Raymond Carver
(Clatskanie, Oregon, 1938 - Port Angeles, Washington, 1988)

¿Usted es médico?
(“Are You a Doctor?”)
Originalmente publicado en Fiction (1973)
Will You Please Be Quiet, Please? (1976)
Collected Stories (2009)



      Cuando oyó el teléfono, salió corriendo del estudio en pijama, bata y zapatillas. Sería su mujer, porque eran más de las diez. Cuando estaba de viaje, solía telefonear todos los días, tarde, después de tomar unas cuantas copas. Era compradora, y llevaba fuera toda la semana.
       —Hola, cariño —dijo él—. Hola —repitió.
       —¿Quién es? —preguntó una mujer.
       —¿Cómo? ¿Quién es? —dijo él—. ¿Con qué número quiere hablar?
       —Un momento —dijo la mujer—. Con el 273-80-63.
       —Ese es mi número —dijo él—. ¿Quién se lo ha dado?
       —No lo sé. Me lo he encontrado aquí, en un papel, al llegar del trabajo —dijo la mujer.
       —¿Y quién lo ha anotado?
       —No lo sé —dijo la mujer—. La canguro, supongo. Tiene que haber sido ella.
       —Bien, no sé cómo lo habrá conseguido —dijo él—, pero ése es mi número, y no está en la guía. Le agradecería que lo rompiera y lo tirara a la papelera. ¿Oiga? ¿Me oye?
       —Sí, le he oído —dijo la mujer.
       —¿Algo más? —dijo él—. Es tarde, y tengo cosas que hacer. —No había querido ser descortés, pero uno no podía correr riesgos. Se sentó en una silla, al lado del teléfono, y dijo—: No he querido ser brusco. Sólo que es tarde, y me preocupa cómo puede haber llegado a sus manos mi teléfono.
       Se quitó la zapatilla y empezó a darse un masaje en el pie, esperando una respuesta.
       —Tampoco yo lo sé —dijo ella—. Ya le he dicho que estaba aquí escrito, sin ninguna nota ni nada. Se lo preguntaré a Annette, la canguro, cuando la vea mañana. No he querido molestarle. Acabo de encontrar el papel. Desde que volví del trabajo he estado en la cocina.
       —No se preocupe —dijo él—. Olvídelo. Tírelo o deshágase de él, y olvídelo. No ha sido nada, no se preocupe. —Se pasó el auricular al otro oído.
       —Parece usted buena persona —dijo la mujer.
       —¿Sí? Vaya, muy amable de su parte. —Sabía que debía colgar en aquel momento, pero era grato escuchar una voz, aunque fuera la propia, en la sala silenciosa.
       —Oh, sí —dijo ella—. Estoy segura.
       Él dejó el masaje del pie.
       —¿Cómo se llama, si no le importa la pregunta? —dijo ella.
       —Mi nombre es Arnold —dijo él.
       —¿Y su nombre de pila? —dijo ella.
       —Arnold es mi nombre de pila —dijo él.
       —Oh, perdone —dijo ella—. Se llama Arnold. ¿Y su apellido, Arnold? ¿Cuál es su apellido?
       —Creo que debo colgar —dijo él.
       —Arnold, por el amor de Dios, yo soy Clara Holt: usted es Arnold ¿qué más?
       —Arnold Breit —dijo él, e inmediatamente añadió—: Clara Holt. Es bonito. Pero creo que debería colgar, Miss Holt. Espero una llamada.
       —Lo siento, Arnold. No quería entretenerle —dijo ella.
       —No importa —dijo él—. Me ha gustado hablar con usted.
       —Muy amable de su parte decirme eso, Arnold.
       —¿Le importaría esperar un segundo? —dijo él—. Tengo que mirar una cosa. —Fue al estudio a por un puro, y lo encendió con parsimonia. Luego se quitó las gafas y se miró en el espejo que colgaba sobre la chimenea. Al volver al teléfono, sintió cierto temor ante la idea de que ella ya no estuviera al otro lado de la línea.
       —¿Hola?
       —Hola, Arnold —dijo ella.
       —Pensé que quizá habría colgado.
       —Oh, no —dijo ella.
       —Sobre lo de que tenga usted mi teléfono… —dijo él—. No creo que haya ningún problema. No tiene más que tirarlo.
       —Lo haré, Arnold —dijo ella.
       —Bien, entonces tendré que decirle adiós.
