Cynthia Ozick
(Ciudad de Nueva York, 1928-)


Del cuaderno de notas de un refugiado (1973)
(“From a Refugee’s Notebook”)
Originalmente publicado, como “Freud’s Room,” en la revista
American Journal (8 de mayo de 1973), págs. 12-14;
Levitation: Five Fictions
(Nueva York: Alfred A. Knopf, 1981, 132 págs.)



    Comentario del editor: Estos fragmentos, junto con el anodino título que los precede, fueron hallados (en una libreta de espiral con tapas moradas de las que usaban los estudiantes universitarios de una generación anterior, en otro país) tras el espejo de un cuarto de alquiler desocupado de la calle Ciento seis Oeste en la ciudad de Nueva York. La identidad del autor, de origen europeo o tal vez sudamericano, sigue sin conocerse.

I

La habitación de Freud


      No hace mucho que convirtieron la casa vienesa de Freud en un museo, pero son pocas las visitas que recibe. Incluso es difícil saber que está ahí: los grandes hoteles no la mencionan en los tablones de anuncios, nadie la considera parte del circuito turístico. Si alguien quiere encontrarla, el único sitio donde preguntar es en la comisaría de policía.
       No he estado allí en persona (jamás piso ningún territorio que lamiera la bota de los nazis), pero a menudo he soñado con las fotografías de las reducidas dependencias donde Sigmund Freud redactaba sus tratados, citaba a sus pacientes y guardaba, en una vitrina, su colección de estatuillas antiguas y animales de piedra. Hay una imagen de Freud sentado delante de su escritorio, mirando un manuscrito a través de unos lentes perfectamente redondos con montura negra; a su espalda está la vitrina reluciente sobre la que se ve un camello de buen tamaño, tallado en madera o piedra, y una magnífica urna griega a uno de los lados. Hay una pared de libros, un jarrón con flores de sauce blanco y, en cada estante y superficie útil, cálices, copas, bestezuelas y cientos de esas extrañas deidades.
       Supongo que los restos egipcios ya no se conservan en el museo, a menos que por alguna razón los hayan llevado de nuevo para ocupar el vacío de las habitaciones del refugiado.
       En otra de esas famosas fotografías se da una curiosa yuxtaposición. La imagen está dividida exactamente en dos por el pie de una lámpara. A la izquierda aparece la multitud de deidades de piedra; a la derecha, el diván en el que se tumbaban los pacientes de Freud durante las sesiones de psicoanálisis. En la pared detrás del diván hay una alfombra persa colgada a modo de tapiz; el diván propiamente dicho aparece cubierto con poco arte por otra tosca alfombra que oculta el cabezal, sobre el que hay un cojín mullido de terciopelo calado como una boina hundida. El centro de la fotografía lo ocupa el sillón bajo de terciopelo donde se sentaba Freud. Los brazos del sillón parecen gastados, la pequeña estancia da la sensación de estar abarrotada por el exceso de objetos, la abundancia de marcos que cuelgan en torpe desorden a lo largo y ancho de la pared detrás del sillón y del diván. En uno de los marcos, protegidas por el cristal, relucen las ijadas de un galgo. Todo este desorden, por supuesto, se corresponde con la idea que nos hemos hecho del abigarramiento victoriano, y uno compadece a la doncella que entraba tímidamente en el gabinete empuñando un peligroso plumero. Aun así, si se mira por segunda vez, no hay tal desorden. Todo en la estancia es necesario, desde el diván a los dioses. Incluso el perro escuálido que corre y aúlla en la pared.
       Sobre todo los dioses. ¡Los dioses, ah, los dioses!
       No es la yuxtaposición que suponen. Lo que están pensando es: estos objetos de piedra primitivos, alineados como pequeños y decididos soldados de infantería en mesas y estantes (porque, ¿no es asombroso el modo en que muchos de ellos tienen un pie adelantado, igual que los hombres que marcharon después en Viena, o es simplemente que el escultor requiere esa postura en aras del equilibrio, pues de otro modo su dios se haría añicos?), estos objetos de piedra, pues, representan la veta primitiva y profunda de la mente que buscaba Freud. La mujer o el hombre del diván eran una empresa arqueológica, que capa tras capa había que excavar y cribar, con la misma delicadeza que ponen los arqueólogos con su fino pincel, igual que la doncella que entra todas las mañanas a pasar el plumero por el borde de cada una de las cabezas de piedra con el temor delicado de un escultor a despojar la materia misma que el dios-espíritu le ha confiado.
