Raymond Carver
(Clatskanie, Oregon, 1938 - Port Angeles, Washington, 1988)

Recolectores
(“Collectors”)
Originalmente publicado en Esquire Magazine (agosto 1975);
Will You Please Be Quiet, Please? (1976);
Where I’m Calling From (1988);
Collected Stories (2009)



      Estaba sin trabajo. Pero esperaba recibir noticias del norte de un momento a otro. Me había echado en el sofá y escuchaba la lluvia. De cuando en cuando me levantaba y miraba a través de la cortina para ver si venía el cartero.
       No había nadie en la acera. Nada.
       No llevaba echado ni cinco minutos cuando oí pisadas en el porche. Alguien llegaba a la puerta, esperaba unos segundos y llamaba. Me quedé quieto. Sabía que no era el cartero, porque conocía sus pisadas. Nunca es mucha la prudencia cuando uno está sin trabajo y le llegan notificaciones por correo o por debajo de la puerta. Además vienen con ganas de hablar, en especial si no tienes teléfono.
       Llamaron de nuevo a la puerta, esta vez más fuerte (mala señal). Me incorporé un poco y traté de ver el porche. Pero quienquiera que fuese estaba justo detrás de la puerta (otra mala señal). Yo sabía que el piso crujía, así que ni siquiera podía deslizarme hasta el otro cuarto a mirar por la ventana.
       Volvieron a llamar, y dije: ¿Quién es?
       Soy Aubrey Bell, dijo un hombre. ¿Es usted Mr. Slater?
       ¿Qué quiere?, dije desde el sofá.
       Traigo algo para Mrs. Slater. Ha ganado un premio. ¿Está en casa?
       Mrs. Slater no vive aquí, dije.
       ¿Usted es Mr. Slater, entonces?, dijo el hombre. Mr. Slater…, dijo, y estornudó.
       Me bajé del sofá. Descorrí el cerrojo y entreabrí la puerta. Era un tipo mayor, gordo y corpulento, con gabardina. La lluvia le resbalaba por la gabardina y caía sobre el enorme artilugio con forma de maleta que traía.
       Sonrió y dejó el trasto en el suelo. Me tendió la mano.
       Aubrey Bell, dijo.
       No le conozco, dije.
       Mrs. Slater empezó. Mrs. Slater rellenó una postal. Se sacó unas postales de un bolsillo interior y las estuvo barajando unos segundos. Slater, leyó. ¿South Sixth East, doscientos cincuenta y cinco? Pues ha resultado ganadora.
       Se quitó el sombrero, asintió con solemnidad y se sacudió la gabardina con el sombrero como si eso fuera todo, como si todo estuviera resuelto, el viaje cumplido, el tren en su destino.
       Aguardó.
       Mrs. Slater no vive aquí, dije. ¿Qué es lo que ha ganado?
       Se lo tengo que mostrar, dijo él. ¿Puedo pasar?
       No sé… Si no es más que un momento, dije. Estoy muy ocupado.
       Estupendo, dijo él. En primer lugar me quitaré la gabardina. Y los chanclos. No quisiera dejarle mis pisadas en la alfombra. Veo que tiene usted alfombra, Mr…
       A la vista de la alfombra sus ojos se iluminaron, y luego volvieron a apagarse. Lo recorrió un escalofrío. Después se quitó la gabardina. La sacudió hacia el exterior y la colgó por el cuello en el pomo de la puerta. Ahí está bien, dijo. Un tiempo de perros, sí señor. Se agachó y se soltó los chanclos de goma. Dejó la maleta dentro. Se sacó los chanclos y entró en la casa en zapatillas.
       Cerré la puerta. Me vio mirándole las zapatillas, y dijo:
       W. H. Auden iba en zapatillas cuando fue a China por primera vez, y no se las quitó en todo el viaje.
       Me encogí de hombros. Eché otra mirada a la calle por ver si venía el cartero y cerré de nuevo la puerta.
