Cynthia Ozick
(Ciudad de Nueva York, 1928-)


Usurpación
(Las historias de los demás)
(1974)
(“Usurpation (Other People’s Stories”)
Originalmente publicado, como “Usurpation”, en la revista Esquire,
81 (1 de mayo de 1974), págs. 124-128;
reimpreso en Prize Stories 1975: The 0. Henry Awards (1976)
y All Our Secrets Are the Same: New Fiction from Esquire,
ed. por Gordon Lish (1976);
Bloodshed and Three Novellas
(Nueva York: Knopf, 1976, 178 págs.)



      De vez en cuando un escritor tropieza con una historia que es suya, y al mismo tiempo no es suya. No me refiero, dicho sea de paso, a uno de esos intelectos que analizan la sociedad y la cultura, sino a la especie de ser ignorante y codicioso que solo anhela historias de magia y fantasía. Una criatura así sabe muy poco: atarse el cordón del zapato, ir a la tienda a por pan, y reconocer la punzada exacta de una historia que es suya y solo suya. A veces, sin embargo, resulta que alguien ya ha escrito esa historia. Es como que te quiten una ropa que todavía no te pertenece. Estás ahí, entre el público embelesado de la sala, viendo cómo el usurpador acaricia en el escenario el manuscrito que en su esencia más profunda debía ser tuyo. El otro es un travestido, lleva puesto tu sombrero y tu ropa interior. Parece una injusticia. No hay manera de impedírselo.
       Quizá se extrañen de que hable de un escenario y no de un libro. La historia a la que me refiero aún no se ha publicado en forma de libro, y a decir verdad la escuché leída en voz alta. Leída por el propio autor. Me había acomodado en una butaca al fondo de la sala, con una persona mucho más joven a cada lado acaparando los reposabrazos, pero al principio del tercer párrafo me quedé ciega, no veía nada. Al llegar al quinto párrafo reconocí mi historia, es decir, supe que era mía con la misma familiaridad que siento al pasar la lengua por los flancos redondeados del molar izquierdo. En medio de ese baldío lleno de escombros, entre coronas dentales de oro, lo considero mi perla.
       La historia era de una corona, pero una corona mítica, de plata. No recuerdo el título, tal vez fuera simplemente “La corona mágica”. En cualquier caso, pronto podrán leerla en la nueva colección de cuentos del célebre autor. Es muy famoso, no les quepa duda, tan famoso que impresionaba ver que era un hombre de verdad. Llevaba traje y corbata convencionales, un corte de pelo convencional y gafas convencionales. El bigote entrecano le daba un aire distinguido convencional. No era en absoluto como lo había imaginado, pequeñajo y pasmado, igual que los protagonistas de sus relatos.
       En esta ocasión el protagonista era un maestro de escuela. En la historia siempre se le llamaba “el maestro”, como si lo que uno hace en la vida equivaliera a lo que uno es.

     El padre del maestro está en el hospital, un caso terminal. No hay esperanza. Por un anuncio, el maestro descubre la existencia de un curandero, un rabino capaz de obrar milagros. A pesar de ser un tipo racional y un escéptico convencido, en su desesperación visita al rabino y se entera de que existe una posibilidad de cura mediante la fabricación de una corona de plata, una corona mágica, que cuesta casi quinientos dólares. Una vez terminada, el rabino la bendecirá y el enfermo sanará. El maestro paga y en una visión ve una réplica reluciente de la maravillosa corona. Pero después se da cuenta de que lo han hipnotizado.

     Regresa hecho una furia a la destartalada vivienda para reclamar su dinero. Ahora el rabino va vestido como un rico dandi.
     —Llamé al hospital y mi padre sigue aún enfermo.
     El rabino lo reprende: debe dar tiempo a que la corona funcione. El maestro insiste en que le muestre la corona por la que pagó.
     —No se puede ver —dice el rabino—. Hay que creer en ella, pues de lo contrario la bendición no surtirá efecto.

     El maestro y el rabino se enzarzan en una discusión. El rabino pide fe, mientras que el maestro exige el dinero que le han robado. En el calor de la pelea, el profesor confiesa con un terrible alarido que de todos modos en realidad siempre ha odiado a su padre. Al día siguiente el padre muere.


       Con una única palabra un tanto arcaica, el célebre escritor arrancó el último aliento del hombre enfermo: el anciano “expiró”.
       Perdónenme por aburrirles con el resumen del argumento. Sé que no hay nada más tedioso, es algo que yo misma aborrezco. Si no consigo recrear la cara del rabino, si la voz del maestro no deja de ser un vago lamento, ¿cómo voy a imprimir en sus retinas esas imágenes? Pero la historia no es mía, así que no tengo que rendirle cuentas a nadie. No he inventado nada.
       Desde el estrado, el célebre escritor explicó que la historia era un regalo, él tampoco la había inventado. La sacó de una crónica periodística, aunque no citaría fuentes: el miedo a que lo acusaran de difamación le daba sudores fríos. Los engaños y las falsedades siempre acaban por descubrirse en los relatos, delatando giros, insultos, bastardías, transfiguraciones, toda la escoria de la imaginación. Aprovechan cualquier detalle inventado, lanzándose como los abogados contra la sedosa sugestión de lo figurativo. Aun así, el escritor juró que había sucedido de verdad, tal cual: un canalla, con la complicidad de su mujer, se hacía pasar por rabino aprovechándose de gente crédula, entre la que había hombres con estudios e incluso licenciados; al final arrestaron al estafador y lo metieron en la cárcel.
       Inmediatamente, dijo el famoso escritor, al olor de la palabra “cárcel”, supo que la historia era suya.
       Encajé la noticia con resquemor. La corona de plata regalada de balde, ¿y dónde estaba yo? Estoy demacrada porque leo los periódicos hasta la náusea, me paso las noches encorvada (me encanta leer la prensa de la mañana después de la medianoche) escudriñando medio catatónica las listas de pasajeros de los barcos, las necrológicas, la sección de objetos perdidos, las mutilaciones, los atracos, las explosiones, los secuestros, las bombas, mientras a mi alrededor fermentan los platos por lavar.
       Nunca se me ha ocurrido escribir sobre un maestro de escuela, y para hablar de rabinos me basto sola. Se preguntarán entonces qué me atrajo exactamente de esta historia. Y no simplemente me atrajo: me agarró del pulmón y dijo ser mía, como una hija arrebatada al nacer en busca de su madre biológica. No me malinterpreten: de haber tenido acceso a un periódico aquella noche crucial (el Post, el News, el Manchester Guardian, el St. Louis Post-Dispatch, el Boston Herald-Traveler… ¿cuál, cuál? ¿Y dónde estaba yo? ¿En un bar? Jamás piso uno. ¿Comprando píldoras anticonceptivas en la farmacia? Soy una defensora acérrima de la fertilidad. ¿Leyendo, Dios no lo quiera, un libro?), mi historia habría seguido una lógica menos contundente. Tal vez el padre enfermo se habría recuperado. Tal vez el maestro no habría confesado odiar a su padre. Habría logrado que la corona de plata dejara mudo de asombro incluso al propio rabino. ¡Quién sabe el jugo que podría haberles sacado a esos timadores! La cuestión es que habría puesto de relieve los aspectos mágicos.
       Mi mayor ambición es la magia, lo reconozco. Y no la magia vulgar, que es lo que cabe esperar de los pueblos paganos, a juzgar por sus religiones: a fin de cuentas, medio mundo asegura que una vez hubo un Dios que se hizo hombre, y por si fuera poco que en el transcurso de la ceremonia sacra, a voluntad del sacerdote, ese mismo Dios-hombre puede introducirse en un pedazo de pan ázimo. Para la mayoría de la gente hoy en día es solo la idea de que un pedazo de pan se convierte en Dios, pero ¿se gana algo con eso? A mí, en cambio, no me atrae el símbolo, sino el suceso mágico absoluto. Me atrae lo prohibido.
       Lo prohibido. En hebreo se define con una palabra terrible que congela la lengua: asur. Magia judía. Estremecidos, hemos oído en el Deuteronomio el no rotundo que merece cualquier atisbo de la revelación de lo oculto: ¡qué poderoso es Moisés, que escruta los siglos con su mirada hasta los orígenes remotos de esa atracción! Astrólogos, magos y brujas: asur. Los judíos no conciben la magia. Para nosotros el pan no se trocará en cuerpo. El vino es vino, la muerte es muerte.
       Y sin embargo, con qué habilidad y sigilo nos hemos dedicado durante siglos a buscar amuletos, a hacer misteriosos cálculos con las letras y a perseguir la corona de plata capaz de sanar al enfermo: así que tampoco es tan rara mi fascinación por los prodigios, por todo lo que va en contra de Moisés y que resplandece con el fulgor de la maravilla. Me gustaría pertenecer a uno de esos pueblos corrientes, renunciar a nuestro Dios agnóstico, al que incluso la palabra “fe” le parece un insulto, al que no podemos imaginar bajo ninguna forma y al que ofende incluso el anhelo de imaginar, un Dios que no tiene ni puede tener cuerpo… Oh, ¿por qué no podemos tener un Dios mágico, como los demás pueblos?
       Algún día me armaré de valor y renunciaré a ser judía, y entonces fabricaré un dios pequeño, un ídolo de plata en forma de corona, capaz de detener a la muerte y resucitar a padres y a tíos; brotarán jardines de sus regias puntas. ¡Aquella historia! ¡Mía! ¡Robada! Contemplé la posibilidad de subir al escenario, prender una cerilla y quemar el manuscrito allí mismo para liberar así la corona del relato terminado, devolviéndola a la categoría de crónica periodística. Pero no. El fuego, incluso el pequeño y humilde temblor de una cerilla, es una magia demasiado poderosa en un sitio como ese entre aquellas hordas encendidas. ¡Provocar una conflagración de almas por una historia! Me daba miedo un conjuro tan terrible. Además, seguro que el autor guardaba un duplicado en papel de calco o un juego de fotocopias: un hombre así suele ser muy meticuloso con la materia que almacena en su cerebro. Una máquina de escribir es un volcán, ¿quién es capaz de contener la letra impresa?
       Si ahora mismo tuviera en mi poder un ídolo de plata diría: “Corona Todopoderosa, aniquila ese relato; devuélvemelo, devuélveme su esencia”.
       Un incidente curioso. Justo cuando el famoso escritor pronunció la última palabra —“expiró”—, vi la cara de un chivo. Era blanca y alargada, de mirada turbia; una barba rala colgaba de la quijada. Unida a la barba había una voz transparente, una voz que era pura blancura…, aunque quizá convenga explicar cómo me increpó esa voz. Yo estaba apoyada en la pared de la sala. El débil siseo de “expiró” me había enfebrecido de repente y me hizo saltar del asiento entre los dos jóvenes. Habían dejado los reposabrazos de la butaca húmedos de sudor, y la transpiración fresca, combinada con el ardor de mi codicia por aquel relato mágico que no podía ser mío, convirtió mi carne en una especie de vapor. Me elevé como un gas caliente, sintiéndome insustancial, y fui a recostar la cabeza en la pared que había junto al pasillo lateral, para serenarme. Mi cerebro se había convertido también en gas, agitado por la envidia. ¡Expirar! ¡Cómo deseaba escribir un relato que contuviera ese sonido impuro! Cuánto me habría gustado encontrar la corona de plata… Debía de parecer un ujier o un factótum del teatro, con el cráneo encastrado en la pared de ese modo.
       En cualquier caso me tomaron por un cargo oficial, alguien con autoridad que holgazanea en el trabajo.
       El aliento del chivo me llegó al fondo de la garganta.
       —Tengo historias. Quiero darle historias.
       —¿Qué dices que quieres?
       —A él. Arréglalo, ¿podrás hacerlo? En el intermedio, ¿qué me dices?
       Traté de quitármelo de encima, pero el chivo vino detrás brincando.
       —¿Cómo? ¿Cuándo? —me increpó—. ¿Dónde? —La barba se estremeció—. Si aquí y ahora está ocupado, dame su dirección. Necesito críticas y consejos, necesito ayuda…
       Nos convertimos en lo que creen que somos, así que me convertí en factótum.
       —Deberías avergonzarte de perseguir así a la gente famosa. ¿Acaso le conoces?
       —No exactamente. Soy un primo…
       —¿Primo suyo?
       —No. De la mujer de ese rabino. Ella es una anciana, su padre era tío de mi madre. Vivimos en el mismo barrio.
       —¿Qué rabino?
       —El que salió en los periódicos. Al que él le afanó la historia.
       —No por eso está obligado a leer lo que escribes. Es pedir demasiado —le dije—. El público no tiene derecho a acceder al pensamiento íntimo de un escritor. La ayuda no cae de las alturas como el maná. Su tiempo es muy valioso, tiene mejores cosas que hacer. —Me limitaba a citar, no crean. Una vez le mandé una historia a otro célebre escritor y me contestó con estas hirientes palabras, así que ahora sabía bien cómo emplearlas.
       —¿Te ha dado permiso para hablar en su nombre? —dijo el chivo con sorna—. Mira, a mí la fama no me arredra. Hasta los famosos sangran.
       —Solo cuando los pinchan los de tu calaña —repliqué—. ¿Has publicado algo?
       —Todavía soy joven.
       —Antes que tú hubo poetas que tuvieron que morir primero y publicar después. Keats tenía veintiséis años, Shelley veintinueve, Rimbaud…
       —Soy como ellos, viviré para siempre.
       —¡Qué arrogante!
       —Deja que eso lo digan los famosos, no tú.
       —Al menos a mí me han publicado —protesté, y así cayó mi disfraz. Se dio cuenta de que ni siquiera era ujier, solo otra escritora desconocida mezclada entre el público.
       —¿Lo conoces?
       —Habló conmigo una vez, en un cóctel.
       —¿Crees que se acordaría de tu nombre?
       —Desde luego —mentí. El chivo había herido mi orgullo.
       —Entonces llévale solo una historia.
       —Deja al pobre hombre en paz.
       —Tómala. Léela y, si te gusta, ¿me oyes?, solo si te gusta, se la das de mi parte.
       —No va a ayudarte.
       —¿Por qué crees que todo el mundo es igual que tú? —me acusó, aunque de repente parecía abrumado, como si mis palabras le hubieran dolido. Blandió un sobre enorme, sacó su manuscrito y borró algo con aire malicioso. Vi que en sus pestañas se acumulaban unas lágrimas pequeñas y opacas. O lloraba, o tenía los ojos aquejados de pus.
       —¿Por qué crees que no merezco un poco de atención?
       —No de los grandes.
       —Entonces al menos préstamela tú —dijo.
       El verdadero ujier llegó justo entonces, con el brío de una escoba. ¡Atrás! ¡Atrás! ¡Silencio! ¡Respeten la lectura! Antes de que me diera cuenta, me había barrido hasta mi asiento. El chivo había desaparecido, y yo tenía su manuscrito en la mano.
       El muy idiota había borrado su nombre.
       Esa noche lo leí. Se preguntarán por qué. El periódico era fino, el manuscrito grueso. Olía a establo, una especie de tufo fecal, pero pronto descubrí que era por el pegamento que había usado para ensamblar los pedazos de las páginas corregidas. Un trabajo de aficionado.
       Si esperan ahora un sortilegio, olvídenlo. No era ninguna maravilla. La prosa no era mala, pero tampoco buena. Hay jóvenes que escriben como si la lengua fuera un rollo inacabable de tela y solo hubiera que cortar el largo necesario para cubrir la ficción: pasas la lanzadera una y otra vez por la urdimbre, todo tiene la misma textura, no hay dobleces en la trama.
       He dicho “ficción”, aunque no me quedaba muy claro si se trataba de ficción o no. El título, “Una historia de juventud y homenaje”, sugería que lo era, pero la narración quedaba inconclusa a propósito. Además, los episodios podían interpretarse en distintos “niveles”. Saltaba a la vista que no era simplemente una historia, sino que apuntaba a mucho más, y ese “mucho más” significaba en sí mismo mucho más. Ya solo con eso me amargué; son técnicas que se aprenden en esas lápidas huecas llamadas escuelas de escritura. A mí me parece que cuando uno quiere contar una historia, la cuenta. Estoy en contra de las máscaras y los trucos de la metáfora y la fábula. Por esa razón me atraen los cuentos de magia y fantasía: significan lo que dicen; en ellos los milagros no son símbolos, sino probabilidades condicionadas.
       La historia del chivo era bastante realista, pero afectada. En un inglés del todo ordinario y en esencia manido, pretendía ser incoherente. Eso, como saben, es lo que se lleva.
       Veo que están a punto de abandonar estas páginas, por miedo a que vuelva a resumirles el argumento. Aguarden, se lo ruego. Denme un voto de confianza. Liquidaré el asunto de la manera más llevadera posible, prometo ser breve. O, si al final me extiendo, que por lo menos merezca la pena. Además, no olviden los riesgos que corro. Aunque no conozco las leyes en materia de plagio, aquí me tienen contando tan campante historias que no son mías por legítimo derecho. Quizá un día el relato del chivo se publique y coseche elogios. O quizá no, pero en cualquier caso él reconocerá su argumento tal como voy a contarlo y… ¡qué furias lo azotarán! ¿Y si cuando esta historia se publique, en el mismo momento en que la leen ustedes, estoy encerrada en un mugriento calabozo municipal? Seguro que un sacrificio tan grande merecerá su perdón.
       Así que pasemos al relato del chivo:

