Raymond Carver
(Clatskanie, Oregon, 1938 - Port Angeles, Washington, 1988)


Una conversación seria
(“A Serious Talk”)
Originalmente publicado en Playgirl (1980);
What We Talk About When We Talk About Love (1981);
Where I’m Calling From (1988);
aparece, en versión manuscrita, en Beginners (2009)
y Collected Stories (2009)



      Estaba el coche de Vera, y ninguno más, y Burt dio gracias por ello. Entró por el camino de acceso y se detuvo junto a la tarta que se le había caído la noche anterior. Seguía allí: el recipiente de aluminio volcado, el halo de relleno de calabaza sobre el pavimento. Era el día siguiente a Navidad.
       Había ido el día de Navidad a ver a su mujer y a sus hijos. Vera le había advertido de antemano. Le había hablado con claridad. Le había dicho que tenía que marcharse antes de las seis, porque su amigo iba a venir con sus hijos a cenar.
       Se habían sentado en la sala y abrían solemnemente los regalos que Burt les había traído. Destaparon los paquetes; otros paquetes, los que desatarían luego, después de las seis, descansaban con sus alegres envoltorios bajo el árbol.
       Miró cómo los chicos abrían sus regalos, aguardó a que Vera soltara la cinta del suyo. Vio como quitaba el papel, levantaba la tapa, sacaba el suéter de cachemir.
       —Es muy bonito —dijo Vera—. Gracias, Burt.
       —Pruébatelo —la instó su hija.
       —Póntelo —insistió su hijo.
       Burt miró a su hijo, agradecido por su apoyo.
       Vera se lo probó. Entró en su dormitorio y salió con el suéter puesto.
       —Es bonito —declaró.
       —Es bonito en ti —puntualizó Burt; sintió que el pecho se le henchía.
       Abrió sus regalos. El de Vera, un bono de compra de la boutique masculina Sondheim’s. El de su hija, un peine y un cepillo a juego. El de su hijo, un bolígrafo.

