Raymond Carver
(Clatskanie, Oregon, 1938 - Port Angeles, Washington, 1988)


Sueños
(“Dreams”)
Originalmente publicado, en forma ligeramente diferente, en
Esquire Magazine, 134, n.° 2 (agosto de 2000);
Call If You Need Me (2000);
Collected Stories (2009)



      Mi mujer tiene la costumbre de contarme todo lo que sueña. Cuando se despierta le llevo el café y el zumo y me siento en una silla al lado de la cama mientras se espabila y se aparta los cabellos del rostro. Tiene la expresión de quien acaba de despertarse, pero en su mirada también se aprecia que viene de muy lejos.
       —A ver —le digo.
       —Qué raro —contesta ella—. He tenido un sueño entero y la mitad de otro. He soñado que era un chico y que iba a pescar con mi hermana y su amiga, pero estaba borracho. Figúrate. ¿No es el colmo? Tenía que llevarlas en el coche, pero no había forma de encontrar las llaves. Luego, cuando las he encontrado, el coche no arrancaba. De buenas a primeras estábamos pescando en el lago, en una barca. Se acercaba una tormenta, pero no podía poner en marcha el motor. Mi hermana y su amiga no paraban de reírse. Pero yo tenía miedo. En eso me he despertado. ¿No es raro? ¿Qué te parece?
       —Escríbelo —le dije, encogiéndome de hombros.
       No tenía otra cosa que decirle. Yo no sueño. Hace años que no sueño nada. O a lo mejor sí, pero cuando me despierto no me acuerdo de nada. No soy ningún especialista en sueños; ni en los míos ni en los de nadie. Una vez Dotty me contó que poco antes de casarnos se pasó la noche ladrando en sueños. Al despertarse vio a su perrito, Bingo, sentado a los pies de la cama y mi-rándola de manera extraña. Se dio cuenta de que había ladrado en sueños. ¿Qué significaría eso?, se preguntó. Lo calificó de pesadilla, añadiéndolo a su libro de sueños, y eso fue todo. No le dio más vueltas. Nunca interpretaba sus sueños. Se limitaba a escribirlos y luego, cuando tenía otro, lo anotaba a continuación.
       —Bueno, me subo —le dije—. Tengo que ir al cuarto de baño.
       —Estaré enseguida. Primero tengo que espabilarme. Quiero pensar un poco más en este sueño.
       En realidad no tenía que ir al cuarto de baño, de manera que cogí una taza de café y me senté a la mesa de la cocina. Estábamos en agosto, en plena canícula, y teníamos las ventanas abiertas. Hacía calor, ya lo creo. Asfixiante. Mi mujer y yo nos pasamos casi todo el mes durmiendo en el sótano. Pero nos arreglamos bien. Llevamos abajo colchones, almohadas, sábanas, de todo. Teníamos una mesita, una lámpara, un cenicero. Nos reíamos. Era como volver a empezar. Pero arriba todas las ventanas estaban abiertas, y en la casa de al lado también lo estaban. Sentado a la mesa, oí a Mary Rice, la vecina. Era temprano, pero ya se había levantado y andaba por la cocina en camisón. Tarareaba una melodía, y me puse a escucharla mientras me bebía el café. Luego sus hijos aparecieron en la cocina y los saludó diciendo:
       —Buenos días, niños. Buenos días, mis seres queridos.
       En serio. Eso es lo que les dijo su madre. Luego se sentaron a la mesa, riéndose de algo, y uno de los niños empezó a golpear la silla contra el suelo, riendo a carcajadas.
       —Ya está bien, Michael —le dijo su madre—. Termínate los cereales, cariño.
       Al cabo de un momento, Mary Rice mandó a sus hijos a que fueran a vestirse para ir al colegio. De nuevo se puso a tararear mientras fregaba los cacharros. Al escucharla, pensé: Soy un hombre de suerte. Tengo una mujer que siempre sueña algo diferente, que todas las noches se acuesta a mi lado y en cuanto se queda dormida algún hermoso sueño la transporta muy lejos. Unas veces sueña con caballos, con tormentas y gente, y otras hasta cambia de sexo en el sueño. Yo no echaba en falta mis propios sueños. Sólo tenía que pensar en los suyos para no sentirme frustrado. Y además en la casa de al lado, tengo una vecina que se pasa el día cantando o tarareando. En general, me sentía bastante afortunado.
