Aleksandr Pushkin
(Moscú, 1799 - San Petersburgo, 1837)


La nevasca (1831)
[Otro título en español: “La tempestad de nieve”]

(“Метель”)
Повести покойного Ивана Петровича Белкина
[Cuentos del difunto Iván Petróvich Belkin]
(Tsarskoye Selo, San Petersburgo, 1831)



Por los montes vuelan los caballos
aplastando la nieve profunda...
de pronto a lo lejos se divisa
un templo de Dios solitario.
Entonces empieza la nevasca;
caen enormes copos de nieve;
un cuervo negro, silbando con las alas,
planea sobre el trineo;
¡un gemido profético pregona la pena!
los caballos se apresuran
vigilan atentos la lejanía oscura
erizando las crines...

      ZHUKOVSKY


      A finales del año 1811, época memorable para todos nosotros, vivía en su propiedad de Nenarádovo el bueno de Gavrila Gavrílovich R. Tenía fama en toda la provincia por su hospitalidad y su buen corazón; sus vecinos solían ir a su casa a comer, a beber, a jugarse cinco kópeks con su mujer al boston; y algunos por ver a su hija María Gavrílovna, una joven alta y pálida de diecisiete años. Estaba considerada un buen partido y eran muchos los que la pretendían para ellos o para sus hijos.
       María Gavrílovna se había educado en las novelas francesas y, en consecuencia, estaba enamorada. El objeto que su amor había escogido era un pobre alférez del ejército, que se encontraba de vacaciones en su pueblo. Como cabe suponer, al joven le devoraba la misma pasión, pero los padres de su amada, al notar esta inclinación mutua habían prohibido a su hija pensar en él siquiera, y le recibían peor que a un funcionario retirado.
       Nuestros enamorados se escribían y se veían a solas todos los días, en el pinar o junto a la vieja capilla. Allí se juraban amor eterno, se lamentaban de su destino y urdían los planes más diversos. Así, escribiéndose y hablando, llegaron (cosa muy natural) al siguiente razonamiento: si no podemos respirar el uno sin el otro, y la voluntad de nuestros crueles padres se opone a nuestra felicidad, ¿cómo podríamos esquivar ese obstáculo? Naturalmente, esta feliz idea se le ocurrió primero al joven, pero encantó sobremanera a la imaginación romántica de María Gavrílovna.
       Llegó el invierno y los encuentros se acabaron; la correspondencia se hizo entonces todavía más frecuente. Vladímir Nikoláyevich la suplicaba en cada carta que se abandonara en sus manos, que se casaran en secreto, se ocultaran durante una temporada y luego se echaran a los pies de sus padres, que, lógicamente, se emocionarían por la constancia heroica y la desdicha de los enamorados y no podrían decirles otra cosa que “Hijos, venid a nuestros brazos”.
       María Gavrílovna vaciló durante mucho tiempo; numerosos planes de fuga fueron rechazados. Por fin aceptó: el día convenido tenía que retirarse sin cenar a su habitación so pretexto de un fuerte dolor de cabeza. Su doncella también participaba en la conspiración, juntas debían salir al jardín por la puerta trasera, fuera encontrarían un trineo preparado, se montarían e irían directamente a la iglesia de Zhádrino, un pueblo que estaba a cinco verstas de Nenarádovo, donde Vladímir las estaría esperando.
