Raymond Carver
(Clatskanie, Oregon, 1938 - Port Angeles, Washington, 1988)

La esposa del estudiante
(“The Student's Wife”)
Originalmente publicado en Carolina Quarterly (1964)
Will You Please Be Quiet, Please? (1976)
Where I’m Calling From (1988)
Collected Stories (2009)



      Había estado leyéndole cosas de Rilke, un poeta que él admiraba, cuando ella se quedó dormida con la cabeza sobre su almohada. Le gustaba leer en alto, y leía bien: una voz segura que ora se hacía grave y sombría, ora se alzaba o se inflamaba. Cuando leía nunca apartaba la vista de la página, y sólo se detenía para alargar la mano hasta la mesilla a coger un cigarrillo. Era una voz rica que la sumía en sueños de caravanas que partían de ciudades amuralladas, y de hombres barbados con largas túnicas. Le había escuchado durante unos minutos, y había cerrado los ojos y se había dormido.
       Él siguió leyendo en voz alta. Los niños llevaban horas dormidos, y afuera, de cuando en cuando, se oía el sonido de unos neumáticos sobre el asfalto mojado. Al rato dejó el libro y se volvió en la cama para alcanzar la lámpara. Ella abrió de pronto los ojos, como asustada, y parpadeó dos o tres veces. Sus párpados le parecieron extrañamente oscuros y carnosos al moverse de arriba abajo sobre aquellos ojos fijos y vidriosos. Se quedó mirándola, y luego preguntó:
       —¿Estás soñando?
       Ella asintió con la cabeza, levantó la mano y se tocó con los dedos los rulos de plástico de ambos lados de la cabeza. Mañana, viernes, era el día que dedicaba a los niños de cuatro a siete años de los apartamentos Woodlawn. Siguió mirándola apoyado sobre un codo, y al mismo tiempo trató de poner bien la colcha con la mano libre. Ella tenía un rostro de piel suave y prominentes pómulos; los pómulos —según insistía a veces a los amigos— le venían de su padre, que tenía una cuarta parte de sangre Nez Perce.
       Luego ella dijo:
       —Mike, hazme un sandwich pequeño de cualquier cosa. Pon mantequilla y lechuga, y el pan con sal.
       Él no hizo ni dijo nada porque quería dormir. Pero cuando abrió los ojos vio que ella seguía despierta, mirándole.
       —¿Es que no te puedes dormir, Nan? —dijo, en tono solemne—. Es tarde.
       —Antes querría comer algo —dijo ella—. Me duelen las piernas y los brazos, no sé por qué. Y tengo hambre.
       Él se quejó con ruido mientras se levantaba de la cama.
       Le preparó el sandwich y se lo trajo en un platillo. Ella se incorporó y sonrió al verle entrar en el dormitorio; luego se acomodó una almohada a la espalda y cogió el platillo. Parecía —pensó él— una enferma de hospital, con su camisón blanco.
       —Qué sueño más extraño he tenido.
       —¿Qué soñabas? —dijo él, metiéndose en la cama y dándose la vuelta hacia su lado, de espaldas a ella. Se quedó mirando fijamente la mesilla, esperando. Luego cerró los ojos despacio.
       —¿De verdad quieres que te lo cuente? —dijo ella.
       —Sí, claro —dijo él.
       Ella se recostó cómodamente sobre la almohada y se quitó una miga del labio.
       —Bien. Era como uno de esos sueños largos donde suceden cosas y cosas, ya sabes, donde se van dando todo tipo de relaciones, pero ahora no puedo recordarlo punto por punto. Al despertar lo tenía todo muy claro, pero ahora empieza a desdibujarse. ¿Cuánto hace que duermo, Mike? Bueno, imagino que no importa demasiado. De todas formas, creo que estábamos pasando la noche en alguna parte. No sé dónde estaban los niños, pero el caso es que tú y yo estábamos solos en un pequeño hotel o algo por el estilo. Al pie de un lago que no conocíamos. Había otra pareja algo mayor que nosotros que quería invitarnos a ir en su motora. —Rió al recordarlo, y se inclinó hacia adelante apartándose de la almohada—. Lo siguiente que recuerdo es que estábamos ya en el embarcadero. Pero resulta que sólo tenían un asiento en la motora, una especie de banco en la proa en el que no cabían más que tres personas. Tú y yo empezamos a discutir sobre cuál de los dos se iba a sacrificar y se sentaría en la popa. Tú decías que tú, y yo decía que yo. Pero al final fui yo la que se sentó toda apretujada en la popa. El sitio era tan estrecho que me dolían las piernas, y además tenía miedo de que el agua fuera a entrarme por la borda. Y entonces me desperté.
