Raymond
Carver
(Clatskanie, Oregon, 1938 - Port Angeles, Washington, 1988)
Escribir un cuento
Allá por la mitad de los
sesenta empecé a notar los muchos problemas de concentración que me
asaltaban ante las obras narrativas voluminosas. Durante un tiempo
experimenté idéntica dificultad para leer tales obras como para
escribirlas. Mi atención se despistaba; y decidí que no me hallaba
en disposición de acometer la redacción de una novela. De todas
formas, se trata de una historia angustiosa y hablar de ello puede
resultar muy tedioso. Aunque no sea menos cierto que tuvo mucho que
ver, todo esto, con mi dedicación a la poesía y a la narración
corta. Verlo y soltarlo, sin pena alguna. Avanzar. Por ello perdí
toda ambición, toda gran ambición, cuando andaba por los
veintitantos años. Y creo que fue buena cosa que así me ocurriera.
La ambición, y la buena suerte son algo magnífico para un escritor
que desea hacerse como tal. Porque una ambición desmedida,
acompañada del infortunio, puede matarlo. Hay que tener talento.
Son muchos los escritores que
poseen un buen montón de talento; no conozco a escritor alguno que no
lo tenga. Pero la única manera posible de contemplar las cosas, la
única contemplación exacta, la única forma de expresar aquello que
se ha visto, requiere algo más. El mundo según Garp es, por
supuesto, el resultado de una visión maravillosa en consonancia con
John Irving. También hay un mundo en consonancia con Flannery O’Connor,
y otro con William Faulkner, y otro con Ernest Hemingway. Hay mundos
en consonancia con Cheever, Updike, Singer, Stanley Elkin, Ann
Beattie, Cynthia Ozick, Donald Barthelme, Mary Robinson, William
Kitredge, Barry Hannah, Ursula K. LeGuin... Cualquier gran escritor, o
simplemente buen escritor, elabora un mundo en consonancia con su
propia especificidad.
Tal cosa es consustancial al
estilo propio, aunque no se trate, únicamente, del estilo. Se trata,
en suma, de la firma inimitable que pone en todas sus cosas el
escritor. Este es su mundo y no otro. Esto es lo que diferencia a un
escritor de otro. No se trata de talento. Hay mucho talento a nuestro
alrededor. Pero un escritor que posea esa forma especial de contemplar
las cosas, y que sepa dar una expresión artística a sus
contemplaciones, tarda en encontrarse.
Decía Isak Dinesen que ella
escribía un poco todos los días, sin esperanza y sin desesperación.
Algún día escribiré ese lema en una ficha de tres por cinco, que
pegaré en la pared, detrás de mi escritorio... Entonces tendré al
menos es ficha escrita. “El esmero es la ÚNICA convicción moral del
escritor”. Lo dijo Ezra Pound. No lo es todo aunque signifique
cualquier cosa; pero si para el escritor tiene importancia esa “única
convicción moral”, deberá rastrearla sin desmayo.
Tengo clavada en mi pared una
ficha de tres por cinco, en la que escribí un lema tomado de un
relato de Chejov:... Y súbitamente todo empezó a aclarársele.
Sentí que esas palabras contenían la maravilla de lo posible. Amo su
claridad, su sencillez; amo la muy alta revelación que hay en ellas.
Palabras que también tienen su misterio. Porque, ¿qué era lo que
antes permanecía en la oscuridad? ¿Qué es lo que comienza a
aclararse? ¿Qué está pasando? Bien podría ser la consecuencia de
un súbito despertar,. Siento una gran sensación de alivio por
haberme anticipado a ello.
Una vez escuché al escritor
Geoffrey Wolff decir a un grupo de estudiantes: No a los juegos
triviales. También eso pasó a una ficha de tres por cinco. Solo
que con una leve corrección: No jugar. Odio los juegos. Al primer
signo de juego o de truco en una narración, sea trivial o elaborado,
cierro el libro. Los juegos literarios se han convertido últimamente
en una pesada carga, que yo, sin embargo, puedo estibar fácilmente
sólo con no prestarles la atención que reclaman. Pero también una
escritura minuciosa, puntillosa, o plúmbea, pueden echarme a dormir.
El escritor no necesita de juegos ni de trucos para hacer sentir cosas
a sus lectores. Aún a riesgo de parecer trivial, el escritor debe
evitar el bostezo, el espanto de sus lectores.