       Vera trajo unos refrescos de soda, y charlaron un poco. Pero la mayor parte del tiempo la pasaron mirando el árbol. Luego su hija se levantó y empezó a poner la mesa del comedor. Su hijo se fue a su cuarto.
       Pero a Burt le apetecía estar donde estaba. Le apetecía estar delante de la chimenea, con un vaso en la mano, en su casa, en su hogar.
       Al cabo Vera fue a la cocina.
       De cuando en cuando su hija entraba en el comedor con algo para la mesa. Burt la miraba. Vio como plegaba las servilletas de hilo dentro de las copas de vino. Vio como colocaba un estilizado florero en medio de la mesa. Vio como ponía una flor en el florero, y el sumo cuidado con que lo hacía todo.
       Un pequeño tronco de cera y serrín ardía en la chimenea. Al pie del hogar aguardaban cinco más en una caja de cartón. Se levantó del sofá y los puso todos en el fuego. Se quedó contemplándolos hasta que ardieron. Luego acabó su refresco y se dirigió a la puerta del patio. De camino hacia allí vio las tartas alineadas en el aparador. Las cogió como pudo y las apiló sobre los brazos, las seis, una por cada diez veces que Vera le había sido infiel.
       En el camino de entrada, en medio de la oscuridad, mientras trataba desmañadamente de abrir la portezuela, una de las tartas se le cayó al suelo.
       La puerta principal estaba siempre cerrada desde la noche que la llave se le había roto dentro de la cerradura. Rodeó la casa hacia el patio. Había una guirnalda en la puerta. Dio unos golpecitos en el cristal. Vera estaba en albornoz. Miró hacia él y frunció el ceño. Luego entreabrió la puerta.
       Burt dijo:
       —Quiero disculparme por lo de anoche. También quiero disculparme ante los chicos.
      Vera respondió:
       —No están en casa.
       Ella permaneció de pie en el umbral, y él en el patio, junto al filodendro. Se quitó una hilacha de la manga. Ella prosiguió:
       —No lo aguanto más. Intentaste quemarnos la casa.
       —No es cierto.
       —Lo es. Todos fuimos testigos.
      Él pidió:
       —¿Puedo entrar a discutirlo?
       Vera se ciñó el cuello del albornoz y se retiró hacia el interior. Le advirtió:
       —Tengo que salir dentro de una hora.
       Burt miró a su alrededor. El árbol, lleno de luces, parpadeaba. En un extremo del sofá había un montón de papeles de seda de colores y unas cuantas cajas relucientes. En el centro de la mesa del comedor quedaba una fuente con el caparazón de un pavo; los correosos restos descansaban sobre un lecho de perejil como sobre un horrible nido. Un cono de cenizas colmaba la chimenea. También podían verse dentro de ella unas cuantas latas vacías de cola Shasta. Una mancha de hollín ascendía por los ladrillos hasta la repisa de la chimenea; la madera que coronaba los ladrillos aparecía chamuscada.
       Burt se volvió y fue a la cocina.
       Preguntó:
       —¿A qué hora se marchó anoche tu amigo?
       —Si vas a empezar con eso, puedes irte ahora mismo —le cortó Vera.
       Burt sacó una silla y se sentó a la mesa de la cocina, frente al cenicero grande. Cerró los ojos, luego los abrió. Apartó la cortina y miró el patio. Vio una bicicleta, sin la rueda delantera, colocada del revés en el suelo. Vio la maleza que crecía a lo largo de la valla de madera de secoya.
       Vera echó agua en un cazo.
       —¿Te acuerdas del día de Acción de Gracias? Aquel día dije que era la última fiesta que nos echarías a perder. Comiendo huevos con bacon en lugar de pavo a las diez de la noche...
       —Lo sé. Dije que lo sentía.
       —No basta con decir lo siento.
       El piloto indicador había vuelto a apagarse. Vera intentaba encender el gas para calentar el agua.
       —No te quemes —advirtió él—. No vayas a prenderte fuego.
       Imaginó que se le prendía la ropa: él saltaba de la mesa, tiraba a Vera al suelo y la hacía rodar y rodar hasta la sala, donde la cubría con su cuerpo. ¿O debía correr al dormitorio en busca de una manta?
       —¿Vera?
       Vera le miró.
       —¿Tienes algo de beber? Me vendría bien un trago esta mañana.
       —Hay vodka en el frigorífico.
       —¿Desde cuándo tienes vodka en el frigo?
       —No preguntes.
       —Está bien. No preguntaré.
       Sacó el vodka y se sirvió en una taza que encontró en el tablero. Ella preguntó:
       —¿Te lo vas a beber así, de la taza? —Y le azuzó—: Por Dios, Burt. De todas formas, ¿de qué quieres hablar? Ya te he avisado que tengo que salir. Tengo clase de flauta a la una.
       —¿Sigues con las clases de flauta?
       —Acabo de decírtelo. Bueno, ¿qué? Suelta lo que tengas que decir, porque he de empezar a prepararme.
       —Quería decir que lo siento.
       Ella repuso:
       —Ya me lo has dicho antes. Él cambió de tema:
       —Si tienes algún zumo, lo mezclaría con el vodka.
       Vera abrió el frigorífico y revolvió en su interior.
       —Hay zumo de manzana y arándanos.
       —Perfecto.
      —Voy al baño.
       Burt se tomó la taza de vodka con zumo. Encendió un cigarrillo y echó la cerilla al cenicero grande que siempre dejaban sobre la mesa de la cocina. Estudió las colillas. Algunas eran de los cigarrillos de Vera, otras no. Había incluso algunas de color de lavanda. Se levantó y tiró el contenido a la basura, debajo del fregadero.
       El cenicero no era en realidad un cenicero. Era un gran plato de gres que le habían comprado a un alfarero barbudo en los puestos del paseo de Santa Clara. Lo lavó con agua y lo secó. Lo volvió a poner sobre la mesa. Deshizo el cigarrillo dentro de él.

       El agua del fuego empezó a borbotear al tiempo que empezó a sonar el teléfono.
       Oyó como Vera abría la puerta del baño y lo llamaba.
       —¡Contesta tú! —le llegó a través de la sala—. Estaba metiéndome en la ducha.
       El teléfono de la cocina estaba en una esquina del tablero, detrás de la cacerola de hornear. Apartó la cacerola de hornear y cogió el auricular.
       —¿Está Charlie? —preguntó la voz.
       —No —contestó Burt.
       —Ah, bien —respondió la voz.
       Se ocupaba del café cuando el teléfono volvió a sonar.
       —¿Charlie?
       —No es aquí —cortó Burt. Y dejó descolgado el teléfono.