       (La palabra alemana para “materia” es excelente, y arroja luz sobre el uso que se le da en inglés: der Stoff. Como en: “la materia del universo”. Lo asombroso del término estriba en su cosicidad. Las solemnes deidades del consultorio de Freud son materia, estofa, pedazos de roca; escombros.)
       No, la yuxtaposición en la que estoy pensando no es la mera tangencia de lo primitivo con lo primitivo. Es otra cosa. La proliferación de dioses, en hordas y bandadas, las alfombras con sus rombos y sus motivos florales, las borlas que cuelgan lánguidamente, el mantón con recargados dibujos y flecos aún más largos que cubre la mesa, sobre el que un puñado de dioses desfilan ciegamente, los marcos de madera oscura barnizada, los jarrones curvos o de líneas rectas, los cálices de libación secos, los pesados tomos recios como las pirámides… Es la estancia de un rey.
       El aliento de esta habitación reverbera con los sueños de un rey que ansía convertirse en un dios absoluto como la piedra. Los sueños que se elevan del diván y el sillón se mezclan y se entrelazan en el aire: la paciente cuenta que ha soñado con un gato, el cual simboliza la severidad de una madre y, tras este sueño, al doctor lo acecha su propio sueño. Los dioses que caminan por el mantón de largos flecos que cubre la mesa han elegido a su rey.
       Respetado lector: si da la impresión de que estoy diciendo que Sigmund Freud deseaba ser un dios, no me malinterprete. No soy poeta, y desprecio las metáforas. Soy una persona de mentalidad literal. No tengo paciencia con las figuras retóricas. La música es un territorio que me ha sido vedado, y del arte no he visto gran cosa. He padecido las crueles vicisitudes del refugiado y me he ganado la vida comerciando con telas. Estoy familiarizado con las texturas: puedo distinguir con los ojos cerrados el rayón de la seda, la lana virgen de la sintética, el nailon puro del que lleva mezcla con algodón, el raso basto del fino. Me inclino por completo hacia lo tangible y lo palpable. Conozco la diferencia entre lo que está y lo que no está; entre lo vacío y lo lleno. No tengo nada que ver con la fantasía.
       Afirmo que Sigmund Freud deseaba ser un dios.
       Unos pocos hombres a lo largo de la historia lo han deseado y, de no ser por su naturaleza mortal, lo habrían conseguido. Algunos por medio de la tiranía: los faraones, indiscutiblemente, y también aquel Luis que fue rey Sol de Francia. Algunos gracias a las grandes victorias: Napoleón y Aníbal. Algunos en el ajedrez: esos maestros campeones del mundo que asesinan en efigie a las poderosas reinas de su imaginación. Algunos mediante la escritura de novelas: aquel conquistador, Tolstói, que se valió solo de sí mismo, disfrazado y con el pelo teñido, oculto bajo otros nombres, y también de sus tías y sus hermanos y de su pobre esposa, Sonia (pragmática y sensata como yo). Algunos gracias a la medicina y la odontología, prodigios de las prótesis y los trasplantes.
       Hay quienes, en cambio, al intrigar para convertirse en dioses utilizan recursos de muy distinta especie. Para los reyes, los generales, los maestros del ajedrez, los cirujanos, incluso para quienes dan rienda suelta a inmensas obras de la imaginación, los recursos son en última instancia su cordura, su sobriedad, su probidad burguesa. (¿Burguesa? ¿También los sagrados monarcas? Sí; para vivir decentemente en el Egipto de las antiguas dinastías, disponer de alimentos que no se pudrieran con facilidad, de alcantarillas limpias y lechos confortables, era necesario tener mil esclavos.) El concepto del genio loco es un tópico falso y estúpido. La ambición rastrea el filón de la lógica y la posibilidad. El genio no reclama lo grotesco, sino la verosimilitud: lo que se asemeja a la vida, lo contrario a la magia. Quien aspire a convertirse en un dios terrenal debe seguir el ejemplo de la tierra.
