Raymond
Carver
(Clatskanie, Oregon, 1938 - Port Angeles, Washington, 1988)
Sesenta acres
(“Sixty Acres”)
Originalmente publicado en Discourse (1969)
Will You Please Be Quiet, Please? (1976)
Collected Stories (2009)
Había recibido la llamada hacía una hora, mientras comían. Dos hombres estaban disparando en la parte de Toppenish Creek, propiedad de Lee Waite, más abajo del puente de Cowiche Road. Era la tercera o cuarta vez aquel invierno que alguien andaba por aquel paraje, le recordó Joseph Eagle a Lee Waite. Joseph Eagle era un indio viejo que vivía de una asignación del gobierno en un pequeño terreno fuera de Cowiche Road, con una radio que escuchaba día y noche y un teléfono para cuando se ponía enfermo. Lee Waite quería que el viejo indio no le hablara para nada de ese terreno; que Joseph Eagle hiciera algo al respecto si le venía en gana, además de llamar por teléfono.
Fuera, en el porche, Lee Waite cargó el peso sobre una pierna y trató de quitarse una hebra de carne que se le había quedado entre las muelas. Era un hombre menudo y delgado, de cara enjuta y largo pelo negro. Si no hubiera sido por la llamada, habría echado una pequeña siesta. Frunció el ceño y se tomó su tiempo en ponerse el abrigo. De todas formas, para cuando llegara allí ya se habrían ido. Era así casi siempre. Los cazadores de Toppenish o Yakima podían cruzar la reserva como cualquiera, sólo que tenían prohibido cazar. Pero solían pasar por aquellos sesenta acres deshabitados e irresistibles de su propiedad dos, quizás tres veces, y al cabo, si se sentían osados, aparcaban entre los árboles cercanos a la carretera, y bajaban apresuradamente entre la cebada y la avena loca que les llegaban a la rodilla hasta el arroyo, y quizá cazaban algunos patos o quizá no, pero disparaban siempre multitud de cartuchos antes de largarse. Joseph Eagle, inválido en su silla de ruedas dentro de la casa, los veía muchas veces. O al menos eso le contaba a Lee Waite.
Se hurgó en la dentadura con la lengua y entrecerró los ojos a la media luz de la tarde avanzada de invierno. No tenía miedo. No era eso, se dijo a sí mismo. Sólo que no quería problemas.
El porche, pequeño y construido justo antes de la guerra, estaba en penumbra. El cristal de la única ventana había desaparecido años atrás, y Waite había clavado un saco de azúcar de remolacha para tapar el hueco. El saco colgaba junto al armario, grueso como una estera y helado, moviéndose ligeramente al penetrarle por los bordes el aire frío del exterior. Las paredes estaban atestadas de viejos yugos y arneses, y a un costado, sobre la ventana, había una hilera de herrumbrosas herramientas manuales. Acabó de limpiarse los dientes con la lengua, apretó la bombilla en el casquillo del techo y abrió el armario. Sacó la vieja escopeta de dos cañones del fondo, y buscó en el anaquel de arriba la caja de los cartuchos. Cogió un puñado. Los extremos de cobre estaban fríos al tacto, y Waite hizo rodar los cartuchos en su mano antes de metérselos en el bolsillo del viejo abrigo.
—¿No vas a cargarla, papá? —le preguntó Benny a su espalda.
Waite se volvió y vio a Benny y al pequeño Jack de pie en la puerta de la cocina. Desde la llamada no habían dejado de seguirle: querían saber si esta vez le iba a pegar un tiro a alguien. Aquello le preocupaba: que unos chiquillos hablaran de ese modo, como si disfrutaran con todo ello. Ahora estaban en la puerta, dejando que el aire frío entrara en la casa y mirando la gran escopeta que Waite se había puesto bajo el brazo.
—Meteos en casa que es donde tenéis que estar —dijo.