       La víspera del día decisivo María Gavrílovna no durmió en toda la noche; hizo el equipaje, empaquetó su ropa y escribió una larga carta a una amiga suya, una señorita muy sentimental, y otra a sus padres. Se despedía de ellos con las expresiones más enternecedoras, disculpaba su comportamiento por la irresistible fuerza de su pasión y terminaba diciendo que consideraría como el momento más dichoso de su vida aquel en el que le fuera permitido echarse a los pies de sus queridísimos padres. Después de cerrar la carta con un sello de Tula, que representaba dos corazones ardientes con una inscripción al caso, se echó sobre la cama justo antes del amanecer y consiguió adormilarse; pero aun así la despertaban a cada instante espantosas pesadillas. Se figuraba que en el mismo momento en que subía al trineo para dirigirse a la iglesia, la detenía su padre, la arrastraba por la nieve con una velocidad tremenda y la tiraba en una catacumba negra y sin fondo... y ella caía con el corazón totalmente sobrecogido; o de pronto veía a Vladímir tumbado en la nieve, pálido y ensangrentado. Moribundo, le rogaba con voz estridente que se casara con él cuanto antes... Estas y otras visiones espantosas y absurdas se sucedieron ante sus ojos. Cuando se levantó, más pálida que de costumbre, tenía un auténtico dolor de cabeza. Los padres notaron su desasosiego; su tierna preocupación y las incesantes preguntas: ¿qué te pasa Masha?, ¿no estarás enferma, Masha?, le desgarraban el alma. Intentaba calmarlos y parecer contenta, pero no fue capaz. Llegó la noche. La idea de que era la última vez que pasaba el día con su familia le oprimía el corazón. Se sentía más muerta que viva; se despedía en silencio de todas las personas, de todos los objetos que la rodeaban.
       Sirvieron la cena; el corazón le latía con fuerza. Con voz temblorosa anunció que no tenía ganas de cenar y se despidió de sus padres. Ellos le dieron un beso y, como de costumbre, la bendijeron: Masha a duras penas consiguió contener las lágrimas. Al entrar en su habitación se dejó caer en un sillón y se echó a llorar. La doncella intentaba convencerla de que se calmara y se animara. Todo estaba dispuesto. Al cabo de media hora Masha abandonaría para siempre la casa de sus padres, su habitación, su apacible vida de soltera... Afuera había tormenta de nieve; el viento aullaba, las contraventanas se estremecían y golpeaban; todo le parecía una amenaza y un mal presagio. Al poco tiempo se hizo el silencio en la casa, todos dormían. Masha se envolvió en un chal, se puso un abrigo de invierno, cogió su joyero y salió por la puerta trasera. La doncella la seguía llevando los dos bultos. Bajaron al jardín. La nevasca no amainaba; el viento les soplaba en el rostro, como si se esforzara en detener a la joven culpable. A duras penas consiguieron llegar hasta el borde del jardín. En el camino las esperaba ya el trineo. Los caballos, helados de frío, no podían estarse quietos; el cochero de Vladímir se agitaba junto a las varas luchando por contenerlos. Ayudó a la joven y a su doncella a acomodarse y a colocar los bultos y el joyero, cogió las riendas y los caballos echaron a volar. Pero dejemos a la joven en manos del destino y del arte de Tereshka, el cochero, y tornemos a nuestro joven enamorado.
       Vladímir no paró en todo el día. Por la mañana fue a ver al pope de Zhádrino, a quien a duras penas logró convencer; luego marchó a buscar testigos entre los terratenientes del lugar. Al primero que visitó fue a Dravin, un corneta retirado de cuarenta años, que aceptó gustoso: aseguró que la aventura le recordaba tiempos pasados y las travesuras de los húsares. Convenció a Vladímir para que se quedara a comer con él asegurándole que no habría ningún problema con los otros dos testigos. En efecto, inmediatamente después de comer aparecieron el agrimensor Schmidt, un hombre con bigote y espuelas, y el hijo de un capitán de policía, un muchacho de dieciséis años que acababa de ingresar en los ulanos. No solamente aceptaron la propuesta de Vladímir, sino que le juraron que estaban dispuestos a sacrificar sus vidas por él. Vladímir, entusiasmado, les dio un abrazo y se marchó a su casa para prepararse.
       Hacía tiempo que había anochecido. Mandó a Tereshka, que era de confianza, que llevara su troika a Nenarádovo y le dio severas y detalladas instrucciones: para él dispuso que le prepararan un trineo pequeño, de un caballo, y marchó solo sin cochero, a Zhádrino, adonde debía llegar también María Gavrílovna dos horas más tarde. Conocía bien el camino y sabía que no se tardaba más de veinte minutos.