       Unos pocos no lo hacen. O al menos dos de ellos no lo han hecho. El inventor del sabbat —llamémosle Moisés, si quieren— declaró nulo el ciclo de la tierra. ¿Qué saben las aves, los gusanos de los que se alimentan, el maíz de los campos, los hombres y los animales que duermen y se despiertan hambrientos, qué saben ellos del sabbat, ese mandato arbitrario para interrumpir el ritmo cotidiano, de apartarse conscientemente de la progresión natural de los días? Únicamente Dios, por estar al margen de la naturaleza, puede ordenar que la naturaleza se detenga, puede obrar milagros, puede desbaratar la lógica.
       Después de Moisés, Freud. No son iguales. Lo que el sabbat y sus emanaciones procuraban reprimir, Freud se propuso revelarlo; todo lo bárbaro y lo atroz, lo velado y lo terrorífico: las uñas y las fauces mismas. Lo que la cristiandad turbulenta y medio salvaje de la edad de las tinieblas llamaba infierno, Freud lo denominó id, y lo describió asimismo como un “caldero”. Y al igual que el cura de pueblo con dotes para sembrar el temor poblaba el infierno con tal o cual demonio, Belcebú, Eblis, Apolión, Mefisto, esos ayudantes o dobles de Satán con nombres curiosos, Freud pobló el inconsciente con la maldición del id, el ego y el superego, poderosos fantasmas en danza que campan a su antojo por nuestras anatomías mientras fingimos que no están ahí. Y esto también atenta contra el ritmo diario de las cosas. La naturaleza no se detiene a preguntarse si ella misma es sospechosa del subterfugio cotidiano. Al inventar esa interrupción, Freud impuso sobre nuestra coherencia superficial un sabbat del alma.
       Y eso es dar vueltas en círculo sobre lo evidente: que Freud se sentía atraído por lo que se apartaba de la “cordura”. La atracción de lo irracional plantea en sí misma una cuestión profunda: ¿en qué medida es investigación y en qué medida es búsqueda? ¿Es el científico, el médico inteligente, el filósofo escéptico atraído por lo irracional, un ser racional? ¿Cómo explicar la atracción? Pienso en aquel majestuoso erudito de Jerusalén sentado en el estudio de la universidad, elaborando, con distancia y objetividad libresca, un volumen tras otro sobre la historia del misticismo judío…, ¿hay en ello un “interés científico” objetivo, o todo interés es solo un engaño? Y a propósito de Freud: ¿no será el estudioso de los sueños —esa gruta subterránea anegada y llena de penumbras, horadada con la furia de la angustia y el deseo—, no será el estudioso de los sueños un cautivo perdidamente enamorado de ellos? ¿Y no será el caldero oculto una trampa y una tentación para su inventor? ¿No acabará el doctor del subconsciente devorado por su propia creación, como le ocurrió a aquel rabino de Praga que construyó un gólem?
       O por decirlo en términos aún más terribles: tal vez la presa está en todo momento dentro del perseguidor.


[Aquí termina el primer fragmento]


II

Los harenes de costura


      Durante un tiempo se puso de moda entre las mujeres más sofisticadas del planeta Acirema formar harenes de costura. Cada harén de costura, como si se tratara de un solo cuerpo, ofrecía sus servicios por un tiempo limitado a un empresario acaudalado que pudiera alojarlo en una elegante mansión, un dúplex decorado con gusto, un rancho espacioso o un ático de lujo. Los precios se dispararon. Un harén de costura típico se podía conseguir por algo más de setenta y cinco mil dólares, pero contratar uno de estos colectivos daba tanto prestigio que merecía la pena sacrificar los viajes al extranjero, un coche nuevo o incluso la universidad de los hijos.
       No hace falta decir qué cosían en estos harenes. Que nadie imagine a mujeres en corro tejiendo colchas, dechados, banderas patrias.
       Lo que se me había pasado por alto mencionar es que la atmósfera de ese planeta contenía altos índices de moléculas de impermea, que tenían la propiedad de interactuar con la química hormonal de tal modo que las costureras de esos harenes podían coser sus propios cuerpos en carne viva sin sufrimiento alguno. Las moléculas de impermea solo habían estado presentes desde la última era glacial, y su inherente volatilidad no ofrecía garantía alguna de que fueran a soportar los asaltos térmicos de la siguiente glaciación; pero como nadie pronosticaba por el momento una nueva era glacial, y como la última había terminado por lo menos hacía cien millones de años, no se preveía ninguna amenaza atmosférica inmediata.