Dejaron la puerta abierta y entraron corriendo en la casa, pasaron por donde estaban la madre de Waite y Nina, y se metieron en el dormitorio. Waite se fijó en Nina que estaba a la mesa tratando de conseguir con zalamerías que la pequeña, que se echaba hacia atrás sacudiendo la cabeza, aceptara unos bocados de puré. Nina levantó la mirada, trató de sonreír.
Waite entró en la cocina, cerró la puerta y se quedó apoyado sobre ella. Nina estaba muy cansada, era evidente. Una línea de minúsculas gotas le brillaban en la parte superior del labio, y mientras Waite la miraba, ella se detuvo unos instantes para quitarse el pelo de la frente. Volvió a mirar a Waite, y luego a la pequeña. Los anteriores embarazos nunca la habían fastidiado tanto. Las otras veces apenas podía quedarse quieta, y solía brincar de la silla e ir de un lado a otro de la casa, por mucho que no hubiera demasiado que hacer aparte de coser o hacer la comida. Waite se tocó con los dedos la piel fláccida del cuello y miró furtivamente a su madre, que dormitaba desde el almuerzo en la silla junto a la estufa. La anciana entreabrió los ojos, lo miró y le dedicó un movimiento de cabeza. Tenía setenta años y estaba ajada y encogida, pero su pelo seguía siendo muy negro y le caía sobre los hombros en dos largas y apretadas trenzas. Lee Waite sabía que algo malo le pasaba, porque a veces se pasaba un par de días sin decir nada, sentada junto a la ventana del cuarto de al lado, mirando fijamente el valle. Waite no podía evitar entonces un estremecimiento; no sabía lo que significaban esos mínimos gestos y señales, esos silencios suyos.
—¿Por qué no dices nada? —le preguntó, sacudiendo la cabeza—. ¿Cómo voy a saber lo que quieres decirme, mamá, si no hablas?
Waite se quedó mirándola unos instantes, vio cómo se tiraba de las puntas de las trenzas, esperó a que dijera algo. Luego soltó un gruñido, cruzó la estancia por delante de ella, cogió el sombrero que colgaba de la pared y salió.
Hacía frío. La nieve de los tres días pasados —una capa granulosa de varios centímetros de espesor— lo cubría todo, daba al terreno un aspecto grumoso y un aire ridículo a las desnudas hileras de estacas de judías que había frente a la casa. El perro salió arrastrándose de debajo de la casa al oír la puerta, y echó a andar hacia el camión sin mirar atrás.
—¡Ven aquí! —le llamó Waite secamente, y su voz serpeó en el aire delgado.
Se agachó y le cogió el hocico frío y seco.
—Es mejor que te quedes aquí esta vez. Sí, sí.
Le zarandeó las orejas con la palma de la mano y miró en torno. No podía ver Satus Hill al otro lado del valle, porque el cielo estaba muy encapotado; sólo la ondulante lisura de los campos de remolacha azucarera, blancos a excepción de algunos retazos negros aquí y allá, donde la nieve no había cuajado. Alcanzaba a ver sólo una casa —la de Charley Treadwell, a lo lejos—, pero no distinguía ninguna luz encendida. Ni un solo sonido en torno; y por doquiera, un manto bajo de pesadas nubes comprimiéndolo todo. Había creído que hacía viento, pero el aire estaba quieto.
—Quédate aquí, ¿me oyes?
Echó a andar hacia el camión. Deseó otra vez no tener que ir. Había vuelto a soñar aquella noche; no podía recordar qué, pero sentía cierta inquietud desde que se había despertado. Rodó despacio hasta la verja, se bajó y quitó el gancho, salió con el camión, volvió a bajarse y colocó de nuevo el gancho. Ya no tenía caballos, pero el mantener la verja cerrada era ya un viejo hábito adquirido.
