Raymond Carver
(Clatskanie, Oregon, 1938 - Port Angeles, Washington, 1988)

¿Qué hace usted en San Francisco?
(“What Do You Do in San Francisco?”)
Originalmente publicado en Colorado State Review (1967)
Will You Please Be Quiet, Please? (1976)
Where I’m Calling From (1988)
Collected Stories (2009)



      El asunto no tiene nada que ver conmigo. Tiene que ver con una pareja joven con tres niños que se mudó a una casa de mi ruta a principios del verano pasado. He vuelto a pensar en ello al coger el periódico del domingo pasado y ver la fotografía de un joven al que habían detenido en San Francisco por matar a su mujer y al amante con un bate de béisbol. No era el mismo joven, claro que no, aunque se parecían en que los dos llevaban barba. Pero el caso era lo bastante similar como para darme que pensar.
       Mi nombre es Henry Robinson. Soy cartero, funcionario federal, y llevo siéndolo desde 1947. He vivido en el Oeste toda mi vida, con excepción del paréntesis de mis tres años de soldado durante la guerra. Llevo divorciado veinte años, y tengo dos hijos a los que casi no he visto desde entonces. No soy un hombre frívolo, pero tampoco —creo— un hombre serio. Soy de la opinión de que hoy en día un hombre ha de ser un poco de ambas cosas. El hombre que no trabaja dispone de mucho tiempo, demasiado tiempo para pensar en sí mismo y en sus problemas.

       Estoy convencido de que en parte era ése el problema del joven que vivió aquí: que no trabajaba. Pero también le echaría la culpa a ella. A la mujer. Ella fomentaba esa situación. Beatniks, así creo que les habrían llamado ustedes si los hubieran visto. El hombre llevaba una barba castaña en la punta del mentón, y tenía aspecto de necesitar una buena cena y un buen cigarro puro de sobremesa. La mujer era atractiva, con aquel pelo largo y oscuro y aquel cutis blanco, no voy a discutirlo. Pero lo que digo y mantengo es que no era ni buena esposa ni buena madre. Era pintora. Él no sé lo que era: lo más probable es que fuera algo relacionado con la pintura. Ninguno de los dos trabajaba. Pero pagaban el alquiler e iban tirando, al menos durante aquel verano.
       La primera vez que los vi fue un sábado por la mañana, sobre las once u once y cuarto. Llevaba recorridas como tres cuartas partes de mi ruta cuando di la vuelta a su manzana y vi un Ford sedán del 56 aparcado en el jardín, con un gran remolque abierto detrás. Sólo hay tres casas en Pine, y la suya era la última. Las otras eran la de los Murchinson, que llevaban en Arcata algo menos de un año, y la de los Grant, que llevaban como dos años. Murchinson trabajaba en Simpson Redwood, y Gene Grant era cocinero del turno de mañana en Denny’s. Esas dos casas; luego una parcela vacía y luego la última casa, que antes había sido la casa de los Cole.
       El joven estaba en el jardín, detrás del remolque, y ella salía en aquel momento de la casa con un cigarrillo en los labios, unos vaqueros blancos ceñidos y una camiseta blanca de hombre. Al verme se paró y se quedó mirando cómo me acercaba. Cuando llegué a la altura de su buzón aflojé el paso y les saludé con la cabeza.
       —¿Se están instalando sin problemas? —pregunté.
       —No tardaremos gran cosa —dijo la mujer. Se retiró de la frente un mechón de pelo y siguió fumando.
       —Estupendo —dije—. Bienvenidos a Arcata.
       Me sentí un poco turbado después de decir aquello. No sé por qué, pero las contadas veces que estuve cerca de aquella mujer me sentí como violento. Fue una de las cosas que me predispusieron en contra de ella desde el principio.
       Me dirigió una débil sonrisa, y me disponía a seguir mi camino cuando el hombre. —Marston era su nombre— salió de detrás del remolque y se acercó con una gran caja de cartón llena de juguetes. Bien, Arcata no es ni una población pequeña ni una población grande, aunque supongo que se acerca más a lo primero. No es el sitio mejor del mundo, Arcata, no, de ningún modo, pero aquí la mayoría de la gente trabaja en los aserraderos o tiene algo que ver con la industria pesquera, o está empleado en alguno de los comercios del centro. La gente de aquí no está acostumbrada a ver hombres con barba, ni tampoco hombres que no trabajan.
       —Hola —dije. Le tendí la mano en cuanto dejó la caja sobre el parachoques delantero—. Soy Henry Robinson. ¿Acaban de llegar, muchachos?
       —Ayer por la tarde —dijo el joven.
       —¡Menudo viaje! Tardamos catorce horas en venir de San Francisco —dijo la mujer desde el porche—. Arrastrando ese maldito remolque.
       —¡Madre mía! —dije, y sacudí la cabeza—. ¿San Francisco? Pues estuve en San Francisco, déjeme pensar… en abril o marzo de este año.
       —¿Sí? ¿De veras? —dijo ella—. ¿Y qué hacía usted en San Francisco?
       —Oh, nada. En realidad, nada. Suelo ir una o dos veces al año. Voy a Fisherman’s Wharf y a ver jugar a los Giants. Y poca cosa más.
       Se hizo un pequeño silencio, y Marston se puso a mirar algo que estaba removiendo con el pie en el césped. Eché a andar. Los chiquillos eligieron ese momento para salir corriendo de la casa, gritando y cruzando el porche como centellas. Cuando la puerta de tela metálica se abrió con estrépito, pensé que Marston iba a darse un susto. Pero siguió allí de pie, con los brazos cruzados, frío como un témpano, sin ni siquiera pestañear. No tenía buen aspecto, no señor. Se movía con rápidos, ligeros y bruscos movimientos cada vez que se ponía a hacer algo. Y sus ojos… Se posaban en ti y de repente se iban a otra parte, y luego volvían a mirarte.
       Eran tres niños: dos chiquillas de pelo rizado, de unos cuatro o cinco años, y un mocoso más pequeño.
       —Qué chicos más monos —dije—. Bien, tengo que seguir. Querrán cambiar el nombre del buzón, imagino.
       —Sí, claro —dijo el joven—. Claro que sí. Me ocuparé de eso mañana o pasado. Pero no esperamos recibir ningún correo de momento.
       —Nunca se sabe —dije—. Nunca se sabe lo que puede aparecer en este viejo buzón. No vendrá mal prepararse. —Me puse en movimiento—. A propósito, si busca trabajo en los aserraderos, le puedo decir con quién tiene que hablar. El capataz de Simpson Redwood, es amigo mío. Seguramente tendrá algo… —Mi voz, al ver que no tenían el más mínimo interés, se había ido apagando.
       —No, gracias —dijo Marston.
       —No busca trabajo —dijo ella.
       —Bien, adiós, entonces.
       —Hasta la vista —dijo Marston.
       Pero ella no añadió ni una palabra.

