Ryûnosuke Akutagawa
(Kyōbashi-ku, Tokio, 1892 - Tokio, 1927)
La fiesta de baile (1920)
(“舞踏会”, “Butōkai”)
Tales of Grotesque and Curious
Traducción de Glenn W. Shaw
(Tokio: Hokuseido Press, 1930)
1.
Esto fue en la noche del día tres de noviembre del año 19 de Meiji [es decir, 1886]. Akiko, hija de la familia XX, de 17 años de edad, subía en compañía de su padre, hombre calvo, la escalera de la Casa Rokumei, donde se celebraba la fiesta de baile. Alumbradas por la fuerte luz de la lámpara, las grandes flores de crisantemo, que parecían artificiales, formaban una barrera de tres hileras en ambos lados de los pasamanos; los pétalos se revolvían en desorden como hojas flotantes en cada una de las tres filas, de color rosado en la última, de amarillo intenso en la del medio y de blanco puro en la más cercana. Al cabo de la barrera de crisantemos la escalera desembocaba en la sala de baile, de donde ya desbordaba sin cesar la música alegre de la orquesta, como un suspiro de felicidad incontenible.
A Akiko ya le habían inculcado el idioma francés y el baile occidental, pero era la primera vez que asistía a una ceremonia formal. Estaba tan nerviosa y distraída que apenas le contestaba a su padre, que le hablaba de cuando en cuando mientras viajaban en un coche tirado por caballos; se sentía carcomida desde el interior por una extraña sensación inestable, que se podría llamar inquietud placentera. Desde la ventana alzó con insistencia la mirada nerviosa para contemplar la ciudad de Tokio iluminada por escasos faroles que dejaban atrás a medida que avanzaba el coche, hasta estacionarse al fin delante de la Casa Rokumei.
Una vez adentro, Akiko se topó con un incidente que la hizo olvidar la inquietud; justo a la mitad de la escalera, el padre y la hija alcanzaron al diplomático chino, que les aventajaba algunos peldaños. Ladeando su cuerpo obeso para dejarles paso, el caballero le lanzó una mirada de admiración a Akiko. El vestido fresco color rosa, la cintilla celeste que colgaba con elegancia del cuello, una sola rosa que despedía una fragancia desde el cabello negro oscuro: la figura de la mujer japonesa, recién tocada por la cultura occidental, se destacaba esa noche con una belleza impecable que dejó abrumado al diplomático chino de coleta larga. En seguida, vinieron
bajando con prisa dos japoneses vestidos de frac, que, al cruzarse con ellos,
se volvieron casi por instinto para lanzar una mirada rápida de la misma
admiración hacia la espalda de Akiko. Los dos señores se ajustaron la corbata
blanca de una manera automática, sin explicarse por qué lo hacían, y
siguieron su marcha apresurada hacia el vestíbulo entre los crisantemos.
Cuando el padre y la hija terminaron de subir la escalera hasta el segundo
piso, se encontraron a la entrada de la sala de baile con un conde de
barba canosa, anfitrión de la fiesta, que, exhibiendo condecoraciones en su
pecho, recibía generoso a los invitados, junto con la condesa, algo mayor
que él, vestida con esmero al estilo Louis XV. A Akiko no le pasó desapercibido,
hasta que el conde reveló un asombro inocente que cruzó en un
instante fugaz por su cara astuta sin dejar rastro. Mientras el padre, siempre
amistoso, presentó su hija al conde y a la condesa de manera escueta, con
una sonrisa alegre. Ella se tranquilizó lo suficiente como para detectar lo
vulgar que era el rostro de la condesa altanera.
En la sala de baile también florecían a sus anchas los crisantemos hasta
llenar los rincones más recónditos. El espacio estaba repleto de encajes,
flores y abanicos de marfil que se removían en medio del perfume como
una ola silenciosa al compás de las damas en espera de su pareja. Pronto,
Akiko se separó de su padre y se mezcló con un grupo de damas elegantes.
La mayoría eran muchachas de su misma edad, envueltas en vestidos
semejantes color celeste o rosa. Al fijarse en Akiko, las damas empezaron
a cuchichear como pajaritos y elogiaron al unísono la belleza sobresaliente
que dominaba la noche.
Apenas integrada al grupo, apareció sigiloso de algún escondrijo un
francés desconocido, oficial de la marina, que se le acercó haciendo una
venia de cortesía a la japonesa con los brazos caídos. Akiko sintió que le
subía un rubor tenue por las mejillas. Sin necesidad de preguntar para qué
la invitaba el hombre con esa venia formal, ella se volvió hacia la dama
del vestido celeste que se sentaba a su lado, para ver si podía dejar en sus
manos el abanico que llevaba consigo. De manera inesperada, el oficial
francés, con un asomo de sonrisa en las mejillas, le dijo sin ambages en
japonés, marcado por un acento peculiar:
–¿Quiere bailar conmigo?