       —Sí, claro —dijo ella—. Diré buenas noches ahora mismo.
       Él la oyó tomar aliento.
       —Ya sé que es abusar, Arnold, ¿pero cree que podríamos vernos en alguna parte para charlar? ¿Sólo un ratito?
       —Me temo que es imposible —dijo él.
       —Sólo unos minutos, Arnold. El hecho de encontrar su número y demás…, Arnold, hay algo en eso que me parece muy intenso.
       —Soy viejo —dijo él.
       —Oh, no, no lo es —dijo ella.
       —De veras, soy viejo —dijo él.
       —¿No podríamos vernos en alguna parte, Arnold? Verá, no se lo he dicho todo. Hay algo más —dijo la mujer.
       —¿A qué se refiere? —dijo él—. ¿Qué quiere decir exactamente? ¿Oiga? —La mujer había colgado.
       Cuando estaba a punto de acostarse, llamó su mujer —algo achispada, según advirtió él—, y charlaron durante un rato, pero él no le contó lo de la llamada. Luego, mientras abría la cama, el teléfono volvió a sonar.
       Levantó el auricular.
       —Dígame —dijo—. Arnold Breit al habla.
       —Arnold, siento que se nos cortara la comunicación. Como le estaba diciendo, creo que es importante que nos veamos.

       Al día siguiente por la tarde, cuando metía la llave en la cerradura, oyó que el teléfono estaba sonando. Dejó caer la cartera y, sin quitarse el sombrero ni el abrigo ni los guantes, corrió hasta la mesa y cogió el auricular.
       —Arnold, siento molestarte de nuevo —dijo la mujer—. Pero tiene que venir a mi casa esta noche, hacia las nueve o nueve y media. ¿Podrá hacer eso por mí, Arnold?
       El corazón le dio un vuelco al oír que le llamaba por su nombre.
       —No creo que deba —dijo.
       —Por favor, Arnold —dijo ella—. Es importante. Si no, no se lo pediría. No puedo salir esta noche, porque Cheryl está muy resfriada y tengo miedo por el niño.
       —¿Y su marido? —Aguardó la respuesta.
       —No estoy casada —dijo ella—. Vendrá, ¿verdad?
       —No puedo prometérselo —dijo él.
       —Se lo ruego —dijo ella, y acto seguido le dio su dirección y colgó.
       «Se lo ruego», repitió él, aún con el auricular en la mano. Se quitó despacio los guantes, y luego el abrigo. Presentía que debía tener cuidado. Fue a lavarse. Cuando se miró en el espejo del baño vio que tenía el sombrero puesto. Fue entonces cuando tomó la decisión de ir a verla. Se quitó el sombrero y se enjabonó la cara. Y se pasó revista a las uñas.

       —¿Está seguro de que ésta es la calle? —preguntó al taxista.
       —Esta es la calle y ahí tiene el edificio —dijo el taxista.
       —Siga, siga —dijo él—. Y déjeme al final de la manzana.
       Pagó el taxi. En los últimos pisos la luz de las ventanas iluminaba los balcones. Vio macetas sobre los barandales, y aquí y allá algún mueble de jardín. Un hombre corpulento en chandal se asomó a uno de los balcones y lo observó mientras se acercaba a la puerta.
       Apretó el botón donde ponía C. HOLT. Zumbó el abridor, Arnold reculó hasta la puerta y entró. Subió las escaleras despacio, descansando un poco en cada rellano. Recordó el hotel de Luxemburgo, los cinco tramos de escaleras que su mujer y él habían subido hacía tantos años. Sintió un súbito calor en un costado, y se imaginó el corazón, imaginó sus piernas doblándose bajo su peso, imaginó una ruidosa caída hasta el pie de las escaleras. Sacó el pañuelo y se enjugó la frente. Luego se quitó las gafas y limpió los cristales, a la espera de que se le calmara el corazón.
       Miró hacia el fondo del pasillo. El edificio de apartamentos estaba muy silencioso. Se detuvo ante la puerta, se quitó el sombrero, llamó con suavidad. La puerta se entreabrió, y Arnold vio a una niña regordeta en pijama.
       —¿Es usted Arnold Breit? —dijo la niña.
       —Sí —dijo él—. ¿Está tu madre?
       —Ha dicho que entre. Me ha dicho que le diga que ha ido a la farmacia a comprar jarabe para la tos y aspirinas.
       Arlond entró y cerró la puerta.
