Aleksandr Pushkin
(Moscú, 1799 - San Petersburgo, 1837)
Kirdzhalí (1834)
(“Кирджали”)
Originalmente publicado en la revista Библиотека для чтения [La Librería del Lector] (1834)
Kirdzhali era de origen búlgaro. Kirdzhali en turco significa “paladín, intrépido”. No conozco su verdadero nombre.
En toda Moldavia sembraba el terror con sus atracos. Voy a relatar una de sus hazañas para dar una idea de cómo era Kirdzhali. Una noche él y el arnaúte Mijailaki atacaron entre los dos un poblado búlgaro. Lo incendiaron por los dos extremos y pasaron de choza en choza. Kirdzhali degollaba y Mijailaki se llevaba el botín. Ambos gritaban: “¡Kirdzhali! ¡Kirdzhali!”. Todos los habitantes huyeron.
Cuando Aleksandr Ypsilanti [1792-1839, general mayor del ejército ruso que encabezó la Philiké Hetaerea, movimiento revolucionario por la independencia de Grecia, en los principados de Moldavia y Valaquia] proclamó la rebelión y empezó a reclutar su ejército, Kirdzhali le llevó a varios antiguos compañeros suyos. No tenían muy claro el verdadero objetivo de la Hetaerea, pero la guerra representaba una oportunidad de enriquecerse por cuenta de los turcos y, quizá, de los moldavos, y eso les parecía evidente.
Aleksandr Ypsilanti era un hombre valeroso, pero carecía de las cualidades necesarias para desempeñar el papel que había asumido con tanto fervor y tanta imprudencia. No sabía imponerse a los hombres que debía mandar. Éstos no lo respetaban ni tenían confianza en él. Después de la desafortunada batalla en que murió la flor de la juventud griega, Yorghakis Olympios [uno de los héroes de la guerra de la independencia, murió en 1821] le aconsejó que se retirara y ocupó su lugar [la derrota en Dragasani, ocurrida el 19 de junio de 1821]. Ypsilanti marchó a caballo hacia la frontera con Austria y de allí mandó su maldición a sus hombres, a quienes llamaba insubordinados, cobardes y canallas. La mayoría de estos cobardes y canallas murió entre los muros del monasterio Seku o bien a orillas del Prut, luchando desesperadamente contra un enemigo diez veces más fuerte [las batallas de Seku y Skuliany, en el río Prut, que se libraron en 1821].
Kirdzhali estaba en el destacamento de Gueorguy Kantakuzen [el príncipe G. Kantakuzen era coronel de la caballería rusa y miembro de la Philiké Hetaerea], del que se podría repetir lo mismo que se dijo de Ypsilanti. La víspera de la batalla de Skuliany, Kantakuzen pidió permiso al mando ruso para entrar en nuestro recinto. El destacamento se quedó sin jefe, pero Kirdzhali, Saphianos, Kantagoni y otros no veían necesidad alguna de tener un jefe.
Parece que nadie ha descrito la batalla de Skuliany contando toda la conmovedora verdad. Imagínense a setecientos arnaútes, albaneses, griegos, búlgaros y demás gentuza, que no tenían idea alguna del arte militar y que retrocedían ante la caballería turca de quince mil hombres. Ese destacamento se pegó a la orilla del Prut y colocó delante dos pequeños cañones encontrados en el patio del hospodar [nombre que se daba a los gobernadores de Valaquia y Moldavia bajo el dominio turco] en Jassy, que solía utilizarse para las salvas durante las comidas dedicadas a festejar el santo del hospodar. Los turcos, sin duda alguna, habrían querido recurrir a la metralla, pero no se atrevían a hacerlo sin el permiso del mando ruso: la metralla inevitablemente habría alcanzado nuestra orilla. El comandante de nuestro recinto (ya fallecido), que llevaba cuarenta años en el servicio militar, nunca había oído el silbido de una bala, pero quiso Dios que tuviera la ocasión de hacerlo [S. G. Navrotski, ingresó en la carrera militar en
1767]. Varias balas pasaron silbando junto a sus oídos. El viejecito se enfadó muchísimo y echó una regañina al comandante del regimiento de infantería de Ojotsk que se encontraba en el recinto. El comandante, sin saber qué hacer, corrió hacia el río, al otro lado del cual caracoleaba la caballería turca, y amenazó a los jinetes con el dedo. Los turcos, al verlo, dieron la vuelta y se marcharon al galope, siguiéndolos el resto del destacamento. El comandante que los amenazó con el dedo se llamaba Jorchevsky. No sé qué ha sido de él.
