.
       —Solo se quedan los traidores —dijo—. En tiempos revueltos, los únicos que tienen papeles falsos son los patriotas.
       —Pero ahora todo el mundo lo sabe —dijo Morris con sensatez—. Se lo has dicho al mundo entero por televisión.
       —Eso facilitará la huida. Sabrán reconocer a un patriota y lo dejarán para más tarde.
       Empezó a viajar como un poseso: estaba loco por América, así que fue a Detroit, a Tampa, a Cincinnati, a Biloxi… Le preguntaron cómo se las arreglaba para cumplir con sus responsabilidades diplomáticas; las delegaba en Morris, de quien dijo que era su “negro aplicado”. Llegaron cartas al consulado de Nueva York, donde se lo tachaba de colonialista y de racista. Lushinski comentó que lo era en la misma medida que era ciclista, y de inmediato, para demostrar su solidaridad con los ciclistas de cualquier color, le compró a Morris una reluciente bicicleta de diez marchas. Morris había aprendido a ir sobre dos ruedas en Oxford, y estuvo encantado de pedalear de nuevo en contra del viento. Fue en dirección sur por la Segunda Avenida; dio la vuelta entera por el Lower East Side. Lamentablemente, solo dos días después una banda, integrada según la policía por “perpetradores masculinos adolescentes de raza negra”, le robó la bici. A Morris América le gustaba cada vez menos.
       A Lushinski, en cambio, le gustaba cada vez más. Iba a las asociaciones municipales, asociaciones con nombres de animales, asociaciones con nombres indios; asociaciones internacionalistas y patrioteras; de veteranos, pacifistas, vegetarianos, feministas, viviseccionistas; accedía a hablar en cualquier sitio. Los judíos no lo invitaban; le había dado la espalda al embajador israelí. Entretanto, el secretario de Estado se distanció un poco y omitió a Lushinski en la lista de invitados a las cenas que solía dar; no podía evitar sentir repugnancia por un hombre que iba de buena gana a Cincinnati, el lugar de donde el secretario de Estado se había marchado para no volver. En cambio, el primer ministro estaba encantado y le mandó a Lushinski un telegrama de felicitación por ir a “conocer al proletariado” —entonces el primer ministro utilizaba a menudo esa clase de lenguaje: decía “dialéctica”, “colectivo” y “Tercer Mundo”. En ocasiones hablaba de “los pueblos”, como cuando mencionaba “la república de los pueblos”—. En un lugar llamado Oneonta, en el estado de Nueva York, Lushinski habló sobre el uniforme: en París había ido a un sastre para encargarle un traje de soldado a medida.
       —¿De qué nacionalidad, señor?
       —Ah, de ninguna en particular.
       —¿Con qué rango, señor?
       —Alto. Tan alto como sea capaz de imaginar.
       La guerrera era larga; llevaba trabillas en los hombros, varios galones dorados en las mangas y botones metálicos grabados con el relieve del busto de un difunto monarca. En una juguetería, Lushinski compró cintas y medallas para la pechera. La gorra era alta, con un temible aire militar y una sólida visera ribeteada por un cordón escarlata. Con este atuendo Lushinski viajó a Renania. En los hoteles le daban la suite ducal sin cobrarle nada, en los restaurantes entraba antes que nadie sin esperar y lo atendían solícitamente, en los aeropuertos le ofrecían bebidas en salas enmoquetadas y lo escoltaban a bordo, con un guardia, hasta un reservado con cortinas.