       —¿Cómo te llamas? Tu madre me lo dijo, pero se me ha olvidado.
       La niña no respondió, y él volvió a intentarlo.
       —¿Cómo te llamas? Shirley, ¿no es eso?
       —Cheryl —dijo ella—. Ce-hache-e-erre-i griega-ele.
       —Sí, ahora me acuerdo. Bien, admitirás que me he acercado bastante.
       La niña se sentó en un puf que había al fondo de la sala y lo miró.
       —Así que estás enferma —dijo él.
       La niña negó con la cabeza.
       —¿No estás enferma?
       —No —dijo ella.
       Arnold miró en torno. La sala estaba iluminada por una lámpara de pie dorada, que tenía un cenicero grande y un revistero sujetos a la barra. Junto a la pared opuesta había un televisor encendido, con el volumen muy bajo. Un estrecho pasillo conducía a las demás piezas del apartamento. La estufa estaba al máximo, y en el aire cargado había un olor a medicamentos. Sobre una mesita baja vio unas horquillas y unos rulos, y un albornoz rosa sobre el sofá.
       Volvió a mirar a la niña. Luego alzó la mirada en dirección a la cocina, y dentro de ella a las puertas de cristal que daban al balcón. Estaban ligeramente entreabiertas, y al recordar al hombre corpulento del chandal sintió un escalofrío.

       —Mamá ha salido un momento —dijo la niña, como si hubiera despertado de improviso.
       Arnold se inclinó hacia adelante sobre las puntas de los pies, y se quedó mirando a la niña.
       —Será mejor que me vaya —dijo.
       Una llave giró en la cerradura, se abrió la puerta y una mujer menuda, pálida y con pecas entró en el apartamento con una bolsa de papel.
       —¡Arnold! ¡Cómo me alegra que haya venido!
       Le dirigió una mirada rápida, inquieta, y fue hacia la cocina con la bolsa, sacudiendo la cabeza de un lado a otro de un modo extraño. La niña, sentada en el puf, lo observaba. Arnold cargó su peso sobre una pierna, y luego sobre la otra. Luego se puso el sombrero, y con el mismo movimiento, al ver reaparecer a la mujer, se descubrió.
       —¿Es usted médico? —preguntó ella.
       —No —dijo él, con un leve sobresalto—. No, no soy médico.
       —Cheryl está enferma, ya ve. He salido a comprar unas cosas. ¿Por qué no le has cogido el abrigo? —le dijo a la niña—. ¿Querrá disculparla? No solemos recibir visitas.
       —No puedo quedarme —dijo él—. No debería haber venido.
       —Siéntese, por favor —dijo ella—. Así no podemos hablar. Déjeme darle a la niña su medicina. Luego podremos charlar.
       —Tengo que marcharme, de verdad —dijo él—. Por el tono de su voz creí que se trataba de algo urgente. Pero debo irme. —Se miró las manos y se dio cuenta de que había estado gesticulando débilmente.
       —Pondré agua y haré un té —le oyó decir, como si no le hubiera escuchado—. Luego le haré a Cheryl su medicina y podremos charlar.
       Cogió a la niña por los hombros y se la llevó a la cocina. Arnold vio que la mujer cogía una cuchara, abría un frasco después de examinar la etiqueta, y vertía dos medidas.
       —Ahora da las buenas noches a Mr. Breit, cariño, y vete a tu cuarto.
       Arnold dirigió un gesto a la niña con la cabeza y siguió a la mujer hasta la cocina. No se sentó en la silla que le indicaba, sino en una que le permitía ver el balcón, el pasillo, y la pequeña sala.
       —¿Le importa si fumo un puro? —preguntó.
       —No, no me importa —dijo la mujer—. No creo que me moleste, Arnold. Por favor, fume.
       Pero Arnold decidió no hacerlo. Puso las manos sobre las rodillas y adoptó un semblante serio.
       —Para mí todo esto es un misterio —dijo—. Algo fuera de lo común, se lo aseguro.
       —Le entiendo, Arnold —dijo ella—. Seguramente querrá saber cómo llego su número a mis manos.
       —Sí, me gustaría mucho —dijo él.
       Estaban sentados frente a frente, aguardando a que hirviera el agua. Arnold oyó la televisión. Paseó la mirada por la cocina, y luego volvió a mirar hacia el balcón. El agua empezó a hervir.
       —Iba a decirme cómo consiguió mi teléfono —dijo.