Sin embargo, al día siguiente los turcos atacaron a los hetairistas. Al no atreverse a usar metralla ni balas de cañón, decidieron, contrariamente a su costumbre, actuar con arma blanca. La batalla fue cruenta. Se batieron con alfanjes. En el lado turco se vieron lanzas, que hasta entonces nunca habían tenido; eran lanzas rusas: partidarios de Nekrasa [a principios del siglo XVIII un grupo de cosacos, miembros de la secta de los Viejos Creyentes, capitaneados por el atamán Ignat Nekrasa, huyeron de la persecución y se instalaron a orillas del Danubio y en las islas del delta] combatían en las filas turcas. Los hetairistas, con el permiso de nuestro soberano, podían cruzar el Prut y refugiarse en nuestro recinto. Empezaron a cruzar el río. Kantagoni y Saphianos fueron los últimos en quedarse en la orilla turca. Kirdzhali, herido el día anterior, estaba acostado en el recinto ruso. Saphianos fue muerto. Kantagoni, un hombre muy gordo, recibió una herida de lanza en la barriga. Con una mano alzó el sable, con la otra agarró la lanza y se la clavó más profundamente, de modo que pudo alcanzar con el sable a su asesino, con quien cayó al suelo.
Todo había terminado. Los turcos habían vencido. Moldavia estaba limpia. Unos seiscientos arnaútes se dispersaron por Besarabia; aunque no sabían cómo ganarse el sustento, estaban agradecidos a Rusia por su protección. Llevaban una vida ociosa, pero no disoluta. Siempre se los podía ver en los cafés de la Besarabia medio turca, con largos chibuquíes en la boca sorbiendo un café espeso de pequeñas tacitas. Sus chaquetas con arabescos y los rojos zapatos en punta ya empezaban a estar gastados, pero el casquete con penacho seguía ladeado y de los anchos cinturones seguían asomándose alfanjes y pistolas. Nadie se quejaba de ellos. Era imposible imaginar que esos pacíficos pobres eran los bandidos más conocidos de Moldavia, compañeros del terrible Kirdzhali, y que él mismo estaba entre ellos.
El pachá que gobernaba en Jassy se enteró de ello y, basándose en los tratados de paz, exigió que las autoridades rusas entregaran al bandido.
La policía empezó a hacer pesquisas. Averiguaron que Kirdzhali efectivamente estaba en Kishinev. Lo apresaron en casa de un monje prófugo, de noche, mientras estaba cenando a oscuras con siete camaradas.
Lo arrestaron. No intentó ocultar la verdad y confesó que era Kirdzhali. “Aunque —añadió—, desde que crucé el Prut no he tocado ni un pelo de bienes ajenos, no he ofendido ni al último gitano. Para los turcos, para los moldavos, para los valacos soy, claro está, un bandido, pero para los rusos soy un huésped. Cuando Saphianos, al quedarse sin metralla, entró en nuestro recinto pidiendo a los heridos botones, clavos, cadenas y empuñaduras de los alfanjes para los últimos disparos, le di veinte beshliks [monedas turcas de plata] y me quedé sin dinero. ¡Sabe Dios que yo, Kirdzhali, he vivido de la caridad! ¿Por qué ahora los rusos me entregan a mis enemigos?”. Después de lo cual Kirdzhali se quedó callado y esperó tranquilamente a que se decidiera su suerte.
