Raymond
Carver
(Clatskanie, Oregon, 1938 - Port Angeles, Washington, 1988)
Dummy
[La tercera de las cosas que acabaron con mi padre]
(“Dummy”)
[También: “The Third Thing That Killed My Father Off”]
Originalmente publicado en Discourse (1967)
incluído, como “Dummy”, en Furious Seasons and Other Stories (1977);
como “The Third Thing That Killed My Father Off”, en
What We Talk About When We Talk About Love (1981)
y Where I'm Calling From (1988);
aparece, en versión manuscrita, como “Dummy”, en Beginners (2009)
y Collected Stories (2009)
Te diré lo que llevó a mi padre a la tumba. Lo tercero fue Dummy, la muerte de Dummy. Lo primero fue Pearl Harbor. Y lo segundo, irse a vivir a la granja de mi abuelo, cerca de Wenatchee. Allí fue donde mi padre acabó sus días. Sólo que probablemente acabaron antes.
Mi padre echó la culpa de la muerte de Dummy a la mujer de Dummy. Luego les echó la culpa a los peces. Y por último se echó la culpa a sí mismo, porque había sido él quien le enseñó el anuncio de la última página del Field and Stream, que ofrecía el envío de percas negras vivas a cualquier parte de los Estados Unidos.
Justo después de recibir las percas fue cuando Dummy empezó a actuar de forma extraña. Las percas le cambiaron toda la personalidad a Dummy. Eso es lo que mi padre afirmaba.
Nunca llegué a conocer el verdadero nombre de Dummy [dummy: bobo, tonto]. Si alguien lo sabía, nunca se lo oí decir. Era Dummy entonces, y hoy lo recuerdo como Dummy. Era un hombre pequeño y arrugado, calvo, bajo pero con mucha fuerza en brazos y piernas. Cuando se reía —muy raras veces—, los labios se le replegaban sobre los dientes pardos y mellados. Esto le daba un aire astuto. Cuando le hablabas, sus ojos acuosos se quedaban fijos en tu boca; y cuando no le hablabas los fijaba en cualquier parte imprevisible de tu cuerpo.
No creo que fuese sordo realmente. O al menos no tan sordo como pretendía hacer creer. Pero lo que no podía era hablar. Eso seguro.
Sordo o no, Dummy había trabajado de peón en el aserradero desde los años veinte. La empresa era la Cascade Lumber Company, de Yakima, Washington. En los años en que lo conocí trabajaba como mozo de la limpieza. Y en todo aquel tiempo no le vi nunca con nada diferente. Quiero decir distinto del sombrero de fieltro, la camisa de faena caqui, la chaqueta de tela vaquera y el mono. En los bolsillos de la chaqueta llevaba rollos de papel higiénico, pues entre sus tareas tenía a cargo la limpieza y suministro de los retretes. Y eso le daba trabajo, ya que los hombres del turno de noche solían salir del aserradero con uno o dos rollos en la tartera.
Dummy llevaba una linterna, aunque su turno era de día. Iba provisto también de llaves inglesas, alicates, destornilladores, cinta aislante, todo lo propio del personal de mantenimiento en un aserradero. Bien, y eso hacía que le tomaran el pelo, por cómo era y porque siempre acarreaba todo tipo de herramientas. De los que le tomaban el pelo a Dummy, los peores eran Carl Lowe, Ted Slade y Johnny Wait. Pero Dummy se lo tomaba con calma. Creo que se había acostumbrado a ello.
Mi padre jamás le tomaba el pelo a Dummy. Al menos, que yo supiera. Papá era un hombre grande, de hombros fuertes y pelo cortado a cepillo, con papada y tripa voluminosa. Dummy siempre estaba mirándole la panza. Entraba en el taller de afilado donde trabajaba mi padre, se sentaba en una banqueta y se quedaba mirándole la panza mientras papá aplicaba las grandes ruedas de esmeril al filo de las sierras.
Dummy tenía una casa tan buena como la de cualquiera.
Era una vivienda con cubierta de papel alquitranado situada cerca del río, a cinco o seis millas de la ciudad. A media milla de la parte trasera de la casa, al final de unos pastos, había una gran cantera de grava que el Estado había explotado para pavimentar las carreteras de los alrededores. Se habían excavado tres enormes fosas que con los años se llenaron de agua. Más tarde las tres se unieron y llegaron a ser una.
Era una charca profunda. Y de color negruzco.