La máquina niveladora venía hacia él por la carretera arañando el firme, chirriando con fiereza cada vez que la cuchilla hería la grava helada. Waite no tenía prisa, y esperó con paciencia los minutos largos que la máquina tardó en llegar hasta él. Uno de los hombres de la cabina se asomó con un cigarrillo en la mano y le dirigió un saludo al pasar. Pero Waite apartó la mirada. Una vez hubieron pasado, salió a la carretera. Cuando llegó a la altura de donde vivía Charley Treadwell, miró hacia la casa pero seguía sin luces y no estaba el coche. Recordó que Charley le había contado días atrás que el domingo anterior había tenido un altercado con un chico que había bajado por la tarde hasta su cerca y se había puesto a disparar a los patos del estanque que había al lado del establo. Los patos —decía Charley— iban al estanque todas las tardes. Confiaban en él, dijo, como si eso importara algo. Había corrido desde el establo, donde estaba ordeñando las vacas, agitando los brazos y gritando, y el chico le había apuntado con la escopeta. Si al menos hubiera podido quitarle la escopeta, había dicho Charley mirando fijo a Waite con su único ojo sano, al mismo tiempo que asentía despacio con la cabeza. Waite se agitó un poco en el asiento. No quería problemas de esa clase. Confiaba en que quienquiera que fuera se hubiera ido para cuando él llegase, como las otras veces.
Al pasar dejó a su izquierda Fort Simcoe, los tejados pintados de blanco de sus viejos edificios que se alzaban tras la empalizada reconstruida. Los portones estaban abiertos, y Lee Waite vio coches aparcados en el interior, y unas cuantas personas con abrigo, paseando. Nunca se molestaba en parar. Un día ya lejano la maestra había llevado allí a todos los chicos —una excursión campestre, según la había definido ella—, pero Waite se había quedado en casa aquel día. Bajó la ventanilla y se aclaró la garganta, y al pasar a la altura de la entrada carraspeó.
Torció y tomó la Lateral B, y al rato llegó a la casa de Joseph Eagle; tenía encendidas todas las luces, incluida la del porche. No se detuvo. Siguió bajando hasta llegar a Cowiche Road, allí se apeó del camión y se puso a escuchar. Empezaba ya a pensar que se habían marchado y que podía dar media vuelta y regresar a casa cuando le llegó a través de los campos una serie de disparos apagados y lejanos. Esperó unos instantes; luego cogió un trapo, dio la vuelta al camión y trató de quitar la nieve y el hielo de los bordes de la ventanilla. Antes de montar de nuevo pateó el suelo para sacudirse la nieve de los zapatos. Siguió un trecho hasta que vio el puente, y buscó las huellas que —sabía— se desviaban y se internaban bajo los árboles. Se detuvo detrás de un sedán gris y apagó el motor.
Se quedó sentado en la cabina, esperando, haciendo chirriar con el pie el pedal del freno y oyendo de cuando en cuando los disparos. Al cabo de unos minutos no pudo seguir quieto en el asiento; se bajó del camión y fue despacio hasta la parte delantera. No había estado allí desde hacía cuatro o cinco años. Se apoyó en el parachoques y se quedó mirando aquella tierra. No podía comprender dónde se había esfumado todo aquel tiempo.
Recordó cómo, de chico, anhelaba ser mayor. Solía bajar allí a menudo a poner trampas para ratones almizcleros en esa parte del arroyo, y dejar sedales por la noche para las truchas pardas. Waite miró a su alrededor, movió los pies dentro de los zapatos. Todo aquello había sido hacía mucho tiempo. Al ir haciéndose mayor había oído decir a su padre que quería que aquella tierra fuera para sus tres hijos. Pero los otros dos hermanos de Waite habían muerto. Y fue Lee quien al final se quedó con todo.
Recordó: muertes… Jimmy fue el primero. Recordó cómo le habían despertado unos golpes tremendos en la puerta: la oscuridad, el olor a resina de los faros encendidos, y el crepitar de una voz que llegaba desde su interior a través de un megáfono. Su padre que abre la puerta de par en par, y la enorme figura de un hombre con sombrero de cowboy y un rifle —el ayudante del sheriff— que llena el umbral. ¿Waite? Su hijo Jimmy ha sido apuñalado en Wapato, en un baile. Todos se fueron en el camión, y Lee se quedó solo en casa. Encogido, en cuclillas, se había pasado el resto de la noche solo, frente a la estufa de leña, mirando cómo las sombras brincaban en la pared. Andando el tiempo, cuando tenía doce años, llegó otro hombre, un sheriff diferente, y se limitó a decir que sería mejor que lo acompañaran.
