Raymond Carver
(Clatskanie, Oregon, 1938 - Port Angeles, Washington, 1988)

Señales
(“Signals”)
Originalmente publicado en December (1970)
Will You Please Be Quiet, Please? (1976);
Collected Stories (2009)



      El primero de los despilfarros que habían planeado para la velada Wayne y Caroline fue ir a cenar a Aldo’s, un restaurante nuevo y elegante situado muy al norte. Pasaron por un minúsculo jardín vallado con pequeñas estatuas y fueron recibidos por un hombre alto y canoso vestido de oscuro que les dijo:
       —Buenas noches, señor. Señora. —Tras el saludo abrió la puerta para que pasaran.
       Una vez dentro, el propio Aldo les mostró la pajarera, en la que había un pavo real, una pareja de faisanes dorados, un faisán chino de cuello blanco y cierta cantidad de pájaros sin especificar que volaban por el recinto o estaban encaramados aquí y allá. Aldo en persona les condujo hasta la mesa; después de invitar a Caroline a sentarse se volvió a Wayne y dijo:
       —Una dama encantadora.
       Y se retiró. Era un hombre menudo y moreno, impecable, con un suave acento.
       A Wayne y a Caroline les complació su deferencia.
       —He leído en el periódico —dijo Wayne— que tiene un tío que ocupa no sé qué cargo en el Vaticano. Así es como ha conseguido copias de esos cuadros famosos. —Wayne señaló con un gesto la copia de un Velázquez que colgaba de la pared más cercana—. Su tío del Vaticano —dijo Wayne.
       —Fue maître d’hotel en el Copacabana de Río —dijo Caroline—. Conoció a Frank Sinatra, y Lana Turner era muy amiga suya.
       —¿De veras? —dijo Wayne—. No lo sabía. Lo que yo he leído es que estuvo en el Victoria Hotel de Suiza y en un gran hotel de París. No tenía idea de que hubiera estado en el Copacabana de Río de Janeiro.
       Caroline apartó un poco el bolso cuando el camarero puso en la mesa las gruesas copas. Después de servir agua en la de Caroline, el camarero se desplazó hasta el lado de Wayne.
       —¿Te has fijado en el traje que llevaba? —dijo Wayne—. Raras veces se ven trajes como ése. Es un traje de trescientos dólares. —Cogió la carta. Y al poco dijo—: Bien, ¿qué vas a comer?
       —No sé —dijo ella—. Aún no lo he decidido. ¿Tú que vas a pedir?
       —No lo sé —dijo él—. Yo tampoco me he decidido aún.
       —¿Qué te parece uno de esos platos franceses, Wayne? ¿O esto? Aquí, mira. —Puso un dedo en la carta para indicarle dónde, y luego entornó los ojos mientras miraba cómo Wayne identificaba el idioma, fruncía los labios, luego el ceño y finalmente sacudía la cabeza.
       —No sé —dijo—. Preferiría saber lo que estoy pidiendo. No sé, la verdad.
       El camarero volvió con lápiz y cuaderno y dijo algo que Wayne no entendió del todo.
       —Aún no hemos decidido —dijo. Y sacudió la cabeza al ver que el camarero seguía en pie junto a la mesa—. Le haré una seña en cuanto lo sepamos.

       —Creo que pediré solomillo. Tú pide lo que quieras —le dijo a Caroline cuando el camarero se hubo retirado. Cerró la carta y levantó su copa de agua. Por encima del apagado rumor que les llegaba de las otras mesas pudo oír unos gorjeos en la pajarera. Vio a Aldo recibir a un grupo de cuatro personas, charlar con ellas sonriendo y asintiendo y conducirlas a una mesa.
       —Podrían habernos dado una mesa mejor —dijo Wayne—. En lugar de ésta aquí en medio. Por aquí todo el mundo pasa y te ve comer. Nos podrían haber dado una mesa de las contiguas a la pared. O junto a la fuente.
       —Creo que pediré el tournedos —dijo Caroline. Y siguió mirando la carta.
       Wayne dio unos golpecitos al paquete de cigarrillos, sacó uno y lo encendió, y echó una ojeada en torno, hacia los otros comensales. Caroline seguía mirando la carta.
       —Bien, por el amor de Dios, si vas a pedir lo que has dicho cierra la carta para que el camarero pueda tomar nota. —Wayne alzó el brazo para llamar al camarero, que estaba al fondo de la sala hablando con un compañero.
       —No tiene nada que hacer más que darle a la lengua con uno de sus colegas —dijo Wayne.
       —Ya viene —dijo Caroline.
       —¿Señor? —Era un hombre delgado y picado de viruelas, con un holgado traje negro y una pajarita negra.
       —… Y tomaremos una botella de champaña. Una botella pequeña. Algo… ya sabe, nacional —dijo Wayne.
       —Ah, y traiga la bandeja de los entremeses —dijo Caroline—. Por favor.
       —Sí, señora —dijo el camarero.