     Un estudiante norteamericano en una yeshivá de Jerusalén no consigue concentrarse. Está acuciado por deseos mundanos; en realidad no ha ido a Jerusalén a aprender la Torá, sino por ambición. A pesar de que es joven y nunca ha publicado nada, ya se considera un escritor digno de atención. Entonces, ¿por qué no la atención de los más grandes?
     Da la casualidad de que en Jerusalén vive un escritor que ganará algún día el premio literario más inmenso del planeta. La historia arranca cuando ya es un anciano colmado de fama, a pesar de que más bien provinciano; aún no ha estado en Estocolmo: faltan quizá un par de años para que el Premio Nobel lo convierta en una figura mítica. [“Que lo convierta en una figura mítica” es un ejemplo excelente de la prosa del chivo, por cierto.] Pero el estudiante es visionario, y la fama es la fama. Redacta una postal:

Solo hay dos
escritores religiosos en el mundo.
Usted es uno y yo soy
el otro. Iré a visitarle.


    Es cierto que el anciano es religioso. Lleva kipá, entrevera en sus relatos versículos de los textos sagrados. Y no puede echar a nadie que acuda a su puerta. Así que cuando el estudiante aparece, el viejo escritor lo invita a tomar un vaso de té, a pesar de que los homenajes lo fatigan; preferiría echarse un sueñecito.
     El estudiante confiesa que es la ambición la que lo ha llevado hasta los pies del escritor: le gustaría que algún día lo veneraran del mismo modo.
     —Ojalá hubiera sido como tú en mi juventud —dice el viejo escritor—. Nunca me armé de valor para mirar a los ojos a los hombres que admiraba, ¡y eran tantos! Pero todos me parecían inalcanzables, y yo era muy tímido. Ahora desearía haberlos visitado, como tú has venido a visitarme a mí.
     —¿Por quién sentía mayor admiración? —pregunta el estudiante. En realidad no siente curiosidad, ni por eso ni por nada, pero se da cuenta de que una pregunta así es esencial en la maquinaria de la adulación. Y aunque nunca ha leído una sola palabra de sus escritos, incluso en los pantalones del viejo puede reconocer el olor de la fama.
     —Al Rambán —contesta el viejo—. A él lo admiraba más que a nadie.
     —¿A Maimónides? —exclama el estudiante—. Pero ¿cómo iba a visitar a Maimónides?
     —Cuando yo era joven el Rambán llevaba ya cientos de años muerto —concede el anciano—. Pero aunque hubiera estado vivo, mi timidez me habría impedido ir a visitarlo. Para un joven tímido es un alivio admirar a un difunto.
     —Entonces, para ser como usted —dice el estudiante, meditabundo—, ¿es necesario ser tímido?
     —Por supuesto que hay que ser tímido —dice el viejo—. La verdadera ambición se oculta en la timidez. El fin último que se ambiciona ha de permanecer oculto. Si quieres usurpar mi lugar no dejes adivinar tus intenciones, o solo lograrás que me aferre a él con más fuerza. Debes caminar siempre con la cabeza gacha. Has de ser un auténtico ba’al ga’avah.
     —¿Un ba’al ga’avah? —exclama el estudiante—. ¡Pero entonces se está contradiciendo! ¿No nos inculcan que Dios siente el mayor de los desprecios por el ba’al ga’avah, el hombre que se idolatra y se cree superior? Está escrito que Dios propiciará su muerte, ¡incluso antes que la de un asesino! —Salta a la vista que el joven domina las fuentes, no en vano estudia en la yeshivá; pero está perplejo, alterado—. ¿Cómo voy a parecerme a usted si me dice que sea un ba’al ga’avah? ¿Y por qué me da un consejo como ese?
     —El ba’al ga’avah —comenta el escritor— es un suplantador: el hombre cuya arrogancia es olímpica, cuyo orgullo es como una torre. Él es quien con mayor sutileza pone la vista en el suelo, sin mirar nunca lo que codicia. A mí me faltó astucia para ser un verdadero ba’al ga’avah, era demasiado apocado. No me hacía falta fingir timidez, ya era así por naturaleza. Pero tú no, de modo que tendrás que inventar la manera de convertirte en un auténtico ba’al ga’avah, tan audaz y al mismo tiempo tan ingenioso como para engañar a Dios y seguir con vida.
     El estudiante arde de impaciencia.
     —¿Qué pinta Dios en esto? Solo hablamos de ambición.
     —Desde luego. De ambición verdadera, sin embargo. Recuerda: “Todo salvo la Ley es ligereza”. Esa es la verdad que se halla al final de cada incidente, incluso de este. Mira —continúa el anciano—, no hay nada más fácil que ocupar mi lugar. Será tuyo en un abrir y cerrar de ojos. Si olvido que hay alguien al acecho, dejaré de custodiarlo. Pero para eso debes hacerme olvidar.
     —¿Cómo? —pregunta el estudiante, cada vez más frío por la codicia.
     —No debes volver por aquí nunca más.
     —¡Será una broma!
     —Así te olvidaré. Me olvidaré de custodiar mi puesto. Y entonces, cuando menos me lo espere, vendrás a arrebatármelo. Serás tan silencioso, tan tímido, tan taimado y audaz que nunca sospecharé de ti.
     —¡Y una broma pesada! ¡Solo quiere deshacerse de mí! Qué burla, se olvida usted de lo que supone ser joven. Al hacerse viejo todo es más fácil, porque el ardor desaparece.
     Pero entretanto, dentro de los pulmones y por las venas de las muñecas del estudiante, se cierne una niebla fría.
     —¿El ardor desaparece? Sí, cierto. En este momento, por ejemplo, nada ansío con más ganas que mi pequeña siesta a media luz. La hago siempre a esta misma hora.
     —Se dice… —(El estudiante es tan frío ya como un camino helado, todas sus venas son sendas de hielo)—. ¡Se dice que va a ganar el Premio Nobel! ¡De Literatura!
     —En mis siestas no hay sueños. No sueño con esa clase de cosas. Vamos, déjame ayudarte a no codiciar.
     —¡Me cuesta mucho ir con la cabeza gacha! Soy joven, ¡quiero lo que usted tiene, quiero ser como usted!