Se apartó del camión y caminó unos pasos hasta el límite del campo. Las cosas eran ahora diferentes, eso era todo lo que podía decirse al respecto. Tenía treinta y dos años, y Benny y el pequeño Jack estaban creciendo. Y había un bebé. Waite sacudió la cabeza. Cerró la mano en torno a uno de los altos tallos de algodoncillo. Lo partió y alzó la vista al oír un suave alboroto de patos sobre su cabeza. Se limpió la mano en el pantalón y los siguió con la mirada unos instantes. Vio cómo dejaban de mover las alas al unísono y describían un círculo sobre el arroyo. Entonces la banda se abrió, y Waite vio caer tres patos antes de oír los disparos.
Se dio la vuelta con brusquedad y echó a andar hacia el camión.
Sacó la escopeta y cerró la portezuela sin ruido, con cuidado. Se internó bajo los árboles. Casi había oscurecido. Tosió una vez, y luego se quedó quieto, con los labios apretados.
Se acercaban con ruido a través de la maleza. Eran dos. Luego, zarandeando y haciendo chirriar la cerca, saltaron al otro lado y avanzaron por el campo. La nieve crujía bajo sus pies, y al llegar cerca del coche respiraban con dificultad.
—¡Dios, aquí hay un camión! —dijo uno de ellos, y dejó caer los platos que llevaba en la mano.
Era una voz de muchacho. Llevaba una pesada cazadora, y en los bolsillos de la caza Waite entrevió vagamente el voluminoso bulto de los patos.
—Estáte tranquilo, ¿quieres? —El otro muchacho se puso a mover la cabeza de un lado a otro, tratando de ver algo—. ¡Vamos, rápido! No hay nada en el camión. ¡Sube al coche rápido!
—Quietos. Dejad las escopetas ahí delante, en el suelo. —Salió con cautela de los árboles y se plantó frente a ellos, alzando y bajando los cañones de la escopeta—. Quitaos las cazadoras y vaciadlas.
—¡Oh, Dios! ¡Dios Todopoderoso! —dijo uno de ellos.
El otro no dijo nada, pero se quitó la cazadora y empezó a sacar de ella los patos sin dejar de mirar a su alrededor.
Waite abrió la portezuela del coche, metió un brazo y buscó a tientas hasta encontrar los mandos de los faros. Los muchachos se llevaron una mano a los ojos para protegerse de la luz, y luego se volvieron de espaldas.
—¿De quién creéis que es esta tierra? —dijo Waite—. ¿Qué significa esto? ¡Cazar patos en mis tierras!
Uno de los muchachos se volvió con cautela, sin bajar la mano de los ojos.
—¿Qué va a hacer?
—¿Qué crees que voy a hacer? —dijo Waite. Su voz le sonó tan extraña, liviana, insustancial. Oía cómo unos patos se posaban en el arroyo y se comunicaban con otros que seguían en el aire—. ¿Qué pensáis que voy a hacer con vosotros? —dijo—. ¿Tú qué harías si atraparas a unos chicos entrando ilegalmente en tus tierras?
—Si dijeran que lo sentían y que era la primera vez, los dejaría marchar —respondió el muchaho.
—Yo haría lo mismo, señor, si dijeran que lo sentían —dijo el otro a continuación.
—¿De verdad? ¿Pensáis de veras que eso es lo que haríais? —Waite sabía que trataba de ganar tiempo.
Los muchachos no respondieron. Siguieron ante la luz deslumbrante de los faros, y luego volvieron a ponerse de espaldas.
—¿Cómo sé que no habéis estado aquí antes? —dijo Waite—. Las otras veces que he tenido que venir.
—Palabra de honor, señor. Nunca habíamos estado aquí. Pasábamos por aquí. Por el amor de Dios —dijo el muchacho, sollozando.