       —Tu posición exige todo eso —dijo Morris con gravedad. De nuevo, estaba desconcertado. A su alrededor todo el mundo se desternillaba de la risa. La línea recta de la boca de Lushinski permanecía inmutable; Morris meditó acerca de la suplantación de identidad. No era ninguna broma (aunque hacía muchos años, en compañía de Isabel Oxenham) que en otros tiempos siempre buscaba las películas de Tarzán: África desde la mentalidad de Occidente. Podría haber sido el tema de su tesis, pero no lo fue. Era demasiado introspectivo para una generalización como esa; se proponía más bien observar su propia mente. ¿Acaso él no era mejor que aquel burdo Tarzán, que se atribuía una jerga que no era la suya? ¿Cuánto tiempo resistiría una extranjeridad ingerida, inventada? Él mismo —Mdulgo-kt’dulgo, también llamado Morris, vestido de traje y corbata, con su toga académica tirada en una silla veinte millas al norte de aquella sala de cine— tenía la impresión de estar engañándose, se veía como un suplantador. La película siguió su curso (jungla, lianas, monos, el famoso salto del alarido y el puño cerrado; todos los nativos con sendas lanzas de goma y caras de figurante, conserjes y camareros), era una confusión, una neblina. Entretanto Morris escalaba con el pulgar las vértebras de Isabel: una hilera uniforme y deliciosa, que subía y bajaba como una escalera. La sesión infantil terminó y seguidamente empezó la película de la noche. Era una cinta italiana que nunca olvidaría, una comedia sobre un impostor que no quiere serlo, un criminal de tres al cuarto a quien toman por un soldado heroico: el general Della Rovere.
       La película hizo que las lágrimas de Isabel resbalaran por la muñeca izquierda de Morris.
       El criminal, un granuja corriente, va a parar a la cárcel; los rivales políticos quieren al general entre rejas. El verdadero general es un hombre extraordinario, un santo, un héroe. Y poco a poco, el criminal adquiere las cualidades del general, se vuelve desinteresado, pasa a ser valiente, un hombre ejemplar. Al final de la película se le presenta la oportunidad de revelar que no es el verdadero Della Rovere. Noblemente, en cambio, opta por ser ejecutado en lugar del general, y así, en virtud del sacrificio voluntario, expía su pasado. Morris le contó a Isabel que los nativos feroces con los que se topa Tarzán están en la misma situación moral que el falso general Della Rovere: se acomodan, se adaptan a lo que se espera de ellos. Si les piden que aúllen como hombres que no pertenecen a ninguna cultura, aúllan.
       —Pero tienen alma, en otro tiempo eran seres avanzados. Si te pones en la piel de otro, ¿esa piel no acaba por adaptarse a ti? —especuló Morris.
       —Qué sé yo, yo no tengo estudios —dijo Isabel.
       Morris tampoco lo sabía.
       A pesar de todo, no creía que Lushinski fuera de esa clase de impostor. Un Tarzán tal vez, pero no un Della Rovere. La cuestión de la sinceridad inquietaba y absorbía a Morris. En una muestra de atrevimiento, le preguntó a Lushinski su punto de vista.
       —La gente que se dedica a la diplomacia concede demasiada importancia a la verosimilitud —declamó Lushinski—. La sinceridad es solo una maniobra como cualquier otra. Cierta dosis de mentira da pie a un método mucho más juicioso: crea el efecto de un mayor abanico donde elegir. La sinceridad ofrece un único camino. En cambio, si seleccionas entre una gran variedad de falsedades, acabas por encontrar un camino mejor.
       Dijo todo eso porque era exactamente lo que Morris quería oír.
       El primer ministro no tenía ningún interés en las cuestiones de identidad.
       —No es un falso africano —dijo el primer ministro en un discurso parlamentario, defendiendo el nombramiento de Lushinski—, sino un auténtico defensor de nuestra causa.
       Aunque jactanciosa, parecía una afirmación bastante plausible; pero para Morris, Lushinski no era africano bajo ningún concepto.
       —No basta con ser africano en términos políticos —arguyó Morris una noche—. Puedes adoptar la cultura políticamente. En cambio, nadie puede adoptar el culto.
       Entonces recordó los huesecillos de la espalda de Isabel Oxenham.
       —Morris, Morris —dijo Lushinski—, ¿no estarás empezando a preconizar la negritud?
       —No —dijo Morris; quería hablar de religión, de su madre, pero justo en ese momento no pudo: el teléfono interrumpió la conversación, aunque era la una de la madrugada y no era la línea oficial, sino la privada, la que usaba para hablar con Louisa. Louisa le dijo que se estaba planteando volver a su profesión; pasaba demasiado tiempo sola.
       —¿Adónde vas mañana? —le preguntó a Lushinski. Morris alcanzó a oír el timbre eléctrico de su voz por el auricular—. Dices que quieres cultivar las relaciones públicas, pero ¿por qué lo haces realmente? —preguntó la mujer—. ¿Qué tienen que saber de África en Shaker Heights que no sepan ya? —La vocecilla eléctrica se bifurcaba y se fragmentaba en relámpagos minúsculos que caían en el oído de su amante.
