Aleksandr Pushkin
(Moscú, 1799 - San Petersburgo, 1837)


Estábamos pasando la tarde en la dacha…(1835)
(“Мы проводили вечер на даче...”)
Пушкин, Сочинения, т. V, изд. П. В. Анненкова, СПб., 1855-1857
[Works, vol. 5,
ed. P. V. Annenkova
(San Petersburgo, 1855-1857)]



      Estábamos pasando la tarde en la dacha de la princesa D.
       En la conversación surgió el nombre de Mme de Staël. El barón Dahlberg, en muy mal francés, relató con bastante poca gracia la conocida anécdota en que ella preguntó a Bonaparte a quién consideraba la mujer más insigne en el mundo, y su ingeniosa respuesta: “Aquella que haya tenido más hijos”. (Celle qui a fait le plus d’enfants).
       —¡Qué epigrama tan bueno! —dijo uno de los invitados.
       —¡Se lo tiene bien merecido! —dijo una señora—. ¿A quién se le ocurre pedir elogios tan torpemente?
       —Yo encuentro —dijo Sorojtin, que estaba dormitando en un sillón de Hambs [comerciantes de muebles de San Petersburgo]—, yo encuentro que ni Mme de Staël estaba esperando un madrigal, ni Napoleón pensaba en su epigrama. Ella hizo la pregunta movida únicamente por la curiosidad, cosa muy comprensible; y Napoleón expresó literalmente su opinión. Pero ustedes no creen en la ingenuidad de los genios.
       Los invitados se pusieron a discutir, y Sorojtin volvió a dormirse.
       —Pero, vamos a ver —dijo la dueña de la casa—, ¿a quién consideran la mujer más insigne del mundo?
       —Cuidado: está usted pidiendo cumplidos…
       —No, fuera de broma…
       Empezaron a quitarse la palabra: unos nombraban a Mme de Staël, otros, a la doncella de Orleans, otros a Isabel, la reina de Inglaterra, Mme de Maintenon [1635-1719, amante y más adelante esposa de Luis XIV], Mme Roland [1754-1793, girondina famosa por su salón político durante la Revolución Francesa], etc.
       Un joven, que estaba de pie junto a la chimenea (porque en Petersburgo la chimenea nunca está de más), intervino en la conversación por primera vez.
       —Para mí —dijo— la mujer más asombrosa es Cleopatra.
       —¿Cleopatra? —dijeron los invitados—, sí, naturalmente… pero ¿por qué?
       —Hay un rasgo en su vida que se me ha grabado en la imaginación hasta tal punto que soy incapaz de mirar a una mujer sin acordarme inmediatamente de Cleopatra.
       —¿Qué es? —preguntó la anfitriona—. Cuéntenoslo.
       —No puedo; es difícil contarlo.
       —¿Por qué? ¿Acaso es indecente?
       —Sí, como casi todo aquello que describe vivamente las espantosas costumbres de la antigüedad.
       —¡Ah, cuéntelo, haga el favor!
       —¡No, no lo cuente! —interrumpió Volskaya, viuda por divorcio, bajando severamente sus ardientes ojos.
       —¡Vaya, vaya! —exclamó la dueña de la casa con impaciencia—. Qui est-ce donc que l’on trompe ici? [“¿a quién estamos engañando aquí?”] Ayer vimos Antony [melodrama de Alejandro Dumas padre, escrita en 1831; representada en San Petersburgo en 1832] y allí está en la chimenea La Physiologie du mariage [de Balzac, publicada en 1829]. ¡Indecente! ¿Con qué teme asustarnos? Deje de burlarse de nosotros, Alexey Ivánovich. No es usted periodista. Cuente simplemente lo que sepa de Cleopatra, aunque… sea decente, si puede…
       Todos se rieron.
       —Les juro —dijo el joven— que estoy cohibido: me he vuelto púdico como la censura… Les diré que entre los historiadores latinos hay un tan Aurelio Victor, del que, seguramente no han oído nada.
       —¿Aurelio Victor? —interrumpió Vershnev, quien en tiempos estudió con los jesuitas—. Aurelio Victor, escritor del siglo IV. Sus obras se atribuyen a Cornelio Nepote, e incluso a Suetonio; escribió De viris ilustribus, sobre los hombres ilustres de Roma, ya lo sé…
       —Eso es —dijo Alexey Ivánovich—, es un librito bastante insignificante, pero contiene aquel relato sobre Cleopatra que tanto me impresionó. Lo más notable es que en ese lugar, el seco y aburrido Aurelio Victor se vuelve comparable a Tácito por la fuerza de su narración: Haec tantae libidible fuit ut saepe prostiterit; tantas pulchritudinis ut multi noctem illius morte emerint [“era tan libidinosa que con frecuencia se prostituía; tanta era su hermosura que muchos pagaron con su vida por una noche con ella”]
       —¡Maravilloso! —exclamó Vershnev—. Me recuerda a Salustio, ¿se acuerdan? Tantae
       —¿Qué es esto, señores? —dijo la dueña de la casa—. ¡Ahora se han puesto ustedes a hablar en latín! ¡Muy gracioso! ¿Qué significa esa frase en latín?
       —Lo que pasa es que Cleopatra comerciaba con su belleza y que muchos pagaron con su vida por una noche con ella…
       —¡Qué horror! —dijeron las damas—. ¿Qué encuentra de asombroso?
       —¿No lo entienden? Me parece que Cleopatra no era una vulgar coqueta y el precio que se daba a sí misma era bastante alto. Propuse a N. que escribiera un poema; lo empezó, pero luego lo abandonó.
       —Hizo bien.
       —¿Qué se proponía extraer de esa historia? ¿Cuál es la idea principal, recuerda?
       —Empieza con una descripción de un banquete en los jardines de la reina de Egipto.