      Interrumpo aquí la historia del chivo para pedir disculpas. No sería sincera si no confesara que la estoy reescribiendo; la estoy haciendo mía, prácticamente, y eso nunca será equiparable a un plagio. No me refiero solo a que la he puesto más o menos en orden, y la he desbrozado un poco. Eso ha sido solo de paso. Pero, al ceñirme a lo que dijo uno y respondió el otro, he roto mi promesa y he empezado a aburrirles. ¡Qué aburrida! ¡Ah, la historia del chivo era aburrida! Los cuentos con moraleja a veces son las mejores nanas.
       Así que, siguiendo mi propia versión (detesto las historias con ideas ocultas entre líneas), abandonaré la paráfrasis e inventaré lo que hace el anciano.
       Justo después de decir: “Vamos, déjame ayudarte a no codiciar”, se pone de pie y, arrastrando los pies adormilado, se acerca medio cojeando hasta una mesa cubierta con un mantel que cae hasta el suelo. Separa los faldones de la tela y, como si se metiera en una tienda de campaña, desaparece en la oscuridad bajo la mesa. Entra a gatas y la tela se le adhiere al cuerpo; asoma la protuberancia del trasero. El anciano pronuncia dos palabras en hebreo, “Ohel Shalom!”, y vuelve a salir con una gran caja negra. Más bien parece una sombrerera de señora.
       —Un admirador me dio esto. Solo que no era un admirador de nuestra época, más bien un predecesor. Me lo entregó Tchernijovski, el poeta. Supongo que conoces su obra, ¿verdad?
       —Un poco —dice el estudiante, pensando que debería haberse puesto al día antes de venir.
       —Tchernijovski estaba muerto cuando me trajo esto —explica el anciano—. Una noche estaba aquí solo, sentado donde tú estás ahora. Me había enfrascado en la lectura del poema más famoso de Tchernijovski, el que dedica al dios Apolo, y de repente apareció. Me decepcionó. Era un espectro completamente convencional, tan incorpóreo que la pared se veía a través de su cuerpo. Eso hacía difícil apreciar sus rasgos con precisión, porque en esa pared, como puedes observar, hay una estantería de libros, de manera que en el lugar donde supuestamente estaba su nariz yo solo leía el título de un tratado de la Misná. Un espectro puede verse más que nada gracias a su silueta, lamentablemente, algo así como el boceto de un artista, solo que en lugar del trazo negro del carboncillo es el tenue resplandor de una luz blanca muy sutil. Sin embargo había traído consigo un objeto palpable, incluso pesado: esta caja, ni más ni menos. Al verlo no sentí ningún terror, y no sé decirte por qué. Más bien me desconcertó la imagen que proyectaba en la pared; “moderna”, la habría llamado entonces, aunque probablemente ahora ya haya nuevas palabras para definir esas cosas. Me recordó, en cierto modo, a un collage: un material superpuesto a otro de textura completamente distinta. Un orden de la creación colocado sobre otro. Metal sobre tejido. Madera sobre cuero. En este caso era un peso tridimensional superpuesto a una línea; la línea, o los haces luminosos de líneas que eran las manos de Tchernijovski, unas manos espectrales asiendo una caja con volumen.
       El estudiante mira la caja fijamente. Aguarda, está en ascuas.
       —La cuestión es —continúa el viejo escritor— que nunca la he abierto. No por falta de curiosidad. Soy tan curioso como cualquier mortal. O puede que más. El caso es que no hizo falta. Hay algo en la presencia de una aparición que satisface la curiosidad para siempre, tanto la más profunda como la de carácter más superficial. Para empezar, un espectro te lo dirá todo, y a bocajarro. Un espectro puede parecer etéreo, pero no tiene nada de delicado, nada de indirecto o calculado, nada que sugiera refinamiento. Es como si lo único vaporoso fuera su silueta, y el resto mera ordinariez. O puede que el propio Tchernijovski fuera así de zafio en vida. Me decanto por esa posibilidad. ¡Todo ese panteísmo y adoración por la tierra! ¡Esa búsqueda de los antiguos dioses de Canaán! De tanto barro, se le atrofió la lengua. Los panteístas son todos unos majaderos, igual que los trinitarios o los gnósticos de cualquier especie. ¿Cómo puede convertirse una obra de creación en su propio Creador?
       “Aun así tenía una voz muy grata al oído, una sonoridad que solo puedo tratar de describir evocando un ronroneo, el arrullo de un niño, pero en la forma de un discurso cognitivo casi normal. Una combinación sumamente placentera. Dijo que en el Edén leía mis relatos con atención y que me daba su beneplácito. Aunque tenía predilección por algunos, aseguró que le gustaba especialmente un cuento bastante breve —poco más que un apunte, en realidad— sobre por qué no se produce la llegada del Mesías.
       “En ese relato, el Mesías está listo para el advenimiento. Entra en una sinagoga y se dispone a aparecer en el mismo momento en que oiga a la congregación recitar el Credo. Se queda de pie escuchando, a la espera de hacerse visible en cuanto se diga la última sílaba del versículo ‘Creo en el advenimiento del Mesías, y aunque se demorara esperaré su llegada cada día’. Se apoya en el Arca y escucha, escucha atentamente en todo momento, pero no puede oír nada: la congregación no deja de hablar de sus cosas, de sombreros, bufandas, negocios, esposas, citas, lluvia, lecciones, el pasado, la semana próxima… La oración se pierde en el murmullo, queda ahogada en la cotidianidad, y el Mesías se retira. No ha oído que lo invocaran.
       “Ese, me dijo el espectro de Tchernijovski, era mi mejor relato. Desconfié inmediatamente. Su voz de recién nacido insinuaba ironías, capté un atisbo de sarcasmo. Me quedó claro que lo que más le gustaba de esa historia era la subversión del clímax: que se impida el advenimiento del Mesías. Aunque al escribirlo me había propuesto lamentar la demora del Mesías, al parecer Tchernijovski se regodeaba en mi añoranza. ‘Escucha’, me dijo con voz cantarina (imagina un cuervo unido a un gorjeo delicado y delicioso, y que en conjunto transmitiera la beligerancia de un púgil y la aspereza de un camarero bregado), ‘ahora que estoy muerto y bajo el polvo de mis huesos se acumula un cuarto de siglo de muerte, creo que ha llegado la hora de que asumas mi prestigio. Para empezar he estado en Suecia, he tirado de los hilos con algunos académicos difuntos pero aún influyentes, y lo he arreglado para que te den el Premio Nobel dentro de uno o dos años. Es más de lo que yo conseguí en vida. Pero como sé que eso no te interesará tanto como un pedazo de la eternidad aquí en Jerusalén, he venido para decirte que puedes conseguirlo ahora mismo. Puedes’, repetía las cosas de un modo infantil, ‘asumir mi prestigio’.
       “Ves a qué me refiero cuando hablo de ordinariez. Admito que yo tampoco fui menos zafio. Contesté rápido y no me anduve con rodeos. Rehusé.
       “‘Te entiendo’, me dijo. ‘No me crees lo bastante devoto, o no devoto como hay que ser. No cumplo los criterios de tu yeshivá. Naturalmente que no. Sabes que yo era médico, que me atraía la biología; o sea, el barro. ¡No soy tan espiritual como te gustaría! Mi sionismo no era del alma, estaba hecho de tierra de verdad. He venido a ofrecerte algo tangible; demuestra un poco de sentido común y acéptalo. Te daré lo que el Premio Nobel no puede darte. Abre la caja y ponte lo que hay dentro. Llévalo un minuto entero y el asunto quedará zanjado.’
       —¿Y qué había dentro, por el amor de Dios? —aúlla el estudiante, consumiéndose bajo su camisa azul de chico de ciudad. Y con corbata, ¡en Jerusalén! (El estudiante me parece un despropósito, una grosería, pero no me queda más remedio que conservarlo; es un resto de la historia del chivo, ¿qué otra cosa voy a hacer?)
       —El contenido de la caja —contesta el viejo escritor— era la cosa menos imaginativa del mundo. Justo lo que se puede esperar de un espectro. La idea de un espectro en su conjunto indica ya una gran falta de imaginación. Claro que en mis relatos he utilizado espectros, pero siempre encarnaban una realidad posible, es decir, un ideal posible: Elías, el verdadero Mesías…
       —¡Por el amor de Dios, la caja!
       —La caja, sí. Llévatela, te la doy.
       —¿Qué hay dentro?
       —Averígualo tú mismo.
       —Primero dígamelo. A usted Tchernijovski se lo dijo.
       —Justa observación. Contiene una corona.
       —¿Qué clase de corona?
       —Una corona de plata, creo.
       —¿Plata de ley?
       —Nunca la he visto, ya te lo he dicho. La rechacé.
       —En ese caso, ¿por qué quiere dármela?
       —Porque para eso la hicieron. Cuando un escritor desea usurpar el lugar y el poder de otro escritor, simplemente se la pone. Ya te lo he dicho.
       —Entonces, si la llevo seré como Tchernijovski…
       —No, no, serás como yo. Como yo. Concede la posición y el poder de quien la entrega. Y eso es lo que quieres, ¿verdad? Ser como yo, ¿no es así?
       —Pero no es lo que me ha aconsejado usted hace un momento. Me ha dicho que fuera arrogante, un ba’al ga’avah, y que lo ocultara fingiendo timidez…
       (Exacto. Un gazapo en la trama. Esa era la historia del chivo, donde no había ninguna corona de plata. Aún arrastro estas sobras que provocan grietas y brechas en mi versión. Tendré que arreglar todo esto de alguna manera. Tengan paciencia, lo conseguiré. Recen para que no la pifie.)
       —Exacto —dice el viejo escritor—. Ese es el camino habitual, pero cuando no se sabe fingir la timidez hace falta un atajo. Te advertí que exigiría audacia e ingenio. Tú debes reunir el valor que a mí me faltó. Quizá sepas sacar provecho de lo que yo rechacé. Te ofrezco la corona. Es un buen atajo, ya lo verás. Póntela e inmediatamente te convertirás en un ba’al ga’avah. Sin embargo, aún no te he contado cómo logré deshacerme del espectro de Tchernijovski. Abre la caja, ponte la corona, y te lo contaré.
       El estudiante obedece. Levanta la caja y la deja en la mesa. Parece bastante ligera. La abre y al meter la mano la caja se desintegra, se deshace convertida en polvo; se esfuma, desaparece al contacto con la primera molécula de aire, igual que una reliquia antigua arrancada de una profunda tumba de arcilla sucumbe al contacto corrosivo con la luz.
       Pero ahí, en el fondo de la caja volatilizada, está la corona.
       A primera vista parece de plata, pero pesa más que cualquier plata corriente: es pesada, pesadísima, maciza como un meteorito. Resoplando, el estudiante trata con todas sus fuerzas de alzarla hasta su cabeza. No puede. No puede levantar siquiera uno de los cantos. Es tan pesada como una pirámide.
       —No hay quien la mueva.
       —Se moverá cuando pagues por ella.
       —¡No me dijo nada de un pago!
       —Tienes razón, se me olvidó. Pero no se paga con dinero, sino con una promesa. Has de prometer que, si decides no aceptar la corona, te la quitarás inmediatamente. De lo contrario, será tuya para siempre.
       —Lo prometo.
       —Bien. Entonces puedes ponértela.
       Y ahora fácilmente, tan fácilmente como si cogiera un sombrero de paja, el estudiante levanta la corona y se la coloca en la cabeza.
       —Hecho. Eres como yo. Ahora márchate.
       Y ligero, tan ligero como si la corona fuera un cargamento de helio, el estudiante se marcha saltando por las calles de Jerusalén. ¡Y corre! Corre para subir a un autobús atestado de gente, y todo el mundo lo reconoce, incluso el conductor: recibe honores y elogios, algunas mujeres jóvenes alargan las manos para tocarle el cuello de la camisa, le agarran del pantalón, se le baja la bragueta y él la sube de nuevo. ¡Oh, la fama! Se apea del autobús y corre hasta su yeshivá. Multitudes en las aceras, aplaudiendo. ¡Así que esto es lo que se siente! Entra en la yeshivá en volandas, como un rey. Antes nadie lo miraba apenas, los hijos de Jerusalén casi ni le dirigían la palabra, ¡y en cambio ahora…! Es evidente que todos le han leído. A su paso la gente cita títulos, argumentos y personajes remotos y familiares al mismo tiempo. Mira por dónde, piensa, la corona me ha proporcionado una bibliografía completa. Al levantar la mano para tocarla siente un relámpago de frío. Frío, frío, es la plata más fría del planeta, una frialdad que le acuchilla la cabeza. La escarcha le encapsula el cerebro, en el interior de su cráneo humeante retumban más títulos, más argumentos, nombres de personajes, estudiosos, esposas, amantes, fantasmas, hijos, pordioseros, aldeas, palmatorias… Qué cargamento de invenciones, qué abundancia, ¡qué hervidero de historias! Son sus historias, pero al mismo tiempo no lo son. El rosh de la yeshivá baja las escaleras de su gabinete: el rosh de la yeshivá, literalmente “cabeza” de la facultad, un hombre en miniatura, huesudo, crecido prácticamente hacia dentro y a lo alto en una espectacular cúpula, una frente amplia como el frontispicio de una academia, con las sienes huecas a modo de pórticos, una cabeza reluciente con gafas redondas de culo de botella que parecen dos callejones sin salida y una barba garabateada de rizos; más abajo, pequeños acoples a modo de brazos y piernecitas de hormiga delgadas como pelos. Y el rosh de la yeshivá, que nunca le ha dedicado ni media palabra a este oscuro alumno turista de América, de repente lo saluda con la gloriosa bendición reservada a los sabios: ¡Bendito seas, oh, Dios, que impartes sabiduría a aquellos que Le temen! Y el estudiante, con su corona, comprende que ahora se le atribuyen parábolas sublimes que interpretan la voluntad divina, y de pronto se desespera, siente miedo, porque ¿y si le piden que componga una de ellas ahí mismo? ¿Y si esos títulos que oye a su alrededor fueran meras vasijas vacías y tuviera que llenarlas de historias? Sale corriendo de la yeshivá, dispersando a codazos a admiradores y celebrantes para abrirse paso hasta el callejón trasero que da a la cocina; allí nunca hay nadie, solo los gatos viejos que rebuscan en los contenedores de la basura. Oye a sus espaldas unas pisadas recias y sepulcrales, como golpes dentro de un cubo de latón; se vuelve a mirar, sigue corriendo, se detiene… ¡El espectro de Tchernijovski! Por la descripción del anciano escritor, lo reconoce al instante.