       Al día siguiente, un terrorista de uno de los campamentos de la guerrilla ocultos en las montañas disparó a la esposa del primer ministro en una ceremonia gubernamental donde asistían muchos occidentales. El objetivo había sido atentar contra el primer ministro, cuyo dolor no pasó desapercibido, así como tampoco el hecho de que en adelante viajara en un coche protegido por una cabina trasparente y llevara un chaleco antibalas debajo de la camisa. En un telegrama le ordenó a Lushinski que cesara su peregrinación entre el proletariado norteamericano. Lulu se alegró. Lushinski empezó a rehusar invitaciones, su carrera en Estados Unidos había terminado. En la Asamblea habló —“con divina elocuencia”, reconocía Morris— en contra del terrorismo; aunque sus respectivos países no mantuvieran relaciones diplomáticas, y a pesar del desaire público de Lushinski, el embajador israelí aplaudió su intervención con lágrimas en los ojos. Lushinski, no obstante, echó algo en falta. Hablar ante un organismo internacional donde todas las naciones del planeta estaban representadas le resultó más insignificante que en otros tiempos; le pareció restrictivo; añoraba las risas de Oneonta, Nueva York. El Estados Unidos de provincias lo conmovían: ¡qué crédulos eran allí, que poco sabían, o sabrían jamás, del amplio espectro de la crueldad! Un país de recién nacidos. Los seis meses que pasó recorriendo todas aquellas ciudades habían sido pura dicha: una visita a una estrella inocente, donde no crecía el sarcasmo, ni el cinismo, ni las insinuaciones; qué beatas tan encantadoras; una pasividad benevolente que sus relatos, sembrados de astutas púas, podían transformar en una especie de placer nervioso.
       A Lushinski se le encanecieron las sienes; le preocupaba la estabilidad del primer ministro tras el atentado. Mientras el representante de Uganda “ejercía —dijo Lushinski con sorna— su derecho a réplica” (“El honorable representante de nuestro país hermano, colindante por el norte, fabrica peligrosas aventuras para piratas ilusorios que existen solo en sus fantasías, y todos sabemos con cuánto colorido, con cuánto exceso se entrega al capricho…”), Lushinski dibujó en su cuaderno la cabeza de un cormorán con un saco colgando del pico. Aunque no hubiera un parecido manifiesto, podía pasar por un autorretrato.
       En octubre volvió a la capital de su país. El primer ministro ya aparecía en público con una nueva esposa. Había recuperado con creces la efervescencia y había dejado de usar el chaleco antibalas. La nueva esposa se arrodilló ante Lushinski con un pastel de harina de habas. El primer ministro derrochaba optimismo: el terrorista apresado había delatado a sus secuaces, cuatro aldeas próximas se habían limpiado de guaridas plagadas de malhechores. El primer ministro le rogó a Lushinski que le permitiera agasajarlo con una de sus féminas más jóvenes. Lushinski la examinó y aceptó. Se llevó también a una de las hermanas de Morris, y se fue a vivir solo con las dos un mes a una villa blanca a orillas del mar azul.
       El primer ministro mandaba a diario un mensajero con documentos y periódicos; también la valija consular de Nueva York.


       Morris en Nueva York: Morris en una ciudad de judíos. Caminaba. Cruzaba un puente. Caminaba. Se fijaba en las casas, en los barrios. Las escuelas religiosas. Las sinagogas. Las innumerables asociaciones. Anuncios de debates, de helados, de conferencias, de mítines, de establecimientos de comidas preparadas, de violines, de falafel, de libros. ¡Ah, qué avalancha de libros!
       Donde terminaban sus calles, empezaban las calles de los negros. Mdulgo-kt’dulgo en el exilio entre los secuestrados: los africanos de los cargueros, las víctimas con rasgos africanos, arrancadas de la lengua y de la fe; impostores hundidos en la barbarie, primitivos, suplantadores. Criaturas huecas con cuchillos escondidos, veloces pistolas plateadas, ojos envenenados inyectados en sangre, cristianizados, no convertidos en algo nuevo sino neutro, fabricado; ¿cómo devolverles su esencia verdadera, la serenidad de la ortodoxia, la redención de los verdaderos dioses que hablan en ellos sin una voz?