       Una vez contratado, el harén de costura se clausuraba en las confortables estancias, se agasajaba en abundancia aunque en privado, y se entregaba al descanso. Al cabo de un día de saciada inactividad, daba comienzo la costura.
       Se advertía un virtuosismo considerable en el estilo de las puntadas, pero el más fiable, aunque no el más estético, era el punto atrás, que consistía en dos o a veces tres puntadas de bastilla, la última de las cuales volvía atrás sobre sí misma. Una mujer cosía a otra, con la mayor alegría y el espíritu de colaboración que quepa imaginar, aunque de vez en cuando una mujer ágil —atleta, acróbata o bailarina— se las ingeniaba, con sumo cuidado, en una postura exquisita, para coserse a sí misma.
       La carne, como he dicho, no sufría padecimiento alguno, pero se daba el sangrado convencional mientras la aguja entraba una y otra vez, y el hilo, del color que fuera, siempre acababa empapado de sangre y toda la hebra acababa teñida de un rojo oscuro. Solía tardar una semana en cicatrizar, y entonces se permitía que el hombre que hubiera contratado los servicios del harén de costura se beneficiara de cualquier placer licencioso que su fantasía y la de las mujeres consiguieran materializar; salvo, claro está, la penetración corporal. La inaccesibilidad alimentaba el ingenio, la capacidad de discriminar, maniobrar y cultivar el intelecto para ambas partes.
       Los términos contractuales estipulaban que las suturas no debían abrirse bajo ningún concepto.
       Cuando expiraba el contrato (un periodo de entre tres y seis meses), un número en absoluto insignificante de las mujeres se habrían quedado embarazadas. Dejo a la hábil imaginación del lector pensar cómo podía ocurrir, pero sin duda en bastantes casos los puntos se habrían abierto a despecho de los compromisos contractuales, y tal vez incluso con la complicidad y la connivencia de las mujeres en cuestión.
       Los términos del convenio estipulaban que, en caso de que naciera algún hijo de cualquiera de las mujeres a raíz de la actividad durante el periodo del servicio contratado, la crianza de dichos hijos se llevaría a cabo conjuntamente por todas las mujeres; cada una de ellas, en igualdad con las demás, sería designada madre.
       A estas alturas ya debería resultar obvio que todo esto distaba mucho, muchísimo, de ser una práctica corriente. Contratar a la ligera harenes de costura llegó a ser costumbre en varias grandes ciudades de aquel planeta, pero apenas se hacía en los países subdesarrollados. La creación de harenes de costura —o eso sostenían tanto la derecha como la izquierda— fue una moda pasajera entre los licenciosos y los irresponsables redomados. No del todo así, porque después de que expirara el contrato las mujeres que integraban cada harén de costura, como madres en igualdad de condiciones, a menudo procuraban permanecer unidas en una comunidad sólida, a fin de criar a sus hijos de una forma inteligente.
       Dados los habituales roces de temperamento, las peregrinaciones de los individuos inquietos, los hábitos nómadas del grupo en su conjunto y el espíritu festivo general (para el que preferían una palabra más irónica, “frivolidad”) de sus integrantes, por lo general un harén de costura se disolvía a los pocos años del nacimiento de los hijos, prácticamente simultáneo.
       Pero el motivo principal para la disolución de un harén de costura eran los celos por los hijos. Niños había pocos, madres muchas. Todas las mujeres de la comunidad se consideraban madres por igual de cada una de las criaturas, si bien la propia criatura no compartía en modo alguno ese sentimiento. Al principio los recién nacidos estaban juntos en un único recinto y todas las madres disponían de idéntico acceso para mecerlos sobre las rodillas, acunarlos en brazos o acariciarlos. Lógicamente los bebés reclamaban solo a las madres que amamantaban, pues los teóricos de estas sociedades, respaldados por un sector fuerte y autoritario, veían con malos ojos los biberones. En consecuencia, las criaturas acababan rehuyendo a las madres que no habían experimentado el parto ni podían dar el pecho, y pronto la comunidad de madres se dividía entre las preferidas y las rechazadas de los bebés; o en amamantadoras y no amamantadoras; o en madres de elite y madres de segunda categoría.