       —Ha sido un error —dice el fantasma con voz tintineante, un racimo de campanitas—, no era para ti.
       —¿Qué? —grita el estudiante.
       —Devuélvela.
       —Pero ¿qué?
       —La corona —prosigue el espectro de Tchernijovski con voz balbuciente, como de recién nacido—. La idea no era que mi viejo amigo se desprendiera de ella.
       —Me dijo que no había problema.
       —Te ha engañado.
       —No, no es posible.
       —Es taimado, taimado, taimado…
       —Dijo que me convertiría en alguien como él, y así ha sido.
       —No.
       —¡Sí!
       —Entonces predice el futuro.
       —¡Dentro de dos años, el Premio Nobel de Literatura!
       —Para él, no para ti.
       —Pero yo soy como él.
       —Ser como no es lo mismo que ser igual. ¿Quieres ser igual? Mira ahí, la ventana.
       El estudiante mira por la ventana de la cocina. Dentro, entre las ollas, ve el revuelo de los estudiantes con kipá, que dan vueltas de un lado a otro buscando en la despensa, e incluso en el armario donde se guarda la vajilla para el Pésaj, más allá de un par de calderos humeantes, en busca del visitante fugitivo, quien a su vez observa la escena fijamente, tan concentrado que de pronto se le nubla la vista y, en lugar de ver lo que hay tras los cristales, sigue la luz de la superficie y contempla un reflejo. Hay un anciano que también está mirando por la ventana; al estudiante le llama la atención su cara, arrugada como un trapo viejo. Qué raro, no puede ser Tchernijovski, porque es solo una imagen fantasmagórica cubierta de telarañas, y además los espectros no se reflejan. El anciano reflejado en la ventana lleva una corona. ¡Una corona de plata!
       —¿Lo ves? —dice el espectro con voz cristalina—. ¡Ha sido un truco!
       —¡Soy viejo! —aúlla el estudiante.
       —Pálpate el bolsillo.
       El estudiante se palpa. Un frasco.
       —¿Ves? Es nitroglicerina.
       —¿Qué pretende, hacerme volar por los aires?
       Nuevamente renace el débil y alegre gruñido infantil.
       —Te recuerdo que soy médico. Cuando sientas algo parecido a un desgarro, una punzada, un ardor en el pecho, un pinchazo en la cara interna del codo, tómate una de estas píldoras. En casos de insuficiencia coronaria relaja las arterias.
       —¡Me falla el corazón! ¿Voy a morirme? ¡Basta! ¡Soy joven!
       —¿Con esos dientes? ¿Sin encías? ¿Con ese colgajo en la papada? ¡Carcamal! ¡Saco de huesos!
       El estudiante echa a correr; recuerda que está delicado del corazón; afloja el paso. El espectro lo sigue con su andar pesado y ruidoso. Forman una procesión de dos figuras: un hombre muy viejo que lleva una corona de plata infinitamente fría, a quien sigue como una sombra un espectro iridiscente tejido con hilo de araña, que de vez en cuando rompe en risas de recién nacido y en extrañas maldiciones hechas con retazos de frases de la Biblia. Avanzan juntos arrastrando los pies hasta la avenida, donde la gente sigue su camino sin prestarles atención.
       —¡Dios mío! Nadie me conoce. ¿Por qué aquí no me conocen?
       —¿Quién debería conocerte? —dice Tchernijovski.
       —En el autobús gritaban los títulos de mis libros, docenas de ellos. ¡Y por las calles! ¡El rosh de la yeshivá me saludó con la bendición reservada a los sabios!
       En cambio ahora los pasajeros del autobús se muestran indiferentes; saltan a los asientos, roncan acurrucados en los rincones, incluso de pie, cerca de las barras, y sin dedicarle una sola palabra. Ni un grito ahogado al verle, ni un chillido. Ni siquiera un tironcito del cuello de la camisa. ¡Se acabó! Hay una corona, pero ningún rey.
       —Ya no funciona —se lamenta el estudiante.
       —¿La corona? Ni en todos los años que vivas.
       —Pues será que usted interfiere. La está bloqueando.
       —Eso se acerca más a la verdad.
       —¿Por qué me sigue?
       —No me gusta la tergiversación.
       —Querrá decir que no le gusta la magia.
       —Son una y la misma cosa.
       —¡Váyase!
       —Eso nunca lo hago.
       —Pues bien que él se libró de usted.
       —Es taimado, muy taimado… Se valió de una artimaña. ¿Sabes cómo lo hizo? Rechazó la corona. Mejor dicho: la aceptó, pero la escondió. Nadie la había rechazado jamás. ¡Es un usurpador! ¡Un codicioso! ¡Un ba’al ga’avah! Eso es lo que es.
       —Pero a mí me dio la corona —objeta el estudiante—. “Deja que te ayude a no codiciar”, esas fueron sus palabras. ¿Por qué le llama “ba’al ga’avah”?
       —¿Y él? Ha dejado de codiciar, ¿verdad? ¿Crees que no babea por el Premio Nobel desde que le dije que se barajaba esa posibilidad en el cementerio de la Academia Sueca? Solo sueña con eso, día y noche. Le encanta echarse sus siestecitas, ¿sabes por qué? Para dormir y, con suerte, soñar. Se imagina vestido con una espléndida pajarita nueva y un frac de cola hasta el suelo, con kipá, paseando públicamente su arrogancia, y la vieja de su mujer a su lado, de punta en blanco…, ¡en Estocolmo, con el rey de Suecia! Eso es lo único que ve, eso es lo que sueña, no puede trabajar, está enfermo de codicia. ¿Crees que cambia algo cuando eres viejo?
       —¡Yo no soy viejo! —grita el estudiante. Baja del autobús con un salto decidido, pero, ah, sus piernas son de paja, las rodillas resecas se le doblan, rígidas como gavillas, y siente que se vacía como un saco al que se le escurre la arena. ¡Es viejo!
       De pronto están delante de la casa del escritor.
       —La edad no cambia nada —dice el espectro—. Es lo mismo, lo mismo. La ambición nos hace iguales, el deseo es unitario. Siempre se puede contar con el deseo. Y no hablo del deseo carnal. La carne es transitoria, ¡no vayas a comparar el viento con las montañas! Hablo de la codicia, que asoma incluso por los bordes del ataúd. La codicia pervive incluso a la mortalidad, te lo aseguro. En el Edén no hay nada más que codicia. —El espectro golpea la puerta con toda su fuerza, y su fuerza no es más que un copo de nieve. Silencio, suavidad—. ¡Aporréala! —le ordena con disgusto al estudiante; a veces olvida que es incorpóreo.
       El estudiante obedece, estremecido; tiene tanto frío que los tres o seis dientes que le quedan castañetean como la porcelana contra un puente de plástico sin sujeción en la encía, las costillas se sacuden dentro de su pecho, la columna vertebral vibra sin remedio. ¿Y qué decir de su corazón? Agarra con fuerza el frasco del bolsillo.
       El anciano escritor abre la puerta. Se restriega los ojos.
       —Te hemos despertado, ¿verdad? —gorjea el espectro de Tchernijovski.
       —¡Tú!
       —Yo mismo —dice el espectro, satisfecho—. ¡Ba’al ga’avah! ¡Malvado! ¡Le encajaste la corona a un crío!
       El anciano escritor mira detenidamente a su alrededor.
       —¿Dónde?
       El espectro empuja al estudiante hacia él.
       —Le hice el favor de concederle una larga vida. Inmediatamente. ¿Por qué esperar para disfrutar de algo bueno?
       —¡No la quiero! ¡Quédesela! —grita el estudiante intentando quitarse la corona. Sin embargo, no consigue arrancársela de la cabeza—. Usted dijo que podía devolverla si no la quería.
       El viejo escritor vuelve a mirarlo detenidamente.
       —Bueno. Tú mantienes tu promesa. La corona también.
       —¿Qué quiere decir?
       —Te prometió reconocimiento, pero trae consigo esta lacra. Todo tiene un precio.
       —¡Deshágase de él!
       —Para librarse del espectro, hay que liberarse de la corona.
       —¡Muy bien, aquí está! ¡Quédesela! ¡Es suya!
       El espectro se ríe igual que un bebé al ver una tetina.
       —Bueno, pues entonces intenta quitártela.
       El estudiante lo intenta. Trata de arrancar la corona, echa la cabeza hacia delante, hacia atrás, hacia los lados, estira y estira. Las yemas de los dedos le arden por el frío terrible del metal.
       —¿Cómo consiguió usted librarse? —aúlla.
       —Nunca me la puse —contesta el viejo escritor.
       —No, no, me refiero al espectro, ¿cómo se libró del espectro?
       —Iba a contártelo, ¿te acuerdas? Pero te fuiste corriendo.
       —Usted me dijo que me fuera. Era una treta, no pensaba contármelo.
       —¡Nada de disputas! —rezonga el espectro, y ordena—: Cuéntaselo ahora.
       El estudiante forcejea, retuerce el cuello, tira con toda su alma de la corona, pero en vano.
       —La corona se desprende —dice el viejo escritor— cuando el espectro desaparece. Ambas cosas se disuelven a la vez.
       —Ya, pero ¿cómo?
       —Encuentras a alguien a quien darle la corona. Eso es todo. Simplemente la pasas. Tan solo hay que acceder a entregar sus poderes a alguien que la quiera. Considéralo una prueba de tu propia generosidad.
       —¿Quién va a aceptarla? ¡Nadie quiere una cosa así! —gime el estudiante—. ¡Está incrustada! ¡Sáquemela! ¡Fuera!
       —Tú la quisiste.
       —¡Mojigato! ¡Moralista! ¡Ba’al ga’avah! ¿No acudí a usted en busca de consejo? Consejos para escribir, ¡y mire lo que me dio! ¡Le pedí ayuda y usted me dio chatarra! ¡Traidor!
       —Qué interesante —observa el espectro—. La corona llegó a mi poder exactamente igual. Me la entregó Ibn Gabirol. A través de la güija. Tenía mis dudas sobre el método, pero comprobé que era legítimo. Le consulté acerca de algunos de sus versos, concretamente sobre el problema del encabalgamiento, que resulta más difícil en hebreo que en algunas otras lenguas. A modo de respuesta, me ofreció la corona. Apareció de la nada sobre el tablero…, desnuda, por así decirlo y con un brillo extraño, semejante a un pez sin escamas. Evidentemente entonces no había ningún espectro unido a la corona. Yo soy el primero, y no creerás que me gusta tener que materializarme treinta minutos después de que alguien se la haya puesto, ¿verdad? Lo que necesito es que me dejen en paz en el Paraíso, y no estar de guardia en el momento en que alguien…
       —¿Ibn Gabirol? —terció el viejo escritor, jadeante, todo oídos. ¡Ibn Gabirol! Poeta sublime, envidiado más allá de la envidia, sublimidad sin heredero, ¿quién no codiciaría la corona de Ibn Gabirol?
       —Dijo que a él se la había entregado Isaías. Parece ser que la categoría de los depositarios va en declive. Por eso me han puesto a patrullar. Si alguien que no la merece se hace con ella, pongo en marcha mis emanaciones y me lanzo al ataque. Bueno, vámonos —dice el espectro con repentino acento norteamericano. Le da al estudiante uno de sus empujones, que parecen el roce de un copo de nieve—. Iré a donde tú vayas. Y tú irás a donde vaya yo. Ahora que conoces los entresijos, salgamos de aquí y busquemos a alguien que la merezca. Démosela a un goy, para variar. “Los justos entre los gentiles son como jueces en Israel.” Mi propuesta es Oxford, Mississippi; Faulkner, William.
       —Faulkner está muerto.
       —¿Ah, sí? Debería hacerle una visita. Bueno, de acuerdo. Alguien no tan encumbrado. Norman Mailer.
       —Judío —dice con sorna el estudiante.
       —Mira por dónde. Bueno, ya encontraremos a alguien. Mantente alejado de la podredumbre de Europa; Kafka la tuvo una vez. Pues qué sé yo, a un negro. O a un indio, o quizá un hispano. Iremos a América y echaremos un vistazo.
       Lloroso, el viejo escritor le tira de la manga.
       —Oiga, esto no cancela el premio, ¿verdad? ¿Lo conseguiré de todos modos?
       —Dentro de dos años estará usted en Estocolmo.
       —¿Y yo? —aúlla el estudiante—. ¿Qué hay de mí? ¿Qué pasará conmigo?
       —Tú llevarás la corona hasta que consigas a alguien que la quiera. ¡Zoquete! ¡Carcamal! ¿Es que no escuchas? —dice el espectro: le baila el acento, se come los sonidos igual que un nativo de Calcuta educado en París.
       —¡Nadie la quiere! ¡Ya se lo he dicho! Cualquiera que la necesite de verdad para usted no la merecerá. Si ya es famoso, no la necesita, y si es un desconocido pensará que la denigra. Igual que yo. ¡No es justo! No hay manera de traspasarla.
       —En eso llevas razón. —El espectro medita sobre ello—. Tiene sentido. Es lógico.
       —Entonces, ¡quítemela!
       —Sin embargo, una vez más te olvidas de la codicia. La codicia trasciende la lógica.
       —¡Basta! ¡Quítemela!
       —El rey de Suecia no habla hebreo —musita el viejo escritor—. Eso será un obstáculo. Supongo que debería empezar a aprender sueco.
       —¡Quítemela! ¡Quítemela! —aúlla el estudiante. Y se da tirones de la cabeza, trata de arrancarse la corona una y otra vez, agarrándola con fuerza por las frías puntas. Se echa al suelo, encaja las piernas en el escritorio del viejo e intenta hacer palanca; no sirve de nada. Entonces se pone de rodillas con cuidado, apoya la cabeza en el suelo de madera. Se sacude, se zarandea, se da golpes, la blanca cabeza con la brillante corona es una maza relampagueante fuera de control. Luego se agarra el pecho, van a explotarle los nudillos, y sigue, sigue, sigue golpeándose para derribar la corona, pero está atascada y no hay golpe capaz de desencajarla. Golpea. Levanta penosamente la cabeza. Salen chispas y pequeños rayos de la corona. ¡Ay, el pecho, las costillas, el corazón! El frasco, ¿dónde está el frasco? Se lleva las manos a la garganta, al pecho, al bolsillo. Y su cabeza se desploma y la corona se estampa contra el suelo. La vieja cabeza se queda inmóvil, la cabeza cae, la corona sigue encajada, el corazón está muerto.
       —Expiró —dice el espectro de Tchernijovski.