Además de una casa, Dummy tenía una esposa. Era más joven que él, y se decía que andaba con mexicanos. Mi padre decía que eran chismes de metomentodo, de tipos como Lowe y Wait y Slade.
Era una mujer menuda y robusta con ojos pequeños y brillantes. La primera vez que la vi, me fijé en sus ojos. Fue una vez en que Pete Jensen y yo íbamos en bicicleta y nos paramos en su casa a pedir un vaso de agua.
Cuando abrió la puerta, le expliqué que era el hijo de Del Fraser. Y añadí:
—Trabaja con... —y me di cuenta a tiempo—. Ya sabe, con su marido. Estamos dando una vuelta en bici y hemos pensado pedirle un vaso de agua.
—Esperad aquí —dijo ella.
Volvió con una tacita de metal en cada mano. Yo me bebí la mía de un solo trago.
Y no nos ofreció más. Nos miró en silencio. Cuando nos montábamos en las bicicletas se acercó al borde del porche.
—Eh, chicos: si tuvierais coche, me daría una vuelta con vosotros.
Se sonrió de oreja a oreja. Me dio la impresión de que aquellos dientes eran demasiado grandes para su boca.
—Vamos —decidió Pete, y nos fuimos.
No había muchos sitios donde pescar percas en nuestra zona del Estado. Lo que más había era trucha arco iris, algo de trucha común y de Dolly Varden1 en algunos riachuelos de las montañas altas, y peces plateados en Blue Lake y Lake Rimrock. Normalmente esto era todo, si exceptuamos las migraciones de las truchas arco iris gigantes y de los salmones en algunos ríos del interior a finales del otoño. Pero si uno era pescador, bastaba con lo que había para no cruzarse de brazos. Nadie pescaba percas. Muchos conocidos míos no habían visto percas más que en fotografías. Pero mi padre había visto muchas de niño en Arkansas y Georgia, y, como Dummy era amigo suyo, tenía grandes esperanzas de ir a pescar con él las suyas.
Aquel día —cuando llegaron las percas— yo había ido a nadar a la piscina de la ciudad. Recuerdo que llegué a casa y volví a salir para ir a recogerlas, pues papá iba a echarle a Dummy una mano. Eran tres tanques que venían por paquete postal desde Baton Rouge, Louisiana.
Fuimos los tres en la camioneta de Dummy, papá y Dummy y yo.
Los tanques resultaron ser en realidad cubas, embaladas todas ellas en grandes cajas de pino. Las habían dejado en el suelo a la sombra, en un extremo de la estación, y papá y Dummy las subieron entre los dos, una a una, a la camioneta.
Dummy condujo con cuidado por la ciudad, y con idéntico cuidado hasta su casa. Atravesó su parcela sin pararse. Siguió y paró la camioneta a unos palmos de la charca. Para entonces casi había anochecido. Dejó los faros encendidos y sacó de debajo del asiento un martillo y un hierro de cambiar neumáticos. Luego, entre los dos, empujaron los embalajes hasta el borde del agua y se pusieron a abrir a golpes el primero.
Las cubas iban envueltas en arpillera, y las tapas tenían agujeros del tamaño de monedas de cinco centavos. Levantaron la tapa de la primera y Dummy alumbró el interior con la linterna.
Era como si un millón de diminutas percas bulleran allí dentro, en el agua. Un espectáculo de lo más extraño: todas aquellas criaturas vivas agitándose en el pequeño océano que había venido en aquel tren.
Dummy inclinó la cuba sobre el borde y vació su contenido en la charca. Cogió la linterna y alumbró la superficie del agua. Pero ya no podía verse nada. Lo que se oía era el canto de las ranas, pero a las ranas se las oía siempre en cuanto anochecía.
—Déjame las otras cajas —dijo mi padre, y se acercó a él en ademán de cogerle el martillo del bolsillo del mono. Pero Dummy retrocedió y sacudió la cabeza.
Abrió él mismo los embalajes restantes, y al hacerlo se hirió la mano y dejó oscuras gotas de sangre sobre uno de los listones.
A partir de aquella noche Dummy cambió.
Ya no dejaba acercarse por allí a nadie. Valló el pasto, y luego puso alambre de espino electrificado alrededor de la charca. Contaban que la alambrada le costó todos sus ahorros.
