Rubem Fonseca
(Juiz de Fora, Minas Gerais, Brazil, 1925-)


Romance negro (1992)
(“Romance negro”)
Romance negro e outras histórias
(São Paulo: Companhia das Letras, 1992, 188 págs.)



All that we see or seem
Is but a dream within a dream

Edgar Allan Poe


      ¿Puedo acariciar otra vez tu clavícula?
       —Por supuesto que puedes.
       Winner le quita la blusa a Clotilde. Después la agarra del cuello y la tumba en la cama. Le aprieta los huesos del omóplato y del tórax, donde se apoyan unos senos pequeños y empinados; palpa las costillas conspicuas. El cuerpo de Clotilde a veces recuerda el de un lagarto, si un lagarto tuviera la piel tan fina.
       —Levanta la cabeza —dice Winner después de desnudar a Clotilde. Con la lengua siente los músculos abdominales de la mujer, tensos debajo de la piel. Recorre con la mano la musculatura ondulada de ese vientre que le parece, excitantemente, una tabla de lavar ropa.
       —Bésame la boca —dice ella.
       —Muéstrame tu lengua.

       Acostada, pero con la cabeza y los hombros erguidos, definiendo huesos y músculos del cuerpo, Clotilde, cada vez más un lagarto, enseña por entre sus pálidos labios una lengua fina, veloz y oscura, larga, que Winner consigue prender en su boca y sorber, antes de comenzar a lamer meticulosamente las costillas de la mujer. Y, poniéndola de espaldas, también lame su cóccix; y, poniéndola de frente, explora con la lengua las rodillas, los codos y el astrágalo y el escafoides del pie derecho de Clotilde.
       Los movimientos impresos por Winner en el cuerpo de Clotilde la dejan parcialmente caída en el suelo, apoyada sobre la cabeza. Winner abre, entonces, las delgadas piernas de Clotilde y mira la insondable grieta de congestión y de sombra que corta su cuerpo. Con las cabezas en el suelo, y las piernas en lo alto sobre la cama, se juntan voluptuosamente como dos murciélagos.
       —Sin conocer tu secreto, nada serio puede existir entre los dos —dice Clotilde, más tarde. Se levanta del suelo y abre la ventana. Una brisa helada penetra en el cuarto.
       —¿Qué vas a hacer?
       —Me voy a tirar por la ventana. Quiero morir. Si no me cuentas tu secreto ya mismo, prefiero morir.
       El viento helado alborota los finos cabellos de Clotilde; hasta los duros y enroscados pelos negros del pubis parecen temblar.
       —Quítate de la ventana y déjate de tonterías. Te vas a resfriar.
       —¿Me cuentas?
       —Sal de ahí. Acuéstate aquí conmigo.
       Clotilde se acuesta, la cabeza apoyada en el brazo de Winner. En ocasiones anteriores, después de haber hecho el amor de esa misma manera —un hipotético coitus cum bestia entre un lagarto hembra y un hombre— Winner le ha prometido, falsamente, contarle el secreto. Pero Clotilde tiene el presentimiento de que esta vez sí lo hará.
       Peter Winner, el escritor, llegó a París en esta tarde lluviosa con su mujer Clotilde. Solo estarán una noche en la ciudad; al día siguiente irán a Grenoble, donde se realiza el Festival International du Roman et du Film Noirs.
       Ahora están los dos acostados en la cama del hotel. Clotilde se apoya sobre el cuerpo de Winner, que intenta leer en el periódico la noticia: “Estará presente en el Festival de Grenoble el famoso escritor norteamericano Peter Winner. Su último libro, El impostor, confirma su actual fase de esplendor, iniciada con Romance negro. Antes considerado un escritor en decadencia, el nuevo Winner...”.
       —¡El nuevo Winner! ¡Cretinos! —dice el escritor arrugando el periódico y tirándolo al suelo.
       —Calma, calma —dice Clotilde. Toma la mano de Winner y la pasa levemente por su clavícula desnuda. Winner siente los huesos de Clotilde, como si la piel de ella fuera una tenue película de seda. Delicadamente aparta el leve cuerpo de la mujer, coge el teléfono en la mesa de noche y pide una botella de champaña.
       —¿No crees que ya bebiste suficiente en el almuerzo? —pregunta Clotilde.
       —Después de dos años de casados, todavía no me conoces.
       —Entonces cuéntame tu secreto. Eso tal vez me ayude a conocerte —dice Clotilde. Ella aprovecha todas las oportunidades para pedirle lo mismo—. Me prometiste que un día me contarías tu secreto. Si me lo cuentas, yo te cuento el mío.
       —No sería justo. El mío es mucho más terrible.
       —Te lo estoy pidiendo. Contémonos los secretos, el uno al otro.
       —No estoy interesado en tu secreto.
       —¿No confías en mí?
       —No.
       —¿Es algo sobre tu homosexualidad?
       —Ya te dije que no soy ni nunca fui homosexual. ¿Te parezco gay?
       —No, pero todo el mundo sospechaba que lo eras. ¿Todavía me amas?
       —¿Estamos hablando de secretos o de amor?
       —Secretos y amor siempre van juntos —dice Clotilde—. Dependen el uno del otro.
       Para Winner, Clotilde es así: flaca, huesuda, ojos negros redondos como botones, dientes grandes y blancos que no dejan ver las encías.
       Permanecen en silencio un largo rato.
       —¿Te sientes cómoda? ¿No tienes miedo?
       —No.
       —¿No qué?
       —No tengo miedo de tu secreto.
       —Yo maté a un hombre —dice Winner.
       —Dios mío —dice Clotilde, pero no parece muy impresionada. Bien sea porque no le cree (él acostumbra inventar historias de ese tipo) o bien porque oír que Winner mató a alguien no es motivo para mayores conmociones. A fin de cuentas, su marido es un norteamericano—. ¿No me vas a dar los detalles? ¿Quién era ese hombre? ¿Cómo fue?
       —En Grenoble te cuento. Ahora durmámonos.
      
       Al día siguiente Clotilde y Winner salen temprano para coger el Tren Negro. El tren, en verdad, no es negro, ni por dentro ni por fuera. Negra es la literatura que sus ocupantes, en este viaje, escriben, revisan, publican, publicitan y venden.
       Winner permanece en su asiento, al lado de Clotilde. Se emborracha con champaña; recibe halagos —“su último libro es una maravilla”— con desprecio. Y piensa en el viaje que hizo dos años antes.
       Al llegar a Grenoble una limusina los espera. Unos pocos escritores reciben ese tratamiento especial; casi todos los demás, junto con los periodistas, recepcionistas, agentes, editores, publicistas, relacionistas públicos, suben a los buses que los llevarán a sus hoteles.
       El festival se realiza en un local oscuro que parece una caverna gigantesca; se oyen, a intervalos regulares, a través de altoparlantes ocultos, sonidos de avalanchas, de truenos, de terremotos que retumban en las sombras. Winner lee un folleto sobre el festival y el programa específico que debe cumplir: participar en un debate y firmar libros una de las noches.

DOS AÑOS ANTES
       Su presencia en el festival, hace dos años, creó una conmoción en el mundo literario. Antes Winner no concedía entrevistas, no asistía a congresos, aniversarios, solemnidades, acontecimientos sociales, y no había dinero que lo convenciera de aparecer en televisión.
       Pero Winner —que en una extraña declaración había justificado su aislamiento con la frase de Kafka según la cual nunca hay suficiente soledad en torno a quien escribe, subrayando que apreciaba su recato por encima de todo y que se enorgullecía de no tener una biografía— sorprendió a todos en aquella ocasión, dos años antes. Además de exhibirse, de hablar exhaustivamente de sí mismo y de los demás escritores, atacó a los franceses por no haber creado, como los norteamericanos y los ingleses, una tradición en la novela negra. Finalmente, se enamoró de una mujer y se casó con ella, cuando todos suponían que era homosexual. Todo eso en el espacio de un mes. Hacía dos años.

AHORA, NUEVAMENTE EN GRENOBLE
       Winner no está poseído por la misma euforia. Tiene en su mente un vago plan siniestro que pretende poner en práctica durante el debate de aquel día.
       Los participantes del debate se encuentran momentos antes de su inicio. Son ellos, además de Winner, la inglesa P. D. James, el norteamericano James Ellroy y el alemán Willy Voos, que vive en Alicante, España. El moderador es el francés Jean-Claude Bille.
       Ninguno de ellos conocía personalmente a Winner. Ellroy pone la mano en el hombro de Winner y dice: “Somos los continuadores de la tragedia griega”. Después echa la cabeza hacia atrás y aúlla como un lobo.
       P. D. James, muy británicamente, finge no notar el comportamiento del norteamericano. Voos no consigue esconder su sorpresa. Lo mismo acontece con Bille.
       —Usted me recuerda al monstruo que aterroriza a los lectores de El gran desierto —dice Winner.
       —Un predador feroz, le Wolverine —dice Bille.
       Ellroy aúlla nuevamente. Los demás escritores, que admiran la brutalidad, la falta de compasión de la literatura de Ellroy, esperan que se calme. Obviamente, Ellroy no está drogado ni en la mitad de un delirio psicótico.
       —¡A los debates! —exclama Bille.
       En una esquina de la inmensa caverna se ha instalado una especie de auditorio, con una mesa sobre un estrado y un semicírculo de sillas, todas ocupadas. Gente de pie.