No tuvo que esperar mucho tiempo. Las autoridades, que no tienen la obligación de considerar a los bandidos desde el punto de vista romántico y que estaban convencidas de lo justo de la exigencia de los turcos, ordenaron que llevaran a Kirdzhali a Jassy.
Un hombre inteligente y sensible, que en aquella época era un joven funcionario desconocido y que ahora ocupa un puesto importante, me describió vivamente la partida de Kirdzhali [M. I. Leks, 1793-1856, había ascendido a jefe de cancillería en el ministerio del Interior en la década de 1830].
En la puerta de la cárcel había una carutsa de correos… (Es posible que no sepan ustedes qué es una carutsa. Es un pequeño carro de mimbre, al que todavía hace poco tiempo solían enganchar seis u ocho rocines. Un moldavo bigotudo y con gorro de borrego se montaba en uno de los rocines, gritaba y chasqueaba el látigo a cada instante, y los jacos corrían a un trote bastante considerable. Si uno de ellos empezaba a quedarse rezagado, lo desenganchaba con terribles maldiciones y lo dejaba tirado en el camino sin preocuparse por su suerte. A la vuelta estaba seguro de encontrarlo en el mismo sitio, paciendo tranquilamente en la verde estepa. Ocurría con frecuencia que un viajero que había salido de una estación de postas en ocho caballos llegaba a la otra con dos. Esto pasaba hace unos quince años. Ahora la Besarabia rusificada ha adoptado los arneses rusos y el carro ruso).
Una de esas carutsas estaba parada a la puerta de la cárcel en 1821, hacia finales del mes de septiembre. Rodeaban la carutsa judías desaliñadas con los zapatos en chancleta, arnaútes con sus ropas pintorescas, esbeltas moldavas llevando en brazos a niños con ojos muy negros. Los hombres guardaban silencio y las mujeres, inquietas, esperaban algo.
Se abrieron las puertas y varios oficiales de policía salieron a la calle; aparecieron detrás dos soldados que llevaban a Kirdzhali encadenado.
Parecía tener unos treinta años. Las facciones de su rostro moreno eran correctas y duras. Era alto, ancho de hombros y en general daba la impresión de una extraordinaria fuerza física. Un turbante multicolor, echado hacia un lado, le cubría la cabeza, un cinturón ancho rodeaba su esbelta cintura; un dormán de grueso paño azul, una camisa de amplios pliegues que le llegaban por encima de las rodillas y unos bonitos zapatos completaban su atuendo. Tenía un aire orgulloso y tranquilo.
Uno de los funcionarios, un vejete de cara roja y uniforme desteñido del que colgaban tres botones, agarró con unas gafas de plomo la protuberancia púrpura que le hacía de nariz, desenrolló un papel y con voz gangosa se puso a leer en moldavo. De vez en cuando echaba una mirada arrogante a Kirdzhali, a quien, aparentemente, hacía referencia el papel. Kirdzhali lo escuchaba atentamente. El funcionario acabó la lectura, dobló el papel, pegó un grito amenazador a la gente para que dejara paso y mandó que acercaran la carutsa. En ese momento se le dirigió Kirdzhali y le dijo varias palabras un moldavo; le temblaba la voz, se le demudó el semblante; se echó a llorar y cayó a los pies del funcionario de policía, haciendo sonar sus cadenas. El funcionario de policía, asustado, se echó hacia atrás; los soldados intentaron levantar a Kirdzhali, pero éste se puso de pie solo, levantó las cadenas, subió a la carutsa y gritó: “¡Vamos!”. Un gendarme se sentó a su lado, el moldavo sacudió el látigo y la carutsa se puso en marcha.
—¿Qué le dijo Kirdzhali? —preguntó el joven funcionario al policía.
—Verá usted, me pidió —dijo riendo el policía— que me ocupara de su mujer y su niño, que viven cerca de Kilia en un poblado búlgaro; tiene miedo de que sufran por su culpa. Una gente muy tonta, señor.