Mi padre, claro está, dejó de tener relación con Dummy a partir de entonces. A partir de que Dummy le impidió el paso. No es que no le dejara pescar, no, ya que las percas seguían siendo alevines, sino que no le dejaba siquiera echar un vistazo.
Una noche, dos años después —papá trabajaba de noche y yo le llevaba la comida y té helado—, encontré a mi padre hablando con Syd Glover, el encargado de mantenimiento. Nada más entrar, le oí decir:
—Por su forma de actuar, se diría que el muy chalado está casado con esos peces.
—Pues por lo que yo he oído —dijo Syd—, haría mejor poniendo la alambrada alrededor de su casa.
Entonces mi padre me vio, y vi cómo le hacía a Syd un gesto con los ojos.
Pero un mes después mi padre consiguió por fin que Dummy lo hiciera. Es decir: le explicó cómo tenía que deshacerse de las débiles para que se desarrollaran como es debido las restantes. Dummy se quedó allí de pie, tirándose de la oreja y mirando al suelo. Papá dijo que adelante, que, como había que hacerlo, bajaría él al día siguiente a encargarse de ello. Dummy, a decir verdad, en ningún momento dijo que sí. No dijo que no, simplemente. Lo único que hizo fue volver a tirarse de la oreja unas cuantas veces.
Cuando papá llegó a casa aquel día, yo estaba esperándole, ya listo. Había sacado sus viejos señuelos para percas y estaba probando con el dedo los anzuelos triples.
—¿Estás listo? —me gritó al saltar del coche—. Voy un momento al baño; pon las cosas dentro. Si quieres puedes llevar tú el coche.
Puse las cosas sobre el asiento trasero, y estaba probando el volante cuando lo vi salir con su sombrero de pesca y comiendo un trozo de pastel con las dos manos.
Mi madre, de pie en la puerta, nos miraba. Era una mujer de tez clara, con el pelo rubio peinado hacia atrás en un ceñido moño sujeto por una horquilla de bisutería. Me pregunto si salió alguna vez en aquellos días felices; o qué es lo que en realidad hacía.
Solté el freno de mano. Mi madre siguió mirando has ta que cambié todas las marchas, y entonces, aún sin sonreír, volvió a entrar en casa.
Hacía buena tarde. Llevábamos las ventanillas bajadas para que entrara el aire. Cruzamos el Moxee Bridge, torcimos hacia el oeste y tomamos Slater Road. Había campos de alfalfa a ambos lados de la carretera, y más adelante maizales.
Papá llevaba la mano fuera de la ventanilla. Dejaba que el viento se la empujara hacia atrás. No había duda de que se sentía inquieto.
No tardamos mucho en llegar a casa de Dummy. Salió; llevaba puesto su sombrero. Su mujer miraba por la ventana.
—¿Tienes preparada la sartén? —le gritó papá a Dummy, pero Dummy seguía allí quieto, mirando el coche—. ¡Eh, Dummy! —le llamó papá—. ¡Eh, Dummy, ¿dónde está tu caña, Dummy?
Dummy movió agitadamente la cabeza. Desplazó su peso de una pierna a otra y miró al suelo y luego nos miró a nosotros. Tenía la lengua sobre el labio inferior, y empezó a remover el polvo con el pie.
Me eché al hombro la cesta de pesca. Le alargué a papá su caña y cogí la mía.
—¿Nos vamos ya? —preguntó papá—. Eh, Dummy, ¿nos vamos ya?
Dummy se quitó el sombrero y, con la misma mano, se pasó la muñeca por la cabeza. Se dio la vuelta con gesto brusco, y lo seguimos por el mullido pasto. De trecho en trecho se alzaba una agachadiza de las matas de hierba que había al borde de los viejos surcos.
Al final del prado, el terreno descendía suavemente y se hacía seco y pedregoso, con matojos de ortigas y robles arbustivos diseminados aquí y allá. Torcimos hacia la derecha y seguimos un viejo sendero de huellas de coche y nos adentramos en un campo de algodoncillo que nos llegaba a la cintura. Los capullos secos que coronaban los tallos chasqueaban con violencia a nuestro paso. Al poco vi el brillo del agua por encima del hombro de Dummy, y le oí gritar a papá:
—¡Oh, Dios, mirad eso!
Pero Dummy aminoró el paso y siguió alzando la mano y echándose el sombrero hacia atrás y hacia adelante, y al final se paró en seco.