       Bille comienza:
       —Dicen que para la llamada escuela inglesa, crimen, criminal y víctima existen apenas para permitir al detective el trabajo de solucionar el enigma. Bajo este punto de vista, los autores ingleses no perderían mucho tiempo en la descripción de los personajes y de sus móviles. Por otro lado, en la escuela norteamericana, el enigma es un pretexto para el crimen. El crimen, lado nefando, secreto y oscuro de la naturaleza humana, es lo esencial. El detective norteamericano desprecia los valores de la sociedad en que actúa, sea un investigador privado, como Sam Spade o Marlowe; sea un miembro de la policía, como Hopkins, o un paranoico obsesivo, fugitivo de un asilo de locos, como el Kramer del Romance negro de Winner. La corrupción, la violencia, la locura, son la norma. ¿Qué tiene que decir P. D. James sobre esto?
       —En efecto, nosotros pensamos que la novela policíaca inglesa, iniciada en 1848 con La piedra lunar, de un autor muy ilustre, Wilkie Collins, debe narrar el descubrimiento de un crimen a través de un proceso metódico y racional. La acción, en nuestros libros, se desarrolla en una sociedad de jerarquías definidas, en la que paz y orden constituyen la norma. El detective, sea un investigador particular como Hércules Poirot, sea un inspector de Scotland Yard, como Larry Holt o mi Dalgliesh, trabaja en defensa de esa sociedad cuyos valores respeta y acata. Pero, si orden y paz son la norma, eso no significa que locura, violencia y corrupción no existan. Solo que son presentadas sin el énfasis —sonrió amistosamente— de los norteamericanos.
       —¿Quién es Larry Holt? —pregunta alguien entre el público.
       —Un personaje de Edgar Wallace —dice Bille, impaciente con la ignorancia del espectador.
       El debate se torna muy técnico y empieza a ser seguido por los asistentes con poco interés; por lo demás, no se está diciendo nada nuevo.
       Bille provoca a Winner preguntándole si él, cuando dos años antes negó que existieran otras escuelas de novela negra aparte de la inglesa y la norteamericana, quería decir con eso que solo se escribe literatura negra en la lengua de Shakespeare.
       —No quiero exponer aquí nuevamente lo que dije sobre la inexistencia de una tradición francesa de novela negra. Dos norteamericanos, Poe y Hammett, establecieron, en épocas distintas, las características modernas de este género literario, pero les concedo a ustedes, los franceses, la honra de ser los principales exégetas, los hermeneutas del género. Voy a responder a su pregunta de una manera sucinta. Existe literatura de misterio en todas las lenguas. Simenon escribió más de un centenar de novelas policíacas... en francés. Y Willy Voos, aquí a mi lado, escribe en alemán. Kyotaro Nishimura, también presente en este festival, tiene decenas de libros policíacos publicados. Hay constancia de que escribe uno mensual... en japonés. Dicen también que Yamamura Misa es más rápida que una fotocopiadora Nashua. Georgi Wainer escribe en ruso. Montalbán y Juan Madrid, en español. La lengua que produce más escritores policíacos en el mundo es el catalán, considerando el reducido número de sus hablantes. Se escribe novela negra en urdu, tagalo, malgache, tamil.
       Winner hace una pausa.
       —Verifico, no obstante, que muchos de los presentes (este señor aquí en la primera fila, por ejemplo, se ha dormido) están hallando el debate muy aburrido y por eso me gustaría hacer una sugerencia.
       El hombre al que Winner se refiere abre los ojos, saca la pipa de su boca y dice:
       —Yo no estaba dormido. Me gusta fumar y escuchar con los ojos cerrados. Si estuviera dormido, la pipa se me caería de la boca.
       Risas.
       —¿Y cuál es la sugerencia? —pregunta Bille, molesto con la afirmación de Winner.
       —Acabamos de afirmar que la novela negra se caracteriza por la ocurrencia de un crimen, con una víctima que muy pronto conocemos; hay un criminal, desconocido; y un detective, que al final descubre la identidad de ese criminal. Así, pues, no existe el crimen perfecto, ¿no es verdad?
       —No, no existe el crimen perfecto... en la literatura —dice Voos.
       —Ni en la vida real —dice el hombre de la pipa—. En la vida real lo que existe son detectives imperfectos.
       —Yo afirmo ante todos en este auditorio que existe el crimen perfecto, en la vida real y por lo tanto en la literatura. O viceversa, si prefieren —continúa Winner—. Y lo puedo probar.
       —El crimen nunca es perfecto porque el criminal nunca cuenta con el azar. El azar, que obviamente nunca puede ser previsto, acaba por condenar al criminal —dice P. D. James.
       —El crimen perfecto es como una obra de arte. En la obra de arte, como dice Baudelaire, no existe el azar, como no existe en la mecánica. Una obra de arte debe ser como una máquina. El crimen perfecto es como una máquina —enfatiza Winner.
       —¿Cómo piensa probar la existencia del crimen perfecto? Eso es como probar la existencia de Dios —dice Ellroy.
       —En una historia policíaca, permítanme repetir, conocemos la ocurrencia del crimen, conocemos la víctima, pero no sabemos quién es el criminal. En este crimen perfecto todos sabrían de inmediato quién es el criminal, pero tendrían que descubrir cuál es el crimen y quién es la víctima. Yo solo cambié uno de los datos del teorema.
       —Entonces, ¿quién es el criminal? —pregunta Voos.
       —Yo —dice Winner.
       Se oye un murmullo entre los asistentes.
       P. D. James sonríe. Estos norteamericanos... Ellroy escucha atento. Ellroy conoce los abismos, Ellroy sabe que él cometió un crimen, y que ese crimen es horrible, piensa Winner. El hombre de la pipa ahora tiene los ojos abiertos.
       —Cometí un crimen cuyos indicios, lo garantizo, están al alcance de los presentes. Están todos invitados a descubrirlo. Tienen tres días para ello.
       —¿Qué tipo de crimen? Hay crímenes tan inocentes que no podemos clasificarlos como tales.
       Una parte de la platea ríe.
       —Es un crimen muy grave —dice Winner.
       —Espero que no esté proponiendo que repitamos el juego de El atasco de Dürrenmatt, en el que usted sería Alfredo Traps y nosotros Zorn, Kummer, Pilet. De ser así, tendríamos que buscar y revelar su culpa en las profundidades de su conciencia. La asunción de la culpa, finalmente, lo redimiría —dice Bille.
       —Esa observación de Jean-Claude me da una idea. Yo sé quién es la víctima —dice un sujeto que está entre el público, uno de los editores de la antología anual Polar.
       —¿Quién es?
       —Su nombre es Peter Winner —dice el editor—. Los últimos libros de Winner son totalmente diferentes a los anteriores. La personalidad de Winner, hoy, es diferente a la personalidad de Winner dos años atrás. Usted, Peter Winner, mató a Peter Winner.
       —Interesante —dice Winner.
       —Al escribir Romance negro usted creó un nuevo Winner, matando al antiguo. Algo parecido a lo que Romain Gary hizo con émile Ajar, solo que usted no usó un seudónimo, como él.
       —¿Entonces mi próximo paso será destruir físicamente al viejo Winner como Ajar hizo con Gary? —pregunta Winner, con ironía.
       —El suicidio es el pseudocrimen perfecto. Si el suyo ocurre en los próximos días, una vez más se habrá probado que no existe el crimen perfecto, lo que es más fácil de probar que la existencia de Dios. Porque usted matará al nuevo y no al viejo Winner. Como hizo Gary. Romain Gary, al suicidarse, en verdad lo que hizo fue matar a émile Ajar.
       La intervención del editor de Polar anima el debate. Todos los miembros de la mesa participan y también gran parte del público. Winner permanece en silencio, dibujando, en un papel frente a él, estrellas de cinco puntas con un trazo continuo, sin levantar el lápiz. Puede percibirse que, además de inmerso en profundos pensamientos, está irritado.
       Bille nota el súbito enajenamiento taciturno de Winner.
       —Vamos a cerrar el debate. Ya pasó hace rato la hora de comer y tengo hambre, y nuestros panelistas deben estar cansados y con más hambre que yo.
       Los asistentes protestan, pero Bille apaga los micrófonos.

       En el auto, de regreso al hotel, Clotilde dice que Winner consiguió salvar del tedio absoluto aquel debate en torno a los orígenes del roman noir.
       —Que Ellroy aullara como un lobo fue muy excitante, pero tu provocación fue mucho más allá. Me gustó tu manera de hablar, con la mano crispada, mirando a los ojos de los oyentes.
       —Un viejo truco que aprendí con el hombre a quien maté —dice Winner.
       —¿Entonces mataste de verdad a un hombre?
       —Lo hice.
       —¿Fue en legítima defensa?
       —Fue una celada de los dioses, como en las tragedias griegas.
       —¿Cuando lleguemos al hotel me lo cuentas? —Clotilde suelta una carcajada. Lo que le gusta de ese hombre, además de sus compulsiones eróticas, es su imprevisibilidad.

Clotilde, por teléfono, pide una botella de champaña y dos docenas de ostras.
       —No has comido en todo el día.
       —Hoy solo me gustaría comer cerebros de avestruz, como Heliogábalo —dice Winner.
       —Ahora cuéntame tu secreto.
       —En cierta ocasión, el emperador romano se comió de una sentada seiscientos cerebros de avestruz —dice Winner.
       —Murió asesinado en una letrina. Justicia poética. Ahora cuenta tu secreto —dice Clotilde.
       —¿Sin que la champaña llegue? —dice Winner—. ¿No sería mejor que estuviéramos desnudos? Tú siempre dices que una persona desnuda solo puede decir una verdad obvia o una mentira obvia.
       Después de tomar una copa de champaña y desnudarse, Winner comienza su historia.
       —Aquel editor llegó cerca al exponer su teoría. Yo maté a Peter Winner.