       Pero en cuanto Vladímir salió del pueblo y se encontró en el campo, se levantó viento desatando una nevasca tan fuerte que apenas le permitía ver nada. En un instante la nieve cubrió el camino; los alrededores se esfumaron en una tiniebla turbia y amarillenta, rasgada únicamente por los blancos copos de nieve; el cielo se juntó con la tierra. Vladímir descubrió que se hallaba en medio del campo e intentó en vano volver al camino: el caballo pisaba a ciegas, y a cada momento se metía en un montón de nieve o en el fondo de un hoyo; el trineo volcaba constantemente. Vladímir trataba por todos los medios de no perder la orientación. Pero todavía no divisaba el bosque de Zhádrino, aunque le parecía que llevaba ya más de media hora avanzando. Pasaron otros diez minutos; el bosque seguía sin aparecer. Vladímir cruzaba un campo surcado por profundos barrancos. La nevasca no cedía y el cielo no aclaraba. El caballo empezaba a cansarse, y Vladímir chorreaba sudor a pesar de hundirse en la nieve hasta la cintura a cada instante.
       Por fin tuvo que aceptar que había perdido el rumbo. Se paró: se puso a pensar, a recordar, a hacer cábalas y llegó a la conclusión de que debía torcer a la derecha. Se dirigió hacia la derecha. El caballo apenas avanzaba. Llevaba ya más de una hora de camino. Zhádrino tenía que estar cerca. Pero por más que avanzaba el campo no se acababa nunca. Todo a su alrededor eran montones de nieve y barrancos; el trineo no hacía más que volcar y Vladímir no hacía más que levantarlo. El tiempo pasaba; Vladímir empezó a preocuparse. Por fin vio una mancha negra hacia un lado. Enfiló hacia ella. Al aproximarse vio que era un bosque. Alabado sea Dios, pensó, ya falta poco. Siguió el lindero del bosque, esperando encontrar en seguida el camino que conocía o bordearlo: al otro lado se encontraba Zhádrino. Pronto encontró el camino y se adentró en la oscuridad de los árboles despojados por el invierno. Allí el viento ya no podía huracanarse; el camino era liso; el caballo se animó y Vladímir se tranquilizó.
       Pero seguía avanzando y Zhádrino no se veía; el bosque parecía no tener fin. Vladímir comprendió con horror que había penetrado en un bosque desconocido. La desesperación se apoderó de él. Dio un latigazo al caballo; el pobre animal se puso al trote, pero pronto tropezó y al cabo de un cuarto de hora volvía a marchar al paso, contra todos los esfuerzos del desdichado Vladímir.
       Poco a poco los árboles empezaron a clarear y Vladímir salió del bosque: Zhádrino no se veía. Debía de ser cerca de la medianoche. Se echó a llorar y continuó adelante sin rumbo fijo. La tormenta se iba calmando, se dispersaban las nubes, ante sus ojos se extendía una llanura cubierta por una ondulada alfombra blanca. La noche era bastante clara. A lo lejos divisó una aldea con cuatro o cinco casas. Vladímir se dirigió hacia ella. Saltó del trineo junto a la primera isba, corrió hacia la ventana y se puso a llamar. A los pocos minutos se levantó la contraventana de madera y un viejo asomó su barba blanca.
       —¿Qué quieres?
       —¿Está lejos Zhádrino?
       —¿Que si está lejos Zhádrino?
       —Sí, sí, Zhádrino.
       —No mucho, unas diez verstas.
       Al oír esta respuesta Vladímir se agarró del pelo y se quedó inmóvil, como un hombre condenado a muerte.
       —¿De dónde eres? —preguntó el viejo. Vladímir no tenía fuerzas para contestar.
       —¿Podrías encontrarme unos caballos para llegar a Zhádrino? —preguntó.
       —¡Qué vamos a tener caballos! —contestó el viejo.
       —¿Y alguien que me enseñe el camino? Le pagaré lo que quiera.
       —Espera —dijo el hombre bajando la contraventana—, te mando a mi hijo, él te llevará.