       Morris Ngambe en Nueva York. Solo, sorteando las trampas, en peligro de emboscada, sin una mujer.
       Y mientras en África, en una villa blanca a orillas del mar azul: el vulgar consentido del primer ministro, fumando sin cesar en un sofá azul frente a una ventana abierta, bajo el aliento de los árboles perfumados, bajo las delicadas palmas de un par de mujeres jóvenes, fumando y prodigando caricias, acurrucado en África, Lushinski.
       La última semana que Lushinski pasó en la villa, en la valija de Nueva York llegó una carta de Morris.
       La carta:

     Un curioso apunte en relación con la personalidad del terrorista. Acabo de leerlo a propósito de un incidente ocurrido en una prisión de Jerusalén. A un terrorista preso, un japonés que había asesinado a veintinueve peregrinos en el aeropuerto de Tel Aviv, se le dio permiso para guardar en su celda, además del material de lectura, un peine, cepillo del pelo, cepillo de las uñas y un cortaúñas. Un tipo pulcro, al parecer. Una mañana descubrieron que se había circuncidado en parte, utilizando el cortaúñas como instrumento quirúrgico. Perdió la conciencia y el trabajo se completó en la enfermería de la prisión. El médico lo interrogó. Resultó que había empezado a leer a fondo sobre la religión judía. Tenía una Biblia y un texto para aprender hebreo. Se había dejado crecer la barba y las guedejas. Tal vez tú comprendas mejor que yo la vertiente espiritual de la cuestión.
     Recuerda mis comentarios acerca de la cultura y el culto. He aquí un hombre que desea aniquilar una sociedad y su cultura, pero en cambio queda cautivado por su culto. Por ese culto derramará su propia sangre.
     Quedar cautivado por obra del cautiverio: una idea interesante.
     Tal vez todo hombre, a la larga, acabe convirtiéndose en aquello que desea desterrar.
     Tal vez todo hombre necesita encarnar aquello que antes debe matar.


      Lushinski reconoció en las cavilaciones de Morris una espesa mezcolanza entre “La balada de la cárcel de Reading” y… ¿qué? ¿Fanon? ¿Genet? No; solo Oscar Wilde en un derroche de sentimentalismo epigramático. ¡Oscar Wilde en Jerusalén! Tan improbable como el arrepentimiento de Gomorra. Como todos los bendecidos por el Imperio británico, Morris era un victoriano. Un caballero. Creía en las influencias civilizadoras, y más aún en el civismo. El estilo era su perdición. Si pensaba en cuchillos, era para untar mantequilla en los scones.
       Lushinski, sin embargo, por ser un hombre con nariz y boca de cuchillo, con cuerpo de cuchillo, entendió esta carta como una hoja que se deslizara entre ambos. Implicaba un corte. Morris veía en él a un impostor. Primero lo descubría, luego apuñalaba. Morris le había llamado africano convertido, transfigurado. Un hombre enamorado de su celda. Un traidor. Pérfido. Un farsante.
       Morris lo había llamado judío.
       —Morris en Nueva York, solo, sorteando las trampas, en peligro de emboscada, sin una mujer. Conocía su ascendencia. La victoria de aquella selva que brillaba como el plumaje de las aves, que centelleaba con los cuerpos de los muchachos, sobre el viejo terror de los bosques polacos.
       Morris rezaba. Le rezaba a su madre: abajo, derríbalo, haz que algún mal caiga sobre él. La divina madre contesta a los que creen sinceramente. ¡Oh, Tanake-Tuka!
       Y mientras en África, en una villa blanca a orillas del mar azul, el vulgar consentido del primer ministro, fumando sin cesar en un sofá azul frente a una ventana abierta, bajo el aliento perfumado de los árboles, bajo la sombra de la nieve azulada, bajo los pilares negro azulados de los bosques polacos, bajo el aliento de Andor, bajo las palmas despiadadas y los puños de los campesinos, bajo las vigas, bajo las marmóreas estrellas colgantes de Polonia, Lushinski.
       Contra las piedras y bajo la nieve.



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