PRIMER SECRETO DE PETER WINNER O JOHN LANDERS
       —Hace dos años, en la mañana del 20 de octubre, yo estaba en la Gare de Lyon, dentro del Tren Negro que unos minutos después partiría de París a Grenoble atestado de escritores famosos. Pero para conseguir eso necesité, en un lance rocambolesco, matar a un hombre y asumir su identidad. ¿El nombre de ese individuo? Peter Winner. ¡Tranquila, Clotilde! Silencio, mi amor, cumple tu promesa. No me interrumpas... Un poco de paciencia, querida mía... Diez minutos de atención, basta eso, pero en silencio, por favor... Creo que logré, al asesinarlo, no importa lo que dijeran en el debate, esa hazaña difícil de conseguir incluso en la ficción misma: el crimen perfecto. Como Winner, querida, yo también había sido profesor de literatura. Esa era una de las coincidencias que existían entre los dos, como la de ser norteamericanos autoexiliados en Europa, hijos adoptivos de individuos que tal vez ya habrían muerto, porque nada nos identificaba con ellos. Permíteme una digresión: los escritores que tienen experiencia como docentes son más lúcidos que los otros, y perdona la falta de modestia. Dar una buena clase exige saber pensar, no solo sentir. Sabemos lo que estamos haciendo; la mayoría de los escritores, al contrario, supone que sentir es todo. Como si una plañidera aficionada, de esas que derraman lágrimas de verdad en cualquier funeral, supiera, solo por eso, escribir sobre el dolor. Un porcentaje inmenso de escritores escribe sin tener noción exacta de su oficio, por eso existe tanta porquería disfrazada de literatura. Ahora, nosotros, que hemos enseñado literatura —no importa que haya sido en un colegio de secundaria en Newton, Massachusetts, como yo, o en Princeton, como el verdadero Winner—, sabemos lo que estamos escribiendo, incluso cuando también es una porquería.
       —Deja de irte por las ramas —dice Clotilde.
       —Si vas a continuar interrumpiéndome paro de contar mi historia. El verdadero Winner, al contrario que yo, en todo sentido un fracasado, era un escritor que merecía su renombre, cubierto de fama, gloria y dinero, aunque sus últimos libros fueran una mierda. Podía ir al Ritz, pero por delicadeza, para no parecer arrogante, se hospedaba en el Hôtel des Saints Pères, en la calle del mismo nombre, donde ustedes los de la Editorial Grasset acostumbran alojar a sus escritores cuando estos visitan París. No me fue difícil descubrirlo.
       A Winner no le gustaba dar entrevistas, ni ser fotografiado; le tenía horror al caviar y a Mozart; tal vez fuera homosexual. Eso era prácticamente todo lo que se sabía de él. Un sujeto misterioso, que muy pocos conocían personalmente. A mí tampoco me conocía nadie, pero por otros motivos —a mí todo el mundo me ignoraba—. Vivía, después de exiliarme, de dar clases de inglés en diferentes ciudades de Francia —lo que no dejó de ser interesante porque así conocí esas bellas ciudades del interior—, y mi nombre, John Landers, no significaba nada por un motivo muy sencillo: había llegado a los cuarenta años sin hacer jamás alguna cosa que mereciera la atención de los demás.
       —¿Debo llamarte John, a partir de ahora? —pregunta Clotilde, irónicamente. Lo que el hombre le cuenta no es el secreto, es una más de las historias que le gusta inventar. Ella lo conoce.
       —No, Clotilde, no tienes que llamarme John; puedes continuar llamándome Peter. Ahora cállate, por favor.
       Yo no tenía la menor idea de cómo era Winner, sus hábitos, su fisonomía, su altura, si era gordo o flaco; de cualquier modo, no había fotografías recientes de él. Como en el caso de Pynchon, su única foto era de cuando tenía dieciocho años. Pero yo conocía una de sus flaquezas: su enfermiza admiración por Edgar Allan Poe. Aquí surge otra coincidencia: yo también admiraba, y admiro, como tú sabes, la obra de Poe.
       Conseguí que Winner pasara al teléfono, alegando ser un auxiliar de Clotilde Farouche. Tú eras editora de Grasset, por aquel entonces la editora de Winner que —una coincidencia más— había rehusado publicar un libro mío. ¿Te acuerdas? El cuarto cerrado, de John Landers. No respondas ahora.
       —Es sobre el boleto para el Tren Negro —dije, cuando Winner pasó al teléfono.
       —Ya lo recibí —dijo él.
       —Hubo una equivocación y será preciso cambiarlo. ¿Puedo llevarlo a su hotel ahora?
       Winner tardó en responder:
       —Esperaré en el lobby; llevaré un sobretodo negro y un sombrero, también negro.
       él, evidentemente, no quería recibir a un extraño en la intimidad de su cuarto. Yo, John Landers, me hospedaba en un pequeño hotel de la rue St. André des Arts. Cargaba conmigo una pequeña maleta con ropa y algunos papeles, entre ellos tu respuesta de rechazo a El cuarto cerrado y los originales de una nueva novela que pretendía someter a la consideración de otra editorial que no tuviera en sus filas a un animal feroz como Clotilde Farouche, hoy Clotilde Winner, en verdad Clotilde Landers. Y también entre mis pertenencias había una vieja revista, el mayor tesoro que he tenido y que tendré en toda mi vida, y que yo cargaba conmigo a todas partes por miedo a un robo o a un incendio. Estando conmigo la salvaría o moriríamos juntos: jamás enfrentaría el horror de perderla. Hoy está en la caja de un banco, en Zúrich.
       Me llevé un susto al ver a Winner en el lobby del hotel. Era parecidísimo a mí, la misma estatura, el mismo rostro alargado, la misma quijada fina. Yo usaba anteojos y él no; cuando se quitó el sombrero para saludarme noté que era un poco más calvo que yo. Su inconfundible acento campechano de Kentucky —supe después que pasó su infancia en un pueblito llamado Harrodsburg— no combinaba con sus gestos sutilmente afeminados.
       Winner no pareció advertir nuestra semejanza física. La verdad, apenas me miró. Me dio el boleto donde estaba escrito: “TRANS-POLAR EXPRESS — Festival International du Roman et du Film Noirs. Billet aller Paris-Grenoble. Départ vendredi 20 octobre à 9h25 Gare de Lyon/Paris — voie n° 5, voiture n° 7, place 104, nom Peter Winner”. Todavía hoy recuerdo las palabras de ese boleto de tren.
       —No traje el billete nuevo —le dije, embolsillándome el que Winner me había dado—, se lo darán en la Gare.
       Antes de que Winner dijera alguna cosa le entregué la vieja revista —¡el tesoro!— que llevaba conmigo.
       —Soy un gran admirador suyo. Esto es un regalo, quedará en mejores manos —le dije.
       él cogió la revista. Cuando descubrió lo que era, sus ojos se agrandaron, sus manos temblaron, creo que hasta se puso pálido. En un impulso, que ciertamente le costó mucho, me devolvió la revista diciendo:
       —No puedo aceptar este regalo, usted debe haber perdido la razón.
       —Es suya —le dije, dejando la revista en sus manos y dándole la espalda.
       Abrí la puerta de vidrio del hotel, salí a la rue des Saints Pères y caminé en dirección al bulevar St. Germain, crucé a la derecha en la esquina del bulevar, sin saber qué hacer, con el corazón comprimido. Mi ardid no había resultado; estaba seguro de que Winner vendría detrás de mí, pero no lo había hecho, quedándose con mi revista. ¡Desgracia! ¡Horror! Necesitaba recuperarla.