       —Una pandilla muy poco de fiar —dijo Wayne—. ¿Te acuerdas de aquel tal Bruno que trabajaba en la oficina de lunes a viernes y de camarero los fines de semana? Fred le pilló robando dinero del bote. Y lo despedimos.
       —Hablemos de algo agradable —dijo Caroline.
       —Sí, claro —dijo Wayne.
       El camarero sirvió un poco de champaña en la copa de Wayne, y Wayne levantó la copa, paladeó un sorbo y dijo:
       —Muy bien, estupendamente. —Y luego dijo—: Brindo por ti, nena. —Alzó la copa en alto y añadió—: Feliz cumpleaños.
       Hicieron chocar las copas.
       —Me gusta el champaña —dijo Caroline.
       —Me gusta el champaña —dijo Wayne.
       —Podíamos haber pedido una botella de Lancer’s —dijo ella.
       —¿Y por qué no lo has dicho, si era ése el que querías? —dijo Wayne.
       —No lo sé —dijo Caroline—. No se me ocurrió. Pero éste está muy bien.
       —No entiendo mucho de champañas. No me importa admitir que no soy lo que se dice un… connaisseur. No me molesta admitir que no soy más que un ignorante. —Rió y trató de captar su mirada, pero estaba absorta en la elección de una aceituna de la bandeja de los entremeses—. No soy como ese grupo que sueles frecuentar últimamente. Pero si querías Lancer’s —continuó—, tendrías que haber pedido Lancer’s.
       —¡Oh, cállate! —dijo Caroline—. ¿No puedes hablar de otra cosa? —Y entonces alzó la mirada y lo miró, y él tuvo que apartar la mirada. Y movió los pies bajo la mesa.

       Wayne dijo:
       —¿Te apetece un poco más de champaña, cariño?
       —Sí, gracias —dijo Caroline con voz queda.
       —Por nosotros —dijo Wayne.
       —Por nosotros, cariño —dijo Caroline.
       Se miraron fijamente mientras bebían.
       —Tenemos que hacer esto más a menudo —dijo él.
       Ella asintió con un gesto.
       —Conviene salir de vez en cuando. Me esforzaré más y lo haremos, si tú quieres.
       Ella cogió un tallo de apio.
       —Eso depende de ti —dijo.
       —¡No es cierto! No soy yo quien está…, quien está…
       —¿Quién está qué? —dijo ella.
       —Me tiene sin cuidado lo que hagas —dijo, bajando la mirada.
       —¿Lo dices en serio?
       —No sé por qué lo he dicho —dijo él.
       El camarero trajo la sopa y se llevó la botella y las copas y volvió a llenar las copas de agua.
       —¿Podría traerme una cuchara? —dijo Wayne.
       —¿Señor?
       —Una cuchara para la sopa —repitió Wayne.
       El camarero pareció asombrarse, y luego adoptó un aire perplejo. Miró a su alrededor, hacia las otras mesas. Wayne gesticuló sobre la sopa con una cuchara imaginaria. Apareció Aldo junto a la mesa.
       —¿Todo en orden? ¿Sucede algo?
       —Al parecer mi marido no tiene cuchara para tomar la sopa —dijo Caroline—. Lamento importunarle —dijo.
       —No faltaba más. Une cuiller, s’il vous plait —le dijo Aldo al camarero en tono suave. Miró un instante a Wayne, y luego explicó a Caroline—: Paul empieza esta noche. Habla muy poco inglés, aunque me concederán que es un excelente camarero. El chico que preparó la mesa se olvidó de la cuchara. —Aldo sonrió—. Y ello sin duda ha cogido a Paul por sorpresa.
       —Es un lugar precioso —dijo Caroline.
       —Gracias —dijo Aldo—. Estoy encantado de que nos hayan visitado esta noche. ¿Les gustaría ver la bodega y los comedores privados?
       —Con mucho gusto.
       —Haré que alguien les acompañe cuando terminen de cenar —dijo Aldo.
       —Aceptamos su invitación encantados —dijo Caroline.
       Aldo les dedicó una ligera inclinación y volvió a mirar a Wayne.
       —Espero que disfruten de la cena —les dijo.

