Raymond Carver
(Clatskanie, Oregon, 1938 - Port Angeles, Washington, 1988)


La calma
(“The Calm”)
Originalmente publicado en Iowa Review (1979);
What We Talk About When We Talk About Love (1981);
aparece, en versión manuscrita, en Beginners (2009)
y Collected Stories (2009)



      Me estaban cortando el pelo. Yo estaba sentado en el sillón de barbería, y en los asientos de la pared de enfrente se sentaban tres hombres. A dos de los que esperaban no los había visto nunca. Pero reconocí al otro, aunque no conseguía situarlo exactamente. Seguí mirándolo mientras el peluquero me cortaba el pelo. El hombre —rechoncho, de cabello ondulado y corto— jugueteaba con un palillo de dientes que tenía entre los labios. Y entonces lo vi con gorra y uniforme y pequeños ojos vigilantes en el vestíbulo de un banco.
       De los otros dos, uno era mucho mayor que el otro, y tenía cabello abundante, rizado y gris. Estaba fumando. El tercero, aunque aún joven, estaba casi calvo en la parte superior de la cabeza, pero el pelo de los lados le caía sobre las orejas. Llevaba botas de obrero forestal y pantalones con brillos de aceite de maquinaria.
       El peluquero me puso la mano sobre la cabeza para darme la vuelta y poder verme mejor. Luego le dijo al guardia:
       —¿Atrapaste tu ciervo, Charles?
       Me gustaba este barbero. No nos conocíamos lo suficiente como para tutearnos. Pero cuando venía a cortarme el pelo, me reconocía. Sabía que hubo un tiempo en que yo solía ir a pescar. Así que hablábamos de pesca. No creo que cazara. Pero podía hablar de cualquier tema. Sobre este particular, era un buen peluquero.
       —Bill, es una historia divertida. La cosa más endiablada —dijo el guardia. Se quitó el palillo de la boca y lo dejó en el cenicero. Movió la cabeza—. Lo atrapé y no lo atrapé. Así que la respuesta es sí y no.
       No me gustaba la voz de este hombre. No le cuadraba bien a un guardia. No era la voz que esperaba.
       Los otros dos hombres alzaron la mirada. El más viejo estaba pasando las páginas de una revista, y fumando, y el otro tipo tenía un periódico en las manos. Dejaron lo que estaban mirando y se pusieron a escuchar al guardia.
       —Sigue, Charles —dijo el barbero—. Cuéntanoslo. Me dio de nuevo la vuelta a la cabeza, y siguió traba-jando con las tijeras.

