Raymond
Carver
(Clatskanie, Oregon, 1938 - Port Angeles, Washington, 1988)
Mío
[Otro título en español: “Mecánica Popular”, “Cosa pequeña”]
(“Mine”, “Popular Mechanics”, “Little Things”)
Originalmente publicado en Furious Seasons and Other Stories (1977);
publicado, como “Popular Mechanics”, en Playgirl (marzo 1978);
reimpreso en What We Talk About When We Talk About Love (1981);
incluído, como “Little Things”, en Where I’m Calling From: The Selected Stories (1988);
aparece, como versión manuscrita, con el título de “Mine”, en Beginners (2009)
y Collected Stories (2009)
Aquel día, temprano, el tiempo
cambió y la nieve se deshizo y se volvió agua sucia. Delgados
regueros de nieve derretida caían de la pequeña ventana -una ventana
abierta a la altura del hombro- que daba al traspatio. Por la calle
pasaban coches salpicando. Estaba oscureciendo. Pero también
oscurecía dentro de la casa.
Él estaba en el dormitorio
metiendo ropas en una maleta cuando ella apareció en la puerta.
—¡Estoy contenta de que te
vayas! ¡Estoy contenta de que te vayas! —gritó—. ¿Me oyes?
Él siguió metiendo sus cosas en
la maleta.
—¡Hijo de perra! ¡Estoy
contentísima de que te vayas!—.Empezó a llorar—. Ni siquiera te
atreves a mirarme a la cara, ¿no es cierto?
Entonces ella vio la fotografía
del niño encima de la cama, y la cogió.
Él la miró; ella se secó los
ojos y se quedó mirándole fijamente, y después dio la vuelta y
volvió a la sala.
—Trae eso aquí —le ordenó
él.
—Coge tus cosas y lárgate—contestó
ella.
Él no respondió. Cerró la
maleta, se puso el abrigo, miró a su alrededor antes de apagar la
luz. Luego pasó a la sala.
Ella estaba en el umbral de la
cocina con el niño en los brazos.
—Quiero al niño —dijo él.
—¿Estás loco?
—No, pero quiero al niño.
Mandaré a alguien a recoger sus cosas.
—A este niño no lo tocas —le
advirtió ella.
El niño se había puesto a
llorar, y ella le retiró la manta que le abrigaba la cabeza.
—Oh! Oh! —exclamó ella
mirando al niño.
Él avanzó hacia ella.
—¡Por el amor de Dios! —se
lamentó ella. Retrocedió unos pasos hacia el interior de la cocina.
—Quiero el niño.
—¡Fuera de aquí!
Ella se volvió y trató de
refugiarse con el niño en un rincón, detrás de la cocina.
Pero él les alcanzó. Alargó las
manos por encima de la cocina y agarró al niño con fuerza.
—Suéltalo —dijo.
—¡Apártate! ¡Apártate! —gritó
ella.
El bebé, congestionado, gritaba.
En la pelea tiraron una maceta que colgaba detrás de la cocina.
Él la aprisionó contra la pared,
tratando de que soltara al niño. Siguió agarrando con fuerza al
niño y empujó con todo su peso.
—Suéltalo —repitió.
—No —dijo ella—. Le estás
haciendo daño al niño.
—No le estoy haciendo daño.
Por la ventana de la cocina no
entraba luz alguna. En la casi oscuridad él trató de abrir los
aferrados dedos de ella con una mano, mientras con la otra agarraba al
niño, que no paraba de chillar, por un brazo, cerca del hombro.
Ella sintió que sus dedos iban a
abrirse. Sintió que el bebé se le iba de las manos.
—¡No! —gritó al darse cuenta
que sus manos cedían.
Tenía que retener a su bebé.
Trató de agarrarle el otro brazo. Logró asirlo por la muñeca y se
echó atrás.
Pero él no lo soltaba.
Él vio que el bebé se le
escurría de las manos, y estiró con todas sus fuerzas.
Así, la cuestión quedó zanjada.
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