       —El muy imbécil —dijo Wayne.
       —¿Quién? —dijo ella—. ¿De quién hablas? —dijo, dejando la cuchara sobre la mesa.
       —El camarero —dijo Wayne—. Hablo del camarero. El más novato y el más tonto de la casa, y nos lo endilgan a nosotros.
       —Cómete la sopa —dijo ella—. No te pongas hecho una fiera.
       Wayne encendió un cigarrillo. El camarero trajo las ensaladas y se llevó los platos de sopa.
       Cuando empezaron con el segundo plato, Wayne dijo:
       —Bien, ¿qué piensas? ¿Tenemos alguna posibilidad o no? —Miró hacia abajo y se colocó bien la servilleta.
       —Tal vez —dijo Caroline—. Siempre hay una posibilidad.
       —No me vengas con esas evasivas de mierda —dijo él—. Contesta con sinceridad, para variar.
       —No te metas conmigo —dijo ella.
       —Te estoy haciendo una pregunta —dijo él—. Respóndeme con franqueza —dijo.
       Ella dijo:
       —¿Quieres algo firmado con sangre?
       Él dijo:
       —No estaría mal.
       Ella dijo:
       —¡Escúchame bien! Te he dado los mejores años de mi vida. ¡Los mejores años de mi vida!
       —¿Los mejores años de tu vida? —dijo él.
       —Tengo treinta y seis años —dijo ella—. Cumplo treinta y siete esta noche. Esta noche, ahora mismo, en este mismo instante, no puedo decir qué es lo que voy a hacer. Ya veré —dijo.
       —Me tiene sin cuidado lo que hagas —dijo él.
       —¿Lo dices en serio? —dijo ella.
       Wayne dejó caer airadamente el tenedor y tiró la servilleta encima de la mesa.
       —¿Has terminado? —preguntó ella en tono amable—. Vamos a tomar postre y café. Un buen postre. Algo delicioso.
       Caroline no dejó nada en el plato.

       —Dos cafés —le dijo Wayne al camarero. Miró a Caroline y luego al camarero—. ¿Qué postres tienen? —dijo.
       —¿Señor? —dijo el camarero.
       —¡Postres! —dijo Wayne.
       El camarero miró fijamente a Caroline y luego a Wayne.
       —Nada de postres —dijo Caroline—. No tomemos postre.
       —Mousse de chocolate —dijo el camarero—. Sorbete de naranja —dijo. Sonrió, mostrando su mala dentadura—. ¿Señor?
       —Y no quiero ningún tour con cicerone por este sitio —dijo Wayne cuando el camarero se hubo retirado.

       Cuando se levantaron de la mesa, Wayne dejó caer un billete de un dólar junto a su taza de café. Caroline sacó del bolso dos dólares, alisó los billetes y los dejó junto al de Wayne, formando hilera.
       Esperó mientras Wayne pagaba la cuenta. Por el rabillo del ojo, Wayne vio a Aldo de pie cerca de la puerta, echando semillas dentro de la pajarera. Aldo miró hacia ellos, sonrió y siguió sacudiéndose semillas de entre los dedos mientras las aves se apiñaban ante él. Luego se frotó enérgicamente las manos y empezó a andar en dirección a Wayne, que miró hacia otra parte, que se volvió ligera pero perceptiblemente al acercarse Aldo. Pero cuando miró hacia atrás vio que Aldo tomaba la mano que Caroline le tendía, vio que Aldo juntaba los talones con elegancia, vio que Aldo besaba a Caroline en la muñeca.
       —¿Disfrutó la señora de la cena? —dijo Aldo.
       —Ha sido espléndida —dijo Caroline.
       —¿Volverá a visitarnos de cuando en cuando? —dijo Aldo.
       —Lo haré —dijo Caroline—. Tan a menudo como pueda. La próxima vez me encantaría que nos permitiera echar un vistazo a todo esto, pero ahora no tenemos más remedio que irnos.
       —Querida señora —dijo Aldo—, tengo algo para usted. Un segundo, por favor. —Alargó la mano hacia el jarrón de una mesa próxima a la puerta y se volvió airosamente con una rosa de largo tallo.
       —Para usted, querida señora —dijo Aldo—. Pero tenga cuidado, por favor. Las espinas. Una dama adorable —le dijo a Wayne sonriendo, y se dio la vuelta para dar la bienvenida a otra pareja.
       Caroline seguía allí de pie.
       —Vámonos de aquí —dijo Wayne.
       —¿Entiendes ahora que se hiciera amigo de Lana Turner? —dijo Caroline. Cogió la rosa y jugueteó con ella entre los dedos.
       —¡Buenas noche! —dijo en dirección a la espalda de Aldo. Pero Aldo estaba ocupado escogiendo otra rosa.
       —No creo ni que llegara a conocerla —dijo Wayne.


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