Raymond Carver
(Clatskanie, Oregon, 1938 - Port Angeles, Washington, 1988)

Desde donde llamo
(“Where I’m Calling From”)
Originalmente publicado en The New Yorker (marzo 15, 1982);
Cathedral (1983);
Collected Stories (2009)



      J. P. y yo estamos en el porche del establecimiento de desintoxicación de Frank Martin. Como todos nosotros en la casa de Frank Martin, J. P. es ante todo y sobre todo un borracho. Pero también es deshollinador. Ha venido por primera vez y está asustado. Yo ya he estado otra vez. ¿Qué quiere decir eso? Pues que he vuelto. El verdadero nombre de J. P. es Joe Penny, pero me ha dicho que le llame J. P. Tiene unos treinta años. Más joven que yo. No mucho, sólo un poco. Me está contando cómo decidió dedicarse a ese tipo de trabajo, y siempre le gusta utilizar las manos al hablar. Pero le tiemblan. Quiero decir que sus manos no quieren estarse quietas.
       —Nunca me había pasado esto —dice.
       Se refiere al temblor. Le digo que lo comprendo. Que el temblor se le pasará. Y se quita. Pero lleva tiempo.
       Hace sólo dos días que estamos aquí. Aún no estamos libres de dificultades. J. P. tiene temblores, y a mí de cuando en cuando un nervio —a lo mejor no es un nervio, pero es algo— me empieza a dar tirones en el hombro. A veces se me pone en un lado del cuello. Cuando me pasa eso, se me seca la boca. Entonces me cuesta trabajo tragar. Sé que está a punto de ocurrir algo y pretendo evitarlo. Quiero ocultarme, eso es lo que me dan ganas de hacer. Me limito a cerrar los ojos y a esperar a que pase, a que le dé al que está a mi lado. J. P. puede esperar un minuto.
       Vi un ataque epiléptico ayer por la mañana. Un tipo al que llaman Tiny. Un tío grande y gordo, electricista en Santa Rosa. Dicen que lleva aquí casi dos semanas y que ya había superado el período crítico. Iba a irse a casa en un par de días, a pasar el fin de año con su mujer mirando la televisión. Por Noche Vieja, Tiny pensaba beber chocolate y comer pastas. Ayer por la mañana parecía estar estupendamente cuando bajó a desayunar. Hacía un reclamo con la boca, enseñando cómo llamaba a los patos hasta que iban a posarse en su cabeza.
       —Blam, blam —hacía Tiny, cazando un par de ellos.
       Tiny llevaba el pelo húmedo, pegado a la cabeza. Acababa de salir de la ducha. Además, se había cortado en la barbilla al afeitarse. Pero, ¿y qué? En la casa de Frank Martin casi todo el mundo tenía cortes en la cara. Son cosas que pasan. Tiny se hizo sitio a la cabecera de la mesa y empezó a contar algo que le había ocurrido en una de sus trompas. En la mesa, todos se reían y meneaban la cabeza mientras devoraban los huevos. Tiny decía algo, sonreía y luego echaba una mirada por la mesa para ver si lo comprendían. Todos habíamos hecho cosas igual de estúpidas y desagradables, así que, claro, por eso nos reíamos. Tiny tenía en el plato huevos revueltos, unas galletas y miel. Yo estaba a la mesa, pero no tenía hambre. Tenía delante un poco de café. De repente, Tiny había desaparecido. Se había caído para atrás con la silla en medio de un gran estrépito. Estaba de espaldas en el suelo, con los ojos cerrados y los talones tamborileando en el linóleo. Los chicos llamaron a gritos a Frank Martin. Pero ya estaba allí. Dos compañeros se arrodillaron junto a Tiny. Uno de ellos le metió los dedos en la boca tratando de sujetarle la lengua.
       —¡Todo el mundo atrás! —gritó Frank Martin.
       Entonces me di cuenta de que todos nosotros estábamos inclinados sobre Tiny, nada más que mirándole, incapaces de apartar la vista de él.
       —¡Que le dé el aire! —dijo Frank Martin.
       Luego fue al despacho y llamó a una ambulancia.
       Tiny ha vuelto hoy a bordo. Habla de recobrar las fuerzas. Esta mañana Frank Martin fue a buscarle al hospital con la camioneta. Tiny volvió demasiado tarde para los huevos, pero tomó un poco de café en el comedor y se sentó a la mesa. En la cocina le hicieron una tostada, pero Tiny no se la comió. Se quedó sentado con el café mirando a la taza. De vez en cuando la movía de atrás adelante, frente a sus ojos.