       —¿Cómo dice Arnold? Perdone —dijo la mujer.
       Arnold se aclaró la garganta.
       —Dígame cómo llegó a sus manos mi número de teléfono.
       —Le pregunté a Annette. La canguro… pero eso ya lo sabe, claro. Bueno, el caso es que me dijo que sonó el teléfono y que era alguien que preguntaba por mí. Dejó un teléfono, y resulta que el que tomó Annette es el de usted. Es todo lo que sé. —Movió a derecha e izquierda la taza que tenía enfrente—. Lo siento, pero no puedo decirle más.
       —El agua hierve —dijo él.
       La mujer sacó cucharillas, leche, azúcar. Vertió el agua hirviendo sobre las bolsitas de té.
       Arnold se sirvió azúcar y removió el té de su taza.
       —Usted dijo que era urgente que viniera.
       —Oh, eso…, Arnold —dijo ella, apartando la mirada—. No sé qué es lo que me hizo decir eso. No sé en qué podría estar pensando.
       —¿No es nada, entonces? —dijo él.
       —No. Quiero decir . —La mujer negó con la cabeza—. Eso, lo que usted dice: nada.
       —Ya —dijo él. Siguió removiendo el té—. Es extraño —dijo al cabo de un instante, casi para sí mismo—. Muy extraño. —Sonrió débilmente; luego apartó la taza hacia un lado y se tocó los labios con la servilleta.
       —¿No irá a marcharse? —dijo ella.
       —He de hacerlo —dijo él—. Espero una llamada en casa.
       —No se vaya todavía, Arnold.
       Retiró la silla hacia atrás y se levantó. Sus ojos eran color verde claro, engastados muy dentro de la cara pálida y orlados de lo que en un principio él tomó por un oscuro maquillaje. Horrorizado de sí mismo, sabiendo que se despreciaría luego por hacerlo, Arnold se levantó y le rodeó torpemente la cintura con los brazos. Ella se dejó besar, agitada y trémula, y durante un instante fugaz cerró los párpados.
       —Es tarde —dijo él, soltándola y apartándose con pie inseguro—. Ha sido muy amable. Pero debo irme, Mrs. Holt. Gracias por el té.
       —Volverá, ¿no, Arnold? —dijo ella.
       Él negó con la cabeza.
       La mujer lo siguió hasta la puerta, donde Arnold le tendió la mano. Arnold oyó de nuevo la televisión: estaba seguro de que habían subido el volumen. Entonces se acordó del otro niño, del varón. ¿Dónde estaba?
       La mujer le cogió la mano, se la llevó con un gesto rápido a los labios.
       —No debe olvidarme, Arnold.
       —No —dijo él—. Clara. Clara Holt —dijo.
       —Ha sido una agradable charla —dijo ella. Cogió con los dedos algo (un cabello, una hebra…) que vio adherido al cuello del traje de Arnold—. Estoy muy contenta de que haya venido, y tengo la certeza de que volverá. —Él la miró detenidamente, pero ahora ella tenía fija la mirada más allá de él, como si tratara de recordar algo—. Bien… Buenas noches, Arnold —dijo al cabo, y acto seguido cerró la puerta y por poco no le pilló el abrigo.
       «Qué extraño», se dijo cuando empezó a bajar las escaleras. Al llegar a la acera aspiró profundamente y se detuvo un momento para volverse y mirar hacia el edificio. Pero no logró distinguir cuál de los balcones era el de ella. El hombre grande del chandal se asomó un poco a su barandal y volvió a mirarle.
       Echó a andar con las manos hundidas en los bolsillos del abrigo. Cuando llegó a casa, el teléfono estaba sonando. Se quedó muy quieto en medio de la sala, con la llave entre los dedos, hasta que el timbre cesó. Luego, con delicadeza, se puso la mano en el pecho y sintió, bajo la ropa, los fuertes latidos de su corazón. Al rato fue hasta su dormitorio y entró.
       Casi inmediatamente volvió a sonar el teléfono, y esta vez levantó el auricular.
       —Arnold. Arnold Breit al habla —dijo.
       —¿Arnold? ¡Madre mía, qué ceremonioso estás hoy! —dijo su mujer con voz fuerte, burlona—. Te llevo llamando desde las ocho. ¿Has estado por ahí de juerga, Arnold?
       Él permaneció en silencio, calibrando su tono de voz.
       —¿Sigues ahí, Arnold? —dijo su mujer—. No pareces el mismo.


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