       Bueno, eso debería bastar. Para qué alargarlo más. ¿Por qué iba a hacerlo? La historia no es mía, ni tampoco del chivo. No es de nadie. Es una historia que nadie escribió, que nadie quiere, carece de existencia. ¿Qué tiene que ver la idea del ba’al ga’avah con una corona de plata? Una pertenece al terreno de la moral, la otra al de la magia. Al robar elementos de dos relatos tan dispares, la mezcla salió mal y saltó por los aires. Hay que conseguir que las cosas confluyan. En magia todas las divergencias están vinculadas y eslabonadas. La verdad es que le impuse la corona al ambicioso estudiante como castigo.
       ¿Castigo? Sí. En la vida real soy, aunque desconocida, tan generosa y sensata como quienes han saboreado las mieles de la gloria; antes ustedes han visto con qué generosidad y sensatez traté al chivo. Así que estoy acostumbrada a que todo el mundo recurra a mí para que les preste apoyo, sea su confidente y les dé consuelo; no me sorprendió, recostada contra aquella pared en la oscuridad, cuando el chivo se acercó a suplicarme que leyera su historia. ¿Por qué no iba a pedírmelo? Mi triunfo consiste en que, por ser anónima, todo el mundo confía en que no tengo por qué mentir. Pero miento siempre, salvo sobre el papel. Sobre el papel castigo, soy malvada.
       Por ejemplo: maté al estudiante para castigarlo por su arrogancia. Sin embargo, a quien castigo en realidad es al chivo. Castigarlo es una idea magnífica. ¿Acaso su héroe no era un estudiante de la yeshivá, no se consideraba “religioso”? Pero ¿eso qué es? ¿En qué consiste ser “religioso”? ¿Hay alguna diferencia entre la religión y la magia? Cualquiera que intenta separarlas acaba demostrando que son lo mismo.
       ¡El chivo era un ba’al ga’avah! Comprendí que solo un ba’al ga’avah se atrevería a escribir sobre “religión”.
       Así que lo castigué por ello. ¿Cómo? Trocando la piedad en magia.
       Entonces —y les pido que acepten esto con la misma espontaneidad con que yo lo experimenté: como por arte de magia— sentí nuevamente el impulso de volver a revisar la historia del chivo, y encontré, en la penúltima página, una dirección. Había borrado su nombre, como ya he mencionado, pero se leía el nombre de una calle y un número:

Herzl Street, 618
Brooklyn, Nueva York

       Una calle que, en cierto modo, remitía al Mesías. En este punto les interrumpiré una vez más para pedir que no busquen sugerencias implícitas en la dirección del chivo. Se trata de una cuestión aparte que merece la explicación del propio chivo. Es él, y no yo, el que les agarraría de la manga en este momento y les contaría quién fue exactamente Theodor Herzl… Ah, ¡cómo desprecio a los escritores que interrumpen una historia solo para lucirse! ¿A ustedes les importa si Maimónides (en el supuesto de que hayan oído hablar alguna vez de ese noble santo) dice o deja de decir que la era mesiánica se reconocerá simplemente con la reanudación de la independencia política judía? ¿Importa acaso si, según esa definición, el Mesías resulta ser nada menos que un periodista vienés del siglo pasado? No es de extrañar que a Herzl sus coetáneos lo consideraran un ba’al ga’avah por defender a capa y espada, en tiempos modernos, la creación de un principado hebreo. Porque ¿quién es más ba’al ga’avah que el que le usurpa el trabajo al propio Mesías? Isaías, por ejemplo, ¿no había sido un ba’al ga’avah al declarar contra la observancia de las ceremonias religiosas (“Vuestras lunas nuevas y vuestras fiestas solemnes las tiene aborrecidas mi alma”), y por voz, nada menos, del mismísimo Creador?
       Gracias a Dios, a mí no me gusta ir por esos derroteros. Ya han visto cómo odio la especulación metafísica. Solo me preocupa la acción práctica, y no tengo más que desprecio para las alusiones trascendentes, los matices, las secuelas soterradas.
       Por eso no se asombrarán de lo me propuse hacer a continuación. ¡Ajá!: fui a la calle del Mesías a buscar al chivo.
       Era un lugar donde se habían producido conflagraciones. Los escombros se mantenían en pie precariamente, ladrillo sobre ladrillo, a punto de desmoronarse. Solo quedaba una pared entera, con ventanas pero sin cristales. La acera estaba sembrada de terrones, como de azúcar molida: mortero reducido a arena. Un desierto se vertía sobre los patios derruidos. Dinteles y puertas calcinadas, cimientos desperdigados como guijarros en una playa; en otros tiempos había habido sótanos, escaleras, casas. El olor a madera quemada flotaba en el aire. Una civilización de túmulos… ¿Quién había vivido allí? Judíos. No quedaban edificios. Solo un rectángulo estucado, quizá los restos de una antigua sinagoga, en medio del solar vacío. No había ningún número 18, solo el aire pestilente, la luz que se colaba por los huecos y las grietas donde los fuegos habían arrasado el ladrillo, el mortero, la madera, desahuciando a las madres, los padres, los hijos que aferraban la tarjeta de la biblioteca en el bolsillo. Desaparecidos, acabados.
       Y de pronto, como por arte de magia, ¡el chivo!
       —¡Tú! —grité, exactamente igual que el viejo escritor le había gritado a la sombra de Tchernijovski en el relato que no llegó a existir.
       —Has leído mi historia —dijo complacido—. Sabía que me encontrarías sin problemas, si querías. Solo hacían falta ganas.
       —¿Dónde vives?
       —En el número dieciocho. Sabía que querrías.
       —No hay ningún número dieciocho.
       Señaló.
       —Es lo que queda del shul. No hay agua corriente, pero se ha conservado una cocina apañada en la parte de atrás. Soy lo que llamaríamos un ocupante ilegal, ¿no te importa?
       —¿Por qué iba a importarme?
       —Porque robé la idea de un libro. Es la historia de un escritor que vive en una vieja casa de vecinos con su máquina de escribir, y van a demoler el edificio en cualquier momento…
       El célebre autor del cuento de la corona mágica había escrito también aquella historia; algunos afanan la ficción de la vida, mientras que otros afanan la vida de la ficción, pensé. Eso que la gente llama inspiración es solo ratería.
       —Tú no vives en una casa de vecinos —puntualicé—, vives en una sinagoga.
       —Lo fue. Ahora es un agujero, una especie de covacha. Aunque el Arca todavía está, ¿quieres verla?
       Lo seguí entre los cascotes. No había una puerta de entrada.
       —¿Qué ocurrió en el barrio? —pregunté.
       —Los judíos se fueron.
       —¿Y quién vino en su lugar?
       —El fuego.
       La cortina del Arca colgaba en jirones chamuscados. Miré por el hueco donde en otros tiempos se guardaban los Pergaminos: negrura absoluta y el inconfundible olor expiatorio a cosas quemadas.
       —¿Ves? —dijo—. La cocina funciona. Es de las antiguas, a leña. Durante años no la usaron, estaba muerta de asco. Y ahora la resurrección.
       Ah, el inconfundible olor expiatorio era a patatas asadas.
       —¿No tienes un empleo?
       —Escribo, soy escritor. Y de todos modos no pago alquiler.
       —¿Y cómo bebes?
       —Querrás decir qué. —Sostuvo en alto una botella de vino kosher Schapiro, todavía llena—. Dejaron una caja entera intacta.
       —Pero no puedes lavar, ni siquiera puedes usar el cuarto de baño.
       —Meo y cumplo con mi deber en el patio. A nadie le importa. Eso se llama libertad, señorita.
       —Suciedad, querrás decir —dije.
       —Lo que para fulano es suciedad, para mengano es libertad. ¿Te gustó mi historia? Siéntate.
       Había una silla, pero estaba ocupada por una máquina de escribir. El chivo no la apartó.
       —¿Cómo haces para bañarte? —insistí.
       —A veces voy a casa de mi prima. Ya te lo conté, la mujer del rabino.
       —¿El rabino de esta sinagoga?
       —No, se ha mudado a Woodhaven Boulevard, en Queens. Todos los judíos de por aquí se marcharon a Queens, ¿lo sabías?
       —¿La mujer de qué rabino? —estallé, exasperada.
       —Ya te lo dije. El de la corona. El que salió en la prensa. De quien el otro sacó la idea para aquel relato. Qué robo, mi prima debería demandarle por copiárselo.
       Entonces me acordé.
       —Todas las historias son copias —dije—. Shakespeare robaba los argumentos de sus obras. Dostoievski los sacaba del periódico. Todo el mundo roba. El Decamerón es un acto de rapiña. Todo lo que parezca invención es simulacro.
       —Estupendo —dijo—, justo lo que necesitaba. Charlar de literatura.
       —¿Qué has querido decir con eso de que sabías que vendría? Créeme, no he venido a charlar de literatura.
       —Seguro que sí. Has venido por lo de mi prima. Has venido por la corona.
       Me quedé muda, porque inmediatamente me di cuenta de que era verdad. Había ido hasta allí por la corona, quería que fuera mía.
       —La corona me trae sin cuidado —dije—. Me interesa el rabino, el que bendijo la corona. Me importa la psicología de la cuestión.
       La palabra “psicología” le hizo reír.
       —Está en la cárcel, pensé que lo sabías. Lo encerraron por fraude.
       —Y a su mujer, ¿aún le queda alguna corona de esas?
       —Una.
       —Aquí tienes tu historia —dije, devolviéndosela—. La próxima vez deja el nombre. No hay necesidad de que lo borres, el mundo ya se encargará de eso.
       El pus pegoteado de sus pestañas brilló.
       —Alex borrará el mundo, y no viceversa.
       —¿Cómo, bombardeándolo con relatos? La primera obliteración anónima. Un Diluvio sin firma —dije—. Por lo menos todo lo que Dios escribió era publicable. ¿Alex, qué?
       —Goldflusser.
       —Eres un embustero.
       —Silbertsig.
       —Anda, déjalo.
       —Kupferman. Bleifischer. Bettler. Kenigman.
       —Todo eso es una farsa. Si tu nombre es un secreto…
       —Miento para ocultarme, me persiguen porque estuve mezclado en el asunto de las coronas.
       —Tú las fabricabas —aventuré.
       —No. De eso se encargaba ella.
       —¿Quién?
       —Mi prima, la mujer del rabino. Las tejía a ganchillo. Él fue quien se encargó de comprar el molde, se consiguen en un almacén de disfraces, de acero inoxidable. Luego ella hacía una especie de funda, para proteger la corona, ¿entiendes? El brillo traspasaba el calado y el cliente acababa quedándose con la funda de la corona, en prenda, como si dijéramos…
       —Dios mío, qué jaleo —dije—. ¿Por qué no fue ella a prisión?
       —Hacer ganchillo no es ningún delito.
       —¿Y tú? —dije—. ¿Qué pintabas en todo esto?
       —Conseguía clientes. Captación fraudulenta: eso sí es delito.
       Apartó la máquina de escribir de la silla y se sentó. El penacho de la barba se estremecía.
       —¿No te gustó mi historia? —dijo con tono acusador. Apretaba las páginas con urgencia entre las piernas.
       —No. Todo es falso. No importa si has estado o no en Jerusalén. La ambientación falla. Lo de la yeshivá tampoco importa. No importa si de verdad fuiste a ver a algún vejestorio, no has sabido plasmar nada. Es una historia malísima.
       —¿De dónde sacas todas esas tonterías? —saltó él—. ¿Has estado en Jerusalén? ¿Has visto una yeshivá por dentro?
       —No.
       —¡Pues entonces!
       —Tengo olfato para detectar lo falso —dije—. Con falso quiero decir en bruto. Cuando nadie ha utilizado algo antes, cuando se presenta como si fuera algo nuevo bajo el sol, como una combinación completamente original, mala señal. Una historia de verdad es la que se puede predecir: tiene que resultar familiar, de alguna manera tienes que saber cómo va a desentrañarse, sin alardes de exotismo ni de fugas inesperadas…
       —¡Tú lo que quieres es aburrir a la gente! —me asaltó, sin dejar que terminara de hablar.
       —Soy una escritora muy aburrida —admití; por educación no le dije cuánto me había aburrido su historia, e incluso la paráfrasis que yo misma había hecho—. Pero en lo esencial no me equivoco. La única parte buena de todo el relato era el ba’al ga’avah. La gente detesta leer palabras extranjeras, pero al menos es sabiduría ancestral. Material antiguo.
       Entonces le expliqué que había rediseñado su relato para introducir un espectro.
       Abrió la puerta de la cocina de leña y echó el manuscrito entre las patatas negruzcas.
       —¿Por qué has hecho eso?
       —Para demostrarte que no soy un ba’al ga’avah. Soy lo bastante humilde para quemar lo que a alguien no le gusta.
       —Tienes más copias —dije con suspicacia.
       —Claro. Y más patatas.
       —Mira —dije maliciosamente—, he tardado dos horas en encontrar este lugar, así que tengo que ir al patio.
       —¿Quieres hacer un pis? Vamos a casa de mi prima. No está lejos. Mi prima vive en este barrio desde hace sesenta años.
       Furiosa, fui tras él. Era un granuja que me llevaba al semillero de los granujas. Caminamos entre la aridez y el deterioro, por la ciudad en ruinas, escaparates pintados de negro, uno o dos con cortinajes puestos por los gitanos, algunos cerrados con tablones, rejas, alambre de púas, periódicos viejos arrugados en las alcantarillas, las aceras salpicadas de manchas viscosas. En el aire un olor parecido al queroseno, el aliento de los edificios. El cuarto de baño de la prima apestaba como si nadie hubiera tirado de la cadena en medio siglo; tenía una de esas cisternas altas, pegada al techo, y por la cadena caía un goteo perpetuo. No había lavabo, solo el fregadero de la cocina. Tampoco había jabón, así que me lavé las manos con detergente en polvo mientras el chivo le hablaba de mí a su prima.
       —Está interesada en la corona —le dijo.
       —Hubo que cerrar el negocio —dijo la prima.
       —A lo mejor para ella…
       —Estoy fuera del negocio, y punto. Para nadie, sea quien sea.
       —No me interesa comprar —dije—, solo averiguar un poco.
       —Las coronas son ilegales.
       —Para sanar —puntualizó el chivo—, no para enseñarlas. Ella conoce al hombre que escribió aquella historia. Recuerdas que te hablé de un tipo, un escritor famoso que sacó…
       —¡Que sacó! Demasiada fama —dijo la prima—, por eso Saul está en la cárcel. Antes de los periódicos y las historias nos dejaban en paz, ayudábamos a la gente en paz. —Me condenó con una mirada oleosa: el velo resbaladizo de una catarata le estaba invadiendo uno de los ojos—. A mi marido, un santo varón, lo meten en la cárcel. ¡A él! ¡Un año entero, doce meses! ¡A un hombre como él! Lúcido, un santo varón…
       —Pero engañaba a la gente —dije.
       —Cuando se presta ayuda no hay engaño. Fuera de aquí, señora. Tenía que mear, ya ha meado. Necesitaba un servicio público, muy bien: ahora fuera. No busco más clientes para mi cuarto de aseo.
       —Adiós —le dije al chivo.
       —¿Crees que tengo esperanzas?
       —Abandona la escritura conceptual. Mantente alejado de la yeshivá, ten cuidado con la religión. No inventes historias sobre escritores célebres.
       —Escucha —dijo. Tenía la nariz salpicada de pústulas de lujuria, los orificios muy abiertos—, si esa no te gustó te daré otra. Tengo muchas más, un cajón lleno.
       —Qué estás diciendo —dijo la prima.
       —Ella conoce a escritores —dijo él—. En persona. Sabe lo que hay que hacer para que algo se publique.
       —Con lo que me cuesta que me publiquen algo a mí…
       —¿Usted ha publicado algo? —me preguntó la prima.
       —Alguna cosa, no mucho.
       —Alex, trae la caja de Saul.
       —No creo que sea un material apropiado —dijo el chivo.
       —Claro que lo es. A mí la expresión no me preocupa tanto como a ti. Si hace falta pulirlo, cualquiera que tenga ganas y un lápiz lo puede hacer.
       El chivo protestó.
       —La baza de Saul es otra cosa, no precisamente la escritura…
       —Con contactos —dijo la prima— nada es otra cosa, todo es escritura. Señorita, en una caja tengo el trabajo de toda la santa vida de mi marido. La teoría completa de la sanación y de cómo hacer que los muertos vuelvan y se aparezcan. Lo mandamos a más de veinte editoriales, pero para nada. Usted tiene contactos, le enseñaré algo.
       —Antes ha dicho que los problemas del rabino vinieron de la letra impresa —le recordé.
       —Los periódicos. Las mentiras. La falsa fama. Lo tergiversan todo. Usted dice que es un rabino, ¿quién le dio ese título? Como todo el mundo dice “rabino”, pues llamémosle rabino. Ahí está, pudriéndose en la cárcel, un santo varón que nunca en su vida hizo nada para perjudicar a nadie. Alguien pedía algo y él lo daba. Se limitaba a ser quien querían que fuera. ¡Alex! Saca la caja de Saul, está en el último cajón de la cómoda, con la corona.
       —¿La corona? —pregunté.
       —La corona no es nada. Es el cerebro de Saul lo que vale la pena. ¡Alex!
       El chivo cerró las narinas y desapareció riéndose entre dientes. Por la puerta de la cocina alcancé a ver una cama hundida y oí el chirrido de un cajón.
       Volvió cargando una caja de cartón estampada con un dibujo de latas de tomate. Encima estaba la corona. Llevaba una funda verde calada de rombos.
       —Tenga —dijo la prima—. Son las ideas de Saul. Escuche, ese escritor famoso que fue a hurgar en los periódicos es un idiota. Pudiendo robar lo que hay en el cerebro de Saul, ¿qué necesidad había de un periódico? ¡Lea! —Hundió un puño en el montón de hojas y desenterró un fajo—. Ya verá, el mundo entero ansiará ver todo esto publicado. Se lo dije al juez en el juicio: mire en la caja de Saul, encontrará la verdad, nada de fraude. ¡Si leyeran los papeles de Saul no solo no estaría en la cárcel, sino que echarían a ese juez al que le salen pelos de las orejas!
       Miré al chivo; no se reía. Alargó el brazo y me puso la corona en la cabeza.
       “Era más ligera de lo que había imaginado. Era fácil olvidar que la llevabas puesta.”
       Leí:

     ¿Por qué la humanidad no consigue lo que desea? Esta es una solución sencilla. Está acostumbrada al no. Siempre no. Así que resulta que teme preguntar.