       Me gustaría preguntarle si notó alguna señal antes de que le pasara eso. Me gustaría saber si el corazón dejó un momento de latirle o si se le aceleró. ¿Sintió punzadas en los párpados? Pero no voy a decirle nada. No tiene aspecto de querer hablar de ello, de todos modos. Pero lo que le ha pasado a Tiny es algo que nunca olvidaré. El bueno de Tiny tirado en el suelo, pataleando. Así que cada vez que el nervio me empieza a tirar en alguna parte, contengo el aliento y espero el momento de encontrarme de espaldas, mirando hacia lo alto, y con los dedos de alguien metidos en la boca.

       Sentado en un sillón en el porche delantero, J. P. tiene las manos sobre el regazo. Yo fumo cigarrillos y utilizo un cubo viejo de carbón como cenicero. Escucho a J. P., que habla sin parar. Son las once de la mañana, hora y media todavía hasta la comida. Ninguno de los dos tenemos hambre. Sin embargo, estamos impacientes por entrar y sentarnos a la mesa. A lo mejor nos viene el apetito.
       En cualquier caso, ¿de qué habla J. P.? Me está contando que cuando tenía doce años se cayó en un pozo cerca de la granja donde vivía. Por suerte para él, era un pozo seco.
       —O por desgracia —dice, mirando alrededor y meneando la cabeza.
       Me cuenta que, a última hora de la tarde, después de que le encontraran, su padre le sacó con una cuerda. J. P. se había meado en los pantalones, allá abajo. Había sufrido toda clase de terrores en el pozo, gritando socorro, esperando y volviendo a gritar. Se quedó ronco antes de que todo terminara. Me dijo que el estar en el fondo del pozo le causó una impresión imborrable. Se quedó sentado, mirando la boca del pozo. Arriba, veía un círculo de cielo azul. A veces pasaba una nube blanca. Una bandada de pájaros cruzó por encima, y a J. P. le pareció que el batir de sus alas levantaba una extraña conmoción. Oyó otras cosas. Pequeños murmullos en el pozo, por encima de él, que le hacían preguntarse si no le irían a caer cosas en el pelo. Pensaba en insectos. Oyó soplar el viento sobre la boca del pozo, y ese ruido también le causó impresión. En resumen, todo le resultaba diferente en aquel agujero. Pero no le cayó nada encima y nada taponó el pequeño círculo de azul. Luego su padre bajó con la cuerda y J. P. no tardó mucho en volver al mundo en que siempre había vivido.
       —Sigue, J. P. ¿Y luego? —le dije.
       A los dieciocho o diecinueve años, terminado el bachillerato y sin saber lo que quería hacer en la vida, fue una tarde al otro extremo de la ciudad a visitar a un amigo. Su amigo vivía en una casa con chimenea. J. P. y su amigo se sentaron a beber cerveza y a pegar la hebra. Escucharon discos. Entonces llamaron a la puerta. El amigo fue a abrir. Se encontró con una joven deshollinadora con sus trastos de limpiar. Llevaba un sombrero de copa, ante cuya vista J. P. se quedó patidifuso. Ella le dijo al amigo de J. P. que la habían llamado para limpiar la chimenea. El amigo la dejó pasar haciéndole reverencias. La joven no le prestó atención alguna. Extendió una manta en el hogar y preparó sus herramientas. Llevaba pantalones, camisa, zapatos y calcetines negros. Por supuesto, para entonces ya se había quitado el sombrero de copa. J. P. dice que casi se volvió majareta mirándola. Se puso al trabajo y limpió la chimenea mientras J. P. y su amigo escuchaban discos y bebían cerveza. Pero la miraban, y se fijaban en lo que hacía. De cuando en cuando, J. P. y su amigo se miraban y sonreían, o se guiñaban un ojo. Enarcaron las cejas cuando la parte superior de la muchacha desapareció en la chimenea.
       —Además, estaba muy bien —dice J. P.
       Cuando terminó el trabajo, la muchacha envolvió las herramientas en la manta. El amigo de J. P. le entregó un cheque que sus padres habían extendido para ella. Y luego le preguntó al amigo si quería besarla.
       —Dicen que trae suerte —explicó ella.
       Eso fue la puntilla para J. P. Su amigo puso los ojos en blanco. Hizo el payaso un poco más. Luego, quizá ruborizado, la besó en la mejilla. En ese momento, J. P. tomó una decisión. Dejó la cerveza. Se levantó del sofá. Se acercó a la muchacha, que se disponía a salir por la puerta.
       —¿Yo también? —le dijo J. P.