     La noche oscura y calurosa ha cubierto el cielo africano; Alejandría se ha dormido; sus calles y plazas están silenciosas, las casas, oscuras. El lejano Faros arde solitario en el espacioso muelle, como una lamparilla a la cabecera de una belleza dormida.
     El palacio de Ptolomeo está lleno de luces y ruido; Cleopatra recibe a sus amigos; la mesa está rodeada de lechos de hueso; trescientos jóvenes sirven a los invitados, trescientas doncellas les llevan ánforas llenas de vinos griegos; trescientos eunucos negros los vigilan en silencio.
     La columnata de pórfido, abierta al sur y al norte, espera el aliento del Euro; mas el aire está quieto: las ígneas lenguas de los candiles arden inmóviles; el humo de los incensarios se eleva en una columna recta; el mar, como un espejo, se extiende liso junto a los peldaños rosados del pórtico en semicírculo. Las esfinges guardianas reflejan en él sus garras doradas y rabos de granito… solamente el sonido de la cítara y de la flauta agita los fuegos, el aire y el mar.
     De pronto la reina se quedó pensativa e inclinó tristemente su hermosa cabeza; su melancolía ensombreció la alegre fiesta como una nube ensombrece el sol.

¿Por qué es presa de melancolía?
¿Qué le falta
a la soberana del antiguo Egipto?
En su capital esplendorosa,
por innumerables esclavos custodiada,
con calma reina.
Los dioses de la tierra le rinden pleitesía,
llenos de maravillas están sus palacios.
Tanto si abrasa el africano día
como si la sombra nocturna de frescor se llena
a todas horas, lujo y artes
regalan sus lánguidos sentidos,
las tierras todas, las olas de todos los mares
tributo le hacen de sus ropajes,
que cambia ella, caprichosa:
ora el fulgor de los zafiros,
ora los velos púrpura elige
y las túnicas de las doncellas tirias.
Ora por las aguas del vetusto Nilo
a la sombra de fastuosa vela,
en su trirreme de oro,
se desliza como una joven Ciprida.
A todas horas ante sus ojos
se suceden los banquetes.
¿Y quién conoce en lo profundo
todo el misterio de sus noches?

¡En vano! Sufre oscuramente su corazón,
sediento de placeres ignotos,
está cansada, está saciada,
su mal es la indiferencia…

[Cleopatra despierta de su ensimismamiento]

Los invitados callan, parecen dormidos,
ella levanta de nuevo su rostro,
su arrogante mirada llamea.
Y dice con una sonrisa:
“¿Es para vosotros mi amor el mayor gozo?
Escuchad mis palabras:
puedo olvidar nuestra diferencia
y tal vez logre hacer vuestra dicha.
Os reto: ¿quién se atreve?
Vendo mis noches.
Decidme, ¿quién entre vosotros
compra una de mis noches con su vida?”.