       Desesperado, entré en un restaurante que quedaba casi en la esquina de la rue de Rennes. Pedí una botella de vino. Bebí ansiosamente una copa hasta el fondo.
       —¿Puedo sentarme? —oí que dijo una voz. Era él. Con la revista en la mano.
       —Sí —dije, levantándome de un salto y corriendo la silla para que él se sentara.
       —¿El amigo —me trató de amigo, cariñosamente— conoce el valor de esta revista?
       —Lo conozco, solo existe otro ejemplar en el mundo —dije.
       —En poder de Henry Glassco Borden, un coleccionista de Toronto —añadió él, mirando la revista.
       Pensé que iba a llorar, pero su emoción no llegó a tanto; apenas recitó con voz embargada por la emoción:
       —Graham’s Magazine, Filadelfia, abril de 1841, la primera edición, Los crímenes de la rue Morgue.
       Entonces se restregó los ojos y dijo:
       —No puedo aceptarla.
       Tomé la revista y la coloqué sobre la mesa, entre él y yo. Pedí una copa para él. Bebimos en silencio.
       —¿De dónde es usted? Su acento no es muy definido.
       —Soy de Boston —respondí—, pero me deshice de la pronunciación pedante de mis coterráneos.
       —Yo nunca pude librarme del mío, tal vez por ser más auténtico que el suyo... Boston... Qué coincidencia. ¿Viene de allí su interés por él?
       Parafraseé a W. C. Fields:
       —Por lo que a mí concierne, él podría haber nacido en Filadelfia.
       —¿Cómo llegó la revista a sus manos? —preguntó Winner.
       —Es una historia tan extraordinaria que deberíamos hacer una cita especial para contársela.
       —Hoy, querido amigo, es la oportunidad para ello, estoy en sus manos.
       —Hoy no, otro día... Es una historia muy larga...
       él bebió y murmuró:
       —Tiene que ser una historia muy larga... Graham’s Magazine... Esto es un sueño... Increíble.
       Mentí:
       —Tengo un ejemplar original, de 1848, del ensayo Eureka.
       —No soy un admirador ciego —dijo Winner—. Eureka es apenas un ensayo místico y pedante sobre el cosmos y lo gracioso es que, cuando terminó de escribirlo, Poe afirmó que había descubierto el secreto del universo; pero, en abril de 1841 —Winner señaló la revista sobre la mesa—, él no hizo ninguna declaración pretenciosa y sin embargo realizaba con Los crímenes ese prodigio: la creación de un nuevo género literario.
       Bebió, mirándome con suficiencia por encima de la copa. Después de los arrobos juveniles pero plenamente justificados ante el Graham’s Magazine, quería ponerme en mi lugar.
       —Eureka no solo es un ensayo pedante sobre el universo; en él Poe descubrió la solución a la paradoja de Olbers —protesté.
       —No deje que el fanatismo perjudique su capacidad de análisis —ripostó Winner—. En ese ensayo Poe fue, cuando mucho, el primero en sugerir el concepto de un universo en expansión.
       Me tragué su modo tajante de corregirme. Winner, como ex profesor universitario, probablemente sabía más cosas que yo, un profesor de bachillerato de Newton, Massachusetts.
       Winner, sin duda, me desafiaba demostrando que yo no podía sorprenderlo, que sabía todo lo que yo sabía y mucho más. Por lo tanto, mientras bebíamos, charlábamos sobre nuestro ídolo como los dos profesores que éramos, intentando demostrar que uno era más erudito que el otro. Escritores y profesores son básicamente personas exhibicionistas. De lo contrario, ¿cómo soportarían el trabajo que hacen? Le dije a Winner que escribía ficción y que me gustaría ser un escritor profesional aunque hasta el momento no me hubieran publicado nada.
       —Solo existe una verdad fundamental sobre el oficio de escribir —respondió Winner—, pero no le voy a decir en qué consiste, usted tendrá que descubrirla por sí mismo.
       Te pido disculpas, querida Clotilde, por la parte que sigue de mi relato, que es bastante aburrida. No obstante, me siento obligado a contarla, aunque no pasa de ser un diálogo arrogante, un desafío infantil de dos hombres vanidosos, luchando para probar que uno era mejor que el otro; empeñándose, en verdad, en una verborrea fatua. Bostezaste. ¿Quieres que me salte este pedazo?
       —No —dice Clotilde—. ¿Qué verdad fundamental es esa que debe conocer el escritor?
       —Tú sabrás cuál es dentro de poco. Déjame continuar. Contuve mi ira. Bebimos, como les gusta hacer a los escritores. Y a los profesores. En la segunda botella de bordeaux, iniciamos una discusión áspera en torno al concepto de que la novela policíaca tendría su origen en una fábula oriental milenaria, La peregrinación de los tres jóvenes hijos del rey de Serendip, reelaborada por Voltaire en Zadig.
       —Puede existir ahí realmente —dijo Winner— un modelo epistemológico, o un paradigma indiciario, como prefiere Ginzburg, pero los hijos del rey, al hacer descubrimientos analizando la naturaleza de las relaciones entre indicios, podían estar, mientras tanto, inventando la semiótica.
       Añadí, con una ostentosa sonrisa irónica:
       —...además de darle a Walpole la oportunidad de acuñar un gracioso neologismo, serendipity— y aduje que si nos pusiéramos a elaborar especulaciones con aquella facilidad, en un regreso ad infinítum, también podrían hallarse posibles orígenes embrionarios de la novela policiaca en los profetas bíblicos, en los textos pertenecientes a los Apocrypha, o en Las mil y una noches, los cuales, a su vez, según el estudio de una investigadora del Instituto de Estudios Orientales de la Universidad de Oxford, habrían sido copiados de Homero y de leyendas mesopotámicas; o, ya más cerca a nosotros, la inspiración de la novela policíaca podría ser encontrada en Boccaccio o en Chaucer, mucho antes de Zadig.
       Winner se bebió toda la copa de vino, en un largo y ansioso trago. Le pregunté si no hallaba interesante el epígrafe escogido por Poe para Los crímenes, una reflexión de sir Thomas Browne, médico y escritor del siglo XVII, precoz practicante de la semiótica médica.
       ¿Tú conoces, Clotilde, el epígrafe de Browne? “Qué canto entonan las sirenas, o qué nombre adoptó Aquiles cuando se ocultó entre las mujeres, son cuestiones que, aunque enigmáticas, no están lejos de todas las conjeturas”. ¿Lo conoces?
       —Humm... No... —responde Clotilde.
       Winner rebatió la alusión que hice al epígrafe de Browne diciendo que era obvio que no existían pistas indescifrables, como afirmaba otro médico más famoso, Freud, lector y admirador de Conan Doyle; y, ya que hablábamos de Freud, añadió:
       —No mantengo una conversación tan agradable y estimulante desde el tiempo en que viví en Viena y acostumbraba pasar las noches en los cafés, en largas discusiones filosóficas.
       —Muchas gracias —respondí.
       —Hay algo en los cafés de Viena... —dijo Winner, mirando para el techo.
       Dejé que recordara los cafés de Viena por un rato.
       —Leí en los periódicos que usted hablará sobre Poe en el Festival de Grenoble.
       —Sí, sí —dijo—, pero no hablaré exactamente de Poe; este festival, como todos los festivales, espera que uno mencione trivialidades. En verdad, no me presentaré personalmente, alguien leerá por mí lo que pretendo decir y que obviamente no será la consabida afirmación de que el roman noir, la novela negra, el kriminal roman, la novela policíaca, la novela de misterio o como quiera llamársele, tiene sus reglas simples establecidas por Poe al publicar Los crímenes en la misma revista que tenemos enfrente: un crimen misterioso, un detective —Dupin, en el caso de Poe— y una solución. Tampoco hablaré de las dos grandes corrientes derivadas de la obra del gran inventor: la inglesa y la americana; es decir, despreciaré esos datos conocidos incluso por las personas que solo ven televisión.
       —A las personas les gusta oír cosas que ya saben —dije—, oír canciones que ya oyeron; pero una cosa que me intriga, y debe intrigar a todos, es la razón por la cual usted decidió asistir a un congreso o festival por primera vez en su vida.
       él pensó un poco y dijo que su presencia obedecía a varias razones, la primera, y la menos importante, aprovechar la oportunidad para provocar a los franceses con una pregunta cuya respuesta no era tan fácil de encontrar como parecía.
       Winner preguntaría en el festival, desafiante, por qué no había surgido una corriente francesa del roman noir, con peculiaridades propias y con una importancia idéntica a la que tienen las corrientes de lengua inglesa. A fin de cuentas, las Memorias del francés François Vidocq, de 1828, anteriores por tanto al libro de Baudelaire, no habían inaugurado el género simplemente por no ser una obra de ficción; y el primer seguidor notable (¿efecto Baudelaire?) de Poe fue el también francés émile Gaboriau, con El caso Lerouge.
       —¿Por qué —Winner se tornó todavía más enfático al hacer esta pregunta—, por qué el famoso detective Lecoq, creado por Gaboriau, no dejó una buena descendencia? Reconozco —continuó— que los franceses, aunque mediocres practicantes del género —Simenon es una excepción no muy brillante—, son inteligentes exégetas y entusiastas consumidores; ellos deciden quién hace, o no, parte del club. Por ejemplo, Walpole, quien escribió El castillo de Otranto en 1746, considerado por algunos estudiosos errados como el iniciador de la novela negra, cuando en verdad es uno de los precursores de la novela gótica, no entra en el club. El Umberto Eco de El nombre de la rosa entra. ¿Pero por qué no surgió una corriente verdaderamente francesa? ¿Por qué ellos insisten en imitar a los norteamericanos?, ¿en dar importancia a Goodis y a otros analfabetos? ¿Sabe una cosa? —Winner atenazó mi brazo con fuerza—. Fueron los franceses quienes difundieron el gossip asqueroso de que yo soy homosexual. Odio a los franceses, a los choferes de taxi en primer lugar, después a los críticos. A estos últimos, además, de todas las nacionalidades.
       —¿Y la segunda razón? —pregunté.
       —La segunda razón es que estoy acabado. Ya no logro escribir y, si lo lograra, no tendría el valor de publicar. Debo estar muy bebido para hacerle estas confidencias a un desconocido, pero somos norteamericanos, qué diablos. Si no puedo confiar en un compatriota, ¿en quién podría confiar? El escritor —suspiró—, cuando ya no consigue escribir, asiste a congresos, incita a otros para que le rindan homenajes, le organicen banquetes glorificantes, busca medallas, premios, coronas de laureles, ediciones conmemorativas.
       —Usted habló de varias razones para asistir al festival. ¿Existe una tercera? —pregunté.
       Él se rió, misterioso:
       —Sí, pero no le diré cuál es... Algo que impidió que yo me matara...
       Esa fue su última frase comprensible. Con la velocidad de un relámpago, Winner, completamente borracho, empezó a tartamudear frases inconexas, mezclando reminiscencias de Viena con poemas de Poe; recuerdos de alguien a quien amaba, o había amado, con declaraciones sobre la falta de respeto —por parte de lectores, periodistas y críticos— al derecho de privacidad de los artistas. Y dijo el nombre de una persona, un nombre de hombre. Sandro.
       —Vamos a mi hotel, quiero darle mi ejemplar de Eureka —dije. Pero habría podido hacer cualquier otra invitación, pues Winner no escuchaba nada y no estaba interesado en oír otra cosa que no fueran las voces interiores de sus reminiscencias.
       Fuimos en taxi hasta la rue St. André des Arts. Winner, sorprendentemente, caminaba sin dificultad, apenas apoyándose con fuerza en mi brazo. Como no había entregado la llave del cuarto al salir, no tuve que pedirla, porque estaba en mi bolsillo. Subimos por el ascensor sin llamar la atención de nadie. Entramos en el cuarto. Yo tenía una botella de champaña en la nevera. Y poseía, en un frasco dentro de la maleta, una cantidad de veneno suficiente para matar a diez escritores, por más famosos que fueran. La champaña y el veneno eran para matarte a ti, Clotilde, la editora que rechazó mi libro, el libro de John Landers.
       —¡Dios mío, lo que me estás contando es verdad! Pensé que era un invento —dice Clotilde—, pero tu cuerpo desnudo está diciendo que todo es verdad.
       —¿Perdiste el valor para oír todo hasta el final? ¿No querías oír mi secreto? Entonces cállate, y escucha.
       Clotilde sale de la cama, se sienta en la poltrona del cuarto, la boca abierta, pasmada.
       —Pero el destino me ofreció la oportunidad de dar mejor uso a la estricnina del frasco. Puse disimuladamente un poco de veneno en la copa, y se la di a Winner.
       —Por Edgar Allan Poe —brindé.
       —Por Poe —respondió Winner, bebiendo de un trago todo el contenido de la copa.
       Pensé que Winner evidenciaría inmediatamente los estertores de los moribundos. No obstante, el veneno pareció curarlo de la borrachera, porque volvió a hablar de manera lúcida y articulada.
       —Cuando publiqué mi tercera novela en Grasset —dijo Winner—, los franceses me incluyeron en el club, lo que significa invitaciones para participar en el festival que se celebra todos los años en Grenoble. Para mostrar el tipo de criterio adoptado por los franceses, entre los convidados de este año están algunos escritores que no suelen ser identificados como autores de novelas policíacas, como Václav Havel, Umberto Eco, Howard Fast, para citar apenas algunos. Creo que parte considerable de mi literatura tampoco cabe entre las normas del género.
       ¿Qué porquería de veneno era ese?, pensé, ya entrando en pánico.
       —Menciono, querido amigo, con cierto embarazo —continuó Winner—, esa opinión personal sobre mi trabajo, algo que detesto hacer, para poder referirme a un artículo que leí ya no me acuerdo dónde, en el que un crítico afirmaba que mis primeros libros, con su contenido de violencia, corrupción, conflictos sociales, miseria, crimen y locura, podían ser considerados verdaderos textos de novela negra, al contrario de los escritos por ciertos autores ingleses, acusados por el crítico de hacer literatura de evasión. Desde mi punto de vista, los integrantes de la escuela inglesa hacen algo que puede ser mejor definido como literatura de enigma. Diré eso, cuando llegue a Grenoble.
       Winner trastabilló y se abrazó a mí.
       —Usted es un buen sujeto, le voy a decir la verdad fundamental que todo escritor tarde o temprano tiene que descubrir. Oiga, mi amigo, recuerde esto: las palabras no son nuestras amigas. Una verdad simple: las palabras son nuestras enemigas. Yo lo descubrí demasiado tarde.
       Felizmente, en ese momento Winner se llevó las manos a la garganta y cayó al suelo, temblando convulsivamente. Como acontece en las óperas, murió solo después de cantar su aria por completo.

       Confusa, Clotilde sabe ahora, tiene la certeza, de que Peter, John, este hombre a su lado, sea cual sea su nombre, está contando por fin su terrible secreto, tal como lo prometió. Sale de la cama y se encierra en el baño.
       Peter Winner, alias John Landers, toca con suavidad a la puerta.
       —Vuelve aquí, Clotilde, tú dijiste que querías oír mi secreto. Ahora tienes que oírlo hasta el final.
       Después de un rato Clotilde abre la puerta. El hombre la agarra por los brazos huesudos y la lleva de vuelta a la poltrona del cuarto.
       —No me quiero sentar. Voy a hacer gimnasia —Clotilde hace varias horas de gimnasia todos los días.
       —¿Puedo continuar? Ahora no puedo parar. Por favor.
       La voz del hombre, para Clotilde ahora un hombre diferente, un desconocido excitante, suena tan delicada y atrayente, y su rostro sugiere enigmas tan irresistibles, que Clotilde, mientras hace sus ejercicios abdominales acostada en el piso, siente un frisson erótico traspasando sus músculos y vísceras.
       —Sí, continúa.
       —Al verificar que Winner había muerto, lo desvestí por completo. Enseguida yo también me desnudé. Allí estaba yo, desnudo, con un hombre muerto también desnudo, y era nuestra desnudez lo que tornaba irreal, como un sueño o una pesadilla, aquella situación, no la circunstancia de haber acabado de convertirme en un asesino. Yo tenía que ponerme la ropa del muerto, pero no logré ponerme sus calzoncillos, una tanga negra; sentí asco y volví a ponerme los míos, calzoncillos blancos comunes. En los bolsillos del muerto, ahora vestido con mis ropas, quedaron mi pasaporte y la carta de Clotilde Farouche, tu carta, disculpándote en nombre de la Editorial Grasset por no publicar mi libro. En los bolsillos de la chaqueta negra de Winner, que ahora yo vestía, estaban el pasaporte y otros documentos del muerto, una cartera con tarjetas de crédito, un talonario de cheques del Chase Manhattan Bank y un grueso fajo de cheques de viajero, en vales de cien dólares, para un total de diez mil. Tomé papel de carta del hotel y escribí mi nota de suicida, en francés. Una cosa simple, como debe ser la despedida de un escritor fracasado, cuyas novelas han sido rechazadas por todas las editoriales: “Je soutenais l’éclat de la mort toute pure. Un homme mort n’est qu’un homme mort, et ne fait point de conséquence. Adieu, John Landers”. La primera frase era de Valéry. La segunda, de Molière. El adiós era mío. Puse la carta sobre la mesa de noche, junto a las llaves del hotel. Por momentos había pensado en la posibilidad de encontrar una manera de dejar el cuarto cerrado por dentro; siempre me gustaron las historias en que el muerto está dentro de un cuarto cerrado, como El secreto del alfiler nuevo, de Edgar Wallace, pero no tenía ni un hilo ni un alfiler para poder hacer el truco del libro. Por último, coloqué mis lentes en el rostro de Winner. La única imprudencia, el único error que cometí, fue conservar el frasco con el resto de veneno cuando lo correcto habría sido dejarlo al lado del cuerpo. Pero esa anomalía no fue percibida por los policías que investigaron el suicidio; y al final me fue muy útil, como tal vez un día llegues a saberlo.
       —¿Dónde está ese frasco? —pregunta Clotilde.
       —En mi bolsillo. Siempre lo llevo conmigo. Es un pequeño recipiente negro de cristal. Muy bonito.
       —Muéstramelo —dice Clotilde.
       Landers saca el frasco del bolsillo.
       —¿El veneno que guardas ahí está destinado a mí?
       Winner se lleva el frasco a la boca y sorbe su contenido.
       —¡No! —grita Clotilde, agarrándose a él.
       —Está vacío. Lo llevo conmigo como si fuera un talismán, para que me dé suerte.
       Hace una pausa, pensativo.
       —Y por eso, por eso... lo guardo porque... Ahora déjame continuar con mi historia infame. Vestido con las ropas negras del gran escritor, incluso su impermeable y el sombrero de fieltro, también negro, me miré en el espejo. Si alguien me viera salir pensaría que ese hombre taciturno era el propio Winner. Guardé en la maleta el manuscrito de mi segunda novela, que no pretendía someter, como había hecho con el de la primera, al examen de Grasset, pero que ahora, gracias al crimen perfecto que había cometido, te sería entregado a ti, Clotilde, como si fuera de Winner. Salí del cuarto. Para mi suerte, el hombre de la portería ni siquiera me miró. Landers, el pobre escritor con un libro rechazado por la Editorial Grasset, estaba muerto en su cuarto. “Un homme mort n’est qu’un homme mort, et ne fait point de conséquence”. Todo vestido de negro, me dirigí al Hôtel des Saints Pères. En la portería estaba un hombre de mediana edad, arrogante y grosero, lleno de soberbia. Esas personas acostumbran ser exhibicionistas y poco perspicaces. Pedí la llave del cuarto, diciendo mi nuevo nombre. Con la llave, recibí un mensaje telefónico. Fingiendo leer la nota, verifiqué el número del cuarto en una pequeña placa anexa a la llave: 202. Probablemente tercer piso. Me senté en una silla del lobby, miraba con disimulo hacia los lados, tratando de ubicar el ascensor, y ahora leía realmente el billete: “Estaremos juntos en el tren. Estoy ansiosa por conocerlo. Clotilde F”.