       Ella le miró de hito en hito. J. P. dice que sintió como si el corazón no le cupiese en el pecho. Resultó que la muchacha se llamaba Roxy.
       —Claro —dijo Roxy—. ¿Por qué no? Tengo besos para dar y tomar.
       Y le dio un besazo en los labios. Luego se volvió para salir.
       Así, en un abrir y cerrar de ojos, J. P. la siguió al porche. Le sostuvo la mampara del porche. Bajó con ella los escalones hasta el camino de entrada, donde ella había aparcado la camioneta. Era algo que se le escapaba de las manos. Ninguna otra cosa contaba en el mundo. Sabía que había conocido a una persona ante la cual le temblaban las piernas. Aún sentía el beso quemándole los labios, etcétera. J. P. no sabía dónde estaba. Se encontraba lleno de sensaciones que le desorientaban.
       Le abrió la puerta trasera de la camioneta. La ayudó a meter las herramientas.
       —Gracias —le dijo ella.
       Entonces él balbuceó que le gustaría volver a verla. ¿Le gustaría ir con él al cine alguna vez? También comprendió lo que quería hacer en la vida. Quería hacer lo mismo que ella. Quería ser deshollinador. Pero eso no se lo dijo entonces.
       Dice J. P. que entonces ella se puso las manos en las caderas y le miró de arriba a abajo. Luego encontró una tarjeta profesional en el asiento delantero de la camioneta. Se la dio.
       —Llama esta noche a este número, después de las diez —le dijo—. Podremos hablar. Ahora tengo que irme.
       Se puso el sombrero de copa y luego se lo quitó. Volvió a mirar a J, P. Debió gustarle, porque esta vez sonrió. El le dijo que tenía un tiznón cerca de la boca. Entonces ella subió a la camioneta, tocó la bocina y se marchó.
       —¿Y después? —le pregunto—. No te pares ahora, J. P.
       Me interesaba. Pero le habría escuchado aunque me estuviese contando que un día le había dado por lanzar herraduras.

       Anoche llovió. Las nubes se han amontonado sobre las colinas, al otro lado del valle. J. P. carraspea y mira las nubes y las montañas. Se pellizca la barbilla. Luego continúa con lo que estaba diciendo.
       Roxy empezó a salir con él. Y poco a poco la convenció de que le permitiera trabajar con ella. Pero Roxy trabajaba con su padre y con su hermano, y sólo tenían el trabajo justo. No necesitaban a nadie más. Y además, ¿quién era ese tal J. P.? ¿J. P. qué? «Ten cuidado», le advirtieron.
       De modo que ella y J. P. vieron algunas películas juntos. Fueron varias veces a bailar. Pero, sobre todo, el noviazgo giraba en torno a la idea de limpiar chimeneas juntos. Antes de darse cuenta, dice J. P., ya estaban hablando de formalizar sus relaciones. Y lo hicieron. Al cabo de poco, se casaron. El suegro asoció a J. P. al negocio. Al año más o menos, Roxy tuvo un niño. Ya no era deshollinadora. En todo caso, dejó de trabajar. Muy pronto tuvo otro niño. J. P. ya tenía veintitantos años por entonces. Estaba a punto de comprar una casa. Dice que estaba satisfecho de la vida.
       —Estaba contento de cómo me iban las cosas —dice—. Tenía todo lo que deseaba. Tenía una mujer y niños a los que quería, y hacía lo que me gustaba.
       Pero por alguna razón —¿quién sabe por qué hacemos lo que hacemos?— empezó a beber cada vez más. Durante mucho tiempo bebía cerveza, sólo cerveza. De cualquier marca, no le importaba. Dice que podía estar bebiendo cerveza las veinticuatro horas del día. Bebía cerveza por la noche, mientras veía la televisión. Claro que de cuando en cuando tomaba bebidas fuertes. Pero eso sólo cuando iban a la ciudad, lo que no era frecuente, o cuando tenían invitados. Entonces llegó el momento, no sabe cómo, en que pasó de la cerveza a la tónica con ginebra. Y seguía bebiendo después de cenar, sentado delante de la televisión. Siempre tenía una copa en la mano. Dice que le gustaba el sabor. Empezó a pasar por los bares después de trabajar, antes de volver a casa y seguir bebiendo. Algunas veces no se presentaba a cenar. O si aparecía, no comía nada. Se atiborraba de aperitivos en el bar. A veces entraba por la puerta y, sin razón aparente, tiraba la fiambrera por el cuarto de estar. Cuando Roxy le gritaba, daba media vuelta y volvía a salir. Luego empezó a beber a primera hora de la tarde, cuando tenía que estar trabajando. Me dice que empezaba el día con un par de copas. Antes de lavarse los dientes se atizaba un lingotazo. Luego tomaba café. Iba a trabajar con un termo de vodka en la bolsa de la tartera.
