Raymond
Carver
(Clatskanie, Oregon, 1938 - Port Angeles, Washington, 1988)
Escuela nocturna
(“Night School”)
Originalmente publicado en North American Review (1971)
Will You Please Be Quiet, Please? (1976)
Collected Stories (2009)
Mi matrimonio se acababa de venir abajo. Yo no encontraba trabajo. Tenía otra chica. Pero estaba fuera de la ciudad. Total que estaba en un bar tomándome una cerveza, y había dos mujeres sentadas unos taburetes más allá, y una de ellas empezó a hablarme.
—¿Tienes coche?
—Sí, pero no lo he traído —dije.
El coche lo tenía mi mujer. Yo estaba viviendo con mis padres. A veces les cogía el coche. Pero aquella noche había salido a pie.
La otra mujer me miró. Tenían las dos unos cuarenta años, quizá más. La primera le dijo a la segunda:
—¿Qué le has preguntado?
—Que si tenía coche.
—¿Así que tienes coche? —me dijo la segunda mujer.
—Se lo estaba explicando. Tengo coche. Pero no lo he traído —dije.
—Eso no nos sirve de gran cosa —dijo ella.
La primera mujer rió.
—Hemos tenido una idea genial y necesitamos un coche para ponerla en práctica. Qué pena. —Se volvió al camarero y le pidió otras dos cervezas.
Yo había estado haciendo durar la mía, pero ahora me bebí de un trago lo que quedaba pensando que a lo mejor me invitaban a otra. Pero no.
—¿Qué haces? —me preguntó la primera mujer.
—¿Ahora mismo? Nada —dije—. A veces, cuando puedo, voy a clase.
—Va a clase —le dijo a su amiga—. Es estudiante. ¿Y adonde vas a clase?
—Por ahí —dije.
—Te lo dije —dijo la mujer—. ¿No tiene pinta de estudiante?
—¿Y de qué son las clases? —dijo la segunda mujer.
—De todo —dije yo.
—Me refiero a qué piensas hacer —dijo—. ¿Cuál es tu gran meta en la vida? Todo el mundo tiene una gran meta en la vida.
Levanté el vaso en dirección al barman. Vino, lo cogió y me sirvió otra cerveza. Pagué con unas cuantas monedas; de los dos dólares con los que había empezado hacía un par de horas me quedaban sólo treinta centavos.
La mujer seguía esperando.
—Enseñar. Enseñar en un colegio —dije.
—Quiere ser profesor —dijo ella.
Bebía a sorbos mi cerveza. Alguien metió una moneda en la máquina de discos y empezó a sonar una canción que le gustaba a mi mujer. Miré a mi alrededor. Cerca de la entrada había dos hombres jugando al tejo. La puerta estaba abierta; afuera había oscurecido.
—Nosotras también somos estudiantes —dijo la primera mujer—. Vamos a la escuela.
—A clases nocturnas —dijo su amiga—. Tenemos clase de lectura los lunes por la noche.
La primera mujer dijo:
—¿Por qué no te vienes más cerca, profesor? Así no tendremos que chillar.
Cogí la cerveza y los cigarrillos y me corrí dos taburetes.
—Así está mejor —dijo ella—. Bien, decías que estabas estudiando…
—Sí, a veces. Pero no en este momento —dije.
—¿Dónde?
—En una escuela superior del estado.
—Eso está bien —dijo ella—. Ahora me acuerdo. —Miró a su amiga—. ¿Has oído hablar de un profesor que enseña allí que se llama Patterson? Da clases a adultos. Es el que nos da la clase de los lunes. Me recuerdas mucho a Patterson.
Las dos mujeres se miraron y rieron.
—No te lo tomes a mal —dijo la primera—. Es una broma entre nosotras. ¿Le decimos lo que pensábamos hacer, Edith? ¿Se lo decimos?
Edith no respondió. Se tomó un trago de cerveza y entornó los ojos al mirarse, al mirarnos a los tres, en el espejo del otro lado de la barra.