Papá dijo:
—Bien, ¿qué te parece, Dummy? ¿Te da igual un sitio que otro? ¿Por dónde quieres que empecemos?
Dummy se mojó el labio inferior.
—¿Qué es lo que te pasa, Dummy? —indagó papá—. Es tu charca, ¿no es eso?
Dummy bajó los ojos y se quitó una hormiga del mono.
—Bien, diablos —dijo papá, respirando al fin. Sacó el reloj—. Si te sigue pareciendo bien, será mejor que nos pongamos a ello antes de que anochezca.
Dummy se metió las manos en los bolsillos y se volvió hacia la charca. Siguió andando. Lo seguimos lentamente. Ahora veíamos toda la charca; las inquietas percas rizaban el agua. De cuando en cuando saltaba alguna limpiamente y volvía a zambullirse.
—Santo Dios —le oí exclamar a mi padre.
Avanzamos por un espacio abierto, una especie de playa de guijarros, y llegamos hasta la charca.
Papá se acercó a mí y se puso en cuclillas. Hice lo mismo. Miró el agua que teníamos delante, y cuando miró donde él miraba vi lo que le había hecho agacharse.
—¿Será posible? —susurró.
Una bandada de percas avanzaba lentamente por el agua; eran veinte, treinta, y ninguna de ellas de menos de dos libras. Cambiaron de dirección y se alejaron, y después dieron la vuelta y volvieron, y el grupo era tan denso que parecía que iban chocándose unas con otras. Veía sus grandes ojos de pesados párpados mirándonos al pasar. Volvieron a alejarse, y de nuevo se acercaron.
Lo estaban pidiendo. Daba igual que estuviéramos agachados o de pie. Las percas no nos prestaban la más mínima atención. Era algo digno de verse.
Nos quedamos allí sentados largo rato, mirando aquel montón de peces que nadaba a su aire tan inocentemente, mientras Dummy no paraba de estirarse los dedos y de mirar alrededor como si temiera que fuera a aparecer alguien. Aquí y allá, por toda la charca, las percas subían y asomaban el morro o brincaban limpiamente y volvían a zambullirse o ascendían hasta la superficie y nadaban con la aleta dorsal cortando el agua.
Papá dio la señal y nos levantamos para lanzar el sedal. No exagero: la excitación me hacía temblar. Apenas pude desclavar el señuelo del mango de corcho de la caña. En el momento en que trataba de preparar los anzuelos sentí que Dummy me agarraba el hombro con sus grandes dedos. Miré, y en respuesta Dummy dirigió la barbilla hacia papá. Lo que quería no podía estar más claro: una caña nada más.
Papá se quitó el sombrero y se lo volvió a poner y se acercó hasta donde yo estaba.
—Adelante, Jack —dijo—. Está bien, hijo... ahora hazlo.
Miré a Dummy justo antes de lanzar el sedal. Se le había puesto la cara rígida y un fino hilo de baba le caía por la barbilla.
—Respóndele a la mamona con fuerza cuando tire —dijo papá—. Estas hijas de perra tienen las bocas duras como picaportes.
Solté la palanca del freno y eché hacia atrás el brazo. Lancé el sedal a más de diez metros. El agua se encrespó antes incluso de que me diera tiempo a tensar el hilo.
—¡Dale! —gritó papá—. ¡Dale a esa hija de perra! ¡Dale fuerte!
Respondí muy fuerte, dos veces. La tenía, la tenía bien cogida. La caña se combó y brincó una y otra vez. Papá seguía gritándome qué hacer.
—¡Déjala, déjala! ¡Déjala correr! ¡Dale más hilo! ¡Ahora recoge! ¡Recoge! ¡No, déjala correr! ¡Ohhh...! ¡¿Estáis viendo eso?!
La perca bailaba de un lado a otro de la charca. Cada vez que salía fuera del agua, sacudía la cabeza con tanta violencia que hacía que el señuelo emitiera un vivo golpeteo. Luego volvía a alejarse por la charca. Pero al final acabé cansándola y teniéndola muy cerca. Era enorme, tal vez de seis o siete libras. Estaba de costado, vapuleada, con la boca abierta, haciendo trabajar las branquias. Mis rodillas estaban tan débiles que apenas podía tenerme en pie. Pero mantuve la caña en alto y el hilo tenso.
Papá entró en la charca en zapatos. Pero cuando llegó a la perca, Dummy empezó a farfullar y a sacudir la cabeza y a agitar los brazos.