       —Estábamos allá arriba, en Fikle Ridge. Mi viejo y yo y el chico. Estábamos cazando en aquellas barrancas. Mi viejo se había apostado en lo alto de una, y yo y el chico en lo alto de otra. El chico tenía resaca, el muy cretino. Tenía muy mala cara y estuvo bebiendo agua todo el día, la suya y la mía. Esto era por la tarde, y llevábamos en pie desde el amanecer. Pero teníamos esperanzas. Calculábamos que los cazadores del fondo de las barrancas ahuyentarían algún ciervo hacia nosotros. Así que estábamos sentados detrás de un tronco, vigilando la barranca, cuando oímos tiros allá abajo, en el valle.
       —Allí abajo hay huertos —comentó el tipo del periódico. Se movía con impaciencia y tenía cruzadas las piernas; hacía oscilar la bota un rato y luego cambiaba de pierna—. Esos ciervos siempre andan rondando los huertos.
       —Es cierto —prosiguió el guardia—. Van por la no-noche, los muy bastardos, y se comen esas pequeñas manzanas verdes. Bien, oímos el tiroteo y seguimos allí, sentados mano sobre mano, cuando ese viejo ciervo enorme sale de la maleza, a menos de cien pies de distancia. El chico lo ve al mismo tiempo que yo, claro está, y se tira al suelo y empieza a disparar. El muy imbécil. Pero el viejo ciervo no corría ningún peligro. Ninguno que pudiera venir del chico, como se vio en seguida. Pero tampoco sabía de dónde le llegaban los disparos. No sabía hacia qué lado brincar. Luego le disparé yo. Pero con la conmoción y todo eso, sólo conseguí aturdirlo.
       —¿Aturdirlo? —preguntó el barbero.
       —Ya sabes, aturdirlo —se reafirmó el guardia—. Fue un tiro en la panza. Lo dejó como aturdido. Así que bajó la cabeza y empezó a temblar. Temblaba de arriba abajo. El chico seguía disparando. Yo creí que estaba otra vez en Corea. Volví a disparar, pero fallé. Entonces el viejo señor ciervo se vuelve a la espesura. Pero, Dios, ya no le quedan fuerzas. El chico había vaciado su maldito rifle, y para nada. Pero yo le había dado. Le había metido un tiro en las tripas. Eso entiendo yo por aturdirlo.
       —¿Y luego? —terció el tipo del periódico, que lo había enrollado y se daba golpecitos con él en la rodilla—. ¿Y entonces? Supongo que siguió su rastro. Siempre buscan sitios difíciles para morir.
       —¿Pero le siguió el rastro? —preguntó el hombre mayor, aunque no se trataba en realidad de una pregunta.
       —Sí. El chico y yo le seguimos el rastro. Pero el chico no servía de mucho. Mientras lo perseguimos, se puso malo y nos hizo ir despacio. El muy zoquete. —El guardia se siente obligado a reír ahora, al recordar la situación—. Bebiendo cerveza y persiguiendo chicas toda la noche, y luego diciendo que sabía cazar ciervos. Pero, Dios, ahora ya se ha enterado. Bien, le seguimos el rastro, por supuesto. Y era un buen rastro. Sangre por el suelo y sangre en las hojas. Sangre por todas partes. En mi vida había visto un ciervo con tanta sangre. No entiendo cómo seguía aguantando el mamón.
       —A veces siguen y siguen —comentó el tipo del periódico—. Y se buscan siempre sitios difíciles para morir.
       —Al chico le eché una bronca por fallar. Y cuando se me puso gallito, le solté un buen bofetón. Justo aquí —el guardia se tocó un lado de la cabeza y sonrió—. Le calenté las orejas. Maldito chico. No es muy mayor. Lo necesitaba. El asunto es que oscureció demasiado para seguir el rastro, con el chico quedándose atrás para vomitar y todo eso.
       —Bueno, los coyotes ya habrán dado cuenta de él a estas alturas —dijo el tipo del periódico—. Y los cuervos y los buitres.
       Desenrolló el periódico, lo alisó cuidadosamente y lo dejó a un lado. Volvió a cruzar las piernas. Paseó la mirada por cada uno de nosotros y sacudió la cabeza.
       El hombre mayor se había vuelto en su silla y miraba por la ventana. Encendió un cigarrillo.
       —Imagino que sí —continuó el guardia—. Y es una pena. Era un hijo de perra grande y viejo. Así que, respondiendo a tu pregunta, Bill, lo cacé y no lo cacé. Pero de todas formas tuvimos carne de venado en la mesa. Porque resultó que, mientras tanto, mi viejo había cazado un pequeño ciervo. Lo tenía ya en el campamento, colgado y destripado, limpio como un silbato, con el corazón, hígado y riñones envueltos en papel encerado y metidos en la nevera. Un cervatillo casi. Sólo un pequeño bastardo. Pero mi viejo estaba como unas castañuelas.
       El guardia miró de un lado a otro de la barbería como si estuviera recordando. Luego cogió el palillo de dientes y se lo volvió a meter en la boca.
       El hombre mayor apagó el cigarrillo y se volvió hacia el guardia. Respiró y le espetó:
       —Debería estar en la barranca, buscando el ciervo, en lugar de estar aquí cortándose el pelo.
       —No debería hablarme así —replicó el guardia—. Viejo de mierda. Lo tengo visto en algún sitio.
       —Yo también a usted —contestó el viejo.
       —Eh, muchachos, ya basta. Estamos en mi peluquería —intervino el barbero.
       —Me gustaría calentarle las orejas, las suyas —dijo el viejo.
       —Me gustaría que lo intentara —repuso el guardia.
       —Charles —terció el barbero.
       El barbero puso el peine y las tijeras sobre el mostrador y las manos sobre mis hombros, como si temiese que estuviera pensando en saltar de la silla para meterme en el embrollo.
       —Albert, llevo años cortándole el pelo a Charles, y a sus chicos. Me gustaría que no siguieras con esto.
       El barbero miró a uno y luego al otro, y continuó con las manos sobre mis hombros.
       —Arregladlo fuera —les instó el tipo del periódico, acalorado y expectante.
       —Ya basta —saltó el barbero—, Charles, no quiero oír ni una palabra más. Albert, lo mismo te digo. Basta. —El barbero se volvió al tipo del periódico—. A usted no le conozco de nada, caballero, pero le agradecería que no se metiese en este asunto.