Hace unos meses, en el New York
Times Books Review John Barth decía que, hace diez años, la gran
mayoría de los estudiantes que participaban en sus seminarios de
literatura estaban altamente interesados en la “innovación formal”,
y eso, hasta no hace mucho, era objeto de atención. Se lamentaba
Barth, en su artículo, porque en los ochenta han sido muchos los
escritores entregados a la creación de novelas ligeras y hasta “pop”.
Argüía que el experimentalismo debe hacerse siempre en los
márgenes, en paralelo con las concepciones más libres. Por mi parte,
debo confesar que me ataca un poco los nervios oír hablar de “innovaciones
formales” en la narración. Muy a menudo, la “experimentación”
no es más que un pretexto para la falta de imaginación, para la
vacuidad absoluta. Muy a menudo no es más que una licencia que se
toma el autor para alienar —y maltratar, incluso— a sus lectores.
Esa escritura, con harta frecuencia, nos despoja de cualquier noticia
acerca del mundo; se limita a describir una desierta tierra de nadie,
en la que pululan lagartos sobre algunas dunas, pero en la que no hay
gente; una tierra sin habitar por algún ser humano reconocible; un
lugar que quizá solo resulte interesante par un puñado de
especializadísimos científicos.
Sí puede haber, no obstante, una
experimentación literaria original que llene de regocijo a los
lectores. Pero esa manera de ver las cosas —Barthelme, por ejemplo—
no puede ser imitada luego por otro escritor. Eso no sería trabajar.
Sólo hay un Barthelme, y un escritor cualquiera que tratase de
apropiarse de su peculiar sensibilidad, de su mise en scene,
bajo el pretexto de la innovación, no llegará sino al caos, a la
dispersión y, lo que es peor, a la decepción de sí mismo. La
experimentación de veras será algo nuevo, como pedía Pound, y
deberá dar con sus propios hallazgos. Aunque si el escritor se
desprende de su sensibilidad no hará otra cosa que transmitirnos
noticias de su mundo.
Tanto en la poesía como en la
narración breve, es posible hablar de lugares comunes y de cosas
usadas comúnmente con un lenguaje claro, y dotar a esos objetos —una
silla, la cortina de una ventana, un tenedor, una piedra, un pendiente
de mujer— con los atributos de lo inmenso, con un poder renovado. Es
posible escribir un diálogo aparentemente inocuo que, sin embargo,
provoque un escalofrío en la espina dorsal del lector, como bien lo
demuestran las delicias debidas a Navokov. Esa es de entre los
escritores, la clase que más me interesa. Odio, por el contrario, la
escritura sucia o coyuntural que se disfraza con los hábitos de la
experimentación o con la supuesta zafiedad que se atribuye a un
supuesto realismo. En el maravilloso cuento de Isaak Babel, Guy de
Maupassant, el narrador dice acerca de la escritura: Ningún
hierro puede despedazar tan fuertemente el corazón como un punto
puesto en el lugar que le corresponde. Eso también merece figurar
en una ficha de tres por cinco.
En una ocasión decía Evan
Connell que supo de la conclusión de uno de sus cuentos cuando se
descubrió quitando las comas mientras leía lo escrito, y
volviéndolas a poner después, en una nueva lectura, allá donde
antes estuvieran. Me gusta ese procedimiento de trabajo, me merece un
gran respeto tanto cuidado. Porque eso es lo que hacemos, a fin de
cuentas. Hacemos palabra y deben ser palabras escogidas, puntuadas en
donde corresponda, para que puedan significar lo que en verdad
pretenden. Si las palabras están en fuerte maridaje con las emociones
del escritor, o si son imprecisas e inútiles para la expresión de
cualquier razonamiento —si las palabras resultan oscuras,
enrevesadas— los ojos del lector deberán volver sobre ellas y nada
habremos ganado. El propio sentido de lo artístico que tenga el autor
no debe ser comprometido por nosotros. Henry James llamó “especificación
endeble” a este tipo de desafortunada escritura.
Tengo amigos que me cuentan que
debe acelerar la conclusión de uno de sus libros porque necesitan el
dinero o porque sus editores, o sus esposas, les apremian a ello. “Lo
haría mejor si tuviera más tiempo”, dicen. No sé qué decir
cuando un amigo novelista me suelta algo parecido. Ese no es mi
problema. Pero si el escritor no elabora su obra de acuerdo con sus
posibilidades y deseos, ¿por qué ocurre tal cosa? Pues en definitiva
sólo podemos llevarnos a la tumba la satisfacción de haber hecho lo
mejor, de haber elaborado una obra que nos deje contentos. Me
gustaría decir a mis amigos escritores cuál es la mejor manera de
llegar a la cumbre. No debería ser tan difícil, y debe ser tanto o
más honesto que encontrar un lugar querido para vivir. Un punto desde
el que desarrollar tus habilidades, tus talentos, sin justificaciones
ni excusas. Sin lamentaciones, sin necesidad de explicarse.
