Raymond Carver
(Clatskanie, Oregon, 1938 - Port Angeles, Washington, 1988)

¡Habráse visto…!
(“The Idea”)
Originalmente publicado en Northwest Review (1971-72)
Will You Please Be Quiet, Please? (1976)
Collected Stories (2009)



      Habíamos terminado de cenar y yo llevaba una hora en la mesa de la cocina, con la luz apagada, vigilando. Si él pensaba hacerlo aquella noche, era la hora, incluso pasada. No le había visto desde hacía tres noches. Pero aquella noche el dormitorio tenía la persiana subida y la luz encendida.
       Aquella noche yo tenía una corazonada.
       Y entonces lo vi. Abrió la puerta de tela metálica y salió al porche trasero. Llevaba una camiseta y una especie de bermudas, o de bañador. Miró en torno una vez, brincó del porche a las sombras y se puso a andar por el costado de la casa. Si no hubiera estado mirando, no lo habría visto. Se detuvo frente a la ventana iluminada y miró hacia el interior.
       —Vern —llamé—. ¡Vern, corre! Está ahí fuera. ¡Date prisa!
       Vern estaba en la sala leyendo el periódico, con la televisión encendida. Oí cómo tiraba el periódico al suelo.
       —¡Que no te vea! —dijo Vern—. ¡No te acerques demasiado a la ventana!
       Vern siempre me dice eso: que no me acerque demasiado. Creo que a Vern eso de espiar le pone un poco violento. Pero sé que le divierte. Lo ha admitido.
       —Si no encendemos la luz no puede vernos. —Es lo que siempre le digo. Llevamos ya tres meses haciéndolo. Desde el 3 de septiembre, para ser exactos. Fue la primera noche que lo vi allí fuera. Antes de esa fecha, no sé desde hacía cuánto tiempo sucedía todo aquello.
       Aquella noche estuve a punto de coger el teléfono y llamar al sheriff. Hasta que por fin reconocí a la persona que rondaba por allí. El propio Vern tuvo que explicármelo. E incluso entonces tardé un poco en asimilarlo. Pero desde entonces vigilo, y puedo jurar que el tipo lo hace cada dos o tres noches, a veces más a menudo. Lo he visto ahí fuera hasta lloviendo. De hecho puedes estar seguro de verlo si llueve. Pero esta noche el cielo estaba despejado, y hacía viento. Había luna.
       Nos arrodillamos tras la ventana y Vern se aclaró la garganta.
       —Míralo —dijo. Estaba fumando, y de cuando en cuando se echaba la ceniza encima de la mano. Al aspirar el humo apartaba el cigarrillo de la ventana. Vern no para de fumar; no hay nada capaz de impedírselo. Incluso duerme con un cenicero a dos palmos de la cabeza. De noche me desvelo y veo que se despierta y se pone a fumar.
       —Santo Dios —dijo Vern.
       —¿Qué es lo que tiene ella que no tengamos las demás? —le dije a Vern al cabo de un momento. Estábamos en cuclillas, con apenas media cabeza sobre el alféizar, y observábamos a un hombre que estaba allí, a la intemperie, mirando por la ventana el interior de su propio dormitorio.
       —Ahí está —dijo Vern. Se aclaró la garganta justo al lado de mi oído.
       Seguimos espiando.
       Ahora pude distinguir a alguien detrás de la cortina. Debía de ser ella desnudándose. Pero no lograba verla con detalle. Forcé la vista. Vern llevaba puestas las gafas de leer, podía verlo todo mucho mejor que yo. De pronto la cortina se corrió hacia un lado y la mujer dio la espalda a la ventana.
       —¿Qué está haciendo ahora? —dije, sabiéndolo de sobra.
       —Santo Dios —dijo Vern.
       —¿Qué está haciendo, Vern? —dije yo.
       —Se está quitando la ropa —dijo Vern—. ¿Qué imaginas que está haciendo?
       Entonces se apagó la luz del dormitorio y el hombre echó a andar bordeando el muro de la casa. Abrió la puerta de tela metálica y entró, y al poco se apagaron las demás luces.