       Me acerqué a la ventana para ver cómo se marchaban al colegio los niños de al lado. Vi cómo Mary Rice los besaba a los dos en la mejilla, diciendo:
       —Adiós, niños.
       Luego cerró la puerta mosquitera, se quedó detrás un momento, viendo cómo los niños se alejaban por la calle, y después dio media vuelta y volvió a entrar en la casa.
       Conocía sus costumbres. Ahora dormiría unas horas: nunca se acostaba al volver de su trabajo nocturno, poco después de las cinco de la mañana. La chica que le hacía de canguro —Rosemary Bandel, una vecina— esperaba a que ella llegase y luego cruzaba la calle y entraba en su casa. Y entonces las luces permanecían encendidas en casa de Mary Rice durante el resto de la no-che. A veces, si tenía las ventanas abiertas, como ahora, oía música de piano, y una vez hasta oí a Alexander Scourby leyendo Grandes esperanzas.
       A veces, cuando no podía conciliar el sueño —mi mujer dormía y soñaba a mi lado—, me levantaba de la cama y subía para sentarme a la mesa y escuchar su música o sus libros grabados, acechando el momento en que su silueta pasara delante de un visillo o se recortara por detrás de la persiana. Alguna que otra vez sonaba el teléfono muy temprano, a una hora intempestiva, pero ella siempre lo cogía a la tercera llamada.
       Sus hijos, según averigüé, se llamaban Michael y Susan. A mis ojos no se diferenciaban en nada de los demás niños del barrio, salvo en que cuando los veía, pensaba: Qué suerte tenéis, niños, de tener una madre que os cante. Vuestro padre no os hace ninguna falta. Una vez vinieron a casa a vendernos unas pastillas de jabón, y en otra ocasión llamaron a la puerta para ofrecernos semillas. Nosotros no tenemos jardín, desde luego —donde vivimos nosotros no crece nada—, pero se las compré de todos modos, qué demonios. La noche de Halloween también vinieron, con la chica que los cuidaba —su madre, naturalmente, estaba trabajando—, y les di chocolatinas y saludé con la cabeza a Rosemary Bandel.
       Mi mujer y yo somos los vecinos más antiguos del barrio. Hemos visto llegar y marcharse a todo el mundo. Mary Rice vino hace tres años con su marido y sus hijos. Su marido era un técnico de la compañía telefónica, encargado del tendido y mantenimiento, y se marchaba a trabajar a las siete de la mañana y volvía a las cinco de la tarde. Luego dejó de llegar a esa hora. Volvía cada vez más tarde, si es que volvía.
       Mi mujer también lo notó.
       —Hace tres días que no lo veo —dijo.
       —Yo tampoco —dije.
       Unos días antes, por la mañana, había oído gritos, y uno de los niños lloraba; quizás los dos.
       Luego, en el mercado, la vecina que vivía al lado de Mary Rice contó a mi mujer que el matrimonio se había separado.
       —Los ha abandonado, a ella y a los niños —dijo aquella mujer—. El hijo de puta.
       Y entonces, no mucho después, como su marido se había despedido del trabajo y se había marchado de la ciudad, Mary Rice tuvo que buscarse el sustento y encontró trabajo en un restaurante donde servía cócteles y no tardó mucho en pasarse toda la noche escuchando música y grabaciones de libros. Y cantando unas veces y tarareando otras. La otra vecina de Mary Rice dijo que se había matriculado en la universidad para hacer dos cursos por correspondencia. Se estaba creando una nueva vida, aseguró la vecina, una nueva vida para ella y para sus hijos.

       Como el invierno se acercaba decidí poner las contraventanas. Mientras estaba fuera, subido en la escalera, los niños de al lado, Michael y Susan, salieron de la casa como un tromba, en compañía del perro y haciendo que la puerta mosquitera se cerrara de golpe tras ellos. Corrieron por la acera ya con los abrigos puestos, dando patadas a los montones de hojas muertas.
       Mary Rice salió a la puerta y vio cómo se alejaban. Luego me miró a mí.
       —Buenos días —dijo—. Por lo visto, ya se está preparando para el invierno.
       —Así es —dije—. Pronto se nos echará encima.
       —Sí, no tardará mucho —dijo ella. Luego esperó un momento, como si fuera a añadir algo, y dijo—: Bueno, encantada de hablar con usted.
       —El placer ha sido mío.
