Raymond Carver
(Clatskanie, Oregon, 1938 - Port Angeles, Washington, 1988)


Una cosa más
(“One More Thing”)
Originalmente publicado en North American Review (1979);
What We Talk About When We Talk About Love (1981);
Where I’m Calling From (1988);
aparece, en versión manuscrita, en Beginners (2009)
y Collected Stories (2009)



      La noche en que Maxine volvió del trabajo a casa y encontró a L. D., su marido, otra vez borracho y tratando mal a Rae, de quince años e hija de ambos, acabó diciéndole a L. D. que se largara de casa. L. D. y Rae estaban en la mesa de la cocina, discutiendo. Maxine ni siquiera tuvo tiempo para dejar el bolso o quitarse el abrigo. Rae la abordó:
       —Díselo, mamá. Dile lo que hemos estado hablando.
       L. D. hacía girar el vaso en la mano, pero no bebía. Maxine lo miraba con ojos fieros e inquietantes.
       —No metas las narices en lo que no tienes ni idea —le ordenó L. D.—. No puedo tomar en serio a alguien que se pasa todo el día sentada leyendo revistas de astrología.
       —Esto no tiene nada que ver con la astrología —protestó Rae—. No tienes por qué insultarme.
       Rae, por su parte, llevaba semanas faltando al colegio. Decía que nadie podría hacer que volviera. Maxine decía que era otra tragedia más en una larga serie de tragedias baratas.
       —¡Por qué no se callan los dos! —dijo Maxine—. Dios santo, ya me ha empezado el dolor de cabeza.
       —Díselo, mamá —insistió Rae—. Dile que todo está en su cabeza. Cualquiera que sepa algo de esto te dirá que es ahí donde está todo.
       —¿Y qué me dices de la diabetes? —preguntó L. D.—. ¿Y de la epilepsia? ¿Puede controlarlas el cerebro?
       Alzó el vaso casi hasta los ojos de Maxine y apuró su contenido.
       —La diabetes también —contestó Rae—. Y la epilepsia. ¡Cualquier cosa! El cerebro es el órgano más poderoso del cuerpo, para que te enteres.
       Cogió los cigarrillos de L. D. y encendió uno.
       —¿Y el cáncer? ¿Qué me dices del cáncer? —continuó L. D.
       Pensó que ahora la había atrapado. Miró a Maxine.
       —No sé cómo hemos empezado —le dijo.
       —¿El cáncer? —saltó Rae, y movió la cabeza ante la simpleza de L. D.—. También el cáncer. El cáncer empieza en el cerebro.
       —¡Qué locura! —exclamó L. D., y golpeó la mesa con la palma de la mano. El cenicero saltó. El vaso se volcó y rodó hasta caer fuera de la mesa—. ¡Estás loca, Rae! ¿Lo sabías?
       —¡Cállate! —gritó Maxine.
       Se soltó el abrigo y puso el bolso encima del tablero. Miró a L. D. y le espetó:
       —L. D., estoy harta. Y Rae también lo está. Y cualquiera que te conozca. He estado dándole vueltas. Quiero que te vayas de casa. Esta noche. En este instante. Ahora. Márchate de casa ahora mismo.
       L. D. no tenía intención de irse a ninguna parte. Desplazó la vista de Maxine al tarro de encurtidos que se guía en la mesa desde el almuerzo. Lo cogió y lo arrojó contra la ventana de la cocina.
       Rae brincó de la silla.
       —¡Dios mío! ¡Está loco!
       Fue hasta su madre y se puso a su lado. Aspiró el aire casi en un jadeo.
       —Llama a la policía —sugirió Maxine—. Se ha puesto violento. Sal de la cocina antes de que te haga daño. Llama a la policía.
       Retrocedieron hacia la puerta de la cocina.
       —Me voy —anunció L. D.—. De acuerdo, me voy ahora mismo. Me viene como anillo al dedo. Estáis locas. Esto es un manicomio. Hay otra vida ahí afuera. Creedme, no es nada agradable este manicomio.
       Sintió en la cara el viento que entraba por el agujero del cristal.
       —Ahí es donde me voy. Ahí fuera —dijo, y apuntó con el dedo.
       —Estupendo —contestó Maxine.
       —Muy bien, me voy —repitió L. D.
       Dio un manotazo contra la mesa. Echó hacia atrás la silla bruscamente. Se levantó.
       —No volverán a verme más.
       —Me has hecho más que suficiente para que te recuerde —dijo Maxine.
       —De acuerdo —asintió L. D.
       —Venga, vete —dijo Maxine—. Soy yo quien paga el alquiler, y te digo que te vayas. Ahora mismo.
       —Me voy —le aseguró L. D.—. No me metas prisa —pidió—. Me voy.
       —Pues vete —le urgió Maxine.
       —Me voy de este manicomio —se despidió L. D.
       Fue al dormitorio y sacó del armario una de las maletas de Maxine. Era una vieja maleta de piel sintética blanca, que tenía roto uno de los cierres. Maxine, en sus tiempos de estudiante, la llenaba de suéters cuando hacía el equipaje para ir a la universidad. Él también había ido a la universidad. Tiró la maleta sobre la cama y empezó a meter su ropa interior, sus pantalones, sus camisas, sus jerseys, su viejo cinturón de cuero con hebilla de latón, sus calcetines y todas sus pertenencias. De la mesilla cogió unas revistas: lecturas para más tarde. Cogió el cenicero. Metió todo lo que pudo, todo lo que cabía en la maleta. Cerró el lado que no tenía roto el cierre, apretó la correa. Y entonces se acordó de sus cosas de aseo. Encontró la bolsa de vinilo de sus trastos de afeitar en el estante superior del armario, detrás de los sombreros de Maxine. Metió en ella la maquinilla y la crema de afeitar, los polvos de talco, el desodorante de barra y el cepillo de dientes. Metió también la pasta de dientes. Y luego el hilo dental.