       Vera entró en la cocina cepillándose el pelo. Llevaba téjanos y un suéter.
       Burt puso el café instantáneo en las tazas de agua caliente y se sirvió un chorro de vodka en la suya. Llevó las tazas a la mesa.
       Vera cogió el auricular y escuchó. Dijo:
       —¿Qué ha pasado? ¿Quién estaba al teléfono?
       —Nadie —contestó él—. ¿Quién fuma cigarrillos de colores?
       —Yo.
       —No lo sabía.
       —Pues bien, ya lo sabes.
       Se sentó frente a él y tomó el café. Fumaron y utilizaron el cenicero.
       Había cosas que Burt quería expresar: cosas dolorosas, cosas consoladoras, ese tipo de cosas.
       —Fumo tres paquetes al día —declaró Vera—. Lo digo por si de verdad quieres saber cómo andan las cosas por aquí.
       —Dios santo —exclamó Burt.
       Vera asintió con la cabeza.
       —No he venido para oír eso —añadió luego él.
       —¿Qué has venido a oír, entonces? ¿Querías oír que la casa había ardido?
       —Vera —dijo Burt—. Es Navidad. Por eso he venido.
       —Navidad fue ayer —precisó ella—. La Navidad vino y se fue. Yo no quiero que venga ninguna otra.
       —¿Y yo? ¿Crees que yo espero con ansiedad las fiestas?

       El teléfono volvió a sonar. Descolgó Burt.
       —Es alguien que pregunta por Charlie —anunció.
       —¿Qué?
       —Charlie —repitió Burt.
       Vera cogió el teléfono. Le dio la espalda a Burt mientras hablaba. Luego se volvió y dijo:
       —Voy a hablar al cuarto. ¿Serás tan amable de colgar cuando yo lo coja? Lo voy a notar, así que cuelga cuando yo te avise.
       Burt cogió el auricular. Vera salió de la cocina. Burt se llevó el auricular al oído y escuchó. No oyó nada. Luego oyó cómo un hombre se aclaraba la garganta. Luego oyó cómo Vera descolgaba el otro teléfono. Y la oyó gritar:
       —¡Ya está, Burt! ¡Voy a hablar, Burt!
       Burt colgó y se quedó allí de pie, mirando el teléfono. Abrió el cajón de la vajilla de plata y hurgó en las cosas que había dentro. Abrió otro cajón. Miró en el fregadero. Fue al comedor y cogió el cuchillo de trinchar. Lo mantuvo bajo el grifo de agua caliente hasta que la grasa se ablandó y se escurrió de la hoja. Limpió el cuchillo en la manga. Fue hasta el teléfono, dobló el cordón y lo cortó limpiamente. Estudió los extremos. Empujó el teléfono hasta su rincón, detrás de la cacerola de hornear.

       Vera entró en la cocina. Dijo:
       —Se ha quedado mudo. ¿Le has hecho algo al teléfono?
       Miró hacia el aparato; luego lo levantó del tablero.
       —¡Hijo de perra! —chilló. Gritó—: ¡Fuera, fuera, vete donde tienes que estar! —Agitaba el teléfono en dirección a Burt—. ¡Se acabó! ¡Voy a hacer que el juez te prohiba pisar esta casa, eso es lo que voy a hacer!
       El teléfono hizo ding cuando Vera lo dejó caer de golpe sobre el tablero.
       —¡Si no te vas inmediatamente, voy ahí al lado y llamo a la policía!
       Burt cogió el cenicero. Lo puso de canto sobre su palma. Adoptó la pose de un lanzador de disco.
       —Por favor —dijo Vera—. Es nuestro cenicero.
       Burt salió por la puerta del patio. No estaba seguro, pero creía haber demostrado algo. Confiaba en haber dejado claro algo. Y ese algo era que pronto deberían tener una conversación seria. Había cosas de las que era necesario hablar, cosas importantes que tenían que discutirse. Volverían a hablar. Quizá después de las fiestas, cuando las cosas volvieran a la normalidad. Le diría, por ejemplo, que aquel maldito cenicero no era sino un maldito plato.
       Orilló la tarta del camino de entrada y subió al coche. Arrancó y metió la marcha atrás. Le resultó difícil arreglárselas hasta que dejó el cenicero a un lado.



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