—Es la pura verdad —dijo el otro—. Cualquiera puede cometer un error una vez en la vida.
Había oscurecido; ante los faros caía una fina llovizna. Waite se subió el cuello y miró a los muchachos. Del arroyo, allá abajo, les llegó el estridente graznido de un pato salvaje macho. Waite miró aquí y allá las pavorosas formas de los árboles, y luego de nuevo a los muchachos.
—Es posible —dijo, y movió los pies. Sabía que no tardaría en dejar que se marcharan. ¿Qué otra cosa podía hacer? Los estaba echando de sus tierras: eso era lo que importaba.
—¿Cómo os llamáis? ¿Cómo te llamas tú? Tú. ¿Es tuyo el coche o no? ¿Cómo te llamas?
—Bob Roberts —respondió el muchacho al instante, y miró de reojo a su amigo.
—Williams, señor —dijo el otro—. Bill Williams, señor.
Waite deseaba entender que no eran más que unos chiquillos, que le estaban mintiendo porque tenían miedo. Seguían de espaldas a él, y Waite siguió mirándoles.
—¡Estáis mintiendo! —dijo, sorprendiéndose a sí mismo—. ¿Por qué me mentís? ¡Os metéis en mis tierras, me matáis los patos y encima sois unos embusteros!
—Apoyó la escopeta sobre la portezuela del coche para evitar que se movieran los cañones. Oía el rozar de las ramas en las copas. Pensó en Joseph Eagle sentado en su casa iluminada, con los pies sobre una caja, escuchando la radio.
—Muy bien, muy bien —dijo Waite—. ¡Mentirosos! Quedaos ahí quietos, mentirosos.
Caminó muy erguido hasta el camión y sacó un viejo saco de azúcar de remolacha, lo sacudió y, una vez abierto, hizo que los muchachos metieran en él todos los patos. Entonces, inexplicablemente, mientras esperaba allí de pie, sin moverse, le empezaron a temblar las rodillas.
—Vamos, podéis iros. ¡De prisa!
Mientras los muchachos se dirigían al coche, retrocedió unos pasos.
—Voy a volver a la carretera. Venid conmigo.
—Sí, señor —dijo uno de los muchachos, poniéndose al volante—. ¿Y si no consigo que arranque? Puede que la batería se haya descargado, ya sabe. No tenía mucha fuerza.
—No sé —dijo Waite. Miró a su alrededor—. Ya veo que tendré que empujaros.
El muchacho apagó las luces, pisó el acelerador y sacó el aire. El motor giró despacio pero acabó poniéndose en marcha, y el muchacho siguió pisando a fondo para calentar el motor antes de volver a encender las luces. Waite estudió las caras pálidas y frías que le miraban con fijeza, a la espera de una señal suya.
Lanzó el saco de los patos dentro del camión y dejó la escopeta sobre el asiento. Se subió a la cabina y condujo marcha atrás, con cuidado, hasta llegar a la carretera. Esperó a que salieran ellos, y luego los siguió hasta la Lateral B; se detuvo con el motor en marcha y vio cómo los pilotos traseros del coche se perdían rumbo a Toppenish. Los había echado de sus tierras. Eso era lo que importaba. Y sin embargo no entendía por qué tenía la sensación de que algo crucial le había sucedido, como un fracaso.
Pero no había sucedido nada.
Había retazos de niebla que venían del valle. Al parar para abrir la verja, no pudo ver gran cosa de la granja de Charley; sólo una débil luz en el porche que Waite no recordaba haber visto por la tarde. El perro, que esperaba tumbado sobre la panza al lado del establo, se levantó de un brinco y se puso a olfatear los patos del saco mientras Waite se los cargaba al hombro y echaba a andar hacia la casa. En el porche se detuvo el tiempo suficiente para guardar la escopeta. Dejó los patos en el suelo, junto al armario. Los limpiaría al día siguiente, o al otro.
—¿Lee? —llamó Nina.
Waite se quitó el sombrero, aflojó la bombilla, y antes de abrir la puerta permaneció un momento en la quieta oscuridad.
