Raymond Carver
(Clatskanie, Oregon, 1938 - Port Angeles, Washington, 1988)

Los patos
(“The Ducks”)
Originalmente publicado en Carolina Quarterly (1963)
Will You Please Be Quiet, Please? (1976)
Collected Stories (2009)



      Aquella tarde se levantó un viento que trajo ráfagas de lluvia e hizo que los patos alzaran el vuelo del lago en negras explosiones y buscaran las apacibles hondonadas inmersas en el bosque. Él estaba en la parte de atrás de la casa partiendo leña, y vio a los patos surcando el aire por encima de la autopista y descendiendo hacia la ciénaga oculta tras los árboles. Los observó: eran grupos de media docena, pero la mayoría en formaciones de dos, uno detrás de otro. La zona del lago estaba ya oscura y brumosa, y no podía divisar el lado opuesto, donde estaba situado el aserradero. Trabajó más de prisa, haciendo que la cuña de hierro hendiera con más fuerza los tarugos, y partiéndolos de tal forma que los trozos podridos saltaban despedidos por el aire. En la cuerda de la ropa de su esposa, tendida entre dos pinos de azúcar, las sábanas y mantas restallaban al viento como disparos. Hizo dos viajes y llevó toda la leña al porche antes de que empezara a llover.
       —¡La cena está lista! —le llamó ella desde la cocina.
       Entró en la casa y fue a lavarse. Habló con su mujer un rato mientras comían, la mayor parte del tiempo de su próximo viaje a Reno. Después de la cena salió al porche y se puso a meter en un saco sus señuelos. Cuando la vio salir, se detuvo un momento.
       —¿Vas a volver a salir de caza por la mañana? —le dijo su mujer. Estaba de pie en el umbral, mirándole.
       Apartó los ojos de ella y miró hacia el lago.
       —Fíjate en el tiempo. Creo que por la mañana hará bueno.
       Las sábanas crujían al viento, y había una manta en el suelo. Hizo un ademán con la cabeza en dirección a ella.
       —Se te van a mojar las cosas.
       —Da igual, no estaban secas. Llevan ya dos días ahí y todavía no están secas.
       —¿Qué es lo que te pasa? ¿No te encuentras bien? —dijo él.
       —Me encuentro perfectamente. —Volvió a la cocina y cerró la puerta y se quedó mirándole a través de la ventana—. Pero odio que estés todo el tiempo fuera. Me da la sensación de que nunca estás en casa —le habló a la ventana. Su aliento formó un vaho en el cristal, que luego desapareció. Ella estaba apoyada en la alacena, con las manos sobre el borde de la escurridera. Él se acercó y le tocó la cadera, y le dio un pellizco en el vestido.
       —Espera a que estemos en Reno. Nos vamos a divertir —dijo.
       Ella asintió. Hacía calor en la cocina, y tenía pequeñas gotas de sudor sobre los ojos.
       —Me levantaré cuando vuelvas y te haré el desayuno.
       —Quédate durmiendo. Prefiero que duermas. —Alargó la mano por detrás de ella para coger la tartera.
       —Dame un beso de despedida —dijo ella.
       La abrazó. Ella le echó los brazos al cuello y lo retuvo.
       —Te quiero. Conduce con cuidado.
       Fue hasta la ventana y lo vio correr, saltar por encima de los charcos hasta llegar a la camioneta. Cuando él miró hacia atrás desde la cabina, le hizo adiós con la mano. Había oscurecido casi y llovía con fuerza.