       Por alguna razón, incluso después de que los niños se destetaran, las clasificaciones originales persistían, con lo que la depresión cundía entre las madres de segunda categoría.
       A medida que los hijos crecían, además, se descubrió que en realidad eran una interrupción. A esas alturas varias madres de segunda categoría, decepcionadas, se habrían marchado para unirse a otros harenes de costura que en aquel momento se prestaran a contratación. Y solo esas madres derrotadas, por el mero hecho de no seguir ya en escena, no padecían interrupciones. Todas las demás las sufrieron. Resultaba que los hijos interrumpían las carreras profesionales, los viajes, los compromisos, los juegos, las llamadas telefónicas, el desarrollo personal, la educación, la meditación, la actividad sexual, así como otros pasatiempos instructivos, provechosos y alegres. Pero como todos los hijos se criaban con las más altas expectativas en sí mismos, creían ser (“por supuesto que sois”, les aseguraban las madres) esenciales para la comunidad en todos los sentidos.
       Estaban convencidos de eso aunque comprendían que, desde un punto de vista moral y filosófico, no tenían derecho a existir. Punto de vista moral: cada uno de ellos había sido engendrado por incumplimiento de un contrato. Punto de vista filosófico: cada uno de ellos era hijo de una madre teóricamente comprometida con la clausura del paso que lleva a la matriz. En resumen, los hijos sabían que eran consecuencia de desviaciones impredecibles a partir de una postura metafísica; o, por decirlo de forma aún más sucinta, el fruto de suturas abiertas.
       Que los hijos interrumpieran el desarrollo personal de las madres ya era bastante difícil. En una comunidad menos dialéctica tal vez habrían cobrado impulso soluciones prácticas, por imperfectas que fueran; pero no estamos hablando (como a estas alturas se advertirá con perfecta claridad) de mujeres corrientes. Las mujeres corrientes podrían haberse turnado cuidando a sus hijos, o habrían contratado a hombres y otras mujeres para que lo hicieran, o habrían experimentado con alternativas de custodia humanitaria. Un harén de costura, en cambio, era una comunidad filosófica. Y del mismo modo que se habían condenado los biberones por ser un compromiso inferior, también entonces se despreciaron las diversas propuestas de servicios de guardería. Se creía que cada vástago no era simplemente el hijo de una filósofa, sino de una comunidad de filósofas, y por tanto la crianza no podía proceder de asalariados ni de ninguna fórmula inferior a las nobles y elevadas visiones del bien común.
       En cuanto a lo de organizarse por turnos, aunque pareciera justo, resultaba inconcebible: del mismo modo que todo niño merecía albergar las mayores aspiraciones sin compromiso alguno, cada filósofa merecía alcanzar el máximo desarrollo individual sin compromiso o interrupción de ninguna clase.
       A medida que los hijos crecían, no solo interrumpían a las madres, sino que interferían además con sus ideales más profundos. El hecho flagrante de que hubiera nacido un nutrido grupo de niños entorpecía la reforma ecológica, fomentaba la contaminación y frustraba toda esperanza drástica de llevar a cabo una reducción racional de la población. En pocas palabras, la presencia de los niños iba en contra del progreso. Y puesto que no solo la felicidad y el desarrollo personal, sino también la amistad y la verdad eran las doctrinas más valoradas en un harén de costura, a los hijos se les hacía comprender que, aunque merecían albergar las máximas expectativas de sí mismos, representaban sin embargo las fuerzas más regresivas del planeta.
       No hace falta mencionar, dada la corta vida de cualquier novedad, que cuando los niños se hicieron adultos la moda de los harenes de costura prácticamente se había extinguido (salvo, de vez en cuando, un rebrote esporádico de nostalgia). No es de extrañar, pues, que el término “harén” se tachara ya universalmente de retrógrado y repugnante, a pesar del tenaz voluntarismo y la autosuficiencia económica de las sociedades originales. Aun así, la influencia histórica de aquellas primeras sociedades se dejaba sentir por todo el planeta.