       J. P. deja de hablar. Simplemente cierra la boca. ¿Qué pasa? Le escucho. Me ayuda a relajarme, en primer lugar. Y me aleja de mi propia situación. Al cabo de un momento, le digo: —¿Qué demonios pasa? Sigue, J. P.
       Se pellizca la barbilla. Pero en seguida continúa el relato.
       J. P. y Roxy ya tenían verdaderas trifulcas. Me refiero a peleas. J. P. dice que una vez ella le dio un puñetazo en la cara y le rompió la nariz.
       —Mira esto —dice—. Ahí.
       Me enseña una cicatriz por encima del puente de la nariz.
       —Esto es una nariz rota.
       El le devolvió el cumplido dislocándole el hombro. Otra vez él le partió el labio. Se pegaban delante de los niños. La situación estaba fuera de control. Pero él siguió bebiendo. No podía parar. Y nada podía pararlo. Ni siquiera las amenazas del padre y del hermano de Roxy de darle una paliza de muerte. Dijeron a Roxy que debería coger a los chicos y largarse. Pero Roxy dijo que aquello era cosa suya. Estaba metida en ello y lo resolvería.
       Ahora J. P. se calla otra vez. Se encoge de hombros y se hunde en el sillón. Mira pasar un coche por la carretera, entre el establecimiento y las colinas.
       —Quiero oír el resto, J. P. —le digo—. Será mejor que sigas hablando.
       —No sé —dice, encogiéndose de hombros.
       —Está bien —digo.
       Y me refiero a que está bien que lo cuente.
       —Continúa, J. P.
       Una de las soluciones de Roxy, dice J. P., fue buscarse un amigo. A J. P. le gustaría saber cómo encontró tiempo, con la casa y los niños.
       Le miro, sorprendido. Es un hombre hecho y derecho.
       —Si se quiere —le digo—, para eso siempre se saca tiempo. De donde sea.
       —Supongo —contesta J. P., meneando la cabeza.
       El caso es que lo descubrió —lo del amigo de Roxy—, y se puso furioso. Logró quitarle a Roxy la alianza del dedo y luego la rompió en varios trozos con unos alicates. Una buena diversión. Aprovecharon la ocasión para celebrar un par de asaltos. Cuando iba a trabajar, a la mañana siguiente, lo detuvieron por conducir borracho. Le retiraron el permiso de conducir. Ya no podía ir a trabajar con la furgoneta. Tanto mejor, dice. La semana anterior se había caído de un tejado y se había roto el dedo pulgar. Sólo era cuestión de tiempo hasta que se rompiera la crisma, dice.

       Estaba en el establecimiento de Frank Martin para desintoxicarse y meditar sobre la manera de enderezar su vida. Pero no había venido contra su voluntad, ni yo tampoco. No estábamos encerrados. Podíamos marcharnos cuando quisiéramos. Pero se recomendaba una estancia mínima de una semana y, tal como decían, «se aconsejaban vivamente» dos semanas o un mes.
       Como he dicho, es la segunda vez que estoy en la casa de Frank Martin. Cuando intenté firmar un talón para pagarle una semana de estancia por adelantado, Frank Martin me dijo: —Las fiestas siempre son peligrosas. Quizá deberías pensar en quedarte un poco más esta vez. Piensa en un par de semanas. ¿Podrías quedarte dos semanas? De todos modos, piénsalo. No tienes que decidirte ahora mismo.
       Apoyó el pulgar en el cheque y firmé. Luego acompañé a mi amiga a la puerta y me despedí.
       —Adiós —dijo ella.
       Dio un bandazo en el quicio de la puerta y salió al porche haciendo eses.
       La tarde está avanzada. Llueve. Voy de la puerta a la ventana. Aparto la cortina y la veo alejarse. Va en mi coche. Está borracha. Pero yo también lo estoy, y no puedo evitarlo. Logro acercarme a una butaca grande que está cerca del radiador y me siento. Algunos apartan la vista del televisor. Luego siguen con lo que estaban viendo. Me quedo sentado. De vez en cuando levanto la cabeza para ver lo que pasa en la pantalla.
