Raymond Carver
(Clatskanie, Oregon, 1938 - Port Angeles, Washington, 1988)

Gordo
(“Fat”)
Originalmente publicado en Harper’s Bazaar (septiembre 1971)
Will You Please Be Quiet, Please? (1976)
Where I’m Calling From (1988)
Collected Stories (2009)



      Estoy sentada ante un café y unos cigarrillos en casa de mi amiga Rita, y se lo estoy contando.
       He aquí lo que le cuento.
       Es ya tarde, un aburrido miércoles, cuando Herb sienta al hombre gordo en una de mis mesas.
       Este gordo es la persona más gorda que he visto en mi vida, aunque tiene aspecto pulcro y viste con elegancia. Todo en él es grande. Pero lo que mejor recuerdo son sus dedos. Cuando me paro en la mesa contigua a la suya para atender a la pareja de viejos, me fijo ante todo en sus dedos. Parecen tres veces más grandes que los de una persona corriente… dedos largos, gruesos, de aspecto cremoso.
       Estoy atendiendo a mis otras mesas: un grupo de cuatro hombres de negocios, gente muy exigente, otro grupo de cuatro, tres hombres y una mujer, y la pareja de viejos. Leander le ha servido el agua al gordo, y yo le dejo tiempo de sobra para decidirse antes de acercarme.
       Buenas tardes, digo. ¿Le atiendo ya?, digo.
       Rita, era grande. Y quiero decir grande de verdad.
       Buenas tardes, dice. Hola. Sí, dice. Creo que estamos listos para pedir, dice.
       Tiene esa forma de hablar… extraña, ¿sabes a lo que me refiero? Y de cuando en cuando suelta como un ligero resoplido.
       Creo que empezaremos con una ensalada César, dice. Y luego una sopa y más pan y mantequilla, si hace el favor. Tomaré las chuletas de cordero, creo, dijo. Y patatas asadas con nata agria. Luego veremos el postre. Muchas gracias, dice, y me devuelve la carta.
       Dios, Rita, aquéllos sí que eran dedos…
       Me voy de prisa a la cocina y le entrego la nota a Rudy, que la coge con una mueca. Ya conoces a Rudy. Rudy es así cuando trabaja.
       Al salir de la cocina, Margo, ¿te he hablado de Margo?, ¿la que anda detrás de Rudy? Pues Margo me dice: ¿quién es ese amigo tuyo tan gordo? Es un auténtico fati.