       —Este tema habría que ofrecérselo a la marquesa George Sand, que es tan desvergonzada como su Cleopatra. Trasladaría la anécdota egipcia a las costumbres modernas.
       —Es imposible. Sería totalmente inverosímil. Esta anécdota pertenece a la antigüedad; un trato semejante hoy día es tan imposible como la construcción de las pirámides.
       —¿Por qué imposible? No pretenderá que entre las mujeres de hoy no haya ni una que quiera comprobar con los hechos la verdad de aquello que le repiten a cada instante: que su amor es más importante que la vida.
       —Tal vez fuera curioso averiguarlo. Pero ¿cómo se puede hacer tal experimento científico? Cleopatra tenía medios para obligar a pagar a sus deudores. ¿Y nosotras? Estarán ustedes de acuerdo en que esas condiciones no se pueden escribir en papel timbrado ni firmar ante un notario.
       —En ese caso podría uno fiarse de la palabra.
       —¿Cómo es eso?
       —La mujer puede pedir a su amante que dé su palabra de honor de que al día siguiente se pegará un tiro.
       —Entonces, al día siguiente él se va al extranjero y ella queda como una imbécil.
       —Se iría si estuviera dispuesto a quedar para siempre como un hombre deshonesto ante la mujer que ama. Además, ¿tan dura es la condición? ¿Acaso la vida tiene tanto valor que la felicidad no vale ese precio? Fíjense ustedes: el primer bribón, a quien desprecio, dice algo de mí que no puede hacerme daño alguno y pongo mi frente de blanco de su pistola. No tengo derecho a negar esta satisfacción a cualquier pendenciero que tenga el capricho de probar mi sangre fría. ¿Me voy a acobardar si se trata de mi dicha? ¿De qué vale la vida si está envenenada de tristezas y deseos triviales? ¿De qué vale si los placeres están agotados?
       —¡No es posible que sea usted capaz de hacer un trato semejante!
       En este momento Volskaya, que estuvo todo el rato callada y con los ojos bajos, miró rápidamente a Alexey Ivánovich.
       —No hablo de mí. Pero un hombre verdaderamente enamorado no lo dudaría ni un instante.
       —¡Cómo! ¿Incluso por una mujer que no lo amara a usted? (Una mujer que aceptara esa condición, claramente no lo amaría). La sola idea de una barbaridad de este porte debería aniquilar la pasión más loca…
       —De ninguna manera: en su conformidad vería nada más que una imaginación apasionada. En cuanto al amor recíproco… no lo pido: si yo amo, ¿qué me importa…?
       —Ya está bien, está usted diciendo locuras. Entonces, ésta es la historia que quería contarnos…
       La joven condesa K., una mujer regordeta y feúcha, procuró dar una expresión solemne a su nariz, que parecía una cebolla clavada en un nabo, y dijo:
       —Hoy día también hay mujeres que se valoran mucho más…
       Su marido, un conde polaco que se casó con ella por interés (equivocado, según dicen), bajó la vista y se bebió su té.
       —¿Qué quiere decir con eso, condesa? —preguntó el joven conteniendo a duras penas una sonrisa.
       —Quiero decir —contestó la condesa K.— que una mujer que se respete, que respete… —aquí se hizo un lío; Vershnev acudió en su ayuda.
       —Cree usted que una mujer que se respete no desea la muerte de un pecador ¿no es eso?
       La conversación cambió de rumbo.
       Alexey Ivánovich se sentó junto a Volskaya, se inclinó como si estuviera admirando su labor y dijo a media voz:
       —¿Qué opina de la condición de Cleopatra?
       Volskaya seguía callada. Alexey Ivánovich repitió la pregunta.
       —¿Qué le puedo decir? También hay mujeres ahora que se valoran considerablemente. Pero los hombres del siglo diecinueve son demasiado fríos y razonables para aceptar una condición así.
       —¿Cree usted —dijo Alexey Ivánovich con voz demudada—, cree usted que en nuestro tiempo, en Petersburgo, aquí mismo, hay una mujer con suficiente orgullo, suficiente fuerza para poner a su amante la condición de Cleopatra?
       —Lo creo, incluso estoy segura.
       —¿No me engaña? Píenselo: engañarme sería demasiado cruel, más cruel que la propia condición…
       Volskaya lo miró con ojos penetrantes y ardientes y contestó con voz firme: No.
       Alexey Ivánovich se puso de pie y desapareció inmediatamente.




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