—Estábamos pensando —siguió diciendo la primera mujer— que si tuviéramos un coche iríamos a verle. A Patterson. ¿No es eso, Edith?
Edith rió para sí misma. Se acabó la cerveza y pidió una ronda, para mí también. Pagó con un billete de cinco dólares.
—A Patterson le gusta echar un trago —dijo Edith.
—Y que lo digas —dijo su amiga. Se volvió hacia mí—: Un día hablamos de eso en clase. Patterson decía que siempre bebe vino en las comidas, y uno o dos whiskies antes de cenar.
—¿De qué es la clase? —dije.
—La clase de lectura que nos da Patterson. A Patterson le gusta hablar de todo un poco.
—Estamos aprendiendo a leer —dijo Edith—. ¿Te lo puedes creer?
—A mí me gustaría leer a Hemingway y ese tipo de cosas —dijo la otra mujer—. Pero Patterson nos hace leer cuentos de los del Reader’s Digest.
—Nos hace un examen todos los lunes —dijo Edith—. Pero Patterson es un tipo majo. No le importarla que pasáramos por su casa a tomar una copa. Aunque poco podría hacer si le importase. Sabemos cosas de él. De Patterson —dijo.
—Tenemos la noche libre —dijo su amiga—. Pero el coche de Edith está en el taller.
—Si tuviéramos coche, iríamos a verle —dijo Edith. Me miró—. Podrías decirle a Patterson que quieres ser profesor. Tendríais algo en común. —Me terminé la cerveza. No había comido nada en todo el día, sólo unos cacahuetes. Me costaba seguir escuchando, seguir hablando.
—Pon otras tres, Jerry, por favor —le dijo la primera mujer al barman.
—Gracias —dije.
—Te llevarías bien con Patterson —dijo Edith.
—Pues llámale —dije. Pensaba que hablaban por hablar.
—No, ni hablar —dijo ella—. Podría poner cualquier excusa. Nos presentamos allá, en su portal, y así tendrá que dejarnos pasar. —Dio unos sorbos de cerveza.
—¡Pues vámonos! —dijo la primera mujer—. ¿A qué esperamos? ¿Dónde has dicho que tienes el coche?
—Tengo un coche a unas manzanas de aquí —dije—. Pero no sé…
—¿Quieres venir o no quieres venir? —dijo Edith.
—Dice que sí —dijo su amiga—. Nos llevaremos seis latas de cerveza.
—No tengo más que treinta centavos —dije.
—¿Y quién necesita tu maldito dinero? —dijo Edith—. Necesitamos tu maldito coche. Jerry, pon otras tres. Y un cartón de seis para llevar.
—Estas a la salud de Patterson —dijo la primera mujer cuando llegaron las cervezas—. Por Patterson y sus refinadas copas.
—Vamos a hacerle echar la papilla —dijo Edith.
—Bebe —dijo su amiga.
Íbamos por la acera, hacia el sur, hacia las afueras. Yo entre las dos mujeres. Eran cerca de las diez.
—Me tomaría una cerveza de ésas —dije.
—Pues cógela —dijo Edith.
Abrió la bolsa; metí la mano y saqué una lata.
—Creemos que estará en casa —dijo Edith.
—Patterson —dijo la otra—. No estamos seguras. Pero creemos que estará.
—¿Falta mucho? —dijo Edith.
Me paré, levanté la lata y me bebí media de un trago.
—La manzana siguiente —dije—. Estoy viviendo con mis padres. Es su casa.
—No hay nada malo en ello, supongo —dijo Edith—. Pero me parece que eres un poco mayorcito para eso.
—Eso no ha sido cortés, Edith —dijo su amiga.
—Bien, yo soy así —dijo Edith—. Tendrá que acostumbrarse, eso es todo. Soy así.
—Es así —dijo su amiga.
Apuré la cerveza y tiré la lata a unos matorrales.
—¿Y ahora cuánto falta? —dijo Edith.
—Ya estamos. Aquí es. A ver si puedo coger las llaves del coche —dije.