       Vladímir se quedó esperando. Antes de que pasara un minuto volvió a llamar. Se abrió la contraventana, apareció la barba.
       —¿Qué quieres?
       —¿Dónde está tu hijo?
       —Ahora sale, se está calzando. Qué pasa, ¿tienes frío? Entra si quieres.
       —Gracias, pero mejor mándame a tu hijo cuanto antes.
       Chirrió la puerta y salió un muchacho con una cachiporra; echó a andar, unas veces indicando, otras buscando el camino que había cubierto la nieve.
       —¿Qué hora es? —le preguntó Vladímir.
       —Va a amanecer en seguida —contestó el mozo. Vladímir ya no decía ni una palabra.
       Ya era de día y cantaban los gallos cuando llegaron a Zhádrino. La iglesia estaba cerrada. Vladímir pagó a su guía y fue a la casa del pope. Su troika no estaba en el patio. ¡Qué noticia le esperaba!
       Pero volvamos a nuestros buenos terratenientes de Nenarádovo y veamos qué pasa allí.
       Pues nada.
       Los viejos se levantaron y fueron a la sala. Gavrila Gavrílovich llevaba puesto el gorro de dormir y una chaqueta de franela, y Praskovia Petrovna, una bata guateada. Trajeron el samovar y Gavrila Gavrílovich mandó a una chica para que preguntara a María Gavrílovna cómo se sentía y cómo había dormido. La chica volvió diciendo que la señorita había dormido mal, pero que ahora se encontraba mejor y que pronto vendría a la sala. En efecto, se abrió la puerta y entró María Gavrílovna que saludó a sus papás.
       —¿Cómo va tu cabeza, Masha? —preguntó Gavrila Gavrílovich.
       —Mejor, papá.
       —Habrá sido por la estufa —dijo Praskovia Petróvna.
       —Es posible, mamá —contestó Masha.
       El día transcurrió normalmente, pero a la noche Masha volvió a sentirse mal. Mandaron a la ciudad en busca del médico. Vino tarde y encontró a la enferma delirando. Presa de una fiebre intensa, la pobre enferma pasó dos semanas al borde de la tumba.
       En la casa nadie tuvo conocimiento del intento de fuga. Las cartas que había escrito la víspera se quemaron; la doncella no dijo nada a nadie, temiendo la ira de sus señores. El pope, el corneta retirado, el bigotudo agrimensor y el pequeño ulano fueron discretos y con mucha razón. El cochero Tereshka nunca se iba de la lengua, ni cuando estaba borracho. De esta manera se guardó el secreto entre más de media docena de conspiradores. Pese a todo era la propia María Gavrílovna quien lo revelaba continuamente en su delirio. Pero como sus palabras no guardaban relación con nada, su madre, que no se separaba de su cama, tan sólo pudo comprender que Masha estaba locamente enamorada de Vladímir y que, seguramente, el amor era la causa de su enfermedad. Pidió consejo a su marido y a algunos vecinos, y al fin todos resolvieron unánimemente que ese amor debía ser el destino de María Gavrílovna, y que por más que hicieran no podían luchar contra el destino; que más vale pobre, pero honrado; que el dinero no da la felicidad y otras cosas por el estilo. Es sorprendente lo útiles que resultan los proverbios moralistas cuando no se nos ocurre nada para justificarnos.
       Entretanto la joven empezó a mejorar. Hacía mucho que a Vladímir no se le veía por casa de Gavríla Gavrílovich, asustado como estaba por el recibimiento que le hacían habitualmente. Decidieron mandar a buscarlo para anunciarle la inesperada felicidad: los padres accedían al matrimonio. Pero cuál fue la sorpresa de los terratenientes de Nanarádovo cuando recibieron como respuesta a su invitación una carta medio trastornada. Vladímir les aseguraba que nunca volvería a pisar su casa y pedía que olvidaran al desdichado cuya única esperanza era la muerte. A los pocos días se enteraron de que Vladímir se había incorporado al ejército. Era el año 1812.
