Rubem Fonseca
(Juiz de Fora, Minas Gerais, Brazil, 1925-)
Placebo (1994)
(“Placebo”)
O buraco na parede: contos
(São Paulo: Companhia das Letras, 1994, 159 págs.)
Después de que se fue el negro me quedé sentado en la Cinelandia, una plaza del centro de la ciudad, pensando y mirando las palomas. Había palomas por todas partes y muchas andaban por el piso de piedras portuguesas blancas y negras comiendo el maíz que dos viejas les tiraban con sus horrendas manos caquécticas. En cuanto la plaza se vacíe me levantaré del banco y le daré una patada a una de las palomas. Quería arrojarla lejos, como lo había hecho aquel negro una hora antes mientras me ofendía con su palabrería grosera.
Tu audacia no me merece el menor respeto, no te llamaré señor, ni licenciado, como tu mayordomo, me dijo sacudiendo el dedo frente a mi cara, vas a ver una cosa que Belisário no lograba hacer cuando estaba igual de jodido que tú, patear esa paloma que está picoteando en la banqueta, ¿la ves?, tiene que ser rápido y certero.
Belisário se refería a sí mismo en tercera persona. Le dio una patada a la paloma, frente a todo el mundo, aventó la paloma lejos, muerta. Ninguna de las dos viejas tuvo coraje de decir nada, el negro era un hombre que daba miedo.
Amigo, yo también sufrí esa enfermedad, temblaba más que uno de aquellos negros que bailan en los videoclips de MTV, y me roía por dentro. Y como todo enfermo, vivía chantajeando y masacrando a los infelices que se hacían cargo de mí, jodiendo, en el mal sentido, a la muchacha que vivía conmigo y que cuidó de mí un tiempo, aunque ya no le daba yo por su agujero. Un día se cansó y se fue. La mujer quiere su palo, ¿entiendes? ¿Y la tuya? ¿Ya se te fue?
Yo también me roía por dentro, oyendo pasivamente al negro que me humillaba de aquella manera. Pero lo dejé hablar, necesitaba de él.
En el hospital del gobierno, después de preguntarle al médico que me atendió, entonces, doctor, ¿Belisário tiene remedio? y de que él se saliera por la tangente diciendo, la ciencia siempre está progresando, hijo, y me corriera con una receta de un remedio que costaba una fortuna y que salía en la orina, y después de oír una vez más que me dijeran que hay que tener fe en Dios, que es lo que dicen cuando uno está jodido, creí que la salida era tirarme delante del tren, ¿entiendes? Pero por la noche, al lado de la vía me vino esa reacción. Dios estaba maltratando a Belisário, ¿y Belisário debía tener fe en él? Dios inventaba una enfermedad, echaba la enfermedad encima de Belisário, me desgraciaba, ¿y Belisário debía tener fe en el elemento? Dios, pensé, tiene más ocupaciones que hacerse cargo de los enfermos, si Belisário no se cuida nadie lo va a hacer. Yo no tenía fuerzas para caminar, ni siquiera para estar de pie, y estaba casi arrastrándome en el suelo, como mi padre, pues él sufría de la misma enfermedad, esa mierda pasa de padres a hijos como las casas y las joyas, tú sabes eso, claro, y mi padre salió del suelo hacia una cama del hospital público, y de la cama al cementerio y no me dejó ninguna casa, sólo la enfermedad y algunos retratos. Pero el destino me hizo encontrar al doctor Wolf y el doctor Wolf me curó y ahora estoy chutando pajaritos con las dos piernas. Viniste a encontrarte conmigo para saber cómo ocurrió eso, cómo fue que me puse bien, y cómo es que ayudé a que otros se curaran, como a tu amiga Raquel, debes saber que el doctor Wolf no es uno de esos comerciantes diplomados de bata blanca que lo único que hacen es darte una receta que sólo sirve para que te limpies el culo, ya has consultado todas las clínicas Mayos de la vida, oíste opiniones en inglés, francés y alemán, ¿qué fue lo que ellos te dijeron?, que tu enfermedad era una enfermedad nueva, o bien una enfermedad vieja con cara de nueva, que es lo que siempre dicen cuando están perdidos y tú sabes que estás jodido, y que te vas a poner peor, y por lo tanto estás dispuesto a probar todas las alternativas, por más idiotas que sean, por más cosa de negros, por más rocambolescas, ¿te gustó lo de rocambolescas?, por más rocambolescas o charlatanas que parezcan. ¿Entendiste?
Le dije que quería ver al doctor Wolf y soltó algo como una carcajada.
Nada de que vas a ver al doctor Wolf, ya te dije cuál es la materia prima que necesitas.
Algo absurdo, una cosa grotesca, seamos objetivos, señor Belisário, no puedo conseguir eso que usted llama la materia prima... Es repugnante... ¿Cuánto cobran ustedes por conseguirlo todo?