       Por algunos instantes medité, satisfecho: Clotilde no conocía a Winner. Excelente. Siguiendo el trayecto de un huésped, pude por fin hallar el ascensor, casi escondido en un rincón. Al llegar a mi nuevo cuarto, abrí la maleta de Winner y examiné la ropa y los papeles en una pequeña carpeta. Durante los largos monólogos de Winner bebiendo pude estudiar sus gestos, las inflexiones de su voz. Al hablar, Winner levantaba la mano derecha —nun-ca la izquierda—, crispándola frente al rostro, como si estuviera agarrando y volteando al revés las palabras que decía. También tenía el vicio de pasar la uña del pulgar de la misma mano encima del labio superior. Lo difícil, para mí, fue imitar su acento campesino. Me cuadré frente al espejo ensayando los gestos, mientras leía los papeles o repetía las frases que Winner me había dicho. Leí en los papeles una de las frases que había encontrado interesante para una conversación de bar, suponiéndolas, claro está, elaboradas en aquel momento. La verdad, Winner las había memorizado: “Puede existir ahí, realmente, un modelo epistemológico, o un paradigma indiciario”, etc., etc. También las referencias a Walpole, a los profetas bíblicos, Zadig, etc., etc., estaban anotadas en hojas de papel rayado. El resto de la noche, pues no dormí un segundo, la pasé imitando la firma del pasaporte de Winner.
       —Mejor pedimos otra botella de champaña —dice Clotilde. Mira al hombre frente a ella como si lo estuviera viendo por primera vez.
       —¿No quieres oír más?
       —No sé. Tomemos champaña primero.
       El camarero trae la champaña. Beben en silencio.
       —¿No te arrepientes de ese pecado?
       —Soy ateo y cruel, tú lo sabes.
       —Matar a una persona también es un crimen horrendo.
       —Es verdad. Pero no estoy arrepentido.
       —Mentiroso —grita Clotilde. Se tira sobre Landers, lanzando puños y patadas—. ¿Si no estás arrepentido, cómo puedo perdonarte? —dice llorando, sin parar de lanzar golpes.
       La agresión de Clotilde deja a Landers, momentáneamente, sin palabras.
       Clotilde saca un vestido de la maleta. Se viste.
       —¿A dónde vas?
       —Al cine. No sé si vuelva. Estoy muy perturbada.
       Luego de que Clotilde sale, Landers toma la carpeta con anotaciones, los prolegómenos apodícticos de Winner, que todavía guarda consigo. Pasaron ya dos años y no consigue destruir esos papeles.
       No hay novedades, para Landers, en las observaciones de Winner. Le intriga el odio que Winner sentía por Stout... él, Landers, también detesta a Stout, pero su motivo es diferente al de Winner. él envidia a Stout porque vendió más de cien millones de ejemplares de sus libros. Stout está muerto, pero la envidia continúa. Las razones de Winner están registradas en los apuntes: “Stout”, escribe, “creó un pastiche vulgar de Conan Doyle, con una dicción diluida de Hammett. Nero Wolfe, su personaje, es un gordo arrogante, lleno de soberbia, que pasa el tiempo cuidando orquídeas, esa flor horrenda que vale apenas por su relativa rareza. Archie Goodwin es un fámulo idiota sin carácter, indigno de su modelo, el doctor Watson”.
       Curioso. A Winner no le gustaban las orquídeas, piensa Landers (él tiene la impresión de que los homosexuales adoran las orquídeas). Stout es todo aquello que Winner dice de él; en sus mediocres libros, Landers encontró apenas una buena frase para un autor policíaco: “Si tuviéramos que juzgar a un hombre por un solo acto, y si pudiéramos escoger ese acto, deberíamos evaluar la manera como se mira al espejo”.
       Clotilde salió sin llevarse nada. Solo con la ropa que lleva puesta una mujer no va muy lejos.

LANDERS REMEMORA LO QUE OCURRIÓ DOS AÑOS ANTES
       Recuerda el primer encuentro que tuvo con Clotilde, pocas horas después de haber matado a Winner.
       Dos años habían pasado de aquello. él llegó a la Gare de Lyon hacia las nueve. El Tren Negro lo esperaba. Una mujer, en la entrada de la plataforma, le dio una carpeta negra con papeles y le colocó en el pecho una escarapela con el nombre de Winner, que él retiró al entrar en el tren. A las 9:25 en punto, el tren, repleto de autores, críticos, editores, periodistas y publicistas, partió de la Gare. Casi todos usaban la escarapela con el nombre en letras negras. Landers, en la ventana, fingía mirar el paisaje francés de aquel otoño. En realidad observaba disimuladamente a las personas que iban y venían, se sentaban y levantaban, tratando de exhibir nerviosamente inteligencia y sabiduría —al fin y al cabo eran intelectuales— mientras decían estupideces. ¿Cómo esos cretinos y esas cretinas habían conseguido publicar sus libros mientras él continuaba inédito? Grasset, que publicaba un montón de mediocridades, no quería publicar su novela. En verdad, ya no había editoriales independientes, todas integraban grandes conglomerados financieros controlados por estúpidos self made men que habían ganado dinero de manera salvaje e inescrupulosa y encaraban el libro como una mercancía cualquiera. En estos días, incluso con la irresistible fuerza del resentimiento que lo dominaba, Kafka no lograría verse publicado, ni Poe, ni Baudelaire, ni ningún autor nuevo realmente significativo, como él, Landers. Inmerso en sus pensamientos rencorosos no percibió, de inmediato, que una persona se sentó a su lado. Una joven bonita, de mirada sutil.
       —¿Usted es el señor Winner? —preguntó.
       —No sé de quién me está hablando.
       Ella se rió, con buen humor.
       —Usted es Winner. Muéstreme su escarapela.
       él sacó la escarapela del bolsillo, con el nombre de Winner.
       —Lo sabía. Soy Clotilde Farouche.
       Landers no consiguió dominar el temblor que por un instante dominó su cuerpo. ¡Clotilde F., la editora de Grasset que había rechazado su libro! Procuró esconder su turbación con un chiste:
       —Pensé que usted era gordita como la Clotilde de Auguste.
       —Ni gordita ni positivista... No sabe el placer que siento de conocerlo. Nos cruzamos tantas cartas...
       —El placer es mío.
       —Estamos ansiosos, en Grasset, por su próximo libro...
       —No será por eso.
       Le entregó los originales.
       —Romance negro... Usted sabe cómo me gusta hacer sugerencias sobre los títulos de sus libros... ¿Recuerda cuántas cartas tuve que escribir antes de que aceptara cambiar el título del último?
       —Este es sobre mi vida.
       —No lo creo. Lo bueno de sus libros es que usted nunca escribe exactamente sobre su vida. Como dijo Gide —ellos conversaban en inglés, pero la frase de Gide fue dicha en francés—, “le romancier médiocre fait ses romans d’après sa vie réelle, le bon d’après ses vies possibles”. Usted está definitivamente entre los bons.
       él pensó, mientras oía a Clotilde, que si escribiera objetivamente lo que pasaba en esos días, y lo publicara, sería una historia que, aunque real, ciertamente despertaría el mayor interés en el lector. Inventar lo real, tornar verdadera una vida falsa o, más relevante aún, falsa una vida verdadera, era una bella tarea para un escritor.
       —La sociedad del escritor con el lector es menos importante que su connivencia con los personajes —dijo Clotilde—, pero ustedes no pueden revelar eso a los lectores, ellos deben sentirse coautores de la historia que están leyendo.
       Pero en verdad, piensa Landers ahora, un relato sobre el asesinato de Winner, si fuera publicado, suprimiendo la pedante parte doctoral, sería leído con atención no por la complicidad entre él y el lector, sino, principalmente, por la secreta simbiosis corrupta existente entre el autor, él, y el personaje, también él.
       Su mente divaga. Finalmente, ¿para qué escribir? Se acuerda de Broch y de Canetti conversando: “¿Será que es tarea del escritor traer más miedo a este mundo? ¿Será ese un propósito digno del ser humano?”.
       Sí, sí, el objetivo honrado del escritor es llenar los corazones de miedo, y decir lo que no debe ser dicho, o sea, lo que ninguno quiere decir, y decir lo que ninguno quiere oír. Esa es la verdadera poiesis.
       —¡Yo maté a Peter Winner! ¿¡Oíste Clotilde!? —grita Landers dentro del cuarto.
       En ese instante Clotilde toca a la puerta.

       Clotilde entra y se sienta en la poltrona del cuarto, confusa.
       —¿Qué estabas gritando?
       —Que maté a Winner.
       —Estoy aturdida. Tú estás dominado por el espíritu morboso de Poe. Pero, para que lo vayas sabiendo, “Los crímenes de la rue Morgue” es el cuento más idiota que he leído en toda mi vida.
       —No digas eso —responde Landers, con amargura.
       —El criminal es un macaco, un animal sin libre albedrío, esa característica que da profundidad a los actos de los grandes criminales.
       —Tú me quieres castigar con esas palabras —dice Landers—. No llenes mi corazón de rabia.
       —Un ser inimputable —continúa Clotilde—, un agente inconsciente del mal. ¿Qué mierda de paradigma es ese? Además de todo, es un cuento tedioso, con personajes aborrecibles, inclusive Dupin. Dalgliesh tiene más charme que Dupin; aun el chato de Poirot o el grosero Maigret tienen más encanto que Dupin. Detesto y desprecio ese texto ingenuo, idiota, artificial, grotesco, simiesco. Poe debía estar borracho cuando lo escribió.
       —Entonces ese era tu horrible secreto... Odiabas a Poe y no tenías el coraje de contármelo —dice Landers, abatido.
       —No, ese no es mi secreto.
       —¿No? ¿Hay algo todavía peor, todavía más horrendo que tú me puedas decir?
       —Mucho peor.
       —No quiero oír.
       —Oye mi historia, cobarde.
       —Necesito más champaña.
       La botella llega. Landers llena las copas.
       —Por Poe —dice Landers.
       —Por la lucidez —responde Clotilde.