En seguida Akiko bailó el vals El bello Danubio azul con el oficial
francés, que mostraba el rostro en relieve con los cachetes bronceados y
el bigote tupido. Tan baja de estatura, ella apenas alcanzaba los hombros
de su pareja con la mano calada por un guante largo, pero el hombre tan
experimentado la condujo con destreza y se deslizaron juntos con agilidad
en medio del gentío. El oficial le susurraba en francés una que otra palabra
de galantería en momentos de distensión.
Akiko apenas contestaba con una sonrisa tímida al cariño del hombre
mientras recorría la sala con su mirada; bajo el telón de seda morada con
una inscripción teñida del blasón de la familia imperial y la bandera nacional
de China, con los dragones serpenteando con garras hacia arriba, se
veían floreros rebosados de crisantemos, algunos de color plata alegre y
otros de oro solemne, que flameaban entre los bailarines movedizos. Agitadas
por el viento melodioso, que la resplandeciente orquesta alemana
emitía sin cesar, como cuando se destapa una botella de champaña. Las
ondas humanas no dejaron de realizar ni un instante sus movimientos vertiginosos.
Cuando la mirada de Akiko cruzó con la de una amiga suya, que
también bailaba con un caballero, las dos cambiaron un cabeceo jubiloso
de mutuo reconocimiento entre los pasos acelerados. Al siguiente segundo,
ya aparecía otro bailarín ante los ojos de Akiko, vaya a saber de dónde,
como una gran mariposa alborotada.
Durante todo este tiempo, Akiko estaba consciente de que los ojos del
oficial se fijaban en cada uno de sus movimientos, evidenciando el gran interés
que mantenía el extranjero, ajeno por completo a los hábitos japoneses,
en la forma jovial de bailar de su pareja. ¿Una dama tan hermosa también
viviría como una muñeca en casa de papel y bambú? ¿Comería con
los delgados palitos de metal los granos de arroz servidos en una taza con
dibujo de flores azules, tan pequeña como la palma de su mano? ―Estas
preguntas parecían dar vueltas en las pupilas del francés al son de su sonrisa
afectuosa, lo cual le produjo a Akiko gracia y orgullo al mismo tiempo.
Sus finos zapatos de baile color rosa se deslizaron con más presteza sobre
el piso, cada vez que la mirada curiosa del francés bajaba hacia los pies.
Al cabo de algunos minutos, el oficial pareció darse cuenta de que su
pareja estaba cansaba y le preguntó benévolo, escudriñando el rostro felino
de la japonesa.
–¿Quiere seguir bailando?
–Non, merci –resollando, Akiko le contestó con franqueza.
Entonces el oficial francés, todavía marcando los pasos con el ritmo de
vals, la condujo con donaire entre las olas de encajes y flores que se movían
a diestra y siniestra, hasta depositarla al lado de un florero de crisantemos,
pegado a la pared. Después de hacer la última pirueta, la sentó en una silla
con la misma elegancia, irguiendo el busto de su uniforme para hacer otra
venia servicial al estilo japonés.
Más tarde, Akiko bailó de nuevo una polka, y luego una mazurka con
el mismo oficial francés, que después la llevó del brazo escalera abajo entre
las tres hileras de crisantemos, blanco, amarillo y rosa, hacia el salón
amplio de la planta baja.
En medio de las incesantes idas y vueltas de fracs y camisas blancas, se
veían mesas que exhibían platos de plata y cristal, unos con una montaña
de carne y setas, otros con torres de bocadillos y helados, y los demás con
conos de higos y granadillas. En una pared que no alcanzaban a cubrir los
crisantemos, se instalaba un enrejado hermoso de oro, al cual se enrollaba
una zarcilla de uvas artificiales. De ahí colgaban como colmenas varios
racimos que ostentaban el color violeta al fondo de las hojas verdes. Akiko
distinguió a su padre calvo, que fumaba un puro, conversando con otro
señor de la misma edad, justo delante del enrejado. Su padre le asintió
satisfecho con un cabeceo al reconocerla, pero en seguida le dio la espalda
para seguir conversando con su acompañante sin dejar de echar bocanadas
de humo.
El oficial francés y Akiko arribaron a una mesa y probaron juntos unas
cucharadas de helado. Mientras tanto, Akiko se daba cuenta de que los ojos
de su pareja se detenían de cuando en cuando sobre sus manos, su cabello y
su cuello tocado por una cintilla celeste. La mirada del francés estaba lejos
de desagradarla, pero hubo momentos en que le despertaba la chispa de la
sospecha femenina. Akiko aprovechó el momento en que pasaron al lado
dos muchachas extranjeras, quizás alemanas, con una flor roja de camelia
sobre los pechos cubiertos de terciopelo, para emitir una frase de admiración
a manera de sondeo:
–Qué hermosas son las mujeres occidentales.