       —Un sueño interesante —acertó a decir él, y, adormilado como estaba, sintió que debía añadir algo—. ¿Te acuerdas de Bonnie Travis? ¿La mujer de Fred Travis? Decía que solía tener sueños en color.
       Ella miró el sandwich que tenía en la mano y pegó un bocado. Cuando lo acabó de tragar, se pasó la lengua por debajo de los labios, y mientras sostenía el platillo sobre el regazo echó las manos atrás y mulló la almohada. Luego sonrió y se recostó otra vez sobre la almohada.
       —¿Te acuerdas de la vez que pasamos la noche en el Tilton River, Mike? ¿Que pescaste aquel pez enorme a la mañana siguiente? —Le puso una mano sobre el hombro—. ¿Te acuerdas? —dijo.
       Ella sí se acordaba. Después de haber pensado en ello raras veces durante los últimos años, últimamente había empezado a recordarlo. Fue un mes o dos después de casarse, durante un fin de semana que pasaron fuera. Aquella noche se sentaron junto a una pequeña fogata —habían puesto una sandía en el agua helada del río—, y ella preparó una cena a base de huevos fritos, carne y judías de lata, y huevos fritos, tortitas y carne de lata a la mañana siguiente, en la misma sartén ennegrecida. Había quemado la sartén dos veces, y no consiguieron en ningún momento hacer hervir el agua del café, pero fue una de las veces en que mejor se lo pasaron. Recordó que aquella noche también le había leído en voz alta: poemas de Elizabeth Browning y unas cuantas cuartetas del Rubáiyyát. Se pusieron tantas mantas encima aquella noche que apenas había podido girar los pies de tanto peso. A la mañana siguiente él consiguió que picara una trucha enorme, y los que pasaban por la carretera que bordeaba el río se paraban para ver cómo la sacaba con la caña.
       —¿Eh? ¿Te acuerdas o no? —dijo, dándole unas palmaditas en el hombro—. ¿Mike?
       —Sí, me acuerdo —dijo él. Se movió un poco en su sitio y abrió los ojos. No lo recordaba muy bien, se dijo. De lo que sí se acordaba era de un pelo esmeradamente peinado y de ruidosas e inmaduras ideas sobre la vida y el arte, y era algo que no quería recordar.
       —Eso fue hace mucho tiempo, Nan —dijo.
       —Acabábamos de terminar la secundaria. Aún ibas a la universidad —dijo ella.
       Él aguardó, y al cabo se alzó sobre un brazo y volvió la cabeza para mirarla por encima del hombro.
       —¿Te terminas el sandwich, Nan?
       Ella seguía incorporada en la cama. Asintió con la cabeza y le tendió el platillo.
       —Apago la luz —dijo él.
       —Si quieres… —dijo ella.
       Él volvió a deslizarse dentro de la cama y estiró un pie hasta tocar los de ella. Se quedó inmóvil unos instantes, y luego trató de relajarse.
       —Mike, ¿no estás dormido, verdad?
       —No —dijo él—. En absoluto.
       —Bien, pues no te duermas antes que yo —dijo ella—. No quiero quedarme despierta yo sola.
       Él no respondió, pero se acercó un poco más a ella sin dejar su lado de la cama. Cuando ella le puso un brazo encima y le posó la palma de la mano sobre el pecho, él le cogió los dedos y se los apretó ligeramente. Pero un instante después la mano se le cayó sola sobre la cama; suspiró.
       —¿Mike? ¿Cariño? Me gustaría que me dieras un masaje en las piernas. Me duelen —dijo.
       —Dios —dijo él, bajito—. Estaba completamente dormido.
       —Quisiera que me dieras un masaje en las piernas, y que me hables. Los hombros también me duelen. Pero más las piernas.
       Él se dio la vuelta y empezó a friccionarle las piernas; luego se quedó dormido de nuevo con una mano en la cadera de ella.
       —¿Mike?
       —¿Qué, Nan? Dime qué es lo que quieres.
       —Me gustaría que me dieras masajes por todo el cuerpo —dijo ella, echándose boca arriba—. Esta noche me duelen las piernas, y los brazos. —Levantó las rodillas para hacer como una carpa con las mantas.
       Él abrió los ojos fugazmente en la oscuridad, y los volvió a cerrar.
       —Los dolores del crecimiento, ¿eh?
       —Oh, Dios, sí —dijo ella, moviendo los dedos de los pies, feliz de haberle hecho decir algo—. A los diez u once años ya era tan alta como ahora. ¡Tenías que haberme visto! En aquel tiempo crecí tan rápido que me dolían las piernas y los brazos todo el tiempo. ¿Tú no?
       —¿Yo no qué?