       Eso fue un sábado, como he dicho. La víspera del Día de los Caídos. Tuvimos el lunes libre y no volví por allí hasta el martes. No puedo decir que me extrañara ver que el remolque seguía en el jardín. Pero lo que me sorprendió fue que no lo hubiera descargado todavía. Calculo que como una cuarta parte de las cosas había quedado camino del porche delantero —una silla tapizada y una silla cromada de cocina y una gran caja de cartón con las tapas de arriba arrancadas—, otro cuarto debía de haber llegado al interior de la casa, y el resto de las cosas seguía en el remolque. Los niños, con unos bastones, aporreaban los costados del remolque al subirse y bajarse por encima del portón abatible de la cola. A mamá y papá no se les veía por ninguna parte.
       El jueves vi a Marston otra vez en el jardín, y le recordé lo del cambio de nombre del buzón.
       —Sí, voy a tener que decidirme a hacerlo —dijo.
       —Lleva tiempo —dije yo—. Hay millones de cosas que hacer cuando uno está de mudanza. La familia que vivía aquí, los Cole, se mudaron dos días antes de que ustedes llegaran. Cole iba a trabajar a Eureka. En el Departamento de Caza y Pesca.
       Marston se acarició la barba y apartó la mirada como si pensara en otra cosa.
       —Ya nos veremos —dije.
       —Hasta la vista —dijo.