       Vern tosió, volvió a toser y sacudió la cabeza. Encendí la luz. Vern se quedó allí sentado sobre los talones. Luego se levantó y encendió un cigarrillo.
       —Algún día voy a decirle a esa tipeja lo que pienso de ella —dije, y miré a Vern.
       Vern soltó una especie de risa.
       —Lo digo en serio —dije—. Cualquier día, cuando me la encuentre en el supermercado, se lo voy a decir en plena cara.
       —Yo no lo haría. ¿Para qué diablos vas a decírselo? —dijo Vern.
       Pero estoy segura de que no creía que hablara en serio. Frunció el ceño y se miró las uñas. Movió la lengua dentro de la boca y achicó los ojos, como suele hacer cuando se concentra. Luego su expresión cambió, y se rascó la barbilla.
       —No creo que te atrevas a hacer nada semejante —dijo.
       —Ya lo verás —dije.
       —Mierda —dijo.
       Lo seguí hasta la sala. Estábamos quisquillosos. Por culpa del asunto aquél.
       —Espera y verás —dije.
       Vern aplastó el cigarrillo en el cenicero grande. Se quedó de pie junto a su sillón de cuero y miró la televisión durante un instante.
       —No se puede hacer nada —dijo. Luego dijo algo más. Dijo—: Puede que haga algo ahí afuera. —Vern encendió otro cigarrillo—. Nunca se sabe.
       —Si alguien me viniera mirando por la ventana —dije—, tendría en seguida a la policía encima. Menos Cary Grant, quizá —dije.
       Vern se encogió de hombros.
       —Nunca se sabe —dijo.
       Tenía apetito. Fui a la alacena y miré lo que había. Luego abrí el frigorífico.
       —Vern, ¿quieres comer algo? —le grité.
       No respondió. Oí el agua en el cuarto de baño. Pero supuse que querría comer algo. A esta hora solemos tener hambre. Puse pan y fiambre de carne en la mesa y abrí una lata de sopa. Saqué galletas y mantequilla de cacahuete, pastel de carne, encurtidos, aceitunas, patatas fritas. Lo puse todo en la mesa. Y entonces me acordé de la tarta de manzana.
       Vern salió en bata, con el pijama de franela. Tenía el pelo húmedo, alisado hacia atrás, y olía a agua de colonia. Miró todo lo que habla en la mesa. Y dijo:
       —¿Qué tal unos cereales con azúcar moreno? —Se sentó y abrió el periódico a un lado del plato.
       Comimos. El cenicero se llenó de huesos de aceitunas y de colillas.
       Cuando terminamos, Vern esbozó una amplia sonrisa y dijo:
       —¿Qué es eso que huele tan bien?
       Fui hasta el horno y saqué los dos trozos de tarta de manzana con queso fundido encima.
       —Tiene muy buen aspecto —dijo Vern.
       Poco después dijo:
       —No puedo más. Me voy a la cama.
       —Yo también —dije—. Quitaré la mesa.
       Estaba echando los resto de los platos en el cubo de la basura cuando vi las hormigas. Miré más de cerca. Venían de algún rincón de debajo de las tuberías, bajo la pila, en una hilera continua, y subían por un lado del cubo y bajaban por el otro. Iban y venían. Encontré el spray en uno de los cajones y rocié el cubo de la basura por dentro y por fuera, y luego hasta donde pude llegar debajo de la pila. Luego me lavé las manos y eché una última mirada a la cocina.
       Vern estaba dormido. Roncaba. Se despertaría pocas horas después, iría al baño, fumaría. El televisor pequeño, al pie de la cama, estaba encendido, pero la imagen corría de abajo arriba.
       Me habría gustado decirle a Vern lo de las hormigas.
       Me preparé para acostarme, sin prisa, fijé la imagen de la tele, me deslicé dentro de la cama. Vern seguía haciendo los ruidos que hace cuando duerme.
       Vi la televisión un rato, pero era un coloquio y no me gustan los coloquios. Me puse a pensar de nuevo en las hormigas.
       Al poco ya me las estaba imaginando por toda la casa. Me pregunté si despertar a Vern y decirle que estaba teniendo un mal sueño. Pero en lugar de eso me levanté y fui a buscar el spray. Volví a mirar debajo de la pila. Pero ya no había hormigas. Encendí todas las luces de la casa.
       Seguí echando spray.
       Al final subí la persiana de la cocina y miré por la ventana. Era muy tarde. Soplaba el viento, y oí ruido de ramas que se partían.
       —Esa tipeja —dije—. ¡Habráse visto…!
       Dije incluso cosas peores, cosas que no puedo repetir.



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