       —¿No notabas nunca cómo crecías?
       —No, que yo recuerde.
       Al cabo él se incorporó sobre un codo, encendió una cerilla y miró el despertador. Apoyó la cabeza sobre el lado fresco de la almohada después de darle la vuelta.
       Ella dijo:
       —Estás dormido, Mike. Me gustaría que tuvieras ganas de hablar.
       —De acuerdo —dijo él sin moverse.
       —Abrázame y haz que me duerma. No puedo dormirme —dijo ella.
       Él se dio la vuelta hacia ella, que se había girado hacia la pared en su lado de la cama, y le pasó un brazo por el hombro.
       —¿Mike?
       Él le dio unos golpecitos en un pie con los dedos del suyo.
       —¿Por qué no me dices todas las cosas que te gustan y las cosas que no te gustan?
       —No se me ocurre ninguna en este momento —dijo él—. Dime tú las tuyas, si quieres —dijo.
       —Si prometes decirme luego las tuyas. ¿Me lo prometes?
       Él volvió a darle unos golpecitos en el pie.
       —Bien… —dijo ella, y se puso boca arriba, complacida—. Me gusta la buena comida, los bistecs con patatas cocidas y doradas a la sartén, ese tipo de cosas. Me gustan los buenos libros y las buenas revistas; viajar en tren de noche, ir en avión, al menos cuando he tenido la oportunidad. —Se detuvo—. Claro que no lo he dicho por orden de preferencia. Tendría que pensarlo si tuviera que decirlas por orden de preferencia. Pero me gusta eso, volar en avión. Hay un momento, cuando despegas, en que sientes que te da igual lo que suceda. —Le puso una pierna encima del tobillo—. Me gusta quedarme levantada por la noche hasta muy tarde y luego quedarme en la cama toda la mañana. Me gustaría que pudiéramos hacerlo continuamente, no sólo de tiempo en tiempo. Y me gusta el sexo. Me gusta que de vez en cuando me toquen cuando no lo espero. Me gusta ir al cine, y luego beber cerveza con los amigos. Me gusta tener amigos. Me gusta mucho Janice Hendricks. Me gustaría ir a bailar por lo menos una vez a la semana. Me gustaría tener siempre ropa bonita. Me gustaría poder comprarles a los niños ropa bonita cada vez que la necesitan, en lugar de tener que esperar. Laurie necesita un conjunto nuevo, y en seguida, para Pascua. Y me gustaría comprarle a Gary un trajecito o algo. Ya es mayorcito. Me gustaría que tú también pudieras comprarte un traje nuevo. La verdad es que lo necesitas más que él. Y me gustaría que tuviéramos una casa propia. Dejar de andar de aquí para allá todos los años, o un año sí y otro no. Lo que más me gustaría —siguió— es que los dos pudiéramos llevar una vida cómoda y honrada, sin tener que preocuparnos del dinero y de facturas y cosas de ese tipo. Estás dormido —dijo.
       —Que no —dijo él.
       —No se me ocurre nada más. Ahora tú. Dime las cosas que te gustan.
       —No sé. Montones de cosas —masculló él.
       —Bien, pues dímelas. Estamos hablando, ¿no?
       —Me gustaría que me dejaras en paz, Nan. —Se dio la vuelta de nuevo hacia su lado de la cama y dejó caer el brazo fuera. Ella se volvió también, y se apretó contra él.
       —¿Mike?
       —Dios —dijo. Y luego—: Está bien. Déjame estirar los pies un minuto, y en seguida me despierto.
       Al poco ella dijo:
       —¿Mike? ¿Estás dormido? —Le sacudió con suavidad el hombro, pero no obtuvo respuesta. Se quedó acurrucada contra su cuerpo, tratando de dormir. Al principio permaneció en calma, sin moverse, hecha un ovillo contra él y respirando muy suave, muy acompasadamente. Pero no lograba conciliar el sueño.