       Estaba sentada junto a la ventana de la sala escuchando la radio y la lluvia cuando vio que los faros de la camioneta enfilaban el camino de entrada. Se levantó con rapidez y se precipitó hacia la puerta de atrás. Estaba de pie en el umbral, y ella le tocó con los dedos su impermeable mojado.
       —Nos han mandado a todos a casa. El jefe ha sufrido un ataque al corazón. Se desplomó allí mismo, en el aserradero. Y ha muerto.
       —Me has asustado. —Cogió su tartera y cerró la puerta—. ¿Quién era? ¿Ese capataz que se llama Mel?
       —No, era un tal Jack Granger. Tenía unos cincuenta años, calculo. —Fue hasta la estufa de fuel oil y se quedó de pie calentándose las manos—. ¡Dios, es tan extraño! Se acercó a donde yo estaba trabajando y me preguntó cómo iba todo, y creo que no pasaron ni cinco minutos desde que se marchó cuando vino Bill Bessie y me dijo que Jack Granger acababa de morir allí mismo, en el aserradero. —Sacudió la cabeza—. Así, sin más.
       —No pienses en ello —dijo ella, y le cogió las manos entre las suyas y empezó a frotarle los dedos.
       —No lo hago. Son cosas que pasan, supongo. Nunca se sabe.
       La lluvia golpeaba contra la casa, hendía el aire tras los cristales de las ventanas.
       —¡Dios, qué calor hace aquí! ¿Hay algo de cerveza? —dijo.
       —Creo que queda un poco —dijo ella, y lo siguió hasta la cocina. Se acercó a él, que se había sentado, y le pasó los dedos por el pelo mojado. Abrió una cerveza y se la sirvió, y ella se reservó un poco en una taza. Él se puso a beber a pequeños sorbos, mirando por la ventana hacia los bosques oscuros.
       Dijo:
       —Uno de los compañeros dijo que Jack tenía mujer y dos niños ya crecidos.
       Ella dijo:
       —Pobre hombre, ese Granger. Es una pena. Me alegra tenerte en casa, pero siento que haya tenido que suceder algo tan horrible.
       —Eso es lo que le he dicho a uno de los muchachos. Que era estupendo volver a casa, pero, Cristo, que era odioso que tuviera que ser por algo así. —Se ladeó un poco en la silla—. ¿Sabes? La mayoría de los compañeros creo que habría seguido trabajando, pero alguien dijo que no estaba bien seguir trabajando como si nada estando él allí, muerto. —Acabó la cerveza y se levantó—. Y te aseguro… que me alegra que no siguieran trabajando —dijo.
       Ella dijo:
       —Me alegro de que no siguieras trabajando. Cuando te fuiste esta noche tuve una sensación extraña de verdad. Estaba pensando en ello, en esa extraña sensación, cuando vi las luces de la camioneta.
       —Anoche mismo estaba allí en el comedor, contando chistes. Granger era un buen tipo. Siempre se estaba riendo.
       Ella asintió con un gesto.
       —Haré algo de comer si te apetece comer algo.
       —No tengo hambre, pero comeré algo —dijo él.

       Se sentaron en la sala y vieron la televisión cogidos de la mano.
       —Nunca había visto ningún programa de éstos —dijo él.
       Ella dijo:
       —Ya no me interesa casi nada la televisión. Raras veces puedes ver algo interesante. Los sábados y los domingos está bien. Pero entre semana no hay nada.
       Él estiró las piernas y se echó hacia atrás.
       —Estoy algo cansado —dijo—. Creo que me voy a ir a la cama.
       Ella dijo:
       —Me daré un baño y me iré también a la cama. —Le pasó los dedos por el pelo, y dejó caer la mano y le acarició el cuello—. Podríamos retozar un poco esta noche. Casi nunca tenemos ocasión de hacerlo. —Le puso la otra mano en el muslo, se inclinó hacia él y lo besó—. ¿Bien, qué dices?
       —Es una idea perfecta —dijo él. Se levantó y fue hasta la ventana. Contra los árboles del exterior la vio reflejada en el cristal, a su espalda y un poco hacia un costado—. Cariño, ¿por qué no vas a bañarte ya? Y luego nos acostamos —dijo. Siguió allí un rato más, mirando la lluvia que azotaba la ventana. Miró el reloj. Si estuviera en el aserradero, ahora sería la hora de sentarse a comer. Entró en el dormitorio y empezó a desvestirse.
       Volvió a la sala en calzoncillos y cogió un libro del suelo: Joyas de la poesía americana. Habrá llegado por correo, pensó, de ese club del que ella es socia. Recorrió la casa apagando las luces. Volvió al dormitorio. Se metió en la cama, colocó la almohada de ella encima de la suya y torció el flexo para que la luz diera sobre las páginas del libro. Lo abrió por la mitad y empezó a echar un vistazo a los poemas. Luego dejó el libro sobre la mesilla de noche y dirigió hacia la pared la luz del flexo. Encendió un cigarrillo. Cruzó los brazos bajo la nuca y se quedó tumbado en la cama, fumando, con la mirada fija en la pared de enfrente. La luz del flexo le permitía ver todas las diminutas grietas y abultamientos del yeso. En un rincón, cerca del techo, había una telaraña. Oía el ruido de la lluvia que caía del tejado.