       Tardaron mucho tiempo en decírselo a Masha, que estaba convaleciente. Ella nunca mencionaba a Vladímir. Al cabo de unos meses, al encontrar el nombre de Vladímir en la lista de los que se habían destacado y habían sido heridos en Borodinó, se desmayó y todos temieron que volviera a recaer. Pero, gracias a Dios, el desmayo no tuvo consecuencias.
       Le ocurrió otra desgracia: Gavrila Gavrílovich murió, dejándola heredera de sus propiedades. La herencia no la consoló; compartía sinceramente la pena de la pobre Praskovia Petrovna y le juró que no se separaría nunca de ella; ambas dejaron Nenarádovo, el lugar de tristes recuerdos, y se trasladaron a la finca que tenían en ***.
       Fueron numerosos los pretendientes que rodearon a la rica y encantadora joven, pero ella no daba esperanzas a ninguno. Cuando su madre intentaba convencerla de que eligiera a un compañero, María Gavrílovna meneaba la cabeza y se quedaba pensativa. Vladímir ya no existía: había muerto en Moscú la víspera de la entrada de los franceses. Su memoria era sagrada para Masha; al menos guardaba todo lo que podía recordárselo: los libros que él había leído, sus dibujos, las notas y poemas que había copiado para ella. Los vecinos, enterados de aquello, se asombraban de su constancia y esperaban con gran curiosidad al héroe que estaba llamado a vencer la triste fidelidad de aquella virginal Artemisa.
       Entretanto la guerra había terminado gloriosamente. Nuestros regimientos regresaban del extranjero. El pueblo corría a recibirlos. Los músicos tocaban canciones traídas de la guerra: Vive Henri Quatre, valses tiroleses y arias de Joconde. Los oficiales, que habían marchado a la campaña siendo unos adolescentes, regresaban curtidos por vientos de mil batallas y cubiertos de cruces. Los soldados charlaban entre sí alegremente, mezclando palabras alemanas y francesas. ¡Tiempos inolvidables! ¡Tiempos de entusiasmo y de gloria! ¡Cómo latían los corazones rusos ante la palabra “patria”! ¡Qué dulces eran las lágrimas del encuentro! ¡Con qué unanimidad fundíamos los sentimientos de orgullo nacional y de amor al soberano! Y para él, ¡qué momento!
       Las mujeres, las mujeres rusas, estuvieron admirables. Su habitual frialdad había desaparecido; su entusiasmo era realmente embriagador cuando, al recibir a los vencedores, gritaban: “¡Viva!”.
       Y lanzaban sus gorritos al aire [oración tomada directamente de La desgracia de tener ingenio de Aleksandr Griboyédou, 1795-1829].
       ¿Qué oficial de los de entonces no confesaría que el mejor premio lo recibió de una mujer rusa?...
       En aquellas fechas brillantes María Gavrílovna vivía con su madre en la provincia de *** y no pudo ver cómo celebraban las dos capitales el regreso del ejército. Pero en las provincias y en los pueblos el entusiasmo fue quizá todavía mayor. La aparición de un oficial le garantizaba un verdadero triunfo; cualquier enamorado vestido de frac hubiera tenido poco que hacer a su lado.
       Habíamos dicho que María Gavrílovna, a pesar de su frialdad, estaba rodeada de pretendientes. Pero todos tuvieron que hacerse a un lado cuando apareció en su castillo Burmín, un coronel de húsares, herido en la guerra, con la orden de San Jorge en la solapa y una interesante palidez, como decían las damiselas del lugar. Tenía cerca de veintiséis años. Había venido a pasar las vacaciones en su propiedad, cerca de la aldea de María Gavrílovna. María Gavrílovna le trataba de una manera muy diferente. Delante de él su actitud ausente desaparecía y Masha se animaba. No podía decirse que estuviera coqueta con él, pero si el poeta tuviera que juzgar su conducta diría:


Seamor non è, che dunque...?
[“Si no es amor, ¿qué es?”]
