Rubem Fonseca
(Juiz de Fora, Minas Gerais, Brazil, 1925-)
Libreta de nombres (2002)
(“Caderninho de Nomes”)
Pequenas criaturas
(São Paulo: Companhia das Letras, 2002, 284 págs.)
Después de separarme, compré una libreta en donde escribía los nombres de las mujeres que se acostaban conmigo.
Mientras estuve casado no llevé ningún cuaderno, mi mujer era muy posesiva y sus crisis de celos, además de prolongadas eran muy teatrales. Desgarraba mis trajes nuevos. No me importaba.
Le escondía a Nice la existencia de las otras mujeres que poblaban mi mundo. En aquella época todavía no tenía libreta, pero ya me acostaba con otras. Los celos de Nice siempre los causaba un gesto inocente de mi parte, como mirar a una señora que pasaba cerca de nuestra mesa en un restaurante. A veces, en mero ejercicio especulativo, imaginaba lo que haría si supiese que me cogía a otras mujeres. Pero no corría riesgos. Libretas de direcciones, cartas, retratos, esas cosas clandestinas siempre son descubiertas.
¿Por qué me separé de ella? Tal vez porque ya no aguanté tener que usar esa ropa de “última moda” que Nice me compraba. Durante algún tiempo me pareció hasta gracioso verme enfundado en uno de esos adornos. tengo sentido del humor, como todo sujeto perezoso. Me acuerdo de una cena, presentes las habituales figuras que se arreglan con esmero para esas ocasiones, en la que una de las mujeres, una pelirroja bonita, elogió mi ropa. Le dije que Nice la había escogido. La pelirroja se volvió hacia el marido, un abogado vestido formalmente que sudaba por los codos a pesar del aire acondicionado, y le dijo que debía seguir mi ejemplo —había profesionales liberales, empresarios, hasta una artista plástica, la mayoría trajeada conforme a los dictámenes de la época— discutieron si las mujeres debían o no elegir la ropa que los maridos usaban. Fue un debate acalorado y largo, el abogado fanfarrón, al que no le caía bien, fue uno de los más elocuentes.
Al día siguiente, empaqué mi ropa vieja y algunos libros, los de poesía, y me cambié de casa. Mi ex mujer era tan ingenua que desgarró toda mi ropa nueva, la que dejé en el departamento, pensando que se vengaba de mí, y contrató al abogado torpe que sudó en la cena intentando fastidiarme, pero consiguió menos de lo que ella quería.
Mi unión con Nice había durado tres años, alimentada por la inercia, esa cualidad pasiva que hace al hombre resistir, no importa la magnitud en la escala de Richter, a las oscilaciones sísmicas de todo matrimonio.
Soy un indolente. Pero mi pereza nunca interfirió en mi motivación por conquistar y poseer mujeres. Lo único que no quiero es volverme a casar. En la vida todo es motivación. Es una energía psíquica, como dicen los estudiosos, una tensión que pone en movimiento el organismo humano, determinando nuestro comportamiento. A veces pienso que, en mi caso, también es una maldición.
¿A qué mujeres quería conquistar? ¿Famosas? No me interesaban. Una mujer famosa, no importa el origen de la celebridad, suele tener más defectos que atractivos, por más bonita que sea. ¿Ricas? Nunca. ¿Cultas? Nunca. ¿elegantes? Eso es interesante pero no suficiente —evidentemente no estoy hablando de ropa, la elegancia es otra cosa—. ¿Deportistas? ¿Para qué? ¿Para correr juntos en la playa con uno de aquellos medidores de ritmo cardíaco asegurado al pecho? Nunca, evidentemente. Yo quería mujeres bonitas y con sentido del humor. Sólo eso. Y si fuera un poquito fea pero con un cuerpo muy bonito, entraba en la libreta. Además, es más importante que un cuerpo bonito que un rostro bonito.
¿Qué dificultades encontraba para conseguir a quienes registraban mi libreta? Quería mujeres bonitas, pero a veces sucedía que esa mujer bonita era además inteligente. En teoría, una mujer inteligente percibiría en seguida que soy un mujeriego. En teoría. Pero en la práctica, ellas son aun más tontas que las burras. Como, por ejemplo, la penúltima, llamada Safira, que entró en mi libreta.
Antes de continuar, debo decir que me gusta cogerme a la mujer un día después de conocerla, ya que el mismo día es una precipitación que debe evitarse, la prisa es enemiga de la perfección. Éste, además, es uno de mis clichés favoritos, no me incomoda usar lugares comunes, son siempre la concepción clara de una realidad, aunque gastada por el abuso. Pero, como decía, en el segundo encuentro con Safira, como de costumbre, sugerí irnos a la cama.
—¿No crees que deberíamos esperar un poco más?
Tengo siempre un buen cliché bajo la manga.
—Boire sans soif et faire l’amour en tout temps, madame, il n’y a que ça qui nous distingue des autres bêtes. Beaumarchais, Madame de Figaro —respondí.
Olvidé mencionarlo, sé hablar francés, cualquier vago consigue aprender francés. Safira era joven, no conocía esa frase centenaria ni al autor de la obra, sólo la ópera de Mozart, sabía un poco de francés, pero como era razonablemente inteligente entendió que lo que decía era verdad: lo que nos diferencia de los animales es que bebemos cuando no sentimos sed y hacemos el amor a cualquier hora. Es parte de la naturaleza humana, de nuestra esencia. Safira, entonces, percibió que debía seguir sus más puros instintos y se fue a la cama conmigo. Pude poner el nombre de ella en la libreta, con una breve nota sobre sus características principales.