En un ensayo titulado Writing
Short Stories, Flannery O’Connor habla de la escritura como de
un acto de descubrimiento. Dice O’Connor que ella, muy a menudo, no
sabe a dónde va cuando se sienta a escribir una historia, un
cuento... Dice que se ve asaltada por la duda de que los escritores
sepan realmente a dónde van cuando inician la redacción de un texto.
Habla ella de la “piadosa gente del pueblo”, para poner un ejemplo
de cómo jamás sabe cuál será la conclusión de un cuento hasta que
está próxima al final:
Cuando comencé a escribir el cuento no sabía que
Ph.D. acabaría con una pierna de madera. Una buena mañana me
descubrí a mí misma haciendo la descripción de dos mujeres de las
que sabía algo, y cuando acabé vi que le había dado a una de ellas
una hija con una pierna de madera. Recordé al marino bíblico, pero
no sabía qué hacer con él. No sabía que robaba una pierna de
madera diez o doce líneas antes de que lo hiciera, pero en cuanto me
topé con eso supe que era lo que tenía que pasar, que era
inevitable.
Cuando leí esto
hace unos cuantos años, me chocó el que alguien pudiera escribir de
esa manera. Me pereció descorazonador, acaso un secreto, y creí que
jamás sería capaz de hacer algo semejante. Aunque algo me decía que
aquel era el camino ineludible para llegar al cuento. Me recuerdo
leyendo una y otra vez el ejemplo de O’Connor.
Al fin tomé asiento y me puse a
escribir una historia muy bonita, de la que su primera frase me dio la
pauta a seguir. Durante días y más días, sin embargo, pensé mucho
en esa frase: Él pasaba la aspiradora cuando sonó el teléfono.
Sabía que la historia se encontraba allí, que de esas palabras
brotaba su esencia. Sentí hasta los huesos que a partir de ese
comienzo podría crecer, hacerse el cuento, si le dedicaba el tiempo
necesario. Y encontré ese tiempo un buen día, a razón de doce o
quince horas de trabajo. Después de la primera frase, de esa primera
frase escrita una buena mañana, brotaron otras frases complementarias
para complementarla.
Puedo decir que escribí el relato
como si escribiera un poema: una línea; y otra debajo; y otra más.
Maravillosamente pronto vi la historia y supe que era mía, la única
por la que había esperado ponerme a escribir.
Me gusta hacerlo así cuando
siento que una nueva historia me amenaza. Y siento que de esa propia
amenaza puede surgir el texto. En ella se contiene la tensión, el
sentimiento de que algo va a ocurrir, la certeza de que las cosas
están como dormidas y prestas a despertar; e incluso la sensación de
que no puede surgir de ello una historia. Pues esa tensión es parte
fundamental de la historia, en tanto que las palabras convenientemente
unidas pueden irla desvelando, cobrando forma ene l cuento. Y también
son importantes las cosas que dejamos fuera, pues aún desechándolas
siguen implícitas en la narración, en ese espacio bruñido (y a
veces fragmentario e inestable) que es sustrato de todas las cosas.
La definición que da V.S.
Pritcher del cuento como “algo vislumbrado con el rabillo del ojo”,
otorga a la mirada furtiva categoría de integrante del cuento.
Primero es la mirada. Luego esa mirada ilumina un instante susceptible
de ser narrado. Y de ahí se derivan las consecuencias y significados.
Por ello deberá el cuentista sopesar detenidamente cada una de sus
miradas y valores en su propio poder descriptivo. Así podrá aplicar
su inteligencia, y su lenguaje literario (su talento), al propio
sentido de la proporción, de la medida de las cosas: cómo son y
cómo las ve el escritor; de qué manera diferente a las de los más
las contempla. Ello precisa de un lenguaje claro y concreto; de un
lenguaje para la descripción viva y en detalle que arroje la luz más
necesaria al cuento que ofrecemos al lector. Esos detalles requieren,
para concretarse y alcanzar un significado, un lenguaje preciso, el
más preciso que pueda hallarse. Las palabras serán todo lo precisas
que necesite un tono más llano, pues así podrán contener algo. Lo
cual significa que, usadas correctamente, pueden hacer sonar todas las
notas, manifestar todos los registros.
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