[soneto CXXXII de Rime in vita di Madonna Laura, de Petrarca]


      Burmín era, efectivamente, un joven muy agradable. Poseía precisamente aquella clase de inteligencia que gusta a las mujeres: una inteligencia reservada y observadora, sin ninguna pretensión y con una ironía despreocupada. Su comportamiento con María Gavrílovna era natural y espontáneo; pero sus ojos y su alma estaban detrás de cualquier cosa que dijera o hiciera ella. Parecía tener un carácter tranquilo y modesto, sin embargo la gente aseguraba que anteriormente había sido un desenfrenado vividor, cosa que no le perjudicaba en absoluto en la opinión de María Gavrílovna, que (como todas las damas jóvenes) perdonaba de buena gana las travesuras que revelaban un carácter valiente y apasionado.
       Pero lo que más... (más que su dulzura, más que su agradable conversación, más que su interesante palidez, más que su brazo vendado) lo que más despertaba su curiosidad y su imaginación era el silencio del joven húsar. Ella no podía dejar de advertir lo mucho que gustaba al joven; seguramente él, hombre de mundo e inteligente, también había notado que ella le distinguía entre los demás: ¿cómo era posible entonces que todavía no le hubiera visto a sus pies ni hubiera escuchado su declaración de amor? ¿Qué era lo que le frenaba? ¿Era la timidez, inseparable del verdadero amor, el orgullo o la coquetería de un astuto donjuán? Éste era el misterio. Después de darle muchas vueltas resolvió que la timidez era la única causa posible y decidió alentarlo con nuevas atenciones, incluso con ternura si las circunstancias lo permitían. Anticipando un desenlace insólito, esperaba con impaciencia el momento de la declaración romántica. El secreto, cualquiera que sea su índole, es insoportable para el corazón femenino. Sus estrategias surtieron el efecto deseado; al menos, Burmín parecía sumido en una melancolía tan profunda y sus ojos negros se detenían en María Gavrílovna con tanto ardor, que el momento decisivo parecía inminente. Los vecinos hablaban de la boda como de una cosa hecha y la buena Praskovia Petrovna se alegraba de que su hija hubiera encontrado por fin el partido que se merecía.
       Un día, mientras la anciana estaba haciendo un solitario en la sala entró Burmín y preguntó inmediatamente por María Gavrílovna.
       —Está en el jardín —contestó la anciana—, vaya usted para allá, yo me quedo aquí esperándoles.
       Burmín salió y la vieja se santiguó pensando: “A lo mejor hoy se arregla todo”.
       Burmín encontró a María Gavrílovna junto al estanque, bajo un sauce, con un libro en la mano y vestida de blanco, como una auténtica heroína de novela. Después de haber contestado a las primeras preguntas, María Gavrílovna dejó intencionadamente que la conversación languideciera, aumentando así la turbación mutua, de tal modo que solamente se pudiera resolver con una declaración súbita y decidida. Eso fue lo que pasó: Burmín, dándose cuenta de la dificultad de la situación, anunció que desde hacía tiempo había buscado la ocasión de abrirle su corazón y pidió un minuto de atención. María Gavrílovna cerró el libro y bajó los ojos en señal de asentimiento.
       —La amo —dijo Burmín—, la amo apasionadamente... (María Gavrílovna, ruborizándose, bajó la cabeza aún más). He actuado imprudentemente al entregarme a una dulce costumbre, la costumbre de verla y escucharla a diario... (María Gavrílovna recordó la primera carta de St. Preux [referencia a Julie ou la Nouvelle Héloïse de Jean-Jacques Rousseau]. Ya es tarde para oponerme a mi destino; su recuerdo, su deliciosa e incomparable imagen, será de hoy en adelante la tortura y la alegría de mi vida; pero antes debo cumplir un penoso deber, revelarle un espantoso secreto y crear entre nosotros una barrera infranqueable...
       —Esa barrera existió siempre —le interrumpió con viveza María Gavrílovna—, yo nunca podría ser su mujer...