       Ese mismo día, más tarde, se abrió la puerta de golpe y apareció J. P. entre dos robustos individuos: su cuñado y su suegro, según me enteré después. Atravesaron la habitación con J. P. El más viejo firmó el registro y le dio un talón a Frank Martin. Luego entre los dos ayudaron a J. P. a subir las escaleras. Supongo que lo metieron en la cama. Muy pronto el viejo y el otro bajaron y se encaminaron a la puerta. Parecía que no veían el momento de largarse de aquí. Era como si no pudieran esperar a lavarse las manos respecto a todo ese asunto. No se lo reproché. No, demonios. No sé cómo me habría comportado en su lugar.
       Un día y medio después, J. P. y yo nos encontramos en el porche. Nos dimos la mano y hablamos del tiempo. J. P. tenía temblores. Nos sentamos y pusimos los pies sobre la barandilla. Nos retrepamos en las butacas como si sólo estuviéramos allí para descansar, como si nos dispusiéramos a charlar para matar el tiempo. Entonces fue cuando J. P. empezó su historia.

       Hace frío fuera, pero no mucho. El cielo está un poco cubierto. Frank Martin sale a terminar el puro. Lleva un jersey abotonado hasta el cuello. Es bajo y corpulento. Tiene el pelo gris rizado y la cabeza pequeña. Demasiado pequeña para el resto de su cuerpo. Se lleva el puro a los labios y se queda de pie con los brazos cruzados. Mueve el puro en la boca y mira al otro lado del valle. Parece un boxeador, alguien que está al cabo de la calle.
       J. P. vuelve a guardar silencio. Es decir, apenas respira. Tiro el cigarrillo al cubo de carbón y miro con fijeza a J. P., que se hunde más en la butaca. Se sube el cuello. ¿Qué demonios pasa?, me pregunto. Frank Martin descruza los brazos y da una calada al puro. Deja que el humo se le escape de la boca. Luego alza la barbilla hacia las colinas y dice: —Jack London tenía un caserón al otro lado del valle. Justo detrás de la colina verde que veis allí. Pero el alcohol lo mató. Que eso os sirva de lección. Valía más que cualquiera de nosotros. Pero él tampoco podía dominar la bebida.
       Frank Martin mira lo que le queda del puro. Se ha apagado. Lo tira al cubo.
       —Si queréis leer algo mientras estáis aquí, leed ese libro suyo, La llamada de la selva. ¿Sabéis a qué me refiero? Lo tenemos ahí dentro, si es que queréis leer algo. Trata de ese animal que es mitad perro y mitad lobo. Fin del sermón —dijo, subiéndose los pantalones y bajándose el jersey—. Voy adentro. Os veré a la hora de comer.
       —Me siento como un insecto cuando me compara con él —dice J. P. meneando la cabeza, y luego añade—: Jack London. ¡Vaya nombre! Ojalá tuviera yo un nombre así. En vez del que tengo.

       La primera vez que vine aquí me trajo mi mujer. Eso era cuando aún estábamos juntos, tratando de arreglar las cosas. Me trajo y se quedó un par de horas, hablando en privado con Frank Martin. Luego se marchó. A la mañana siguiente, Frank Martin me llevó aparte y me dijo: —Podemos ayudarte. Si quieres y haces lo que te digamos.
       Pero yo no estaba seguro de si podían o no ayudarme. En parte quería ayuda. Pero también había otra parte.
       Esta vez ha sido mi amiga quien me ha traído. Condujo mi coche. A través de una tormenta. Bebimos champán todo el tiempo. Los dos estábamos borrachos cuando paró en el camino de entrada. Quería dejarme, dar la vuelta y volver a casa. Tenía cosas que hacer. Una de ellas era ir a trabajar al día siguiente. Era secretaria. Tenía un buen puesto en una fábrica de componentes electrónicos. También tenía un hijo, un adolescente presuntuoso. Yo quería que tomara una habitación en la ciudad para pasar la noche y que luego volviese a casa. No sé si cogió la habitación o no. No he vuelto a saber de ella desde que me condujo por los escalones hasta el despacho de Frank Martin y dijo: «Adivine quién está aquí».
       Pero yo no estaba enfadado con ella. En primer lugar, ella no tenía ni idea de dónde se metía cuando me invitó a quedarme a vivir con ella después de que mi mujer me echara de casa. Tuve lástima de ella. La razón por la que me daba pena era que la víspera de Navidad había recibido el resultado del frotis vaginal, y las noticias no eran agradables. Tenía que volver a ver al médico, y muy pronto. Esa novedad nos dio a los dos motivo suficiente para empezar a beber. Así que lo que hicimos fue emborracharnos a fondo. Y el día de Navidad seguíamos borrachos. Tuvimos que salir a comer a un restaurante, porque ella no se sentía con ánimos de guisar. Nosotros dos y su presuntuoso hijo abrimos los regalos y luego fuimos a una barbacoa cerca de su casa. Yo no tenía hambre. Tomé sopa y un panecillo caliente. Me bebí una botella de vino con la sopa. Ella también bebió un poco. Luego empezamos con bloody-marys. Durante los dos días siguientes no comí nada salvo frutos secos salados. Pero bebí mucho bourbon. Entonces le dije: —Cariño, creo que será mejor que haga la maleta. Más me valdría volver a la casa de Frank Martin.