       Bien, el caso es que nunca llegó a cambiar el nombre del buzón. Días después podía yo llegar con una carta para aquella dirección y él me decía algo como:
       —¿Marston? Sí, es para nosotros… Tendré que cambiar el nombre del buzón uno de estos días. Compraré un bote de pintura y pintaré encima de ese otro nombre… Cole. —Y no dejaba de mover los ojos de un lado para otro. Luego me miraba como por el rabillo del ojo y meneaba el mentón una o dos veces, Pero no cambió nunca el nombre del buzón, y al cabo de cierto tiempo me encogí de hombros y me olvidé del asunto.
       Uno oye rumores. Una de las veces oí que era un ex presidiario en libertad condicional que había venido a Arcata para escapar del ambiente malsano de San Francisco. Según esta versión, la mujer era su esposa, pero ninguno de los niños era suyo. Otra versión sostenía que había cometido un crimen y que había venido en busca de un lugar donde ocultarse. Pero no eran muchos los partidarios de ella. La verdad es que a Marston no se lo imaginaba uno cometiendo un delito verdaderamente serio. La historia que parecía gozar de más credibilidad, o al menos la más extendida, era de todas la más horrible. La mujer era una adicta a las drogas, y el marido la había traído a Arcata para tratar de apartarla de ese hábito. Y como prueba de esta teoría siempre se traía a colación la visita de Sallie Wilson (Sallie Wilson, la de Welcome Wagon). Fue una tarde a verlos, y contó luego que —no mentía— algo raro pasaba con ellos, sobre todo con la mujer. Estaba, por ejemplo, escuchando —en apariencia toda oídos— a Sallie hablar por los codos, y al minuto siguiente se levantaba y dejaba a Sallie sentada y se ponía a pintar como si Sallie no estuviera en la sala. Y luego estaba, por ejemplo, mimando y besando a los niños, y de repente se ponía a chillarles sin motivo alguno. En fin, y no había más que ver su mirada cuando te le acercabas, contaba Sallie. Pero Sallie lleva años entrometiéndose y fisgoneando con la tapadera del Welcome Wagon.
       —No se sabe —decía yo cuando sacaba a relucir el tema—. ¿Cómo se va a saber? Si al menos él se pusiera a trabajar…
       El caso es que, en mi opinión, lo que pasaba era que se habían metido en un buen lío en San Francisco, fuera cual fuese el tipo de lío, y que habían decidido poner tierra de por medio. Aunque es difícil decir por qué eligieron precisamente Arcata para instalarse, pues de lo que no había duda era de que no venían a buscar trabajo.

       Las primeras semanas no recibieron correo propiamente dicho, sólo unas cuantas circulares de Sears y de Western Auto y compañías parecidas. Luego empezaron a llegar algunas cartas, puede que una o un par de ellas a la semana. A veces, cuando yo llegaba, veía a uno o a otro cerca de la casa, y otras veces no. Pero los niños siempre estaban allí corriendo, saltando y entrado en la casa o jugando en la parcela vacía de al lado. No es que antes fuera un modelo de casa, la verdad, pero a poco de vivir ellos allí empezaron a proliferar las malas hierbas, y el escaso césped se puso amarillo y se marchitó. Resulta odioso ver ese tipo de cosas. Comprendo que el viejo Jessup apareciera por allí una o dos veces para hacer que abrieran el agua de riego, pero ellos dijeron que no podían comprar una manguera. Así que Jessup les dejó una. Al poco empecé a ver a los niños jugando con la manguera en el campo, y eso fue todo. Un par de veces vi un deportivo blanco delante de la casa, un coche que no era de esta zona.
       Sólo en una ocasión tuve que tratar con la mujer de forma directa. Traía yo una carta sin los cinco centavos de franqueo, y subí hasta la puerta principal. Me hizo pasar una de las niñas, y se fue corriendo a buscar a su mamá. Había montones de muebles desparejados y viejos, y ropa como tirada a la buena de dios, pero no podía decirse que la casa estuviera sucia. No estaba ordenada, pero tampoco sucia. En la sala, contra una de las paredes, había un sofá viejo y una silla. Al pie de la ventana se veía una librería de ladrillo y tablas, atestada de pequeños libros de bolsillo. En un rincón había un montón de lienzos con la cara vuelta, y otra tela descansaba sobre un caballete cubierto por una sábana.
       Me cambié la bolsa de sitio y aguanté el tipo, pero empezaba a pensar que ojalá hubiera puesto los cinco centavos de mi bolsillo. Eché una mirada al caballete, y estaba a punto de acercarme con disimulo y levantar la sábana cuando oí unos pasos.
       —¿Qué desea? —dijo la mujer, presentándose en el recibidor en actitud nada amistosa.
       Me toqué el borde de la gorra y dije:
       —Traigo una carta para ustedes sin los cinco centavos de franqueo, si no es molestia…
       —Déjeme ver. ¿Quién la envía? ¡Vaya, es de Jer! Ese chalado. Mandarnos una carta sin sello… ¡Lee! —llamó—. Hay una carta de Jerry. —Apareció Marston, pero no parecía muy contento. Cargué mi peso sobre una pierna, luego sobre la otra, esperando.
       —Cinco centavos —dijo la mujer—. Los pagaré, siendo cosa de Jerry. Aquí tiene. Y adiós.
       Las cosas iban de este modo, o sea de ningún modo en absoluto. No diré que la gente de Arcata llegara a acostumbrarse a ellos: no eran el tipo de personas a las que uno llega a acostumbrarse. Pero al cabo de cierto tiempo nadie parecía fijarse en ellos. La gente puede que le mirara la barba si lo veían empujando el carro de la compra en Safeway, pero eso era todo. Ya no se oían más cuchicheos.
       Y un buen día desaparecieron. En direcciones diferentes. Me enteré luego de que la semana anterior ella se había ido con alguien —un hombre—, y que unos días después él se había llevado a los niños a Redding, a casa de su madre. Durante seis días seguidos, desde un jueves hasta el miércoles siguiente, el correo siguió en el buzón sin que nadie lo tocara. Las persianas estaban todas echadas y nadie sabía con certeza si se habían o no marchado para siempre. Pero aquel miércoles volví a ver el Ford aparcado en el jardín, y aunque las persianas seguían bajadas, el correo ya no estaba.
       A partir del día siguiente Marston me esperaba junto al buzón para recoger las cartas o sentado en los escalones del porche fumando un cigarrillo. Esperando, se veía a simple vista. Cuando me veía llegar, se levantaba, se sacudía el fondillo de los pantalones y venía hasta el buzón. Si coincidía que había alguna carta para él, lo veía escudriñarla. Raras veces intercambiábamos alguna palabra; nos limitábamos a mover la cabeza si nuestros ojos se encontraban, lo cual no era frecuente. El muchacho estaba sufriendo —cualquiera podía verlo—, y yo quería ayudarlo de alguna forma. Pero yo no sabía exactamente qué decir.
       Fue una mañana —aproximadamente una semana después de su vuelta— cuando, al verlo pasearse arriba y abajo delante del buzón, me decidí a decirle algo. Aún no sabía qué, pero estaba seguro de que iba a decirle algo. Cuando me acerqué, me estaba dando la espalda. Y al llegar a donde estaba, se dio la vuelta de pronto y vi tal mirada en su semblante que se me helaron las palabras en la boca. Me paré en seco con su carta en la mano. Se me acercó un par de pasos y le tendí la carta sin decir ni pío. Se quedó mirándola como alelado.
       —Para el inquilino —dijo.
       Era una circular de Los Ángeles anunciando una modalidad de seguro hospitalario. Había entregado como mínimo setenta y cinco idénticas aquella mañana. Marston la dobló por la mitad y echó a andar en dirección a la casa.
       Al día siguiente lo encontré allí como de costumbre. Tenía otra vez la expresión de siempre en el semblante; parecía con más control de sí mismo que el día anterior. Esta vez yo barruntaba que le traía lo que estaba esperando. Me había fijado en ello en Correos aquella mañana, mientras ordenaba por grupos la correspondencia. Era un sencillo sobre blanco con el anverso ocupado casi por completo por una letra femenina y sobrecargada. El matasellos era de Portland, y en el remite figuraban las iniciales J. D. y una calle de Portland.
       —Buenos días —dije, tendiéndole la carta.
       La cogió sin decir nada y se puso pálido como el papel. Se tambaleó unos segundos y empezó a andar hacia la casa mientras sostenía la carta en alto, a la luz.
       Dije en voz alta:
       —No es una buena chica, muchacho. Lo supe en cuanto la vi. ¿Por qué no la olvida? ¿Por qué no se pone a trabajar y la olvida? ¿Qué tiene usted en contra del trabajo? Fue el trabajo, el trabajar día y noche, lo que me ayudó a olvidar cuando yo estaba en su caso y había guerra allá, donde yo estaba…