—¿Y ahora qué diablos te pasa, Dummy? El chico ha cogido la perca más grande que he visto en mi vida, y no voy a dejarla ir, como hay Dios.
Dummy seguía en sus trece y hacía gestos en dirección a la charca.
—No tengo intención de soltar lo que ha pescado el chico. ¿Me oyes, Dummy? Estás muy equivocado si piensas que voy a hacerlo.
Dummy intentó cogerme el sedal. La perca, mientras tanto, había recuperado fuerzas. Se enderezó y volvió a alejarse nadando. Grité y perdí la cabeza y bajé de golpe el freno del carrete y empecé a recoger hilo. La perca emprendió una última carrera furiosa.
Y eso fue todo. El hilo se rompió. Por poco me caigo de espaldas.
—Vamonos, Jack —dijo papá, y le vi coger su caña—. Vámonos, antes de que le parta la cara a este maldito imbécil.
Aquel febrero el río se desbordó.
Había nevado mucho las primeras semanas de diciembre, y antes de Navidad hizo verdadero frío. El suelo se heló. La nieve quedó cuajada allí donde había caído. Pero hacia finales de enero azotó el viento cálido de las Montañas Rocosas. Una mañana, al despertar, lo oí golpear con violencia contra la casa y oí como caía del borde del tejado una especie de tenaz llovizna.
El viento azotó durante cinco días, y al tercero el río empezó a crecer.
—Ha subido a quince pies —dijo mi padre una noche por encima del periódico—. Tres pies más de lo que necesita para desbordarse. El viejo Dummy va a perder sus tesoros.
Yo quería bajar al Moxee Bridge a ver lo crecido que pasaba el río. Pero mi padre no me dejó. Dijo que una riada no era nada agradable de ver.
La máxima crecida tuvo lugar dos días después; luego el caudal empezó a descender.
Una semana más tarde, Orín Marshall y Danny Owens y yo fuimos en bicicleta una mañana a casa de Dummy. Dejamos las bicicletas y echamos a andar por el prado que lindaba con el terreno de Dummy.
Era un día húmedo, ventoso, de nubes oscuras y desgarradas que se desplazaban velozmente por el cielo. El terreno estaba empapado y no parábamos de meternos en charcos que surgían en medio de la hierba tupida. Danny, que en aquel tiempo estaba aprendiendo a maldecir, llenaba el aire con lo mejor de su repertorio cada vez que se metía en uno. Al final del prado vimos el río crecido. El agua seguía alta y fuera de su cauce, y se agolpaba alrededor de los troncos de los árboles y ganaba terreno a las orillas. Hacia la mitad del cauce la corriente se movía turbulenta y velozmente, y de cuando en cuando se veía flotar un arbusto, o un árbol con las ramas apuntando al cielo.
Al llegar a la alambrada de Dummy vimos una vaca que había quedado aprisionada contra ella. Tenía el cuerpo hinchado, y la piel brillante y gris. Era el primer cadáver de cualquier especie que veía en mi vida. Recuerdo que Orin cogió un palo y tocó con él sus ojos abiertos.
Seguimos la alambrada en dirección al río. No queríamos acercarnos a ella por temor a que siguiera estando electrificada. Pero al llegar al borde de lo que parecía un hondo canal, vimos que se había acabado la alambrada. El terreno se había hundido en el agua, sencillamente. Y con él se había hundido la alambrada.
Pasamos al otro lado y seguimos el nuevo canal, que se adentraba en el terreno de Dummy y desembocaba directamente en su charca; la atravesaba longitudinal mente y forzaba una salida al otro extremo, y torcía luego para unirse con el río más adelante.
No había duda de que la mayoría de las percas de Dummy había muerto. Pero las que se habían librado podían ir y venir a su antojo.
Entonces vi a Dummy. Y el verlo me asustó. Me acerqué a mis amigos, y los tres nos agachamos.
Dummy estaba de pie en el extremo más alejado de la charca, cerca del punto por donde el agua escapaba a raudales. Allí de pie, sin más: el hombre más triste que he visto en mi vida.
—Y sin embargo me da pena el viejo Dummy —dijo mi padre en la cena semanas después—. Claro que el pobre diablo se lo ha buscado él mismo. Pero uno no puede sino compadecerle.
Papá siguió contando que George Laycock había visto a la mujer de Dummy en el Sportsman’s Club con un tipo grande, un mexicano.