       Eso fue poco antes del día de Acción de Gracias. Una semana después, más o menos, cuando entré en la habitación con el café y el zumo de mi mujer, me la encontré ya despierta e incorporada y lista para contarme su sueño. Dio unas palmaditas sobre la cama, y me senté a su lado.
       —Este sí que es la monda —dijo—. Si quieres oír algo bueno, atiende.
       —Adelante —dije.
       Tomé un sorbo de su taza y se la di. Ella cerró las manos en torno a la taza, como si las tuviera frías.
       —Íbamos en barco —dijo.
       —Nunca hemos ido en barco —dije.
       —Lo sé, pero íbamos en un barco grande, un crucero, creo. Estábamos acostados, en una litera o algo así, cuando llamaron a la puerta y entró alguien con una bandeja de magdalenas. Dejaron la bandeja y volvieron a salir. Me levanté a coger una magdalena. Tenía hambre, sabes, pero cuando la toqué, me quemó la punta de los dedos. Entonces se me empezaron a encoger los dedos de los pies, como cuando tienes miedo, ya sabes. Me volví a acostar pero entonces oí una música fuerte, de Scriabin, y luego un entrechocar de copas, centenares, quizás miles de copas, todas resonando a la vez. Te desperté, te lo conté y me dijiste que ibas a ver lo que pasaba. Recuerdo que cuando saliste vi pasar la luna fuera, por delante del ojo de buey. Luego el barco debió de virar o algo así, porque volvió a pasar la luna inundando de luz el camarote. Entonces volviste, en pijama, tal como te habías marchado, y te acostaste y te dormiste otra vez sin decir palabra. La luna brillaba al otro lado de la ventana y en el camarote relucía todo, pero tú seguías sin decir nada. Me acuerdo de que me asustaste un poco con tu silencio y de que se me volvieron a encoger los dedos de los pies. Luego me volví a dormir y aquí estoy. ¿Qué te parece? Menudo sueño, ¿no? ¡Dios mío de mi vida! ¿Qué podrá significar? Tú no has soñado nada, ¿verdad?
       Dio un sorbo de café y se me quedó mirando. Sacudí la cabeza. No sabía qué decir, de manera que le recomendé que lo anotara en el cuaderno.
       —Pues vaya, no sé. Se están volviendo muy raros, ¿no te parece?
       —Anótalo en el cuaderno.

       Enseguida llegaron las navidades. Compramos un árbol, lo adornamos y la mañana de Navidad intercambiamos regalos. Dotty me regaló un par de manoplas, un globo terráqueo y una suscripción a la revista Smithsonian. Yo le regalé un perfume —se sonrojó al abrir el paquete— y un camisón. Me abrazó. Luego subimos al coche y fuimos a comer a casa de unos amigos.
       Entre Navidad y primero de año vino una ola de frío. Nevó, y luego volvió a nevar. Un día, Michael y Susan estuvieron en la calle el tiempo suficiente para hacer un muñeco de nieve. Le pusieron una zanahoria en la boca. Por la noche veía el resplandor de la tele por la ventana de su cuarto. Mary Rice seguía yendo a trabajar todas las noches, Rosemary venía a cuidar de los niños y la luz siempre permanecía encendida toda la noche.
       En Nochevieja fuimos al otro extremo de la ciudad a cenar con nuestros amigos. Jugamos a las cartas, vimos la tele y a medianoche abrimos una botella de champán. Harold y yo nos estrechamos la mano y nos fumamos un puro. Luego Dotty y yo cogimos el coche y volvimos a casa.
       Pero —y aquí es donde empieza lo malo— al llegar al barrio nos encontramos la calle bloqueada por dos coches patrulla. Sus luces giraban sin parar sobre la carrocería. Otros coches, automovilistas curiosos, se habían parado, y los vecinos habían salido de sus casas. Muchos estaban vestidos y llevaban abrigo, pero había gente en pijama con gruesos abrigos encima que evidentemente se habían puesto a toda prisa. Cerca de casa había dos coches de bomberos aparcados, uno delante del jardín y otro en el camino de entrada de la casa Mary Rice.
       Di mi nombre a un policía y le expliqué que vivíamos allí, donde estaba el camión grande.
       —¡Están delante de nuestra casa! —gritó Dotty.
       El policía me dijo que teníamos que aparcar e ir andando.
       —¿Qué ha pasado? —le pregunté.