       A partir de entonces ya no esperó allí fuera mi llegada, y sólo se quedó en la casa cinco días más. Pero lo veía cada mañana, esperándome como de costumbre, sólo que apostado en una ventana y mirándome a través de la cortina. No salía hasta que yo pasaba de largo. Yo oía la puerta de tela metálica, y si miraba hacia atrás veía que él no parecía tener ninguna prisa en llegar hasta el buzón.
       La última vez que lo vi estaba en la ventana, y se le veía tranquilo y reposado. Las cortinas estaban echadas, las persianas levantadas, y me imaginé que estaba recogiendo sus cosas para marcharse. Pero la expresión de su cara me decía que esta vez no me estaba esperando. Miraba más allá de mí, por encima de mí, yo diría, por encima de los tejados y los árboles, hacia el sur. Y siguió mirando fijamente en aquella dirección incluso cuando llegué a la altura de su casa y pasé de largo por la acera. Miré hacia atrás. Vi que seguía en la ventana. Y sentí aquello con tanta fuerza que no pude evitar volverme y mirar yo también en aquella dirección. Pero, como bien podrán imaginar, no vi sino los viejos bosques madereros, las montañas, el cielo.
       Y al día siguiente se había ido. No dejó seña ninguna. A veces llega algo para él o para su mujer, o para ambos. Si es correo de primera clase, lo retenemos un día, y luego lo mandamos a la dirección del remitente. No llega gran cosa. Y no me importa. Todo es trabajo, al fin y al cabo, y estoy contento de tenerlo.


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