       Aunque trataba de no oírla, la respiración de él empezó a hacerle sentirse incómoda. Había en ella un sonido que le brotaba del interior de la nariz. Trató de regular su propia respiración a fin de aspirar y espirar al unísono con él. Pero no sirvió de nada. Aquel sonido nasal hacía que todo fuera inútil. Se dio la vuelta otra vez y pegó el trasero contra el de él, estiró un brazo hacia el borde y puso las yemas de sus dedos con cuidado contra la pared fría. Se habían salido las mantas en el pie de la cama, y cada vez que movía las piernas le entraba corriente de aire. Oyó que dos personas subían las escaleras hacia el apartamento de al lado. Antes de abrir la puerta, una de ellas lanzó una risa gutural. Luego oyó que arrastraban una silla por el suelo. Se dio la vuelta otra vez. Los de al lado accionaron la cisterna del water; y luego volvió a sonar. De nuevo se dio la vuelta en la cama, y esta vez se acostó sobre la espalda y trató de relajarse. Recordó un artículo que había leído en una revista: si todos los huesos y músculos y articulaciones del cuerpo consiguieran al mismo tiempo una relajación perfecta, el sueño —casi con seguridad— acabaría por llegar. Aspiró honda, largamente, cerró los ojos y permaneció en una inmovilidad perfecta, con los brazos extendidos a ambos lados. Trató de relajarse. Trató de imaginar que sus piernas se hallaban en suspenso, bañadas como en una bruma. Se acostó sobre el vientre. Cerró los ojos; luego volvió a abrirlos. Pensó en los dedos de la mano que descansaban sobre la sábana, junto a sus labios. Alzó un dedo, y lo bajó hasta la sábana. Se tocó el símbolo de su atadura nupcial con el pulgar. Volvió a ponerse de lado, y después de nuevo boca arriba. Y entonces empezó a sentir miedo y, en un momento insensato de profundo anhelo, se puso a rezar para que le llegara el sueño.
       Por favor, Dios, haz que me duerma.
       Intentó dormirse.
       —Mike —susurró.
       No obtuvo respuesta.
       En el cuarto contiguo oyó que uno de los niños se golpeaba en la cabeza al volverse en la cama. Escuchó con atención durante un rato, pero no volvió a oír sonido alguno. Se puso la mano bajo el pecho izquierdo y sintió que los latidos del corazón le penetraban en los dedos. Se volvió a echar boca abajo y empezó a llorar, con la cabeza fuera de la almohada y la boca contra la sábana. Lloró. Y luego se deslizó hasta el pie de la cama y se levantó.
       Se lavó manos y cara en el cuarto de baño. Se cepilló los dientes. Mientras se limpiaba los dientes se miró la cara en el espejo. En la sala puso más fuerte la calefacción. Luego se sentó en la mesa de la cocina, con los pies subidos a la silla y arropados por el camisón. Volvió a llorar. Cogió un cigarrillo del paquete que había encima de la mesa y lo encendió. Al cabo de un rato volvió al dormitorio y cogió la bata.
       Fue a ver a los niños. Subió las mantas de su hijo hasta taparle los hombros. Volvió a la sala y se sentó en el sillón. Hojeó una revista e intentó leer. Miró por encima las fotografías e intentó de nuevo leer. De cuando en cuando pasaba un coche por la calle, y ella levantaba la vista. Y se quedaba esperando, escuchando. Y luego volvía a mirar la revista. En el revistero, junto al sillón, había un montón de revistas. Las miró todas por encima.
       Cuando empezó a clarear, se levantó. Fue hasta la ventana. El cielo sin nubes, sobre las colinas, empezaba a volverse blanco. A medida que miraba, los árboles y la hilera de edificios de apartamentos de dos plantas, iban tomando forma al otro lado de la calle. El cielo se hacía cada vez más blanco, la luz se expandía con rapidez por todas partes desde el otro lado de las colinas. Salvo las veces en que había tenido que mantenerse en vela por uno u otro de los niños (que no contaban, puesto que nunca se habían puesto a mirar al exterior, limitándose a volver apresuradamente a la cama o a la cocina), no había visto amanecer más que cuando era niña. Pero sabía que ningún amanecer había sido como aquél. Ni las fotografías que había visto ni los libros que había leído le habían enseñado que un amanecer fuese algo tan terrible como aquello.
       Aguardó, y luego fue hasta la puerta y quitó el cerrojo y salió al porche. Se arropó la bata en torno al cuello. El aire era húmedo y frío. Las cosas se hacían gradualmente más visibles y nítidas. Dejó que sus ojos lo percibieran todo, hasta que se fijaron allá al frente, en el parpadeo rojo que coronaba la antena de radio de la cima de la colina.

       Atravesó el apartamento en penumbra y volvió al dormitorio. Él estaba hecho un ovillo en el centro de la cama, con las mantas amontonadas sobre los hombros, y la cabeza medio sepultada bajo la almohada. Parecía sumido sin remedio en su pesado sueño, con los brazos echados sobre el lado de ella y las mandíbulas apretadas. Mientras le miraba, el dormitorio se iba iluminando progresivamente, y las sábanas de color pálido fueron haciéndose ante sus ojos más y más blancas.
       Se humedeció los labios con un chasquido pegajoso y se dejó caer hasta quedar de rodillas. Puso las manos abiertas sobre la cama.
       —Dios —dijo—. Dios, ¿querrás ayudarnos, Dios mío? —dijo.


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