—Bien, date prisa —dijo Edith.
—Te esperamos fuera —dijo su amiga.
—¡Dios! —dijo Edith.
Abrí con la llave y bajé. Mi padre estaba en pijama, viendo la televisión. El apartamento estaba caldeado; me quedé unos segundos apoyado contra un lado de la puerta y me pasé la mano por los ojos.
—Me estaba tomando unas cervezas —dije—. ¿Qué estás viendo?
—Una de John Wayne —dijo mi padre—. Es muy buena. Siéntate a verla. Tu madre aún no ha llegado.
Mi madre trabajaba en el turno de tarde en Paul’s, un restaurante hofbrau. Mi padre no trabajaba. Antes trabajaba en los bosques, pero tuvo un accidente. Le dieron una indemnización, pero ya no le quedaba casi nada. Cuando mi mujer me dejó, le pedí un préstamo de doscientos dólares, pero me lo negó. Cuando lo hacía se le saltaban las lágrimas, y me dijo que esperaba que no le guardara rencor. Yo le dije que no importaba, que no le guardaría rencor.
Sabía que esta vez también me diría que no. Pero me senté en el otro extremo del sofá y dije:
—He conocido a un par de mujeres que me piden que las lleve a casa en coche.
—¿Y qué les has dicho? —dijo él.
—Me están esperando en la escalera —dije.
—Pues déjalas que esperen —dijo él—. Ya aparecerá alguien. No querrás mezclarte en eso, ¿eh? —Sacudió la cabeza—. ¿No les habrás dicho cuál es nuestra casa? ¿No estarán de veras arriba? —Se movió en el sofá y volvió a mirar la televisión—. Además, tu madre se ha llevado las llaves. —Asintió con la cabeza despacio, sin dejar de mirar la pantalla.
—No importa —dije—. No necesito el coche. No voy a ir a ninguna parte.
Me levanté y miré el recibidor, donde dormía en un catre. En una mesa, al lado del catre, había un cenicero, un despertador Lux y unos cuantos libros de bolsillo viejos. Solía irme a la cama hacia las doce de la noche, y me quedaba leyendo hasta que las líneas se hacían borrosas y me dormía con la luz encendida y el libro en las manos. En uno de los libros que estaba leyendo había una cosa que recordaba haberle contado a mi mujer. Me había impresionado terriblemente. Un hombre tiene una pesadilla y sueña que está soñando y que se despierta y ve a un hombre en la ventana de su dormitorio. El hombre que sueña está tan aterrorizado que no puede moverse, que no puede apenas respirar. El hombre de la ventana mira hacia el interior de su cuarto y luego empieza a forzar el marco de tela metálica. El hombre que sueña no puede moverse. Querría gritar, pero le falta el aliento. Entonces aparece la luna detrás de una nube, y el que sueña en la pesadilla reconoce al intruso. Es su mejor amigo, el mejor amigo del que sueña pero un perfecto desconocido para el que está teniendo la pesadilla.
Mientras se lo contaba a mi mujer se me subía la sangre a la cara y se me ponían los pelos de punta. Pero a ella no le interesaba.
—No es más que literatura —había dicho—. Ser traicionado por alguien de tu propia familia, eso sí que es una auténtica pesadilla.
Oía cómo zarandeaban la puerta de fuera. Oía pasos en la acera, por encima de mi ventana.
—¡Maldito hijo de puta! —le oí a Edith.
Me metí en el cuarto de baño y me quedé dentro un buen rato. Luego subí y salí a la calle. Había refrescado; me subí la cremallera de la cazadora. Eché a andar hacia Paul’s. Si llegaba antes de que mi madre saliera del trabajo podría tomarme un sandwich de pavo. Luego podría irme hasta el quiosco de Kirby a ojear unas revistas. Y luego me iría a casa, me metería en la cama y leería alguno de los libros hasta que me venciera el sueño.
Las mujeres no estaban cuando salí, y seguro que tampoco estarían cuando volviera.
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