       Trató de explicarle a su hijo que estaría fuera un tiempo y que tendría que hacerse él la comida. Pero justo cuando salíamos por la puerta, el descarado niño nos gritó: —¡Idos a la mierda! Espero que no volváis nunca. ¡Ojalá os matéis!
       ¡Figúrense qué niño!
       Antes de salir de la ciudad, la hice parar en la tienda de bebidas, donde compré el champán. Nos detuvimos en otro sitio para comprar vasos de plástico. Luego nos llevamos un paquete de pollo frito. Nos pusimos en camino bajo la lluvia, bebiendo y oyendo música. Conducía ella. Yo atendía la radio y escanciaba. Intentamos convertirlo en una pequeña fiesta. Pero estábamos tristes. Teníamos el pollo frito, pero no comimos nada.
       Supongo que llegaría bien a casa. Creo que, en caso contrario, me habría enterado de algo. Pero no me ha llamado, y yo tampoco a ella. Quizá haya tenido noticias de su enfermedad. O no le han dicho nada. O tal vez haya sido un error. A lo mejor era el frotis de otra. Pero tiene mi coche, y yo tengo cosas en su casa. Sé que volveremos a vernos.
       Aquí tocan una vieja campana de granja para llamar a comer. J. P. y yo nos levantamos de las butacas y pasamos adentro. De todos modos, empieza a hacer frío en el porche. Al hablar veíamos cómo nos salía vaho de la boca.
      

Por la mañana de Año Nuevo intento llamar a mi mujer. No contestan. No importa. Pero aunque importara, ¿qué podría hacer? La última vez que hablamos por teléfono, hace un par de semanas, terminamos a gritos. La puse verde.
       —¡Retrasado mental! —me dijo ella, colgando el teléfono.
       Pero ahora quería hablar con ella. Hay que hacer algo con mis cosas. También tengo cosas en su casa.
       Uno de los que hay aquí viaja. Va a Europa y todo eso. Eso es lo que cuenta, en todo caso. Por negocios, dice. También afirma que domina la bebida, y no tiene ni idea de por qué está aquí, en el establecimiento de Frank Martin. Pero no recuerda cómo llegó. Se ríe de eso, de no acordarse. «Todo el mundo puede tener una pérdida momentánea de memoria», dice. «Eso no prueba nada.» No es un borracho; nos lo cuenta y le escuchamos. «Es una acusación grave», dice. «Esa manera de hablar puede arruinar la vida de un hombre honrado.» Asegura que si se limitara a beber whisky con agua, sin hielo, nunca tendría esas pérdidas de memoria. Es el hielo que te ponen en la copa. «¿A quién conoces en Egipto?», me pregunta. «Me vendrían bien unas recomendaciones para ese sitio.»
       Para la cena de Noche Vieja, Frank Martin nos sirve filete con patatas asadas. Estoy recuperando el apetito. Rebaño el plato y hasta repetiría. Miro al plato de Tiny. Apenas lo ha tocado. Tiene el filete entero. Tiny no es el mismo de antes. El pobrecillo contaba con estar en su casa esta noche. Pensaba estar en bata y zapatillas delante de la televisión, cogido de la mano con su mujer. Ahora tiene miedo de marcharse. Lo entiendo. Un ataque epiléptico significa que te puede dar otro. Desde que le pasó eso, Tiny no ha contado más historias gilipollescas. Se queda callado y se muestra reservado. Le pregunto si me puedo comer su filete y me acerca su plato.
       Algunos todavía seguimos levantados, sentados alrededor de la televisión, viendo Times Square, cuando entra Frank Martin para enseñarnos la tarta. Pasa por delante de cada uno y hace que la veamos todos. Yo sé que no la ha hecho él. Es de pastelería. Pero sigue siendo una tarta. Encima hay algo escrito en letras rosas que dice: FELIZ AÑO NUEVO — DIA A DIA.
       —Yo no quiero nada de esa tarta estúpida —dice el que va a Europa y todo eso; y añade, riendo—: ¿Dónde está el champán?
       Vamos todos al comedor. Frank Martin corta la tarta. Me siento al lado de J. P., que se me come dos trozos con una coca. Yo me como uno y envuelvo otro en una servilleta de papel, para más tarde.