Al escucharlo, el oficial manifestó, con cara extrañamente seria, su desaprobación
con movimientos de cabeza.
–Las mujeres japonesas también son bonitas. Usted, en particular...
–No es cierto.
–Se lo digo en serio. Podrá asistir tal como está a una fiesta de baile en
París y de seguro dejará maravillado al público. Usted parece la princesa
dibujada por Watteau.
Akiko no sabía quién era tal Watteau. Los pasados ilusorios ―manantial
en un bosque oscuro, rosas marchitas―, evocados por las palabras del
oficial, se esfumaron al instante sin dejar huellas ante la ignorancia de la
muchacha japonesa. Sin embargo, Akiko, siempre muy intuitiva, recobró
la calma acudiendo al último recurso, mientras removía el helado con una
cuchara:
–Me gustaría asistir a una fiesta de baile en París.
–Pero si es idéntica a ésta –dijo el oficial, observando las olas humanas
y las flores de crisantemo que los rodeaban junto a la mesa. De repente
se le cruzó un rayo de sonrisa irónica en las pupilas y agregó como en un
monólogo, deteniendo el movimiento de la cuchara–: Sea en París o donde
sea, la fiesta de baile siempre es la misma.
Una hora después, Akiko y el oficial francés, todavía tomados de brazo,
permanecían contemplando el cielo estrellado desde el balcón adjunto a la
sala de baile, donde descansaban algunos japoneses y extranjeros.
Al otro lado del parapeto estaba el jardín sembrado en toda su extensión
por las coníferas que traslucían bajo las ramas enrevesadas las lámparas redondas
con luces difusas. Debajo de la capa del aire frío, la superficie de la
tierra parecía irradiar un olor a musgo y hojas secas, como un triste suspiro
del otoño tardío. En la sala de baile, las olas de encajes y flores proseguían
sus vaivenes incesantes bajo el telón de seda morada con el blasón de la
familia imperial. Y el torbellino producido por la orquesta aguda seguía
mandando palizas inclementes a la masa humana.
El aire nocturno se sacudía sin cesar con cuchicheos y risas alegres sobre
el balcón. Y casi se producía un revuelo entre los concurrentes cuando
lanzaban una hermosa flor de fuego encima del bosque oscuro de coníferas.
Mezclada en un grupo, Akiko sostenía de pie una conversación relajada
con damas conocidas, pero pronto se dio cuenta de que el oficial francés,
todavía tomado de su brazo, clavaba su mirada silenciosa en el cielo estrellado
que se extendía sobre el jardín. Sospechando vagamente que se
sentía nostálgico, Akiko alzó los ojos para observar el rostro del francés y
le preguntó en un tono medio indulgente:
–Piensa en su país, ¿no es cierto?
Con los ojos aún sonrientes, el oficial se volvió hacia Akiko y le negó
con un movimiento pueril de cabeza, en lugar de responderle con un “non”.
–Pero está muy pensativo.
–Adivine qué pienso.
En ese mismo instante hubo otro revuelo como un remolino entre la
gente conglomerada en el balcón. Akiko y el oficial se quedaron mudos
como si se tratara de de un acuerdo mutuo, y dirigieron sus miradas hacia
la bóveda celeste que avasallaba el bosque de coníferas. Una flor de fuego,
configurada por trozos azules y rojos, se desvanecía rascando la oscuridad
con sus tenazas. La imagen fugaz resultó tan bella que Akiko sintió una
tristeza inexplicable.
–Pensaba en la flor de fuego, que se asemeja tanto a la vie humana –dijo
el oficial francés en un tono aleccionador, bajando los ojos tiernos a la cara
de Akiko.
2.
En otoño del año siete de Taisho [es decir, 1918], Akiko de antaño, actual señora H, se
encontró por casualidad con un joven novelista, a quien había conocido
en alguna otra ocasión, cuando viajaba en tren con rumbo a su quinta de
Kamakura. El joven guardó sobre la parrilla el ramo de crisantemos que
llevaba de regalo para sus amigos de Kamakura. Al ver las flores, la actual
señora H se acordó de la anécdota inolvidable y le habló en detalle del baile
celebrado hacía muchos años en la Casa Rokumei. El joven se interesó por
esa forma peculiar de refrescar la memoria.
Cuando la señora terminó de relatar la historia, el joven le preguntó sin
ninguna intención particular:
–¿No recuerda cómo se llamaba el oficial francés?
La respuesta de la señora fue inesperada:
–Claro que sí. Se llamaba Julien Viaud [Louis Marie-Julien Viaud (1850–1923), un oficial naval y novelista francés, conocido por sus novelas exóticas; usaba el seudónimo Pierre Loti].
–Ah, fue Loti. Pierre Loti, autor de La señora Crisantemo.
El joven se emocionó de alegría, pero la vieja señora H, extrañada, sólo
le repitió en susurros insistentes:
–No, no se llamaba Loti. Era Julien Viaud, estoy segura.
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