El relato del joven funcionario me conmovió profundamente. Me daba lástima el pobre Kirdzhali. Durante mucho tiempo no supe nada de él. Al cabo de varios años me encontré al joven funcionario. Nos pusimos a hablar del pasado.
—¿Y su amigo Kirdzhali? —pregunté—. ¿Sabe qué ha sido de él?
—Cómo no —contestó él y me contó lo siguiente:
Una vez traído a Jassy, Kirdzhali fue llevado ante el pachá, quien lo condenó a ser empalado. Aplazaron la ejecución hasta no sé qué fiesta. Entre tanto lo encerraron en la cárcel.
Guardaban al prisionero siete turcos (gente simple, y en el fondo de su corazón tan bandidos como Kirdzhali); lo respetaban, y con una avidez propia de todo el Oriente, escuchaban sus maravillosas historias.
Entre la guardia y el prisionero se estableció una estrecha unión. Un día les dijo Kirdzhali:
—¡Hermanos! Está llegando mi hora. Nadie puede escapar de su suerte. Pronto me separaré de vosotros. Quisiera dejaros algún recuerdo.
Los turcos lo escuchaban embelesados.
—Hermanos —continuó Kirdzhali—, hace tres años, cuando merodeaba con el difunto Mijailaki, enterramos en la estepa cerca de Jassy una olla con galbinas [moneda de oro, en moldavo]. Por lo que se ve, ni él ni yo vamos a poder echar mano a esa olla. Pues bien, quiero que os quedéis con el dinero y lo repartáis como buenos amigos.
Los turcos casi se vuelven locos. Se pusieron a discutir cómo podrían encontrar el lugar. Después de mucho pensar decidieron que los llevara el propio Kirdzhali.
Se hizo de noche. Los turcos quitaron las cadenas de los pies del preso, le ataron las manos con una cuerda y salieron con él de la ciudad dirigiéndose a la estepa.
Kirdzhali los condujo siguiendo la misma dirección, de un túmulo a otro. Caminaron durante mucho rato. Al fin Kirdzhali se detuvo junto a una gran piedra, midió doce pasos hacia el mediodía, pisó fuerte y dijo: “Aquí”.
Los turcos se pusieron manos a la obra. Cuatro sacaron sus alfanjes y empezaron a cavar la tierra. Tres montaron guardia. Kirdzhali se sentó en la piedra y se puso a mirar su trabajo.
—¿Qué tal? ¿Falta mucho? —preguntaba—. ¿Ya lo habéis encontrado?
—Todavía no —contestaban los turcos y trabajaban tan afanosamente que chorreaban sudor.
Kirdzhali empezó a dar muestras de impaciencia.
—Qué gente —decía—. Ni siquiera saben cavar. Yo lo habría despachado en dos minutos. A ver, muchachos, desatadme las manos y dadme un alfanje.
Los turcos se pusieron a pensar y a discutir.
—¿Por qué no? —decidieron—. Le desatamos las manos y le damos un alfanje. ¿Qué puede pasar? Está solo contra siete. —Y le desataron las manos y le dieron el alfanje.
Por fin Kirdzhali estaba libre y armado. ¡Qué no habrá sentido…! Empezó a cavar con gran destreza, los guardias le ayudaban… De pronto clavó el alfanje en uno de ellos y, dejando el acero en su pecho, agarró las dos pistolas que el turco tenía en el cinturón.
Los otros seis, al ver a Kirdzhali armado con dos pistolas, echaron a correr.
Hoy día Kirdzhali se dedica al saqueo cerca de Jassy. Hace poco escribió al hospodar exigiendo que le pagaran cinco mil lei y amenazándolo con que, en el caso de que no le pagara, incendiaría Jassy y llegaría hasta el propio hospodar. Le fueron transmitidos los cinco mil lei.
¿Qué les parece Kirdzhali?
Literatura
.us
Mapa de la biblioteca | Aviso Legal | Quiénes Somos | Contactar