       En todas partes, incluso en las regiones más atrasadas, las mujeres se organizaban para coser en grupo, con lo que lógicamente las madres biológicas disminuían cada vez más mientras el número de madres adoptivas crecía sin cesar. Las distinciones elitistas de los grupos fundadores habían dejado de ser pertinentes, y de hecho quedaron revocadas por el voto abrumador de los países subdesarrollados. La devoción por los principios igualitarios hizo que la mayoría costurera tomara las riendas; y puesto que la mayoría eran madres adoptivas, o mujeres cuyas vidas giraban alrededor de los niños, o mujeres que nada tenían que ver con ellos, la maternidad biológica (si bien seguía practicándose, con mesura, en todos los círculos salvo en los estrictamente literarios) suscitaba menos atención y se mencionaba menos, tanto en su vertiente de neurosis como de necesidad. Ni se trataba con condescendencia ni se denigraba, y desde luego no se perseguía. Simplemente a nadie le interesaba demasiado.
       Huelga decir que la sociedad en su conjunto se benefició de inmediato. El planeta adoptó una apariencia más ordenada: más espacio para parques y árboles, disminución de la basura y la pobreza, menos fábricas humeantes, autopistas fluidas de tránsito en vacaciones. A nivel internacional la situación no era tan satisfactoria, por lo menos desde la perspectiva de los hombres y mujeres que gobernaban el planeta. Aunque los malvados seguían en el poder, como siempre, dejó de ser rentable hacer guerras, puesto que en cualquier conflicto es preferible que se aniquilen cantidades cada vez más inmensas de vidas humanas, y las cifras de soldados jóvenes disponibles para perder la mitad inferior del torso seguía disminuyendo.
       Por decirlo con la mayor brevedad y candor posibles: los buenos (los individuos que se respetan a sí mismos y no tienen intención de malgastar años de su vida) tuvieron mayores oportunidades de aumentar su bondad por medio de la superación y el desarrollo personales, los planes de los malvados se frustraron, y el planeta empezó a tener un aspecto y un olor más agradable de lo que nadie jamás había imaginado.
       Y todo esto fue el legado de unos pocos harenes de costura que en otros tiempos habían sido despreciados por considerarse una moda ideológica caprichosa.
       Entretanto había tenido lugar un suceso más bien triste, aunque afectara tan solo a una minoría insignificante que rara vez suscitaba la atención constructiva de nadie.
       Los hijos de los harenes de costura se habían convertido en parias. Cómo ocurrió no entraña un gran interés: ya porque los consideraran un anacronismo digno de risa, la prole de las geishas, vástagos de un mecanismo social anticuado y sin duda cómico, cuyo mero recuerdo resultaba embarazoso para el talante moderno; ya porque los tomaran por la última reliquia ignominiosa de un movimiento emprendedor rapaz y agresivo; ya porque los despreciaran como personalidades reprimidas sin piedad por los extremismos bárbaros del impulso de la comunidad; ya porque los condenaran por ser hijos de la imaginación pornográfica; ya porque los ridiculizaran tachándolos de cachorros deformes de la intelectualidad puritana; ya fuera por todas o por ninguna de estas razones, nadie puede precisarlo con exactitud.
       Sociólogos con la curiosidad necesaria para investigar los orígenes de la secta apuntaron, como cabía esperar, a la educación recibida: les habían enseñado que eran la raíz de los males del planeta, y sin embargo les inculcaron también que no habían ganado una, sino muchas madres. A consecuencia de la primera enseñanza, se realizaron en su papel de demonios irracionales y se convirtieron en marginados. A resultas de la segunda enseñanza, idolatraron la maternidad.
       Habrán advertido que me he referido a estos desventurados como una “secta”. Esto es rigurosamente cierto. Se contentaban casándose solo unos con otros, o quizá nadie más quisiera casarse con uno de ellos. Puesto que muchos eran hijos del mismo padre, o de la misma madre biológica, o ambas cosas a un tiempo, padecían ya los innumerables males de la cosanguinidad, y el hecho de que respetaran la endogamia a ultranza acrecentó estas lacras. Abundaban los labios leporinos, las cojeras, las mandíbulas desviadas y los dientes torcidos, brazos más cortos de lo normal, afecciones sanguíneas, psicosis hereditarias; algunos eran terriblemente estrábicos, otros ciegos o sordos. Eran una caterva de individuos feos, nerviosos y obcecados que se reproducía sin descanso.
       Mataban a cualquier mujer de la secta que se cosiera, aunque por lo general no hablaban de eso, puesto que la costura era para ellos el tabú más atroz. Se aceptaba la cirugía temprana en los hijos varones con cualquier deformidad sexual de nacimiento, pero si una niña nacía con la vagina más reducida de lo normal, o incluso sellada, le daban cianuro. El único vestigio reconocible de los luminosos y civilizados harenes de costura de los que estos salvajes descendían era la prohibición de dar el biberón.