       —Parece que se ha prendido fuego una estufa. Bueno, eso es lo que me han dicho. En la casa había unos niños. Tres, contando la canguro. Ella salió. Por desgracia, los niños se quedaron dentro. Se asfixiaron con el humo.
       Echamos a andar por la calle, hacia casa. Dotty me cogió del brazo y se apretó contra mí.
       —¡Ay, Dios mío! —repetía.
       Ya cerca, en el tejado de la casa de Mary Rice, iluminado por los focos de los bomberos, vi a un hombre con una manguera. Pero ya no echaba sino un hilillo de agua. Habían roto la ventana del dormitorio, y dentro se veía a un hombre que se movía por el cuarto con algo que podía ser un hacha. Entonces un bombero salió por la puerta con algo en los brazos, y vi que era el perro de los niños. Me causó mucha impresión.
       Había por allí una camioneta de la cadena local de televisión y un operador filmaba con una cámara que llevaba sobre el hombro. Los vecinos se apiñaban alrededor. Los coches de bomberos estaban con el motor en marcha, y de cuando en cuando se oían voces por la radio. Pero ninguno de los mirones decía nada. Me fijé en ellos y reconocí a Rosemary, que estaba con la boca abierta entre su padre y su madre. Luego sacaron a los niños, en camilla. Eran tipos enormes, los bomberos, con botas, impermeables y cascos, hombres de aspecto indestructible que parecían tener cien años más de vida por delante. Salieron a la calle, uno a cada extremo de las camillas, llevando a los niños.
       —Oh, no —decía la gente que estaba mirando. Y repetía luego—: Oh, no.
       —¡No! —lloró alguien.
       Dejaron las camillas en el suelo. Apareció un hombre con traje y gorro de lana que aplicó un estetoscopio al corazón de los niños para ver si había algún latido. Hizo luego una seña con la cabeza a los enfermeros de la ambulancia, que fueron a recoger las camillas.
       En aquel momento llegó un coche pequeño y Mary Rice bajó de un salto del asiento del pasajero. Corrió hacia los enfermeros que estaban a punto de introducir las camillas en la ambulancia.
       —¡Déjenlos en el suelo! —gritó—. ¡Déjenlos en el suelo!
       Y los enfermeros se detuvieron, pusieron las camillas en el suelo y dieron un paso atrás. Mary Rice se irguió sobre sus hijos y aulló; sí, no hay otra palabra. La gente se retiró y se acercó de nuevo cuando Mary se arrodilló en la nieve junto a las camillas y, primero a uno y luego a otro, acarició el rostro de los niños.
       El hombre del traje y el estetoscopio se aproximó a Mary Rice y se arrodilló a su lado. Otro —seguramente el jefe de bomberos o, si no, su ayudante— hizo una seña a los enfermeros, luego se acercó a Mary Rice, la ayudó a ponerse en pie y le rodeó el hombro con los brazos. El del traje estaba al otro lado de ella, pero no la tocó. El conductor del coche que la había traído a casa se adelantó ahora a ver lo que pasaba, pero no era más que un muchacho de aspecto asustado, un friegaplatos o ayudante de camarero. Se dio cuenta de que no tenía derecho a presenciar el dolor de Mary Rice. Retrocedió y se apartó de la gente, mirando fijamente las camillas que los enfermeros introducían en la parte trasera de la ambulancia.
       —¡No! —gritó Mary Rice, precipitándose hacía el vehículo cuando introducían en él las camillas.
       Me acerqué entonces a ella —nadie hacía nada— y la cogí del brazo.
       —Mary, Mary Rice —dije.
       Se dio media vuelta rápidamente y se encaró conmigo.
       —No lo conozco, ¿qué quiere usted? —me dijo.
       Llevó el brazo hacia atrás y me dio una bofetada en la cara.
       Luego subió a la ambulancia con los enfermeros. La ambulancia arrancó y fue patinando por la calle, tocando la sirena mientras los mirones se apartaban para dejarla pasar.

       Dormí mal aquella noche. Y Dotty no paró de moverse ni de quejarse en sueños. Comprendí que estaba muy lejos de mí. Por la mañana no le pregunté lo que había soñado, y ella tampoco me dijo nada. Pero cuando entré en la habitación con el zumo de naranja y el café, tenía el cuaderno en las rodillas y un bolígrafo en la mano. Dejando dentro el bolígrafo, cerró el cuader-no y me miró.
       —¿Qué pasa ahí al lado? —me preguntó.