      —El poder del pensamiento positivo —dije—. Un filósofo.
       —No, no —intervino la prima—, no un filósofo, ¿qué saben los filósofos de sanar, de crear sombras reales a partir de los muertos?
       A través de su barba rala, el chivo dijo:
       —No es un filósofo.
       Leí:

    Todo depende de qué preguntas. Aun cuando no te dé miedo preguntar, preguntar solo no es suficiente. Si pregunta una voz, ha de haber un oído para escucharla. El oído de Ha-shem, rey del Universo. (No usamos Su nombre a cada momento como un cordón de zapato.) Un judío no va a preguntar a Ha-shem información interna, por qué razón Él hizo esto, qué ideas tiene Él sobre eso otro, cómo permitió Él que ocurrieran tal o cual pogromo, por qué una buena persona a la que todo el mundo quiere muere de cáncer y un canalla repugnante que ha sido malísimo con su pareja y engaña y juega a la lotería, ese tipo vive hasta los ciento veinte. No esperen respuestas con preguntas así, Ha-shem no malgasta el aliento en las estupideces de las pulgas. Ha-shem dice, Mis secretos son Mis secretos, os ordeno lo que tenéis que hacer vosotros, el resto dejádmelo a Mí. No es ninguna novedad que Él no revele Sus asuntos más profundos. De ese terreno sacas lo que mereces: silencio.

       —¿Por dónde vas? —dijo el chivo.
       —Silencio.
       —¡Chist! —dijo la prima—. Alex, ¡déjala leer en paz!

    Para nosotros, ni una palabra. Calla, Su boca está cerrada. Entonces, ¿cómo pudo ser que D--s conversara a lo largo de la historia con Adán, con Abraham, con Moisés? De acuerdo, podrán objetar que Moisés y Abraham merecían ser escuchados por D--s, decían cosas que Ha-shem quería oír. Al fin y al cabo Lo alimentaron con Sus propias ideas. Era un examen, y ellos ya sabían las respuestas. Tipos listos, en toda la historia de la humanidad no ha habido hombres como estos dos. Pero en el caso de Adán, recién creado y desnudo y sin ropa, justo cuando nació el mundo en su totalidad… ¿Adán era diferente a usted o mí? ¿Qué sabía Adán? Ni siquiera sabía diferenciar entre el bien y el mal. Y aun así D--s pensó, a Adán merece la pena decirle unas palabras, no será desperdiciar mi aliento. Entonces, ¿qué tenía Adán de particular para que llamara la atención de Ha-shem, mientras que por usted o por mí ni pestañea? ¿Acaso Adán es mejor que usted o que yo? No vamos por ahí como una colonia nudista, y sabemos distinguir entre ser bueno y ser un hijo de puta, con o sin manzanas. ¡A usted y a mí D--s también debería hablarnos!

       —¿Lo sigue? —me apremió la prima—. ¿Ve lo que hay en el cerebro de Saul? Toda una caja llena de cosas así, ¡y él en la cárcel!

    Pero cuando se trata de deseos, cuando se trata de sueños, ¿quién dice No? ¿Quién dice que Ha-shem deja de hablar? Deseos, sueños, imaginaciones… como peces en la cabeza. Ha-shem metió en la cabeza de José dos sueños propiciatorios, ¿eran mentiras? ¡La verdad y nada más que la verdad! Quod erat demostrandum. Con Adán, Ha-shem habló de una manera, y cuando termina con Moisés habla de otra manera. En un sueño, en un deseo. Aquel epikoros de Sigmund Freud también se dio cuenta. El que diga que Sigmund Freud apesta a sexo, se equivoca. Un deseo es la voz, un sueño es la voz, una imaginación es la voz, todo es la voz de Ha-shem el Creador. Naturalmente, una voz es algo biológico, ¿quién dice No? Cualquier cosa que ocurre dentro de lo humano es algo biológico.

       —¿Por dónde vas?
       —Por la biología.
       —No te burles: un hombre entró aquí con unos temblores terribles y salió perfectamente, yo mismo lo vi.
       —Sanación —dijo la prima acongojada.
       —Escribí una historia buenísima sobre aquel hombre, supuse que padecía fibrosis quística, puedo mostrarte…
       —No hay mercado para las historias clínicas —le interrumpí.
       —Era el relato de un milagro.
       —Los milagros no existen.
       —¡Exacto! —dijo la prima. Hurgó de nuevo en la caja—. Una sola vez, en lugar de limitarse a anotar sus pensamientos, Saul inventó una historia justamente sobre ese asunto. En un papel amarillo. Ajá, aquí. Alex, léelo en voz alta.
       El chivo leyó:

     Una noche a la tenue luz de las estrellas Ha-shem dijo: ¡No más milagros! Se acabaron los milagros, ya hice bastantes, de ahora en adelante nada.
     Así que un rey construye un altar y se inclina ante él. “Oh, Ha-shem, Rey del Universo, tengo en mis manos una guerra encarnizada y me están machacando. Haz un milagro que salve a todo el país.” Ni hablar, nada de milagros.
     Bien, dice Ha-shem, así será a partir de ahora.
     Así que vienen los alemanes, en el campo de concentración tienen a un padre y a un hijo, un crío de unos doce años. Y el hijo está en la lista del día siguiente para la cámara de gas. Así que el padre busca a toda prisa un alemán al que sobornar, D--s sabe qué tiene para sobornarlo, tal vez el anillo de diamantes de su mujer que escondió en alguna parte y que aún no le han requisado. Y lo arregla todo: al día siguiente llevará el diamante al alemán, sacarán al chiquillo de la lista y no lo matarán. Meterán a algún otro niño en su lugar, ¿y quién va a darse cuenta?
     Bueno, este podría ser el final, pero no lo es. Después de haberlo amañado todo, el padre pasa el día entero pensando, pensando, y en mitad de la noche acude a un anciano rabino que también está en el campo, y le cuenta al rabino que va a salvar a su hijito.
     Y el rabino dice: “Entonces, ¿por qué acudes a mí? Ya has tomado tu decisión”. El padre dice: “Sí, pero pondrán a otro niño en su lugar”. El rabino dice: “En lugar de Isaac, Abraham puso un carnero. Y lo hizo por D--s. Tú pones a otro niño, ¿y por qué? Para alimentar a Moloch”. El padre pregunta: “¿Qué dice la Ley sobre esto?”. “La Ley dice: No matarás.”
     Al día siguiente el padre no lleva el soborno. Y sus ojos no vuelven a ver nunca a su querido hijo. Bueno, este podría ser el final, pero no lo es. Ha-shem mira lo que está ocurriendo, he ahí un hombre que no salvó a su propio hijo para no ser responsable de la muerte de otro. Ha-shem se dice: Pese a todo he hecho un milagro. Insuflé con tanta fuerza Mis mandamientos en un solo hombre, que ese hombre permite que su propia carne y su propia sangre alimenten a Moloch con tal de no matar. Haber creado a una sola persona como él es un milagro grandioso, y ni siquiera Me di cuenta de que lo estaba haciendo. Así que ahora verdaderamente se acabó, no más.
     Y después de eso continúa la destrucción, sin interrupciones. No solo el hijo va a la cámara de gas, sino también el padre, y también el niño que habrían puesto en su lugar. Y también y también y también y también, hasta que millones de huesos de otros tambienes acaban convertidos en humo. Ha-shem no cambia de parecer acerca de los milagros salvo por accidente. Así que la pregunta que la humanidad debe hacer a su conciencia es: De no haber sido el padre tan respetuoso con los Mandamientos como para que de verdad sea un milagro encontrar un hombre así en el mundo, ¿qué habría ocurrido? Y si un único milagro pudiera colarse y pasar desapercibido antes de que D--s se diera cuenta, ¿cuál sería? Supongamos que este padre no hubiera consumido ese único milagro, supongamos que el milagro es que D--s pusiera fin a todos los asesinatos, ¡supongámoslo! En lugar de eso, no, el padre agota por un solo niño el único milagro que quedaba suelto. Por una sola vida, se pierde el mundo entero.
     Pero ¿qué está escrito en nuestros libros sagrados a propósito de este asunto? ¿Qué tienen que decir los sabios al respecto? Los sabios dicen otra cosa. Si salvas una sola vida es como si salvaras el mundo entero. Así pues, ¿cuál es la verdad? Naturalmente, lo que está escrito es la verdad. ¿Qué demuestra esto? Demuestra que si se habla de milagros, todo acaba por ser falso. ¡Hombres y mujeres, recordad! ¡Nada de historias que vengan de los milagros! ¡Nada de historias y nada de fe!


       —¿Ves? —dice la prima—. Aquí se exponen las teorías de Saul. Quien habla de milagros, quien habla de magia, dice una mentira. Por culpa de una mentira, un santo varón se pudre entre rejas.
       —¿Y la corona? —le dije.
       Ella ignoró mi pregunta.
       —Ayuda a que esto se publique. Entrégalo a la gente adecuada, dáselo a tus contactos…
       —Pero ¿por qué? ¿Qué necesidad hay?
       —Hay que entregar las cosas valiosas, no guardárselas para uno mismo. Escucha, ¿la Biblia es un secreto? El mundo entero se aprovecha de ella. ¿El Talmud es un secreto? La mentira debería ser un secreto, ¡no lo que es sagrado y verdadero!
       Recurrí al chivo. Se estaba chupando los dedos.
       —No soy capaz de digerir nada de esto…
       —No has visto a Saul —dijo él—. Por eso.
       —Me he dado cuenta de que le has puesto a ella la corona —dijo la prima con malicia.
       —La quiere.
       —La corona no es nada.
       —La quiere.
       —Entonces enséñale a Saul.
       —¿Pretende que vaya a verle a la cárcel? —le dije.
       —Al dormitorio, encima de la mesita de noche.
       El chivo fue corriendo y esta vez volvió con un marquito dorado de latón. Era una fotografía de otro hombre con barba.
       —Míralo bien.
       En lugar de examinar la fotografía, sin embargo, de repente quise observar con detenimiento a la prima del chivo. Era una de esas viejecitas menudas delgadas como un junco que parecen crecer a medida que te acostumbras a oír su voz. Como si sus gimoteos y zumbidos fueran una bomba que las fuera hinchando; en ese momento ya era por lo menos tan alta como yo (aunque yo no sea muy alta), y se expandía de una manera muy curiosa. Llevaba una bata de nailon a cuadros, pantuflas y calcetines, por encima de los que sobresalían unas varices violáceas. Unos lentes con montura de metal le aumentaban los ojos, que me miraban tan vengativos como de un par de bandejas engrasadas. Me sobresalté al ver que llevaba una corona cromada enterrada entre los largos mechones que le cubrían la cabeza, que se le desprendían de las raíces y le caían sobre las clavículas, quizá por abusar del tinte negro azabache que utilizaba. Tenía unas entradas muy pronunciadas y poco pelo.
       El chivo también llevaba una corona.
       —Creía que solo quedaba una —objeté.
       —Mira a Saul, ahí verás la única verdadera.
       El hombre de la fotografía llevaba una corona de plata. Lo reconocí, aunque no irradiaba ninguna luz y la carne le daba corporeidad.
       —¿Quién es? —pregunté.
       —Saul.
       —¡Pero yo he visto antes a este hombre!
       —Así es —dijo la prima.
       —Porque quisiste —dijo el chivo.
       —El espectro que metí en tu historia —le recordé—. Se parecía a él.
       La prima respiró hondo.
       —¿Publicaste esa historia?
       —Ni siquiera está escrita.
       —¿Y era el espectro de quién? —preguntó el chivo.
       —De Tchernijovski. El poeta hebreo. Un ba’al ga’avah. Escribió un poema titulado “Ante la estatua de Apolo”. En el último verso Dios aparece atado con correas de cuero.
       —¿Quién lo ata?
       —Los judíos. Con sus filacterias. Quiero leer más —pedí.
       Los dos me entregaron la caja. Colocaron el pequeño retrato encima de la mesa de la cocina y se quedaron a mi lado de pie, con sus coronas centelleantes, mientras yo hundía las manos en las historias del falso rabino. Algunas tenían los márgenes amarillentos y la tinta se había vuelto azulada, algunas estaban escritas a bolígrafo en papel pautado. Aproximadamente un tercio eran en yiddish, incluso había un fino cuaderno en ruso; pero la mayor parte eran anotaciones a lápiz con un trazo muy marcado, apuntes en un inglés de inmigrante escritos en toda clase de hojas sueltas, en el dorso de antiguas tarjetas de felicitación de Año Nuevo, en la cara posterior de la cinta de la caja del supermercado, e incluso en la matriz destripada de una vieja cartera de cuero.
       Las ideas de Saul consistían en:

levitación, que ponía en duda.
magia, de la que se burlaba.
milagros, que denunciaba.
sanación, que según él correspondía a los hospitales.
curas instantáneas, que según él eran sugestiones y engaños.
el retorno de seres queridos difuntos, que según él eran alucinaciones movidas por el deseo.
el retorno de enemigos difuntos, que ídem.
dioses plurales, que cuestionaba.
demonios, de los que se reía.
amuletos, que menospreciaba y repudiaba.
Satanás, de cuya hipótesis disentía ferozmente.


      Todo lo ridiculizaba. Era un racionalista.
       —Es increíble —dije— que sea idéntico a Tchernijovski.
       —¿Cómo es Tchernijovski? —me preguntó uno de los dos coronados; no pude precisar cuál.
       —No lo sé, ¿cómo voy a saberlo? Una vez vi su retrato en una antología de traducciones, pero no me acuerdo. ¿Por qué hay tantas coronas en esta habitación? ¿Qué sentido tienen estas coronas?
       Entonces encontré la reflexión sobre las coronas.

    Te haces con una pieza del mineral auténtico, lo que llevan los reyes. Te la pones y entonces eres como un rey. Consigues lo que deseas. Sin embargo, no deberías creer en lo que consigues a menos que sea real. ¿Cómo sabes que algo es real? Cuando perdura. ¿Cuánto? Depende. Si deseas una Pirámide, debería durar tanto como dura una Pirámide corriente. Si deseas una vida larga, debería durar tanto como la de tu abuelo. Si deseas una Corona Mágica, debería durar tanto como el cerebro sobre el que descansa.

       Me interrumpí para preguntar:
       —¿Por qué no desea salir de la cárcel? ¿Por qué no deseó librarse de la sentencia?
       —Saul deja que las cosas sigan su curso.
       Entonces encontré el papel donde se hablaba de las cosas que siguen su curso:

     Conocí en persona a un tipo que amaba a una mujer, Beylinke, y la mujer murió. Así que buscó sin descanso una gemela de la tal Beylinke, pero no sirvió de nada, porque una mujer así no existía. En lugar de eso se casó con una completamente distinta, e hizo que se cambiara su nombre por el de Beylinke y le hizo el amor por el costado izquierdo, igual que a la verdadera Beylinke. Y si él gritaba ¡Beylinke! y ella se olvidaba de contestar (su nombre era Ethel), le daba un buen golpe en la espalda, y un día le pegó tan fuerte en el riñón que a ella le salió un tumor y murió. Y lo único que consiguió con sus forzamientos fue una vida de soledad.
     Todo sigue el destino, nada se puede cambiar. No es que cualquiera pueda saber lo que ocurre antes de que ocurra, pues ni siquiera Ha-shem sabe qué perro morderá a qué gato la semana que viene en Persia.


       —Basta —dijo uno de los dos que llevaban coronas—. Has leído y has captado suficiente. Has comido y has bebido hasta saciarte de este jugo. Ahora tienes que pagar.
       —¿Pagar?
       —El pago es en agradecimiento por enseñártelo todo, llevártelo y publicarlo.
       —Publicar no es el paraíso.
       —Para algunos de nosotros sí lo es —dijo uno.
       —¡Qué sabe ella del paraíso! —se burló el otro.
       Me pusieron delante la cara del falso rabino.
       —No está escrito en inglés, ni siquiera es coherente, no se sostiene, es una locura, hace aguas por todos lados, nadie en su sano juicio…
       —Tienes contactos.
       —No.
       —Ese célebre escritor.
       —No lo conozco.
       —Pues otro.
       —No conozco a nadie. No puedo hacer magia…
       —¡Ba’al ga’avah! ¿Te crees mejor que Saul? ¿Más lista? ¿Más inteligente? ¿Piensas que tus ideas son mejores? A ti, que no eres nadie, te publican ¿y él se pudre en un agujero?
       —He echado un vistazo a una de tus historias. Apestaba, señorita. Esa titulada Usurpación. La mitad de las cosas son robadas, deberían demandarte. No sabes cuándo parar. Robas las historias de los demás y sigues y sigues hasta el infinito, me quedé dormido. ¡Qué aburrimiento! ¡Era interminable!
       La pila de papeles me aplastaba. Me llevé los dedos a la cabeza: allí seguía la corona, con su funda de ganchillo y sus puntas romas. Se me habían enredado pequeñas hebras en el pelo, si estiraba me haría daño. Los ojos de papel de Tchernijovski parecían asustados. Se abrían grietas a ambos lados de su nariz, y por el orificio izquierdo asomaba el hueso gris de la calavera, un pómulo como una aguja.
       —No tengo ideas mejores —dije—. No me interesan las ideas, las ideas no me importan. Odio las ideas. Solo me importan las historias.
       —¡Pues entonces llévate las historias de Saul!
       —Son basura. Justicia y compasión. Te dice cómo vivir, qué hacer, de qué modo hay que pensar. Fábulas de rectitud, cuentos morales. Rollos didácticos. Basura rabínica —dije—. ¡Estoy hablando de historias! Incluso tú, pretendiendo escribir sobre escritores… —increpé al chivo—. ¡Os consumís de moralidad y mortalidad!
       —¿Qué otra cosa debería consumir una persona?
       Justo entonces empecé a sentir el peso de la corona. Presionaba certeramente los túneles secretos de mi cerebro. Un dolor como una pena profunda se instaló detrás de mis ojos, me subió por las sienes, cada vez más arriba, hasta meterse en los tuétanos de la corona. Cada una de las puntas era una lanza, un clavo. La corona era una prolongación del hueso de mi cabeza. El falso rabino Tchernijovski se arrancó de la cárcel de latón del marco y se elevó hasta el techo vertiginosamente, como impulsado por un gas. Tenía los dientes azulados y le asomaban unas alas de trasgo de cuero marrón. Salvo por el cuello de la camisa y la corbata que se veían en la fotografía, de barba para abajo iba desnudo. Sus testículos eran correosos. Sus globos oculares eran de vidrio, como los de una muñeca. Todo él era sólido como una muñeca no podía confundirse con una aparición. Habló con una voz tan punzante como un clavicémbalo.
       —¡Elige!
       —¿Entre qué y qué?
       —El Creador o la criatura. Dios o dios. El Nombre de los Nombres o Apolo.
       —Apolo —dije sin titubear.
       —Bien —contestó con voz cantarina—. Bendiciones —me alabó—. Manantiales inagotables, arroyos, torrentes, lagos, aguas que nacen de otras aguas.
       Y en ese instante manaron de mí las historias, nacimientos y nacimientos de relatos, narraciones e intrigas, encrucijadas y palacios, espumas de mar, tritones tejiendo, dragones pululando del azogue, mi boca era una caja, mis orejas manaban, derramaban leyendas y relatos, ninguno de mi invención, todos adquiridos, prestados, regalados, apropiados, heredados, robados, plagiados, usurpados, crónicas y sagas inventadas en los orígenes del mundo por los vástagos de los gigantes que copularon con las hijas de los hombres. Un rey salió de la cáscara de mi ojo izquierdo y una reina del derecho, se abrió la tapa de mi vientre cubierto de cicatrices para soltar ranas y cisnes, mi útero se rasgó y los coágulos de la sangre liberaron historias. Las historias inundaron la cocina, treparon hasta la cisterna del inodoro, taponaron el dormitorio, derribaron la corona del chivo, derribaron la corona de la prima, mi propia corona lidió desde el interior de la funda con las enredaderas y las marañas de mi pelo. La barba del falso rabino se había convertido en un haz de tiras de cuero, en látigos que fustigaron mi corona hasta que me resbaló por la frente, látigos que se enrollaron en uno de mis brazos hasta que me cercenaron la frente.
       Al final la corona cayó.
       La prima aulló a gritos el nombre de su marido.
       “Alex”, grité, llamando al chivo. El nombre de un conquistador, el discípulo de Aristóteles, el arrogante dios-hombre.
       En las calles desiertas abandonadas por los judíos había ausencias calcinadas, apariciones, usurpadores. Alguien había hecho añicos la ventana abandonada de la carnicería kosher y había arrojado dentro la cabeza de un cerdo con los conductos anatómicos todavía chorreando del cuello.


       Cuando entremos en el Paraíso habrá una jaula para los escritores, a quienes se adoctrinará con la máxima: “Todo salvo la Ley es ligereza”. Pero aún no hemos ascendido. Ni el célebre escritor. Ni el chivo. Tampoco el falso rabino; cumple su año de condena. Una editorial va a publicar sus papeles, aunque los costes correrán de su cuenta. La factura por la edición, la imprenta y la encuadernación ascenderá a un total de mil ochocientos cuarenta y siete dólares con cuarenta y cinco centavos. La prima del chivo sacará el dinero de un monedero que guarda en un recoveco de la mesilla de noche.
       El chivo habita la sinagoga abandonada, bebiendo vino y sembrando el patio de cagarrutas. De vez en cuando asiste a lecturas abiertas al público. Muchas codicias anidan en los pelos de su barba, como piojos.
       Solo Tchernijovski y el tímido viejo escritor de Jerusalén han ascendido. El viejo escritor de Jerusalén es un personaje de ficción; murmurando salmos, se alimenta de leviatán y saca brillo a su premio con el puño de la camisa. Tchernijovski se sienta desnudo a la mesa de los dioses desnudos. Es un tipo cordial, de brazos y piernas robustos, con la juventud restituida y un afeitado impecable, el sexo magníficamente erecto y los discos relucientes de sus blancas orejas; come sin limitaciones todo lo que se le antoja del menú celestial y, cuando llega el sabbat (el sabbat de sabbats, que florece una vez cada siete siglos en el perpetuo sabbat del Edén), evita como de costumbre la congregación de los fieles ante el Escabel y el Trono. Entonces, los pequeños y taciturnos ídolos cananeos lo llaman, en el lenguaje de las esferas, perro judío.



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