       J. P. enciende un cigarrillo —ya no le tiemblan las manos— y me cuenta que su mujer va a venir por la mañana, el primer día del año.
       —Estupendo —le digo, asintiendo con la cabeza y chupándome el merengue de los dedos—. Buenas noticias, J. P.
       —Te presentaré.
       —Con mucho gusto —le contesto.
       Nos decimos buenas noches. Nos decimos «feliz Año Nuevo». Me limpio los dedos con una servilleta. Nos estrechamos la mano.
       Voy al teléfono, echo una moneda y llamo a mi mujer a cobro revertido. Pero esta vez tampoco contesta nadie. Pienso en llamar a mi amiga, y ya he marcado su número cuando me doy cuenta de que en realidad no tengo ganas de hablar con ella. Probablemente estará en casa viendo el mismo programa de televisión que yo acabo de ver. De todos modos, no quiero hablar con ella. Espero que esté bien. Pero si le pasa algo malo no quiero saberlo.

       Después de desayunar, J. P. y yo tomamos café afuera, en el porche. El cielo está despejado, pero hace suficiente frío como para llevar jersey y chaqueta.
       —Me ha preguntado si debía traer a los niños —dice J. P.—. Le he dicho que los deje en casa. ¿Te imaginas? ¡Por Dios! No quiero que mis hijos aparezcan por aquí.
       Utilizamos el cubo de carbón como cenicero. Miramos al otro lado del valle, donde vivió Jack London. Estamos bebiendo otro café cuando un coche se desvía de la carretera hacia el camino de entrada.
       —¡Es ella! —exclama J. P.
       Deja la taza junto a la butaca. Se levanta y baja los escalones.
       Veo cómo la mujer para el coche y echa el freno de mano. Veo a J. P. abrir la portezuela. La veo bajar y veo cómo se abrazan. Aparto la vista. Luego vuelvo a mirar. J. P. la coge del brazo y suben los escalones. Esa mujer le rompió un día la nariz a su marido. Tiene dos hijos y muchos problemas, pero quiere al hombre que la lleva del brazo. Me levanto de la butaca.
       —Este es mi amigo —dice J. P. a su mujer—. Mira, ésta es Roxy.
       Roxy me da la mano. Es una mujer alta y guapa, con un gorro de lana. Lleva abrigo, jersey grueso y pantalones. Recuerdo lo que me ha contado J. P. acerca del amigo y de los alicates.
       No veo el anillo de boda. Estará hecho pedazos en alguna parte, supongo. Tiene las manos anchas y los nudillos abultados. Es una mujer que puede dar un buen puñetazo, si se lo propone.
       —He oído hablar de ti —le digo—. J. P. me ha contado cómo os conocisteis. Algo relacionado con una chimenea, según él.
       —Sí, con una chimenea. Probablemente hay muchas más cosas que no te ha contado. Seguro que no te lo ha dicho todo —me contesta, riendo.
       Luego —ya no puede esperar más— rodea con el brazo a J. P. y le da un beso en la mejilla.
       —Encantada de conocerte —dice—. Oye, ¿no te ha dicho que es el mejor deshollinador del oficio?
       —Venga, Roxy —dice J. P., con la mano en el pomo de la puerta.
       —Me ha dicho que todo lo que sabe lo aprendió de ti —le digo a ella.
       —Pues eso sí que es cierto —contesta ella.
       Vuelve a reír. Pero es como si pensara en otra cosa. J. P. gira el pomo de la puerta. Roxy pone su mano sobre la de él.
       —¿Por qué no vamos a comer a la ciudad, Joe? ¿No te puedo llevar a alguna parte?
       —Todavía no ha pasado una semana —dice J. P., carraspeando.
       Retira la mano de la puerta y se lleva los dedos a la barbilla.
       —Me parece que les gustaría que no saliera durante unos días más. Podemos tomar un café aquí.
       —Muy bien —dice Roxy, mirándome otra vez—. Me alegro de que Joe tenga un amigo. Encantada de conocerte.
       Se disponen a entrar. Sé que es una estupidez, pero lo hago de todos modos.
       —Roxy.
       Se paran en el umbral y me miran.
       —Necesito suerte. Sin bromas. Me vendría bien un beso.
       J. P. agacha la cabeza. Todavía tiene la mano en el pomo, aunque la puerta está abierta. Lo mueve de un lado para otro. Pero yo sigo mirándola. Roxy sonríe.
       —Ya no soy deshollinadora. Desde hace años. ¿No te lo ha dicho Joe? Pero claro que te doy un beso, no faltaba más.