       —Ya sé que usted amó —contestó en voz baja— pero la muerte y tres años de sufrimiento... ¡Querida, amada María Gavrílovna!, no trato de privarme del último consuelo; la idea de que usted podría acceder a hacerme feliz, si... cállese, por Dios, no diga nada. Me hace sufrir. Sí, lo sé, siento que podría ser mía, pero soy el ser más desdichado... ¡estoy casado!
       María Gavrílovna le miró con sorpresa.
       —Estoy casado —continuó Burmín—, llevo más de tres años casado aunque no sé quién es mi mujer, ni dónde está y ni si algún día habré de encontrarme con ella.
       —¿Qué dice usted? —exclamó María Gavrílovna—. ¡Qué extraño! Continúe, luego le contaré algo... pero continúe, haga el favor.
       —A principios de 1812 —dijo Burmín— me encontraba de viaje, tenía mucha prisa por llegar a Vilna, donde estaba nuestro regimiento. Una noche, al llegar a una posta, mandé que me prepararan los caballos en seguida, cuando de pronto se levantó una terrible nevasca; el maestro de postas y los cocheros me aconsejaron que me quedara. Les hice caso, pero una inquietud inexplicable se apoderó de mí; me parecía que alguien me empujaba. La nevasca seguía; no pude soportarlo más, ordené que prepararan los caballos y me lancé a la tormenta. El cochero prefirió ir a lo largo del río, lo cual debía acortarnos el camino por lo menos tres verstas. Como la orilla del río estaba cubierta de nieve, el cochero no consiguió encontrar el lugar por donde se enlazaba con el camino y nos encontramos en un paraje desconocido. La tormenta no amainaba; vi una luz y ordené que nos dirigiéramos a ella. Llegamos a una aldea; en la iglesia de madera había luz. La iglesia estaba abierta, había varios trineos fuera de la verja y gente en el atrio.
       “—¡Por aquí! ¡Por aquí! —gritaron varias voces—. Le dije al cochero que se acercara.
       “—¡Por Dios!, ¿cómo te has retrasado tanto? —me dijo alguien—. La novia se ha desmayado, el pope no sabe qué hacer; estábamos a punto de volver. Ven en seguida.
       “Sin decir una palabra salté del trineo y entré en la iglesia, débilmente iluminada por dos o tres velas. En un rincón oscuro había una joven sentada en un banco; otra le frotaba las sienes.
       “—Gracias a Dios —dijo la segunda—, por fin ha llegado. Por poco mata a la señorita.
       “Un viejo sacerdote se acercó a mí y me preguntó:
       “—¿Desea que empecemos?
       “—Empiece, padre —le dije distraído. Levantaron a la joven. Me pareció agraciada... ¡qué frivolidad tan incomprensible e imperdonable! Me coloqué junto a ella delante del altar; el sacerdote se daba prisa; tres hombres y la doncella sostenían a la joven y sólo se preocupaban de ella. Nos casaron.
       “—Daos un beso —nos dijeron. Mi mujer volvió hacia mí su pálido rostro. Quise besarla... Ella gritó:
       “—¡Ah, no es él! —y cayó sin sentido. Los testigos me miraron despavoridos. Di media vuelta, salí de la iglesia sin encontrar obstáculo alguno, salté en la kibitka [un trineo cubierto] y grité: ¡En marcha!”
       —¡Dios mío! —exclamó María Gavrílovna—. Y ¿no sabe usted qué ha sido de su pobre mujer?
       —No sé nada —contestó Burmín—, no sé cómo se llama la aldea donde me casé; no recuerdo de qué posta salí. En aquel momento le di tan poca importancia a mi criminal travesura que al alejarme de la iglesia me quedé dormido y no me desperté hasta la mañana siguiente, ya en una tercera posta. El criado que me acompañaba murió en la campaña, así que ni siquiera me queda la esperanza de encontrar a la mujer a quien gasté esa broma tan cruel y que ahora se ha vengado tan cruelmente.
       —¡Dios mío, Dios mío! —dijo María Gavrílovna—, ¡entonces era usted! ¿No me reconoce?
       Burmín palideció... y se arrojó a sus pies...




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