       Se puso de pie en la bañera y empezó a secarse. Cuando advirtió que la miraba, sonrió, se arropó los hombros con una toalla y dio un pasito dentro de la bañera y se quedó quieta en una pose.
       —¿Qué tal?
       —Estupendo —dijo él.
       —Muy bien —dijo ella.
       —Pensé que todavía tenías… en fin —dijo él.
       —Así es —dijo ella. Se terminó de secar, dejó caer la toalla en el suelo, junto a la bañera, y puso el pie sobre ella con gesto airoso. El espejo que había a su lado estaba empañado, y a él le llegó el olor de su cuerpo de mujer. Ahora ella se volvía y alzaba la mano hasta la balda para coger la caja. Luego se puso la faja y se colocó en su sitio el paño blanco. Trató de mirarle, trató de sonreír. Él aplastó el cigarrillo y volvió a coger el libro.
       —¿Qué lees? —dijo ella desde el baño.
       —No sé. Una mierda —dijo él. Buscó en las páginas de atrás y se puso a echar un vistazo a las reseñas biográficas.
       Ella apagó la luz y salió del cuarto de baño cepillándose el pelo.
       —¿Sigues con la idea de ir a cazar mañana? —dijo.
       —Creo que no —dijo él.
       Ella dijo:
       —Me alegro. Nos levantaremos tarde y prepararé un gran desayuno.
       Él alargó la mano y cogió otro cigarrillo.
       Ella metió el cepillo en un cajón, abrió otro y sacó un camisón.
       —¿Recuerdas cuándo me lo compraste? —dijo.
       Él la miró y no dijo nada.
       Ella se acercó a él en la cama. Permanecieron echados y quietos durante un rato, fumando el cigarrillo, y cuando él hizo una seña para indicar que lo había terminado ella lo apagó en el cenicero. Él se inclinó hacia ella, la besó en el hombro y apagó la luz.
       —¿Sabes? —dijo, ya echado de nuevo—. Creo que quiero irme de aquí. A vivir a otra parte. —Ella se le acercó y le puso una pierna entre las piernas. Se quedaron echados de un lado, frente a frente, con los labios casi juntos. Él se preguntó si su aliento sería tan limpio como el de ella. Luego dijo—: Quiero marcharme de aquí, eso es todo. Llevamos aquí mucho tiempo. Me gustaría volver a casa y ver a mi familia. O ir a Oregón. Es una buena tierra.
       —Si eso es lo que quieres —dijo ella.
       —Creo que sí —dijo él—. Hay muchos sitios donde ir.
       Ella se desplazó un poco y le cogió la mano y se la puso sobre uno de sus pechos. Luego abrió la boca y lo besó, presionándole hacia abajo la cabeza con la otra mano. Deslizó el cuerpo hacia arriba, despacio, y le dirigió con suavidad la cabeza hasta un seno. Él le tomó el pezón con la boca y empezó a succionar, a lamerlo lentamente. Trató de pensar cuánto la quería, o si la quería en realidad. Podía oír su respiración, pero también oía la lluvia. Siguieron así, juntos. Ella dijo:
       —Si no tienes ganas, no importa.
       —No es eso —dijo él, sin saber bien a qué se refería.
       Cuando estuvo seguro de que se había dormido deshizo el abrazo y se dio la vuelta hacia su lado. Se puso a pensar en Reno; en las máquinas tragaperras, en el sonido de los dados y en cómo daban vueltas y evolucionaban bajo las luces. Trató de imaginar el ruido de la bola de la ruleta al deslizarse sobre la rutilante plataforma. Trató de concentrarse en la rueda giratoria. Forzó y forzó la imagen, y escuchó y escuchó y oyó las sierras y la maquinaria reduciendo gradualmente la marcha hasta pararse por completo.
       Se levantó de la cama y fue hasta la ventana. Miró a través de ella hacia la oscuridad pero no logró ver nada, ni siquiera la lluvia. Pero sí que oía cómo iba cayendo, cómo se precipitaba del tejado en cascadas e iba a dar al gran charco que había al pie de la ventana. Oía la lluvia por toda la casa. Pasó un dedo por el cristal, surcado fuera por gruesos goterones.
       Cuando volvió a la cama, se acostó muy junto a ella y le puso una mano sobre la cadera.
       —Cariño, despierta —le susurró. Pero ella se estremeció ligeramente y se apartó hacia su lado de la cama. Y siguió durmiendo—. Despierta —le susurró de nuevo—. He oído algo ahí fuera.


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