       El guardia se levantó. Dijo:
       —Creo que volveré luego. Ahora la parroquia deja bastante que desear.
       El guardia salió de la barbería y cerró la puerta con ruido.
       El viejo siguió sentado, fumando. Miraba por la ventana. Luego se miró algo en el dorso de la mano. Se levantó y se puso el sombrero.
       —Lo siento, Bill —declaró—. Creo que el pelo me aguantará unos días más.
       —De acuerdo, Albert —contestó el barbero.
       Cuando el viejo hubo salido, el barbero se acercó a la ventana y lo vio alejarse.
       —Albert está a punto de morir de un enfisema —explicó el barbero desde la ventana—. Solíamos pescar juntos. Me enseñó todo lo que se puede saber de la pesca del salmón. Las mujeres. Solían andar como locas detrás de ese muchacho. Pero se ha puesto de malas pulgas. Aunque, para ser sinceros, ha habido provocación.
       El hombre del periódico no podía quedarse quieto. Estaba de pie e iba de un lado para otro, parándose para mirarlo todo, el perchero de los sombreros, las fotos de Bill y sus amigos, el calendario de la ferretería y sus estampas de cada mes del año. Pasó todas las hojas. Incluso llegó a estirarse para examinar la licencia de barbería de Bill, que estaba en lo alto de la pared en un marco. Después se volvió y dijo:
       —Yo también me voy. —Y así lo hizo.
       —Bien, ¿quiere que le termine de cortar el pelo o no? —me preguntó el barbero como si yo fuera el culpable de todo.

       El barbero hizo girar la silla para que me mirase al espejo. Me puso las manos a ambos lados de la cabeza. Volvió a variar mi posición una vez más; luego bajó la cabeza y la acercó a la mía.
       Miramos juntos al espejo. Me seguía sujetando la cabeza.
       Yo me estaba mirando, y él me miraba también. Pero si vio algo no hizo comentario alguno sobre ello.
       Me pasó los dedos por el pelo. Y lo hizo despacio, como si pensara en otra cosa. Me pasó los dedos por el pelo. Y lo hizo con ternura, como lo haría un amante.
       Fue en Crescent City, California, cerca de la frontera con Oregón. Dejé la ciudad poco después. Pero hoy he estado pensando en aquel lugar, en Crescent City; en cómo estaba tratando de rehacer allí mi vida con mi mujer; en cómo —en el asiento de aquella barbería, aquella mañana— decidí dejar la ciudad. Hoy he estado pensando en la calma que sentí cuando cerré los ojos y dejé que los dedos del barbero se deslizaran por mi pelo, en la dulzura de aquellos dedos en mi pelo, que empezaba ya a crecer de nuevo.



Literatura .us
Mapa de la biblioteca | Aviso Legal | Quiénes Somos | Contactar