       Aubrey Bell se quedó mirando fijamente la alfombra. Hizo un gesto con los labios. Luego se echó a reír. Rió y sacudió la cabeza.
       ¿Qué le hace tanta gracia?, dije.
       Nada. Santo Dios, dijo. Volvió a reír. Creo que estoy perdiendo el juicio. Creo que tengo fiebre. Se llevó una mano a la frente. Tenía el pelo enmarañado, y el sombrero le había dejado un surco alrededor de la cabeza.
       ¿Le parece que estoy caliente?, dijo. No sé. Puede que tenga fiebre. Seguía mirando la alfombra. ¿Tiene aspirinas?
       ¿Qué es lo que le pasa?, dije. Espero que no se me ponga enfermo aquí. Tengo cosas que hacer.
       Negó con la cabeza. Se sentó en el sofá. Empezó a arañar la alfombra con la zapatilla.
       Fui a la cocina, pasé agua a una taza, saqué dos aspirinas de un frasco.
       Aquí tiene, dije. Creo que luego debe irse.
       ¿Habla en nombre de Mrs. Slater?, dijo como en un siseo. No, no, olvide lo que he dicho, olvídelo. Se secó la cara. Tragó las aspirinas. Sus ojos brincaron a un lado y a otro de la habitación desnuda. Luego se inclinó hacia adelante con cierto esfuerzo y abrió los cierres de la maleta. La maleta se abrió de golpe y dejó al descubierto una serie de divisiones con tubos flexibles, cepillos, tubos rígidos y brillantes, y una especie de pesado artefacto azul montado sobre unas ruedecitas. Se quedó mirándolo todo como con sorpresa. Quedamente, como si estuviera en una iglesia, dijo: ¿Sabe usted lo que es esto?
       Me acerqué. Yo diría que es una aspiradora. No tengo intención de comprar nada, dije. No se piense que le voy a comprar una aspiradora.
       Quiero mostrarle algo, dijo él. Sacó una postal del bolsillo de la chaqueta. Mire esto, dijo. Me tendió la postal. Nadie ha dicho que quiera usted comprar nada. Pero mire la firma. ¿Es o no es la firma de Mrs. Slater?
       Miré la postal. La levanté y la puse a la luz. Le di la vuelta, pero el dorso estaba en blanco. ¿Y qué?, dije.
       La postal de Mrs. Slater fue sacada al azar de una cesta de postales. Entre cientos de postales como ésta. Y ha ganado una limpieza completa y gratis, con espuma detergente incluida. Mrs. Slater es una de las ganadoras. Sin compromisos. Y le voy a aspirar también el colchón, señor… Le sorprenderá ver lo que puede acumularse en un colchón con los meses, con los años. Todos los días, todas las noches de nuestra vida vamos dejando briznas de nosotros mismos, pizcas de esto y lo otro que se quedan ahí. ¿Y adonde van estas briznas y pizcas? Pues pasan a través de las sábanas y se incrustan en el colchón. ¡Ahí es adonde van! Y con las almohadas pasa exactamente lo mismo.
       Había ido sacando tramos de tubo cromado y uniéndolos unos con otros. Acopló el tubo resultante al tubo flexible. Estaba de rodillas, y gruñía. Ajustó al extremo del tubo flexible una especie de pala plana y levantó el artefacto azul con ruedas.
       Me dejó examinar el filtro que pensaba utilizar.
       ¿Tiene coche?, preguntó.
       No, no tengo, dije. No tengo coche. Si lo tuviera le llevaría a alguna parte.
       Qué lástima, dijo. Esta pequeña aspiradora viene provista de un cordón alargador de veinte metros. Si tuviera coche, se podría llevar la aspiradora rodando hasta la misma portezuela, y aspirar el piso de felpa y los asientos reclinables de lujo. Le sorprendería ver lo mucho de nosotros que perdemos, lo mucho de nosotros que se va acumulando en esos magníficos asientos a lo largo de los años.