EL SECRETO DE CLOTILDE
       —En aquel encuentro en el tren —dice Clotilde— tú me diste tu libro y yo lo leí durante el viaje. Quedé maravillada. Era un nuevo Winner, pensé, sí, un nuevo Winner, los críticos tenían razón, habías logrado la hazaña de escribir una novela diferente a las otras. A los cuarenta años, después de una novela fracasada, dejabas atrás las fórmulas que manipulabas con gran maestría y creabas una cosa enteramente nueva. Debí haber sospechado que el hombre no era el mismo. ¿Qué fue lo que hiciste con la novela que yo rechacé? El cuarto cerrado...
       —La quemé.
       —Qué pena. No debo haberla leído con atención. Pero creyendo que Romance negro era de Winner tuve paciencia para superar las extrañezas, las rupturas, las anormalidades, los desusos, las singularidades. Me apasioné por el libro. Y después lo mismo sucedió con los críticos y con el público.
       —Los críticos... Mary McCarthy tenía razón: son los mayores enemigos de los lectores.
       —En tu caso no. Ellos elogiaron, aclamaron, concedieron todos los atributos posibles a Romance negro.
       —Pero si el autor fuera John Landers esos enterradores dirían RIP.
       —Me acosté contigo por causa de Romance negro. Me casé contigo por causa de Romance negro. Tú no querías casarte conmigo; dijiste, groseramente, que te habías acostumbrado a los confortables placeres desaliñados que prostitutas y mujeres ocasionales te propiciaban y que no veías un motivo racional para que alguien se casara.
       —Continúo pensando así.
       —¿Entonces por qué te casaste conmigo?
       —A causa de tus huesos. Solo había encontrado una mujer tan huesuda como tú en mi vida, una búlgara llamada Sonia, que jugaba básquet.
       —A causa de mis huesos...
       —Sí. A causa de tu esqueleto.
       —¿Y mi inteligencia? ¿Mi sensibilidad? ¿Mi cultura?
       —Eso vale muy poco.
       —¿Por qué no te casaste con la búlgara?
       —No sé. Tal vez ella no se quería casar conmigo. Un profesor pobre y medio calvo... Ella tenía un abundante pelo largo que le caía por la nuca hasta el culo. Y las axilas, y el pubis...
       —Cállate.
       —Bueno, ya nos contamos nuestros secretos. Todavía tengo otros —dice Landers.
       —No, todavía no te he contado mi secreto. Detestar a Poe no era un secreto, siempre di a entender que lo consideraba un escritor menor. Mi secreto es otro.
       —Basta de herejías. Cuenta tu secreto.
       —Un día, en la cama, decidimos que nos casaríamos y tú me preguntaste mi edad. Yo te dije que tenía, como tú, cuarenta años.
       —Estoy oyendo.
       —Pero yo tenía cincuenta años.
       —Pero yo vi tus papeles, certificados, el pasaporte…
       —Lo falsifiqué todo. Me costó una fortuna. Tenía miedo de que no te casaras conmigo porque era diez años mayor que tú.
       —Entonces tienes cincuenta y dos años...
       —¿Te casarías conmigo sabiendo que tengo diez años más?
       —Ahora sé por qué pareces un lagarto. En los animales viejos, flacos como tú, la piel se estira, pero en los lagartos de cualquier edad, la piel queda suelta sobre los huesos. Sin embargo, la tuya es suave como el papel couché.
       —Mierda, ¿te casarías o no?
       —Sí. Tu edad no me interesa. Por ahora, al menos. ¿Y tú? ¿Te incomoda que sea un asesino?
       —Dijiste que el veneno que usaste para matar a Winner estaba originalmente destinado a mí. ¿Tendrías el coraje de matarme?
       —Después de conocernos, no.
       —¿Era fácil encontrar prostitutas tan flacas como yo?
       —Era difícil.
       —¿Y cuando las encontrabas, les lamías y mordías los huesos?
       —Tenía el deseo pero no el valor. Como dije, temía que me encontraran ridículo.
       —¿Ni los huesos de la búlgura?
       —Ni los de la búlgara. Como dije, tenía miedo de que se rieran de mí.
       —Las mujeres no tenemos ese miedo.
       —Quítate la ropa.
       Clotilde se quita la ropa.
       —Mi corazón está latiendo fuerte —dice ella.
       —Lo estoy escuchando.
       Se acuestan.
       —¿Cómo me ves ahora?
       Como quien asegura la piel del pescuezo de un gato para levantarlo del suelo, Landers agarra la piel complaciente del tórax de Clotilde y suspende su leve cuerpo unos centímetros encima de la cama.
       —Con nuevos ojos y nuevos tactos.
       —Necesito ver un lagarto. Nunca he visto uno de cerca —dice Clotilde.
       Mientras muerde un codo de Clotilde, Landers piensa en sus demás secretos, que él considera tan terribles o incluso más atroces que el develado; pero halla conveniente dejar esas revelaciones para otra oportunidad.

       En el stand de Grasset las personas hacen fila con un ejemplar de El impostor en la mano. Landers apenas escribe en los libros, como dedicatoria, el nombre Winner —una W seguida por una línea de estrecha sinuosidad con un punto en el medio. Algunos escritores aparecen para pedir su autógrafo. En el ejemplar de Ellroy, además del nombre Winner, Landers escribe HOWL HOWL HOWL en mayúsculas. En la fila, detrás de Ellroy, está el hombre de la pipa, de quien Landers se burló el día anterior. El hombre tiene un simpático aire bovino. Landers decide personalizar el autógrafo.
       —¿Cuál es su nombre? —pregunta.
       El sujeto titubea.
       —Papin... Inspector Papin —dice. Se pone la pipa en la boca; muerde el tubo donde se ven marcas de dientes—. ¿Sorry?
       “Papin: who did it?”, escribe Landers.
       —Muchas gracias, Mr. Winner —dice Papin, pronunciando el nombre de manera oxítona. Enfatiza: —Voy a intentar descubrirlo, participando en el juego. Los policías tenemos pocas oportunidades de diversión...
       Mirándolo bien, Winner ve a Papin, ahora, más como un bulldog que como un buey. ¿Será el modo que tiene el inspector de morder la pipa lo que suscita esa imagen?
       —El criminal está frente a usted —dice Landers.
       —¿También la víctima?
       —No preste oídos a los críticos —dice Landers.
       —Pero fue una observación inteligente...
       —Apenas astuta.
       El sujeto atrás de Papin en la fila rezonga. El policía se disculpa y se aparta.
       Los libros de Winner se acaban. Uno de los funcionarios de la editorial dice que mandó recoger más ejemplares en una de las librerías de la ciudad, pero Landers responde que la sesión de autógrafos ha terminado. Algunas personas de la fila protestan. Pero Landers sale de la mesa y se retira del cavernoso salón del festival.

       Esa noche, en vez de ir con Clotilde a una comida del programa social del festival, se queda en el cuarto del hotel viendo la televisión, a la que corta el sonido: personas gesticulando, y que abren y cierran la boca, y fruncen la cara. Piensa en la fama, esa puta. ¿Qué diferencia hay para él si su gloria, que lo hace merecer una limusina especial, fue en parte robada a Winner? ¿Existe una fama legítima? ¿O son todas espurias? ¿Cuando su libro fue publicado con el nombre de Winner por Grasset y recibido con aclamaciones, estaba acrecentando en algo la fama de Winner o la de él, Landers? ¿Quién es William Shakespeare: Francis Bacon, Christopher Marlowe o el bastardo William Stanley? ¿Le interesa a alguien, a no ser a media docena de profesores que no tienen nada qué hacer? ¿Existió Homero? ¿Eso tiene importancia o es una cuestión ridículamente bizantina? ¿Quién es Winner? Ahora es él. Mientras permanezca vivo, eso podrá tener alguna infame relevancia, él podrá regocijarse con la gloria. Después de muerto, ¿la inmortalidad? ¿Ese ideal enfermizo?
       ¿Qué inquietud lo hace caminar por el cuarto, despreciar la embriaguez de champaña? Por primera vez considera la hipótesis de que, al matar a Winner y apropiarse de su nombre, en verdad mató a Landers; dejó que Winner se apoderara de él. Winner, el gran escritor decadente, está más vivo después de muerto. Landers escribe para Winner. ¿Quién se apoderó de quién? ¿El vivo del muerto, o el muerto del vivo?
       Cuando Clotilde llega, finge dormir. Ella se acuesta a su lado y en poco tiempo Landers oye la delicada respiración huesuda de la mujer. ¡Qué maravilla son las mujeres que tienen más huesos que carne en el cuerpo! La presencia de la mujer lo ayuda a soportar una noche de fiebre y pesadillas que lo despiertan a cada rato, bañado en sudor y angustia. Entre las vigilias y los sueños aflictivos concibe su plan, que le dará mayor fama a Winner. ¿O le dará vida a Landers? Todavía no lo sabe.
       Con suavidad toca el hombro de Clotilde.
       —Clotilde, ahora quiero contarte mi otro secreto.