       —Nada —dije—. La casa está a oscuras. Hay huellas de neumáticos en la nieve. La ventana de la habitación de los niños está rota. Eso es todo. Nada más. A no ser por eso, por la ventana de la habitación, nadie pensaría que ha habido fuego. Nadie se imaginaría que han muerto dos niños.
       —Esa pobre mujer —dijo Dotty—. Pobrecilla, por Dios Santo, qué desgraciada debe ser. Que Dios nos asista. Y a ella también.
       Durante toda la mañana no dejó de pasar gente por delante de la puerta de Mary Rice. Coches que circulaban despacio, mientras sus ocupantes contemplaban la casa. O peatones que se acercaban a observar la ventana, fijándose en la nieve pisoteada de la parte delantera, para luego seguir su camino. Hacia mediodía me encontraba frente a la ventana cuando llegó una furgoneta y aparcó. Mary Rice y su ex marido, el padre de los niños, se bajaron y se dirigieron a la casa. Caminaban despacio, y el hombre la cogió del brazo para ayudarla a subir los escalones del porche. La puerta se había quedado abierta la noche anterior. Ella entró primero. Luego pasó él.
       Por la noche revivimos todo el suceso en las noticias locales.
       —No puedo verlo —dijo Dotty, pero siguió mirando, igual que yo.
       En las imágenes salía la casa de Mary Rice y un bombero en el tejado que dirigía la manguera hacia la ventana rota. Luego sacaban a los niños de la casa, y de nuevo vimos cómo Mary Rice caía de rodillas. Después, cuando introducían las camillas en la ambulancia, Mary Rice daba media vuelta, se encaraba con alguien y gritaba: «¿Qué quiere usted?»
       Al día siguiente, sobre la doce, la furgoneta se detuvo delante de la casa. Un momento después, antes incluso de que el conductor pudiera apagar el motor, Mary Rice bajaba los escalones del porche. El conductor se bajó, dijo «Buenos días, Mary» y le abrió la puerta del pasajero. Luego se marcharon al entierro.
       El hombre pasó las cuatro noches siguientes en la casa, y al otro día, al levantarme —temprano, como siempre—, vi que la furgoneta no estaba y comprendí que se había marchado.
       Aquella mañana Dotty me contó uno de sus sueños. Estaba en una casa de campo y aparecía un caballo blanco que la miraba por la ventana. En eso se despertó.
       —Quiero hacer algo para mostrarle nuestro pesar —dijo Dotty—. Invitarla a cenar, quizás.
       Pero pasaron los días y no hicimos nada, ni Dotty ni yo, para que viniera a casa. Mary Rice volvió a trabajar, sólo que ahora lo hacía de día, en una oficina. Yo la veía salir por la mañana y volver poco después de las cinco. Sobre las diez de la noche se apagaban las luces. En la habitación de los niños siempre estaba bajada la persiana, y suponía, aunque no podía estar seguro, que la puerta permanecía cerrada.

       Un sábado, hacia finales de marzo, salí a desmontar las contraventanas. Al oír ruido volví la cabeza y vi a Mary Rice, que trataba de remover la tierra con una pala en la parte de atrás de su casa. Llevaba pantalones, jersey y un sombrero de paja.
       —Buenos días —dije.
       —Buenos días —dijo—. No sé si me estoy precipitando, pero tengo mucho tiempo libre, ya sabe, y bueno, pues es la época del año que indican en el paquete. —Sacó del bolsillo un paquete de semillas—: El año pasado mis hijos fueron vendiendo semillas por el barrio. Al limpiar los cajones encontré unos paquetes.
       No le mencioné los que yo tenía en el cajón de la cocina.
       —Hace tiempo que mi mujer y yo queríamos invitarla a cenar —le dije—. ¿Le apetecería venir un día de éstos? ¿Esta noche, si no tiene otra cosa que hacer?
       —Bueno, por qué no. De acuerdo. Pero ni siquiera sé cómo se llama usted. Ni su mujer tampoco.
       Se lo dije y luego le pregunté:
       —¿Le parece bien a las seis? —¿Cuándo? Ah, sí. A las seis está bien. —Empuñó la pala y removió la tierra—. Voy a seguir, a ver si planto las semillas. Iré a las seis. Gracias.
       Volví a casa y le dije a Dotty lo de la cena. Saqué los platos y los cubiertos. Cuando volví a mirar por la ventana Mary Rice se había metido en casa, ya no estaba en el jardín.



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