       Bell, dije, creo que será mejor que recoja sus cosas y se vaya. Y se lo digo sin la menor hostilidad por mi parte.
       Pero él buscaba un enchufe. Encontró uno al lado del sofá. El aparato empezó a traquetear como si tuviera una canica dentro, o algo suelto, y luego el ruido amainó hasta convertirse en un zumbido.

       Rilke pasó toda su vida adulta de castillo en castillo. Mecenas, dijo en voz alta por encima del zumbido de la aspiradora. Muy raras veces montaba en automóvil. Prefería los trenes. Y fíjese en Voltaire en Cirey con Madame Châtelet. Y en su mascarilla mortuoria. Qué serenidad. Levantó la mano derecha como si pensara que yo iba a disentir. No, no, me equivoco, ¿no es eso? No lo diga. Pero quién sabe. Acto seguido se dio la vuelta e hizo rodar la aspiradora hasta el otro cuarto.
       Había una cama, una ventana. Las mantas estaban hechas un ovillo en el suelo. Encima del colchón, una almohada y una sábana. Quitó la funda de la almohada y luego, con suma ligereza, la sábana del colchón. Se quedó mirando el colchón y me dirigió una mirada por el rabillo del ojo. Fui a la cocina y cogí una silla. Me senté en el umbral y me puse a observarlo. En primer lugar comprobó la succión aplicándose la boquilla aspiradora contra la palma de la mano. Se agachó a girar un disco del aparato. Para una tarea como ésta hay que darle la máxima potencia, dijo. Volvió a probar la succión; luego estiró el tubo flexible hasta la cabecera de la cama y empezó a pasar la boquilla aspiradora por encima del colchón. La boquilla se adhería y tiraba del colchón. El zumbido del aparato se hacía más fuerte. Dio tres pasadas al colchón, y apagó el aparato. Apretó una pequeña palanca y la tapa se abrió hacia arriba. Sacó el filtro. Este filtro es sólo para demostración ante el cliente. En el uso normal, todo esto, esta materia, iría a parar a la bolsa, aquí. Cogió una pizca de aquella suciedad entre los dedos. Debía de haber como una taza de ella.
       Tenía en la cara aquella expresión suya…
       No es mi colchón, dije. Me incliné hacia adelante en la silla y traté de mostrar interés por lo que hacía.
       Ahora la almohada, dijo. Puso el filtro usado sobre el alféizar y miró por la ventana unos instantes. Se volvió. Quiero que sostenga este extremo de la almohada, dijo.
       Me levanté y cogí la almohada por las puntas de un extremo. Me dio la sensación de que estaban cogiendo algo por las orejas.
       ¿Así?, dije.
       Asintió con la cabeza. Fue hasta la otra habitación y vino con otro filtro.
       ¿Cuánto cuestan esos filtros?, dije.
       Casi nada, dijo. Son de papel y un poco de plástico. No pueden costar mucho.
       Puso en marcha con el pie el aparato, y yo así con fuerza la almohada mientras la boquilla se hundía en ella y se movía de extremo a extremo una, dos, tres veces. Apagó la aspiradora, quitó el filtro, lo mantuvo en alto sin decir media palabra. Luego lo puso sobre el alféizar, junto al otro. Luego abrió la puerta del armario ropero, pero dentro sólo había una caja de raticida.
       Oí pisadas en el porche. La tapa del buzón se alzó y luego volvió a cerrarse. Nos miramos.
       Hizo rodar la aspiradora y lo seguí hasta la otra habitación. Vimos que la carta descansaba sobre el anverso en la alfombra, junto a la puerta.
       Hice ademán de ir hacia ella, me volví y dije: ¿Qué más? Se está haciendo tarde. Con la alfombra ésta no merece la pena perder el tiempo. No es más que una alfombra de cuatro por cinco, de algodón y con base antideslizante, comprada en Rug City. No vale la pena perder el tiempo con ella.