Podría contar otros caso, innumerables, pero siento que me estoy volviendo prolijo. Sin embargo, no puedo dejar de hablar de Andressa. Un ejemplo de caso difícil.
Andressa era hija de nuevos ricos —en esa esfera social nadie le pone a su hija María—. ella evitó acostarse conmigo el primer día, el segundo, el tercero y hasta —¿increíble, no?— el cuarto día.
—¿Es así es como ves a las mujeres? ¿Así me ves? ¿Como un objeto sexual? —me preguntó, cuando hice mi último intento.
Protesté con vehemencia, dije que me atraían sus atributos físicos, morales y mentales, su personalidad como un todo. Sentí que mi afirmativa categórica no la convencía. Todavía guardaba fuertes dudas hacia mí, si merecía o no su confianza.
Para un indolente como yo, esa dificultad podía acabar con mi deseo. Pero, como dije, mi motivación, o maldición, era tan fuerte como la de Sísifo.
Conseguí, con mucho esfuerzo, convencerla de encontrarnos, una vez más, en mi apartamento. En ese día crítico, olvidé sobre la mesa de la sala la libreta con los nombres de las mujeres, en cuya portada roja está escrito: Las mujeres que amé.
Y sucedió lo que no podía dejar de suceder. Andressa encontró la libreta y la tomó, estaba demasiado a la vista, con su capa chillante. Las mujeres son curiosas, como sabemos, y estas cosas clandestinas siempre las descubren. Pobre del que no sabe eso.
—“Las mujeres que amé”, —dijo Andressa leyendo la portada de la libreta
Yo estaba cerca. Corrí y le arranqué la libreta de las manos.
—Discúlpame —dije nervioso— pero esta libreta contiene cosas que no me gustaría que leyeras. Discúlpame.
—¿Por qué? ¿Qué hay, además de los nombres?
—Vida...
—¿Qué dice?
Coloqué la libreta en la bolsa y junté las manos, como en una oración, en el mejor estilo de un italiano suplicante:
—Por favor, no me pidas leer esta libreta.
—Nombres de mujeres... —repitió Andressa, con desprecio en la vo—. ¿Qué más contiene esa cosa que no puedo leer?
Pasé las manos por mi cabeza y me mantuve tranquilo. Además de los nombres, había en la libreta una breve anotación sobre las particularidades de cada mujer. No conseguía esconder mi malestar, creo que hasta me ruboricé.
—Anda, dilo de una vez. ¿Qué hay ahí, además de nombres?
—Las... ah... características... de cada una.
—Qué cosa más sórdida. ¿Anotas en una libreta las obscenidades que practicas con las mujeres que dices haber amado?
—No es nada de eso.
Andressa tomó su bolsa que había dejado sobre una silla.
—Nunca pensé que alguien pudiera ser tan canalla.
Cuando estaba en la puerta, a punto de salir, la retuve. Saqué la libreta de la bolsa.
—Puedes leer. Por favor, no te vayas.
Ella se detuvo, indecisa.
—No quiero leer esa porquería.
—Ahora tienes que leer. Después de todas esas cosas horribles que dijiste de mí, merezco por lo menos que hagas eso, dame una oportunidad de probarte que soy un hombre de carácter. Yo te amo.
Me tallé los ojos, como alguien al borde de las lágrimas.
—¿De la misma manera en que amaste a las decenas de mujeres de tu libreta?
—Lee, te lo estoy implorando.
Entregué la libreta a Andressa. Ella vaciló un poco. comenzó a leer y su rostro, al poco tiempo, fue demostrando sorpresa. Caminó hacia el centro de la sala y puso la bolsa de nuevo sobre la silla.
—Son sólo cinco nombres —dijo Andressa.
—¿Leíste lo que está escrito? —dije.
—Ya lo leí. Perdóname —dijo ella.
—Te perdono sólo si lees lo que está ahí en voz alta.
Andressa leyó:
—“Marta, le gustan los gatos y ver las puestas de sol. Silvia, se involucra con ecología. Luisa, adora el lirismo de Florbela Espanca. Renata, canta las canciones de Cole Porter mejor que nadie. Lourdes, tiene una linda colección de orquídeas”. ¿Son sólo cinco?
—Ahora, seis, contigo, que vas a cerrar esa libreta para siempre.
—¿Quién es Florbela?
—Una poeta portuguesa.
—¿Me perdonas?
—Claro. La culpa del malentendido fue toda mía.
—Mi nombre aún no está en la libreta. ¿Qué vas a escribir?
Le quité la libreta de la mano. Escribí: “Andressa, sofisticada, generosa, inteligente, linda como una princesa de cuentos de hadas”.
Andressa leyó lo que había escrito. Me abrazó, cariñosamente. Nos fuimos a la cama. Pasó la noche conmigo. Mientras tuvimos sexo, me llamó, mi amor, varias veces.
En la mañana, después de que se fue, tomé la libreta de nombres que Andressa dejó sobre la mesa y la coloqué en un cajón cerrado con llave, donde estaba la otra libreta, la verdadera, de discreta portada gris, que contenía, resumidamente, las particularidades reales y los nombres de las decenas de mujeres a las que yo me cogía. La de portada roja, que Andressa leyó, era una falsificación que astutamente preparé para aquella empresa difícil. ¡Cinco días!
Con mi mejor caligrafía, escribí, en la verdadera libreta: “Andressa. Chupa. Anal. Celulitis. No sabe quién es Florbela Espanca”.
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