EL SEGUNDO SECRETO DE JOHN LANDERS
       —Volvamos al primer festival al que asistí, en aquel octubre de hace dos años, cuando maté a Winner —dice Landers.
       Clotilde, despierta, se sienta en el sofá de la suite.
       —No quiero escuchar otro de tus secretos, me estás poniendo nerviosa —dice.
       Como siempre, hablan a ratos en inglés, a ratos en francés. Esa alternancia depende del grado de elocuencia que quieran atribuir a sus respectivas palabras. Aunque los dos sean bilingües, existe una lengua preponderante para cada uno de ellos.
       —¿Me amas? —dice él.
       —Sí, te amo. Pero no quiero penetrar en las tinieblas de tu corazón.
       —No hagas literatura cursi conmigo. Además, detesto a Conrad —dice Landers. Escucha. Después de que dejaste de hablar conmigo ese día, hace dos años, en el Tren Negro, para ir al vagón-restaurante a comer...
       —Tú no quisiste ir conmigo, dijiste que no tenías hambre y cuando me ofrecí para traerte algo de comer dijiste que trajera champaña.
       —¿Dije eso? No me acordaba. En fin, poco después de que salieras un joven se sentó a mi lado; mirándome a los ojos, se colocó la mano en la barbilla (además del gesto, tenía el cabello revuelto de Rimbaud pintado por Fantin-Latour en Un coin de table) y susurró en italiano:
       —Pete, ¿todavía soy tu gran amor? Su mano acarició con suavidad mi pierna.
       Me quedé paralizado.
       —Agradezco tu sacrificio —continuó el joven—, no sabes cuánto más te amo por todo lo que estás haciendo solo para atender a uno de mis caprichos.
       Vino a mi mente lo que Winner me dijo momentos antes de que lo matara: que él tenía una razón dulce, entre otras amargas que mencionó, para ir al festival. Y pronunció el nombre de Sandro. Aquel joven a mi lado debía ser Sandro. Dejé que fijara sus ojos en los míos, a él parecía gustarle, tenía los ojos azules rutilantes, probablemente Winner le había dicho que amaba sus ojos. Yo dije:
       —Sandro, Clotilde Farouche está en el tren.
       —¿Quién es Clotilde Farouche? —preguntó él.
       —Mi editora —respondí—, te hablé de ella, ¿no te hablé?, es una bruja.
       —Ah, sí, la vaca esa —dijo él.
       —¿Tú me llamaste bruja? ¿él me llamó vaca? —protesta Clotilde.
       Yo quería hablar lo mínimo posible con Sandro, tenía miedo de que él extrañase cualquier cosa en mi prosodia, tenía miedo de que pudiera percibir las diferencias de articulación entre mi voz y la de Winner; el muerto, además de otras cosas, tenía cierto drawl que yo conseguí reproducir frente al espejo (tengo buen oído para los ritmos, como lo tiene todo buen escritor), pero mi nerviosismo, entonces, me hacía hablar de prisa. La suavidad de las erres adquirida en mi infancia en Dartmouth Street, donde fui criado por mis padres adoptivos, cerca de Copley Square, al lado de la biblioteca pública que frecuenté a diario hasta acabar mi triste adolescencia, amenazaba con denunciarme irremediablemente. Nadie conoce tan bien la voz de otro como un amante. Sandro hablaba conmigo en italiano y yo le respondía en inglés. Tal vez Winner sabía italiano y, en ese caso, ¿por qué no respondía yo en italiano? No sabía qué hacer. La mano de Sandro subió cariñosamente en dirección a mi virilidad, lo que me llenó de pánico.
       —¿Todavía me amas? —preguntó.
       —Aquí no —le dije—, conversemos en el hotel.
       Felizmente en ese momento tú llegaste con la botella de champaña.
       —Me estoy acordando —dice Clotilde—. Cuando me aproximé, un muchacho flaco y pálido se levantó apresuradamente de la silla a tu lado, y cuando te pregunté quién era respondiste que un admirador que había ido a pedir un autógrafo.
       Sandro no tardó mucho en buscarme en el hotel.
       —¿Nuestros planes siguen en pie, no es verdad? —dijo.
       Enseguida corrió las cortinas de la ventana y se quitó la ropa con destreza, quedando enteramente desnudo. En menos de veinticuatro horas contemplaba el cuerpo desnudo de un segundo hombre, yo, que nunca había visto a un hombre desnudo en mi vida. Aparté los ojos de su desnudez como quien retira la vista de la llama azul de un soplete.
        —¿Qué estás esperando? —oí que Sandro decía.
       Se aproximó a mí y, antes de que me pudiera defender, besó mi boca. Me separé como alguien que hubiera sido alcanzado por el dislocamiento de aire de una fuerte explosión. Vi sus ojos azules transparentes de inocencia llenarse de argucia.
       —¿Por qué no estás usando tu perfume? —preguntó.
       Tú sabes, Clotilde, que tengo una nariz pésima. ¿Recuerdas el día en que me comí una terrine de paté dañado porque no sentía su olor mefítico?
       —Lo sé, lo sé. Te la pasas diciendo que mi vagina no tiene olor. Que mis axilas no tienen olor. Eso en un principio me incomodó. Una mujer sin olor es como una muñeca y temí que me vieras como una Coppelia; me dijiste que te gustaba Hoffmann y había algo de mecánico en tu manera de hacer el amor conmigo. Todo eso me tenía aprensiva, pero ya es parte del pasado.
       —No me gusta Hoffmann, nunca te dije eso. Me gustaría que citaras autores de mi preferencia.
       —A ti solo te gusta Poe.
       —No es verdad. Me gusta Baudelaire.
       —Mejor volvamos a tu historia. Sandro te dio un beso y manifestó extrañeza porque no estabas usando tu perfume.
       —El perfume de Winner. Yo no uso perfume.
       —Sí, sí. Y su mirada infantil se llenó de suspicacia.
       —Mirada juvenil.
       —Sí, sí. Mirada juvenil. ¿Y después?
       Estábamos en mi cuarto. Sandró fijó sus ojos azules en los míos, nuevamente, y dijo:
       —¿Quién es usted?
       —Tú sabes quién soy: Peter Winner.
       —Quítate la ropa —dijo Sandro.
       Al oír que no me quitaría la ropa, abrió los brazos y preguntó:
       —¿Cuál es el problema? ¿Cuántas veces no te has desvestido frente a mí?
       —No me voy a desvestir ahora, estoy sin ganas —le dije.
       —Idiota, usted no es Peter —dijo Sandro con voz suave—, usted no habla como él, no huele como él, no besa como él, no anda como él; la cosa más difícil de imitar en una persona es la manera de andar, a menos que se trate de un manco o de un cojo. Usted no debe saber mirar a las personas en la calle, para suponer tan ingenuamente que me podía engañar.
       Después de esa lección de fisonomista, Sandro gritó amenazadoramente:
       —¿Dónde está Peter?
       Procuré calmarlo diciendo que Peter no había podido venir y que me había pedido que viniera en su lugar.
       —él quería tomarle el pelo a la gente del congreso, tú sabes cómo es Peter. Me incitó a engañarte, dijo que engañaría a todo el mundo menos a ti. Hicimos una apuesta.
       —Perdió, gran mierda —dijo Sandro—. ¿dónde está Peter?
       —En París —le dije—, me va a telefonear hoy a medianoche, tú entonces hablas con él, que te explicará todo. No te irrites, me estás asustando con esos gritos; mira —continué—, yo no quería participar en esta farsa, pero Peter me lo pidió, después me retó.
       —¿Cómo conoció usted a Peter?
       —Por casualidad, en París —respondí—, él me vio en la calle y después de decir que éramos muy parecidos, y al saber que era un profesor desempleado, me preguntó si quería ganarme mil dólares. Claro que quería ganarme mil dólares y fue así como llegué hasta aquí.
       Sandro me miró, desconfiado.
       —Vamos a esperar hasta medianoche —dijo—. Esa historia es muy rebuscada.
       Lo invité a tomar champaña y Sandro asintió, consultando el reloj, la única vestimenta de su cuerpo desnudo. La champaña llegó, en un balde de plata, con dos copas de cristal. Llené las copas, lentamente. Esperaba una ocasión propicia para colocar el veneno en la suya, pero Sandro me facilitó las cosas diciendo que iba al baño. Entonces puse el veneno en su copa. él regresó del baño, siempre desnudo, bebió la champaña y murió. Te ahorro otros detalles.

       —¿Necesitabas matarlo? —pregunta Clotilde.
       —él me iba a denunciar, cuando la medianoche llegara sin ninguna llamada. Y, además de eso, su desnudez me agredía.
       —¿Mataste a un hombre solo porque se desnudó frente a ti?
       —No, no... Sí, también por eso.
       —¿Y qué hiciste con el cuerpo?
       —Lo vestí con sus ropas —ya me había acostumbrado a vestir gente muerta— y ensayé, como si fuéramos dos bailarines, el modo de transportarlo a la calle. él era frágil, pequeño, pesaba apenas unos cincuenta kilos. Pasé su brazo derecho en torno a mi cuello, aseguré su mano derecha con mi mano del mismo lado y lo agarré fuertemente por la cintura con mi brazo izquierdo, levantándolo un poco, de manera que sus pies apenas tocaban el suelo. Caminé —la verdad bailé— con él dentro del cuarto, frente al espejo. Quería que pareciera un borracho conducido a casa por un buen amigo. ¿Quieres que te muestre cómo? Pon el brazo aquí.
       —No.
       —Esperé algunas horas, hasta poco antes de la madrugada, una hora muerta en los hoteles, cuando la recepción está siempre ocupada por funcionarios menos competentes. Salí con Sandro, pasé por la recepción diciéndole al portero somnoliento y desinteresado que mi amigo se había excedido con la bebida. Cargué el menudo cuerpo del muerto por las calles hasta quedar exhausto. Lo dejé sentado en una de las sillas de la acera, sujetas a la mesa con cadenas para que no se las roben, de un bar cerrado a esa hora. Le quité todo el dinero y su reloj de pulso, del cual me deshice cuando volví a París.
       —¿Y no hallaron el cuerpo?
       —Lo hallaron. Salió una pequeña noticia en los periódicos diciendo que Sandro Morelli —ese era su nombre completo— tenía una ficha criminal de prostitución masculina, hurto y otras infracciones menores. La policía concentró su atención en pistas falsas, sospechosos inocentes. Una vez más estaba a salvo por la estupidez de la policía.
       —No sé qué pensar —dice Clotilde—. No me pareces un asesino reincidente. Pero siento que todo es verdad. Y me pregunto, ¿seré la próxima?
       —Déjame morder tu rodilla —dice Landers, acostándose bocarriba en el piso.
       Clotilde, enteramente desnuda, se agacha sobre Landers de tal forma que el tórax del hombre queda entre sus piernas abiertas. Después levanta una de las rodillas y la incrusta en la boca de Landers. él muerde la rótula de Clotilde, descolocando el hueso suavemente. Después muerde la otra rodilla.
       —Muérdeme la clavícula —dice Clotilde, curvándose sobre él—. Con más fuerza. Pobrecito...