       ¿Tiene un cenicero lleno?, dijo. ¿O una planta en un tiesto o algo parecido? Serviría también un puñado de tierra.
       Encontré un cenicero. Lo cogió, esparció el contenido sobre la alfombra, pisó la ceniza y las colillas con la zapatilla. Volvió a arrodillarse y colocó un filtro nuevo. Se quitó la chaqueta y la tiró sobre el sofá. Sudaba por las axilas. La grasa le desbordaba el cinturón. Desenroscó la boquilla y ajustó al tubo flexible otro dispositivo. Giró el disco regulador de la potencia. Puso en marcha el aparato y empezó a pasar la aspiradora de un lado a otro de la maltrecha alfombra. Dos veces hice ademán de ir a coger la carta. Pero él parecía que se me anticipaba, que me cortaba el paso, por así decir, con sus tubos y su pasar y repasar la alfombra…

       Llevé la silla de nuevo a la cocina y me senté a ver cómo trabajaba. Al rato apagó la máquina, abrió la tapa y me trajo en silencio el filtro, rebosante de polvo, pelos, y pequeñas partículas granulosas. Miré aquel filtro, y luego me levanté y lo eché al cubo de la basura.
       Se puso a trabajar sin descanso. Nada de explicaciones. Entró en la cocina con una botella que contenía unos dedos de líquido verde. Puso la botella bajo el grifo y la llenó hasta arriba.
       Sabrá que no puedo pagarle ni un centavo. No podría pagarle ni un dólar aunque mi vida dependiera de ello. Tendrá que contabilizarme como incobrable. Está perdiendo el tiempo conmigo, dije.
       Quería dejarlo todo claro, sin malentendidos.
       Él siguió con lo suyo. Ajustó otro dispositivo al tubo flexible, y se las arregló no sé cómo para acoplar la botella a tal dispositivo. Se movía despacio por la alfombra, y de cuando en cuando soltaba pequeños chorros de color esmeralda. Pasó la escobilla por toda la alfombra, levantando aquí y allá retazos de espuma.
       Yo ya había dicho todo lo que tenía que decirle. Seguí sentado en la cocina, relajado ya, viéndole trabajar. De vez en cuando miraba la lluvia por la ventana. Empezaba a oscurecer. El hombre apagó la aspiradora. Estaba en un rincón, cerca de la puerta principal.
       ¿Le apetece un café?, dije.
       Respiraba con fuerza. Se enjugó la cara.
       Puse agua a hervir, y para cuando hube preparado dos tazas y lo tuve todo listo él había desmontado y metido en la maleta todos sus trastos. Entonces fue y cogió la carta. Leyó el nombre del destinatario y miró con detenimiento el del remitente. Dobló la carta en dos y se la metió en el bolsillo del pantalón. Yo seguí mirándole. Eso fue todo lo que hice. El café empezó a enfriarse.
       Es para un tal Mr. Slater. Me ocuparé de ello. Dijo: Creo que no tomaré café. Será mejor que no pise la alfombra. Acabo de darle la espuma detergente.
       Es cierto, dije. Luego dije: ¿Está seguro de que la carta es para él?
       Se llegó al sofá a por su chaqueta. Se la puso y abrió la puerta principal. Seguía lloviendo. Se calzó los chanclos, se los ajustó, se puso la gabardina y volvió a mirar hacia el interior. ¿Quiere verla?, dijo. ¿No me cree?
       No, sólo que me extraña, dije.
       Bien, será mejor que me vaya, dijo. Pero siguió allí de pie. ¿Quiere o no quiere la aspiradora?
       Miré la enorme maleta, ya cerrada y lista para seguir viaje. No, dije, creo que no. Voy a dejar esta casa pronto. Lo único que haría sería estorbarme.
       Muy bien, dijo, y cerró la puerta.


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