       Se acerca a mí. Me toma por los hombros —soy alto— y me planta un besazo en los labios.
       —¿Qué tal? —me pregunta.
       —Estupendo —digo.
       —No cuesta nada.
       Aún me tiene por los hombros. Me mira directamente a los ojos.
       —Buena suerte —dice, soltándome.
       —Hasta luego, muchacho —dice J. P.
       Abre la puerta de par en par y entran.
       Me siento en los escalones y enciendo un cigarrillo. Pongo atención a lo que hago con la mano y luego apago la cerilla. Me han dado los temblores. Esta mañana me he levantado así. Tenía ganas de beber algo. Es deprimente, pero no le he dicho nada a J. P. Intento pensar en otra cosa.
       Pienso en los deshollinadores —en todo lo que me ha contado J. P.— cuando me viene a la memoria, no sé por qué, una casa en que mi mujer y yo vivimos hace tiempo. Aquella casa no tenía chimenea, así que no sé por qué me acuerdo de ella ahora. Pero la recuerdo. No habíamos estado allí más de unas semanas cuando una mañana oí un ruido afuera. Era domingo y la habitación aún estaba a oscuras. Pero por la ventana entraba un poco de luz. Escuché. Oí un ruido como si rascaran en la pared. Salté de la cama y fui a mirar.
       —¡Dios mío! —dijo mi mujer, incorporándose y retirándose el pelo de la cara.
       Luego se echó a reír.
       —Es Mister Venturini —explicó—. He olvidado decírtelo. Dijo que vendría hoy a pintar la casa. Temprano. Antes de que hiciera calor. Se me había olvidado. —Rió de nuevo—. Vuelve a la cama, cielo. Sólo es él.
       —Un momento —dije.
       Corrí las cortinas. Afuera, un anciano vestido con un mono estaba de pie junto a una escalera. El sol empezaba a salir detrás de las montañas. El viejo y yo nos miramos. Era el propietario, desde luego, aquel viejo del mono. Pero el mono le quedaba muy grande. Y además necesitaba un afeitado. Llevaba una gorra de béisbol para taparse la calva. Que me aspen, pensé, si no es raro ese viejo. Y me sentí inundado de felicidad por no ser él, por ser yo mismo y estar en aquella habitación con mi mujer.
       Señaló al sol con el pulgar. Fingió limpiarse la frente. Me hizo saber que no disponía de mucho tiempo. El viejo estúpido me dedicó una sonrisa. Entonces me di cuenta de que estaba desnudo. Me miré. Le volví a mirar y me encogí de hombros. ¿Qué esperaba?
       Mi mujer se rió.
       —Venga —dijo—. Vuelve a la cama. Ahora mismo. Vamos. Vuelve a acostarte.
       Corrí otra vez las cortinas. Pero seguí de pie junto a la ventana. Vi al viejo asentir para sí, como si dijera: «Vamos, hijo, vuelve a la cama. Lo entiendo.» Se tiró de la visera. Luego se dedicó a su tarea. Cogió el cubo. Empezó a subir la escalera.

       Me recuesto en el escalón superior y cruzo las piernas. Esta tarde quizá intente llamar de nuevo a mi mujer. Y luego llamaré a ver qué pasa con mi amiga. Pero no quiero que se ponga al teléfono su descarado hijo. Si llamo, espero que esté en otra parte, haciendo lo que haga cuando no está en casa. Trato de recordar si he leído algún libro de Jack London. No me acuerdo. Pero en el bachillerato leí un cuento suyo. «Hacer fuego», se llamaba. Un individuo está a punto de quedarse congelado en el Yukon. Imagínenselo, va a morir congelado si no logra hacer fuego. Con una fogata podrá secarse los calcetines y las otras cosas y calentarse.
       Enciende el fuego, pero algo pasa entonces. De la rama de un árbol se desprende un montón de nieve y cae encima. Se apaga. Mientras, hace cada vez más frío. Se acerca la noche.
       Saco unas monedas del bolsillo. Primero trato de hablar con mi mujer. Si contesta, la felicitaré por el Año Nuevo. Eso es todo. No sacaré a relucir las cosas. No levantaré la voz. Ni siquiera cuando ella empiece. Me preguntará desde dónde llamo y tendré que decírselo. No le diré nada de los buenos propósitos de principios de año. No hay modo de gastar bromas con eso. Después de hablar con ella, llamaré a mi amiga. A lo mejor la llamo primero a ella. Sólo espero que el niño no coja el teléfono. «Hola, cariño», le diré cuando conteste. «Soy yo.»



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