***

       En la mañana del día siguiente, cuando Landers despierta, Clotilde no está en la suite. Landers telefonea pidiendo una botella de champaña. Mientras bebe, piensa que Calvino tiene razón cuando sintetiza una verdad, por todos conocida, como axioma: “Quien conduce la narrativa no es la voz, es el oído”. Su oyente, su adorable huesuda Clotilde, entendió de manera personal y única la historia que él le contó. él dijo una cosa, ella oyó otra. Así es la vida. Así son las historias. Beckett tenía quistes en el culo; Luis XIV tuvo un tumor en ese mismo orificio durante gran parte de su larga vida; Landers conoce historias no solo de reyes o poetas, sino también de filósofos, héroes, santos, diosas y otros pobres diablos cuyas células se descontrolaron en esa parte recóndita del cuerpo. Lo que eso significa para él, que sufre de estreñimiento, no es lo mismo que para Clotilde; ella, después de levantarse, se sienta en la taza del baño y expele un excremento comprimido, grueso, espeso, íntegro, un solo pedazo de delicado tono marrón claro que, al término de su fácil expulsión, asume la finura de una punta de lápiz, sin dejar vestigios en el esfínter. Clotilde piensa que él quiere ser descubierto y castigado por su crimen. No es verdad, el problema no es de pecado y confesión. Es más complicado.
       Después de tomarse toda la botella de champaña siente sueño y vuelve a dormirse. Despierta con unos golpecitos en la puerta, a las cuatro de la tarde. Nota la sala de la suite en desorden, la botella en el suelo, la mesita volteada, la lámpara rota. Abre la puerta, completamente desnudo, suponiendo que es Clotilde quien toca.
       Un hombre de barbita blanca y maleta oscura, que parece no advertir la desnudez de Landers, dice, de manera firme y aguda:
       —Buenas tarde, monsieur Winner. ¿Puedo entrar?
       —¿Quién es usted?
       —El doctor Prévost —dice el hombre. Aparta gentilmente a Landers y entra en la suite.
       —¿Dónde está Manon? —pregunta Landers.
       El doctor Prévost sonríe.
       —Su mujer ya me había avisado sobre su sentido del humor —cambia de tono—. ¿Cómo se está sintiendo?
       —¿Usted qué está haciendo aquí?
       —Usted me mandó a llamar. Mi enfermera telefoneó al hotel confirmando que llegaría a las cuatro. Su esposa atendió y yo hablé personalmente con ella. ¿No tiene una piyama, cualquier cosa para vestirse?
       —No me voy a poner ninguna piyama y no voy a sacar la lengua para que usted me examine. Retírese doctor, ah, Prévost.
       —Calma, monsieur Winner. Estoy aquí para ayudarlo.
       Landers toma el teléfono y llama a la recepción.
       —Un loco que dice llamarse el doctor Prévost invadió mi apartamento. Por favor, manden a alguien para expulsarlo.
       Landers oye al hombre de la recepción tartamudear nervioso.
       —El doctor Prévost... fue llamado por su esposa. Es un médico muy competente, monsieur Winner, siempre atiende a nuestros clientes en casos como... eh... eh... muy competente. No se preocupe. El señor puede confiar en él.
       —Mande una botella de champaña —dice Landers.
       —Sí, monsieur Winner.
       —Doctor Prévost, esto, todo esto es una equivocación. Mi mujer debe haber enloquecido. Puede irse tranquilo. ¿Cuánto le debo?
       —Su aspecto no es bueno, monsieur Winner. Déjeme ayudarlo.
       —Váyase al infierno —dice Landers en inglés.
       —Sugiero que usted se vista y venga conmigo —dice el doctor Prévost, también en inglés.
       —Si no se retira inmediatamente le doy un golpe —dice Landers, volviendo a hablar en francés.
       El doctor Prévost, después de una ligera reflexión, balancea la cabeza sabiamente y se retira.
       Landers camina por el apartamento, pisa los grabados enmarcados en vidrio que adornaban las paredes y que ahora están por el suelo, quebrados.
       “Clotilde, desgraciada, traidora”, me armaste una trampa, piensa Landers.
       No tiene tiempo que perder. Toma el teléfono.
       —Llame a la policía. Quiero hablar con el inspector Papin.
       Papin no demora mucho.
       —Soy Peter Winner —dice Landers—. ¿Usted podría venir a mi hotel?
       —¿Ahora, monsieur Winner? En el momento estoy muy ocupado.
       —Tengo una confesión que hacer. Un asesinato. Dos en verdad. Yo maté a Peter Winner. Mi verdadero nombre es John Landers.
       —Sí, sí, monsieur Winner, pero ahora no puedo pasar por allí —su voz es delicada y paciente.
       —También maté a otra persona.
       —Lo sé, monsieur Winner, usted también mató al individuo conocido como Sandro Morelli. Pero ahora, como le dije, estoy muy ocupado. Vamos a dejar eso para otro día. Será un gran placer conversar con usted. Es uno de mis autores favoritos. Hum... ¿Ya lo examinó el doctor Prévost?
       —Usted no es más que un flic imbécil —dice Landers en inglés.
       —¿Cómo?
       —Usted es un cretino, como todos los policías —dice Landers, ahora en francés.
       —¿Dupin también? —dice Papin con ironía.
       Landers cuelga el teléfono. Clotilde, Clotilde, la pérfida, le había contado la historia de Sandro como si fuera una alucinación suya, había creado aquella desmoralizante e insidiosa trama.
       Llama a la recepción.
       —¿Dónde está la champaña que pedí?
       —Estamos sin champaña en el momento, monsieur Winner.
       —Mándeme una botella de brandy entonces.
       —Nuestras bebidas alcohólicas se acabaron. Podemos mandar una Perrier.
       En un acceso de cólera Landers estrella el teléfono contra la pared. Después se acuesta, sintiéndose infeliz.
       Anochece. Poco a poco reconoce que es insensato su propósito de matar a Clotilde, luego de que la encuentre, estrangulándola con sus propias manos. Recuerda lo que Ellroy dijo en el primer día del festival: “Nosotros somos los continuadores de la tragedia griega”. Piensa en Edipo rey. Ahí también el enigma (de la Esfinge) no es lo esencial; la solución del acertijo es apenas el resultado de una celada del destino para que Edipo, después de matar al padre, se case con la madre y cometa otro crimen, el más grave, el del incesto. Freud, el admirador de Conan Doyle, lo confirma.
       El teléfono suena.
       —¿Por qué me hiciste esto, Clotilde?
       —No podía dejar que te pusieran preso. Yo te amo.
       —Soy un asesino.
       —No lo eres más. Las personas cambian. Tú cambiaste. Quien murió fue John Landers. Tú eres Winner, acepta eso como una imposición del destino.
       —¿Pero es que no entiendes? Por el amor de Dios, yo quiero volver a ser Landers.
       —Ya es tarde —dice Clotilde—. Acabé de hablar con Prévost y Papin. Ellos están convencidos de que enloqueciste. Le dije a Papin que tienes un delirio psicótico y quieres hacer confesiones falsas, que eso pasa periódicamente contigo. ¿Quieres saber una cosa interesante? El asesino de Sandro Morelli está en prisión. Un rufián, que confesó la autoría del crimen.
       —Fui yo, fui yo —dice Landers desesperado—, tú sabes que fui yo quien mató a Sandro.
       —No lo sé, no. Sé que te amo. Estoy en París esperándote. Coge el tren mañana y ven para acá. Te amo.
       —Todavía hay un último secreto, el más terrible de todos, que aún no te he contado.
       —¿Un tercer secreto?

TERCER Y ÚLTIMO SECRETO DE JOHN LANDERS
       —Tan agobiante que si no estuviéramos hablando por teléfono tal vez me faltaría coraje para contártelo.
       —Ven cerca de mí. Te estoy esperando.
       —Es sobre la muerte de Winner.
       —Pero ya sé todo sobre la muerte de Winner.
       —No, no lo sabes. ¿Recuerdas cuando fui a Estados Unidos al comienzo del año? Contraté un detective particular para investigar mi pasado. Siempre quise saber quiénes eran mis verdaderos padres. Algunos hijos adoptivos aman a sus padres postizos, pero yo odiaba al par de infelices que me habían escogido como hijo. Tenía la certeza de que mi verdadero padre era mejor que aquel sujeto gordo, patriota y moralista. Y que la mujer que me había gestado en su vientre no podía ser fea y tonta como mi madre falsa. El detective no tardó en descubrirlo todo. Mi verdadero padre era un pobre diablo que estuvo preso varias veces por pequeños hurtos y acabó matándose. Vi su retrato, y quiero olvidar cómo era su rostro. Mi verdadera madre todavía estaba viva. Le pidió dinero al detective para contar la siguiente historia, que voy a resumir. Poco antes de que mi padre se matara, ella parió a dos gemelos. Esos dos niños fueron entregados en adopción. Uno fue adoptado por un matrimonio de nombre Landers, de Boston, y otro por una pareja de nombre Winner, de Harrodsburg. ¿Entiendes la tragedia?
       —No.
       —Winner era mi hermano gemelo.
       —Ven cerca de mí, querido, y me cuentas toda esa historia.
       —Yo maté a mi hermano, ¿es que no lo entiendes? Y, peor que eso, lo desprecié y odié en los breves y únicos momentos en que estuvimos juntos.
       —Tú no sabías... No te culpes...
       —No tuve ni la inteligencia ni la sensibilidad para percibir que era mi hermano.
       —él tampoco la tuvo. Te estoy esperando, mi amor.
       Con las manos bien cerca de la bocina del teléfono, para que Landers oiga con claridad, Clotilde se truena con fragor sensual los huesos de los dedos. Uno de sus más irresistibles y seductores trucos.

       Mientras ve surgir los Alpes por la ventana de su suite con las primeras luces del día, Landers desarrolla un raciocinio somnoliento: toda literatura, vista desde una determinada perspectiva, puede ser considerada “de evasión”. Diferente, no obstante, de la evasión sedativa o alienante de la música. Escritores y lectores, por saber que no son eternos, se evaden, nietzscheanamente, de la muerte. Cuando se lee ficción o poesía se huye de los estrechos límites de la realidad de los sentidos hacia otra, de la que ya se ha dicho que es la única realidad existente, la realidad de la imaginación. Viene a la mente de Landers la historia de un idiota que todos los días recorría las calles de una aldea de pescadores, gritando: “¡Yo vi a la sirena, yo vi a la sirena”, y un día vio realmente a la sirena y quedó mudo. ¿El poeta es como ese bobo de aldea? ¿Si la confrontación con la realidad ofusca su imaginación, él también quedará mudo?
       Landers imagina a Baudelaire, el gran sifilítico, vagando moribundo por los prostíbulos de Bruselas; a Poe muriendo de delírium tremens en Baltimore. Ellos sabían que las palabras eran sus enemigas. Piensa en él mismo, John Landers, condenado a ser el hermano al que asesinó.
       Se viste.
       Hace frío en este final de octubre y la rue du Quatrième Régiment du Génie, en Grenoble, por donde Landers camina ahora, está vacía a las seis de la mañana. Un hombre abre la puerta de una pescadería y coloca sobre un extenso mostrador, repleto de frutos de mar, un cartel donde escribe a mano: “Les huîtres nouvelles sont arrivées”.
       Además de las ostras hay infinidad de conchas de varios colores, texturas y formas —redondas, piramidales, espiraladas, algunas disformes, unas llenas de estrías, otras lisas como un espejo— y todas esconden cautelosos individuos vivos. También hay gigantescos cangrejos negros de garras amenazantes, cercados de langostas aberrantes. Habitantes de las aguas, recuerdan la aseveración de Bachelard según la cual esa es la materia de Poe, un agua especial más profunda y muerta que todos los líquidos abisales que existen.
       Estos seres de las aguas, con su aparente concreción impenetrable, le causan al principio una sensación de asombro e impotencia. Pero luego percibe que los indicios que aquellos organismos extraños le proporcionan no son tan indescifrables como parecen. El canto que entonan las sirenas y el nombre que Aquiles adoptó cuando se escondió entre las mujeres son más misteriosos. Pero, al final, todo es conjeturable. La vida tiene un valor que él, ahora, percibe cual es; y la muerte, una densidad absoluta, ahora presumible. Siente que alcanzó un punto de equilibrio, una sabiduría que no es ni la del poeta ni la del filósofo, sino la del bobo de aldea después de haber visto a la sirena.


18 AÑOS POST SCRIPTUM
       Al revisar sus viejos trabajos, la mayoría de los traductores cae en la tentación de corregirlos. Yo no he sido la excepción y —ayudado por Adriana Gómez— he introducido numerosos cambios a la versión del año 96. No creo que para el lector sea especialmente atractivo saber en qué consisten esos cambios. Me limitaré a decir, pues, que si bien rehicimos muchos pasajes, no pocas enmiendas nos fueron sugeridas por la idiosincrásica puntuación de Fonseca. Hace dieciocho años, cuando traduje el cuento por primera vez, decidí respetar ese estilo de manera muy fiel; ahora me pareció que esa decisión afectaba la fluidez de la lectura.
       Lo que tal vez sí interese a los lectores es que en portugués, como en español, la palabra “romance” tiene dos acepciones: es una narración en prosa, pero también un relato de amor. Si el caso fuera ser literales, el título de este cuento debería ser simplemente “novela negra”. Dado que la palabra lo permite, y dado que la relación entre sus protagonistas combina un thriller policíaco y una oscura historia de amor, he optado, ahí sí, por ser fiel a la decisión del 96.




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