       Bien, pues tiene que ver con eso. Seguro que tiene que ver con eso.
       Le preparo la ensalada César allí mismo, en la mesa, y él sigue con la mirada cada movimiento mío, y mientras me mira va untando trozos de pan con mantequilla y los va dejando a un lado, y soltando resoplidos todo el tiempo. El caso es que estoy tan nerviosa o lo que sea que vuelco su vaso de agua.
       Perdón, lo siento, digo. Pasa siempre cuando se hacen las cosas de prisa. Lo siento mucho, digo. ¿Está usted bien?, digo. Le mando al chico a limpiar esto al instante, digo.
       No es nada, dice él. Está bien, dice, y resopla. No se preocupe, no nos importa, dice. Sonríe y hace un gesto con la mano mientras me voy en busca de Leander, y cuando vuelvo a servirle la ensalada veo que el gordo se ha comido todo el pan con mantequilla.
       Al poco, cuando le traigo más pan y mantequilla, se ha acabado la ensalada. ¿Sabes el tamaño de esas ensaladas César?
       Muy amable, dice. El pan está delicioso, dice.
       Gracias, digo.
       Bien, es buenísimo, y no lo decimos por decir. No solemos tener ocasión de comer panes como éste, dice.
       ¿De dónde es usted?, le pregunto. No creo haberle visto nunca por aquí, digo.
       No es el tipo de persona que se olvida, dice Rita con una risita.
       De Denver, dice.
       Aunque siento curiosidad, no indago más sobre el tema.
       Le traeré la sopa en seguida, señor, digo, y voy a dar los últimos toques a la mesa de los cuatro hombres de negocios, que son gente muy exigente.
       Cuando le sirvo la sopa veo que el pan ha vuelto a desaparecer. Se está metiendo en la boca el último trozo.
       Créame, no tenemos ocasión de comerlo tan bueno muy a menudo, dice. Y resopla. Tendrá que disculparnos, dice.
       Ni lo piense, por favor, digo yo. Me gusta ver a la gente que disfruta comiendo, digo.
       No sé, dice. Supongo que podríamos llamarlo disfrutar. Y resopla. Se pone la servilleta. Luego coge la cuchara.
       ¡Dios, qué gordo es!, dice Leander.
       No puede evitarlo, digo, así que calla la boca.
       Le pongo en la mesa otra cestita de pan y más mantequilla. ¿Qué tal ha estado la sopa?, le pregunto.
       Gracias. Buena, dice. Muy buena, dice. Se limpia la boca y se da unos golpecitos en la barbilla. ¿Hace calor aquí, o es impresión mía?, dice.
       No, hace calor, digo yo.
       Puede que nos quitemos la chaqueta, dice él.
       Adelante, digo. Lo mejor es ponerse cómodo, digo.
       Cierto, dice, muy cierto, muy pero que muy cierto, dice.
       Pero al rato veo que sigue con la chaqueta puesta.
       Mis mesas de grupo se han vaciado, y también la de la pareja de viejos. Los clientes se van yendo. Para cuando le sirvo al hombre gordo las chuletas de cordero con patatas asadas, y más pan y mantequilla, sólo queda él en el local.
       Le echo montones de nata agria sobre las patatas. Le echo bacon desmenuzado y cebollino sobre la nata. Le traigo, más pan y mantequilla.
       ¿Todo bien?, le pregunto.
       Muy bien, dice, y resopla. Excelente, gracias, dice, y vuelve a resoplar.
       Disfrute de la cena, digo. Levanto la tapa del azucarero y miro dentro. El asiente y se queda mirándome hasta que me retiro.
       Ahora sé que yo estaba buscando algo. Pero no sé qué.
       ¿Qué tal va la bola de sebo? Te va a desgastar las piernas, dice Harriet. Ya conoces a Harriet.
       De postre, le digo al hombre gordo, tenemos el Especial Farol Verde, que es un pastel de bizcocho con crema, o tarta de queso o helado de vainilla o sorbete de piña.
       ¿No le estaremos retrasando?, dice, resoplando y con aire preocupado.
       En absoluto, digo. Desde luego que no, digo. Coma tranquilo, digo. Le traeré más café mientras se decide.
       Le seremos sinceros, dice. Y se mueve en su asiento. Nos apetece el Especial, pero creo que también nos tomaremos un helado de vainilla. Con un toque de chocolate líquido, si hace el favor. Ya le dijimos que teníamos apetito, dice.
       Voy a la cocina y le preparo yo misma el postre, y Rudy dice: Harriet dice que tienes en una mesa a un gordo del circo. ¿Es cierto?
       Rudy ya no lleva el delantal ni el gorro, ya me entiendes.
       Rudy, es gordo, digo, pero eso es todo.
       Rudy se limita a reír.
       Me da la sensación de que a esta chica le gusta el gordo, dice.
       Ya puedes tener cuidado, Rudy, dice Joanne, que acaba de entrar en la cocina.
       Me estoy poniendo celoso, le dice Rudy a Joanne.
       Pongo el Especial ante el hombre gordo, y un gran helado de vainilla con chocolate líquido a un lado.
       Gracias, dice.
       De nada, digo, y entonces me invade como una sensación.
       Lo crea o no, dice, no hemos comido siempre así.
       Yo, por más que como, no logro engordar, digo. Me gustaría ganar peso, digo.
       No, dice. Nosotros, si pudiéramos elegir, diríamos no. Pero no hay elección.
       Y coge la cuchara y come.
       ¿Qué más?, dice Rita, encendiendo un cigarrillo de mi cajetilla y acercando la silla a la mesa. La cosa se ha puesto interesante, dice.
       Nada más. Eso es todo. Se come el postre, luego se va y Rudy y yo nos vamos a casa.
       Qué tío gordito, dice Rudy, estirándose como suele hacer cuando está cansado. Luego se echa a reír y sigue viendo la tele.
       Pongo a hervir agua para el té y me doy una ducha. Me toco la tripa y me pregunto qué pasaría si tuviese niños y me saliese uno como ése, tan gordo.
       Echo el agua en la tetera, pongo las tazas, el azucarero, el cartón de half and half, y llevo la bandeja a donde Rudy. Como si hubiera estado pensando en ello, Rudy dice: Conocí una vez a un gordo, a un par de gordos, gordos de verdad, de chico. Eran unos gorditos rellenos, santo Dios. No recuerdo sus nombres. Gordo, ése era el único nombre que tenía aquel chico. Le llamábamos Gordo, al chico que vivía en la casa de al lado. Era mi vecino. El otro chico gordo vino después. Se llamaba Wobbly. Todo el mundo le llamaba Wobbly menos los profesores. Wobbly y Gordo. Me gustaría tener fotos suyas, dice Rudy.
       No se me ocurre nada que decir, así que tomamos el té y al poco me levanto para irme a la cama. Rudy se levanta también, apaga la televisión, cierra con llave la puerta principal y empieza a desabrocharse los botones.
       Me meto en la cama y me aparto hasta el borde de mi lado y me pongo boca abajo. Pero en seguida, en cuanto apaga la luz y se mete en la cama, Rudy empieza. Me pongo boca arriba y me relajo un poco, aunque es contra mi voluntad. Pero ocurre una cosa, la siguiente: cuando lo tengo encima, de pronto me siento gorda. Me siento terriblemente gorda, tan gorda que Rudy se convierte en algo diminuto que apenas siento encima.
       Curioso lo que me cuentas, dice Rita, pero veo que no sabe qué diablos sacar en limpio.
       Me siento deprimida. Pero no le digo nada a Rita. Ya le he contado bastante.
       Se queda allí sentada, esperando, y sus delicados dedos juguetean con el pelo.
       ¿Esperando qué? Me gustaría saberlo.
       Es agosto.
       Mi vida va a cambiar. Lo presiento.



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