       Se organizaban en clanes sólidos y hacían hincapié en el orden y las convenciones familiares. Así era en el seno de la tribu; en cualquier otro contexto lo más probable es que se convirtieran en criminales: los miembros de la secta solían acabar en la cárcel por haber asesinado a mujeres cosidas. Si algún don tenían estos individuos era su gusto por las formas artísticas inusitadas. Demostraban un notable talento para esculpir motivos obscenos en la piedra.
       Lo peor de todo era su pasión religiosa. Habían inventado a una diosa superior: su nombre se componía de una sola sílaba brutal y zafia de tres letras, dos de ellas idénticas; un destello de ingenio, después de todo, puesto que era un palíndromo y se pronunciaba igual del derecho que del revés. La diosa respondía a una concepción completamente carnal, sin otro papel que alimentar las ansias de procrear; bajo sus viles auspicios, la tribu arrojaba docenas de salvajes recién nacidos en un solo día.
       Además de asesinar a mujeres cosidas, los descendientes de los harenes de costura eran culpables de erigir estatuas religiosas en las autopistas en mitad de la noche. Aparecían en forma de inmensos pilares de piedra curvos que, alzándose imponentes sin previo aviso a plena luz del día donde la noche anterior no había nada, provocaban sangrientos accidentes de tráfico. Los más elaborados se levantaban con enormes bloques de piedra extraídos nadie sabía de dónde, transportados en camiones y colocados con grúas. Los más baratos eran de cemento, que se mezclaba allí mismo y se dejaba fraguar sostenido por caballetes adornados con trapos de colores vivos. En los informes policiales estas estructuras solían describirse como réplicas mamarias; en realidad tenían la forma de vulvas colosales. A veces, entre las altas paredes de aquellos labios terribles, aparecía el cadáver de una mujer cosida, apestando a un incienso fétido y con la fotografía de un bebé recortada de una revista clavada en uno de sus muslos.
       Ya he mencionado que estos primitivos no representaban un porcentaje significativo en el conjunto de la población (aunque engrosaban de manera desproporcionada la población reclusa). Más que una peste eran alimañas, y su impacto en el planeta habría seguido siendo insignificante si las moléculas de impermea no hubieran empezado a deteriorarse de repente, primero en el cielo y luego a desintegrarse por completo. Era un fenómeno inexplicable; hasta entonces todos los pronósticos científicos descartaban que pudiera producirse una disolución de esa clase salvo bajo la amenaza climática de una nueva era glacial. Ese comentario nunca se tomó en serio. Y, de hecho, no pasó de ser un asunto de poca monta. No hubo alteraciones atmosféricas de primera magnitud; la temperatura normal del planeta continuó sin cambios.
       Pero en adelante a las mujeres les resultó imposible coserse con la misma despreocupación, desparpajo y alegría con que lo habían hecho desde generaciones inmemoriales. Concretamente, desde la versión del Edén de aquel planeta: un Edén compasivo, por cierto, en el que ni mujeres ni hombres habían padecido calamidades ni lastres.
       Y a esas alturas el irresistible progreso tecnológico había mejorado tanto el hilo de sutura vulvar (compuesto por partículas entretejidas de estérilos plastificados, resistía ahora la tintura de la sangre) que los puntos ya no podían abrirse, salvo con una intervención quirúrgica sumamente compleja y peligrosa que la mayoría evitaba para no sufrir los efectos secundarios de una posible rotura de los estérilos invertidos. La traicionera costumbre de descoser las puntadas que se practicaba en los harenes de costura, hasta entonces objeto de burla y vilipendio por parte de los admiradores del progreso y el compromiso honesto, se convirtió de pronto en un tesoro perdido de la raza.
       Prácticamente todas las mujeres cosidas seguían cosidas hasta la muerte.
       Y los parias, la única fuente de nuevas madres de ahí en más, procrearon triunfales como los monos, hasta que las grandes vulvas de piedra cubrieron todos los rincones del planeta y del frívolo recuerdo de los harenes de costura no quedó más que el leve rastro de su leyenda.


[Aquí termina el segundo fragmento]


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