Nina estaba en la mesa de la cocina, con la cajita de costura sobre una silla contigua. Tenía una tela vaquera en la mano. Waite vio dos o tres camisas suyas encima de la mesa, al lado de unas tijeras. Llenó una taza de agua del grifo, y de la balda de encima de la pila cogió algunas piedras de colores que los chicos siempre estaban trayendo a casa. En la balda había también una piña seca y unas cuantas hojas de arce del verano pasado, grandes y de una textura de papel. Echó una ojeada a la despensa. Pero no tenía hambre. Y luego fue hasta la puerta y se apoyó sobre una de las jambas.
Era una casa pequeña. No había dónde meterse. Al fondo, en un cuarto, dormían todos los niños; y en el cuarto de enfrente, Nina y Waite y su madre, aunque a veces, en verano, Nina y Waite dormían fuera. No había sitio donde se pudiera estar a solas. Su madre seguía sentada junto a la estufa, con una manta sobre las piernas y los pequeños ojos abiertos, mirándole.
—Los chicos querían quedarse levantados hasta que llegaras —dijo Nina—, pero les dije que habías dicho que tenían que acostarse.
—Sí, muy bien —dijo él—. Tenían que irse a dormir, eso es.
—Tenía miedo —dijo ella.
—¿Miedo? —Trató de hacer como si le sorprendiera lo que había oído—. ¿Tú también tenías miedo, mamá?
La anciana no respondió. Sus dedos hurgaban aquí y allá por los costados de la manta, tirando de ellos para arroparse y protegerse de corrientes.
—¿Cómo te encuentras, Nina? ¿Un poco mejor esta noche? —Waite sacó una silla y se sentó junto a la mesa.
Su mujer asintió con la cabeza. Waite no dijo más; bajó la mirada y se puso a hacer muescas en la mesa con la uña del pulgar.
—¿Viste quiénes eran? —preguntó Nina.
—Eran dos chicos —dijo él—. Los dejé marchar.
Se levantó y fue hasta el otro lado de la estufa, escupió dentro de la caja de la leña y se quedó de pie, con los dedos encajados en los bolsillos traseros del pantalón. Detrás de la estufa, la madera de la pared estaba negra y desconchada, y arriba, sobresaliendo de una balda, vio la parda malla de una pared de agallas enrolladas sobre las púas de una arpón de salmones. ¿Pero qué era aquello? Lo miró con los párpados entornados.
—Los dejé ir —dijo—. Quizá fui muy blando con ellos.
—Hiciste lo que tenías que hacer —dijo Nina.
Waite miró a su madre por encima de la estufa. Pero no vio en ella seña alguna, sólo los negros ojos que le miraban fijamente.
—No sé —dijo. Trató de pensar en ello, pero ahora le parecía que, fuera lo que fuese, había sucedido hacía mucho tiempo.
—Debería haberles dado algo más que un susto, supongo. —Miró a Nina—. Son mis tierras —añadió—. Podía haberles matado.
—¿Matar a quién? —dijo su madre.
—A esos chicos que estaban en el terreno de Cowiche Road. Por los que llamó Joseph Eagle.
Desde donde estaba podía ver cómo se movían sobre el regazo los dedos de su madre, cómo se deslizaban por el dibujo en relieve de la manta. Se inclinó sobre la estufa, queriendo decir algo. Pero no sabía qué.
Se acercó despacio a la mesa y volvió a sentarse. Entonces se dio cuenta de que aún llevaba puesto el abrigo; se levantó, tardó unos minutos en desabrochárselo y lo dejó sobre la mesa. Corrió la silla y la acercó a las rodillas de Nina, cruzó los brazos premiosamente y se agarró las mangas de la camisa.
—Estaba pensando que podía alquilar esos terrenos a los clubs de caza. Así como están no nos sirven para nada, ¿no te parece? Si tuviéramos allí la casa, o si los terrenos estuvieran aquí, junto a la casa, sería diferente, ¿no crees?