—Y eso no es nada...
Mi madre le lanzó una mirada penetrante, y luego me miró a mí. Pero yo seguí comiendo como si no hubiera oído nada.
Papá masculló:
—¡Maldita sea, Bea, el chico tiene edad más que suficiente!
Había cambiado mucho. Me refiero a Dummy. Ya no se acercaba a nadie si podía evitarlo. Y a nadie se le ocurría ya hacerle bromas, al menos desde que había perseguido a Carl Lowe con un largo madero de dos por cuatro (Carl le había dado un golpecito a su sombrero y lo había tirado al suelo). Pero lo peor de todo era que Dummy faltaba al trabajo uno o dos días a la semana, y se rumoreaba que lo iban a despedir.
—Ese hombre está perdiendo los estribos —dijo papá—. Acabará completamente loco si no se anda con ojo.
Un domingo por la tarde, días antes de mi cumpleaños, papá y yo limpiábamos el garaje. Era un día cálido e indolente. Podía verse el polvo suspendido en el aire. Mi madre salió a la puerta de atrás y dijo:
—Del, es para ti. Creo que es Vern.
Papá entró a lavarse, y le seguí. Cuando terminó de hablar, colgó y se volvió a nosotros.
—Dummy —dijo—. Ha matado a su mujer con un martillo y después se ha ahogado. Vern acaba de oírlo en la ciudad.
Cuando llegamos vimos coches aparcados por todas partes. La verja del prado estaba abierta, y vi huellas de neumáticos que se dirigían a la charca.
La puerta de tela metálica estaba entreabierta, sujeta por una caja, y allí estaba aquel hombre delgado, de cara picada de viruela, con pantalones amplios y camisa deportiva y pistolera sobaquera. Nos observó a papá y a mí mientras bajábamos del coche.
—Era amigo mío —le dijo papá al hombre.
El hombre meneó la cabeza.
—Me tiene sin cuidado lo que fuera. Váyase de aquí a menos que tenga que hacer algo concreto.
—¿Lo han encontrado? —dijo papá.
—Están rastreando —dijo el hombre, y se ajustó la pistola en la funda.
—¿Podríamos acercarnos? Era un buen amigo mío.
El hombre dijo:
—Arriésguese si quiere. Lo van a echar de allí: no diga que no se lo he advertido.
Nos adentramos en el prado y seguimos una senda casi idéntica a la del día de la pesca fallida. Había dos motoras recorriendo la charca, y sucias masas de gas de escape colgando sobre el agua. Vimos el sitio donde la crecida había comido el terreno y arrasado árboles y rocas. En las lanchas había hombres uniformados; rastreaban la charca aquí y allá, uno al timón y otro manejando la soga y los garfios.
Una ambulancia esperaba en la playa de guijarros donde papá y yo habíamos lanzado el sedal para pescar las percas de Dummy. Dos hombres de blanco se apoyaban sobre la trasera y fumaban cigarrillos.
Una de las lanchas paró el motor. Todos miramos. El hombre de popa se puso en pie y empezó a tirar hacia arriba con su soga. Al poco afloró a la superficie un brazo. Al parecer los garfios habían prendido a Dummy por un costado. El brazo se sumergió, y luego volvió a asomar junto con un bulto irreconocible.
No es él, pensé. Es algo que ha estado ahí abajo durante años.
El hombre de proa fue hasta la popa, y entre los dos hombres subieron el fardo empapado y lo hicieron descansar sobre un costado de la lancha.
Miré a papá. La cara que había puesto era muy extraña.
—Mujeres —dijo. Y añadió—: Ahí tienes lo que puede pasarte si te equivocas de mujer, Jack.
Pero no creo que creyese de verdad lo que decía. Creo que sencillamente no sabía a quién culpar o qué decir.
A partir de entonces creo que las cosas empezaron a irle mal a mi padre. Le pasó lo que a Dummy: ya no era el mismo. Aquel brazo saliendo del agua y volviendo a hundirse fue como un adiós a los buenos tiempos y una caída en los malos. Porque eso es lo que fueron los años que siguieron al día en que Dummy se quitó la vida ahogándose en aquella charca oscura.
¿Es eso lo sucede cuando muere un amigo? ¿La mala suerte para los camaradas que deja atrás?
Pero, como ya he dicho, Pearl Harbor y tener que volver a la granja de su padre tampoco le hicieron ningún bien a papá.
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