       Podía oírlas hablando en voz baja en la sala.
       Se lavó la cara. Metió el jabón y la toalla en la bolsa de vinilo. Luego metió el platillo del jabón y el vaso del lavabo, y las tijeras de uñas y las tenacillas de rizar pestañas de Maxine.
       No pudo cerrar la bolsa, pero no importaba. Se puso el abrigo y cogió la maleta. Pasó al cuarto de estar.
       Maxine, al verlo, rodeó el hombro de Rae con el brazo.
       —Ya está —dijo L. D.—. Es el adiós. No sé qué más decir; sólo añadir que imagino que no volveré a verte nunca más. Ni a ti —se dirigió a Rae—. Ni a ti ni a tus ideas de chiflada.
       —Vete —le soltó Maxine. Cogió de la mano a Rae—. ¿Es que no has hecho ya suficiente daño en esta casa? Vete, L. D. Vete de aquí y déjanos vivir en paz.
       —Recuerda —insistió Rae—. Está en tu cabeza.
       —Me voy. Es lo único que puedo decir —manifestó L. D.—. A cualquier sitio. Lejos de este manicomio —recalcó—. Eso es lo principal.
       Echó una última mirada a la sala. Luego se cambió de mano la maleta y se puso la bolsa de vinilo bajo el brazo.
       —Me mantendré en contacto, Rae. Maxine, a ti también te convendría salir de esta casa de locos.
       —Eres tú el que la ha convertido en una casa de locos —dijo Maxine—. Si es una casa de locos, tú has hecho que lo sea.
       L. D. dejó la maleta en el suelo y dejó encima la bolsa de vinilo. Se adelantó y se plantó frente a ellas.
       Ellas retrocedieron.
       —Cuidado, mamá —advirtió Rae.
       —No le tengo miedo —la tranquilizó Maxine.
       L. D. se puso la bolsa bajo el brazo y cogió la maleta.
       —Sólo quiero decir una cosa más —empezó.
       Pero le resultó imposible imaginar cuál podía ser aquella cosa.



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