Waite, en medio del silencio, oía el crujido de la leña de la estufa. Dejó las manos abiertas sobre la mesa y se sintió el pulso en los brazos.
—Podría alquilarlos a uno de los clubs de patos de Toppenish. O de Yakima. Cualquiera de ellos estaría encantado de poder disponer de unos terrenos como ésos, justo por donde pasan las aves migratorias. Son de los mejores del valle… Si les pudiera sacar algún provecho todo sería diferente. —Su voz, entonces, se apagó.
Nina se movió en su silla. Dijo:
—Si crees que nos conviene… Lo que tú decidas. No sé.
—Yo tampoco —dijo él. Su mirada recorrió el suelo, se alzó más allá de su madre y volvió a posarse sobre el arpón de salmones. Se levantó, sacudiendo la cabeza. Mientras cruzaba la exigua estancia, la anciana torció la cabeza y apoyó las mejillas sobre el respaldo de la silla, y sus ojos entrecerrados siguieron a su hijo. Waite alzó la mano hasta la balda astillada y bajó con esfuerzo el arpón y el amasijo de la red. Luego volvió por detrás de la silla de su madre. Vio la diminuta cabeza oscura, el pardo chal de lana que ceñía con suavidad los hombros encorvados. Hizo girar el arpón en sus manos y se puso a desenrollar la red.
—¿Cuánto te pagarían? —dijo Nina.
Waite cayó en la cuenta de que no tenía la menor idea. Y se sintió un tanto confuso. Dio un tirón a la red; luego volvió a colocar el arpón sobre la balda. Afuera, una rama arañó con violencia la pared de la casa.
—¿Lee?
No estaba seguro. Tendría que preguntar por ahí. Mike Chuck había alquilado treinta acres el pasado otoño por quinientos dólares. Jerome Shinpa alquilaba todos los años parte de sus tierras, pero Waite nunca le había preguntado cuánto le pagaban.
—Puede que mil dólares —dijo.
—¿Mil dólares? —dijo Nina.
Waite asintió con la cabeza. Y sintió alivio ante su asombro.
—Puede que sí. Quizá más. Tendré que enterarme. Tendré que preguntar a alguien cuánto me darían.
Era mucho dinero. Se puso a imaginar lo que sería tener mil dólares. Cerró los ojos y trató de pensar en ello.
—Eso no sería venderlas, ¿no? —preguntó Nina—. Si las alquilas siguen siendo tuyas, ¿no es eso?
—¡Sí, sí, siguen siendo mías! —Waite se acercó a ella y se inclinó sobre la mesa—. ¿No entiendes la diferencia, Nina? No se puede comprar terrenos de reserva. ¿Es que no lo sabes? Las alquilaría para que pudieran utilizarlas.
—Ya —dijo ella. Bajó la mirada y cogió la manga de una de sus camisas—. ¿Tendrán que devolvértelas? ¿Seguirán siendo tuyas?
—¿No lo entiendes? —dijo él. Asió el borde de la mesa—. ¡Se trata de un alquiler!
—¿Qué dirá mamá? —preguntó Nina—. ¿Le parecerá bien?
Miraron ambos a la anciana. Pero tenía los ojos cerrados y parecía dormida.
Mil dólares. Tal vez más. Waite no lo sabía. ¡Pero aun así: mil dólares! Se preguntó cómo lo harían, cómo informaría a la gente de que tenía tierras que alquilar. Aquel año ya era tarde para hacerlo, pero podría ponerse a preguntar por ahí cuando llegara la primavera. Cruzó los brazos y trató de pensar. Le empezaron a temblar las piernas y se apoyó contra la pared. Siguió allí un rato; y al cabo dejó que su peso resbalara con suavidad por la pared hasta quedar en cuclillas.
—No es más que un alquiler —dijo.
Miraba fijamente el suelo. Le pareció que se inclinaba en dirección a él, que se movía. Cerró los ojos y se llevó las manos a los oídos para serenarse. Y luego se le ocurrió ahuecar las manos: así le llegaría ese bramido como de viento que ruge dentro de una concha marina.
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