¡Qué distinguido!, pero no me engañas, estás aterrorizado porque dentro de poco no serán sólo tus manos las que van a temblar, tu cabeza se va a balancear de un lado a otro y nadie va a sentir pena. Mientras tanto las personas pueden fingir que no lo notan, aún está en su inicio la enfermedad, pero dentro de poco, muy poco, ya no podrás conversar con el director financiero de tu compañía, que paga treinta por ciento de soborno por cada contrato que consigue del gobierno, ni con el pobre diablo de tu chofer, y las personas ya no podrán fingir que no se dan cuenta y van a huir de ti, y no te arrastrarás por el suelo como una serpiente sólo porque tienes dinero para contratar a un negro que te cargue en brazos. Ya te dije que tú proporcionas el material y el doctor Wolf pone las yerbas de la Amazonia, para preparar su fórmula secreta. Cambia tu opinión, señor distinguido, ¿no la cambió Raquel?
Se alejó. Se detuvo a una cierta distancia. No tomes cafecito, señor distinguido, te lo derramarás en la ropa.
El negro desapareció y me quedé ahí en la plaza sentado, esperando una ocasión propicia para patear una de aquellas palomas que picoteaban el suelo. Tenía una junta a las diez. Miré uno de mis relojes, el de pulso. Eran las diez. Me levanté del banco e intenté patear la primera paloma que pasó junto a mí. No lo conseguí, perdí el equilibrio y no caí sólo porque me agarré de una mujer, y esa mujer era una de las viejas cretinas que daban comida a las palomas. Gritó pidiendo auxilio. Corrí como uno de los asaltantes que frecuentaban la plaza. Llegué hasta mi carro, sin aliento, trémulo debido a la enfermedad, al dolor, a la humillación. El aire acondicionado, el asiento mullido, las puertas cerradas me dieron un pequeño alivio.
¿A la oficina, doctor?, preguntó el chofer, y respondí que sí, que se comunicara con doña Elisa y le dijera que iba a llegar unos minutos tarde, que avisara a los otros directores. El chofer cogió el teléfono de la consola, llamó a doña Elisa sin dejar de conducir. Por el espejo retrovisor vi mi nariz, tuve la impresión de que se me movía de un lado para el otro. Milimétricamente, aún se podía ocultar. Verifiqué si el Rolex indicaba exactamente la misma hora del Lecoutre del bolsillo, un reloj plano como una hoja de papel; tal vez por eso desconfiaba de su precisión y lo comparaba a cada momento con el Rolex, robusto, vulgar y confiable.
Tomé unos tranquilizantes antes de entrar a la junta. Todos estaban de pie, esperándome. Nadie se sentaba antes de que llegara el CEO. Siéntense, señores. Me senté en mi silla, más alta que las demás, en la cabecera de la mesa, las manos escondidas debajo de la mesa, sintiendo rabia hacia todos aquellos idiotas encorbatados, arribistas, lambiscones, con sus cuerpos firmemente anclados sobre sus inamovibles y firmes traseros gordos. En aquella reunión se discutiría la reorganización de la compañía. Once punto cuatro por ciento del mercado perdido ante los competidores, alguna cosa tenía que hacerse. El nuevo director de planeación, un tipo más joven que yo, bronceado por el sol, con un curriculum perfecto, presentaría sus planes. A mí no me gustaba, tuve que ser convencido por mis colegas del board para contratarlo, odiaba su aspecto saludable, me irritaba que hubiera sido campeón colegial de tenis en la Ivy League, me parecía detestable su voz impostada. Le cedí la palabra, hizo su presentación de manera teatral, parecida a la de los tipos de nuestra agencia de publicidad. Habló del Impacto de la Tecnología, disertó sobre la Revolución de la Información, hizo un análisis de la Nueva Empresa Multinacional y del Ambiente Político de los Negocios y terminó con una explicación sobre la Importancia de la Toma Sistemática de Decisiones. Exhibió gráficas, videos. Sabía repetir, con las adaptaciones adecuadas, las lecciones que había aprendido en la Harvard Business School of Administration, que cursó con una beca para estudiantes extranjeros. Con excepción del director jurídico, que como todos los abogados era un cínico, percibí que los demás estaban impresionados con la presentación. Nombré una comisión —integrada por los directores comercial, financiero, de ingeniería, recursos humanos, jurídico y el nuevo director— para examinar el plan y proponer una recomendación. Di por terminada la junta y volví a mi oficina.
Belisário. Su padre se arrastraba por el suelo antes de ir al cementerio y mi padre no se arrastraba sólo porque tenía varios negros que lo cargaban en brazos. ¿Por qué confiaba en aquel chutador de palomas y no confiaba en el nuevo director? Una cosa era cierta, el doctor Wolf había curado a mi amiga Raquel. Fue ella quien me dio el teléfono de Belisário, el teléfono del doctor Wolf nadie lo tenía, el doctor Wolf no hablaba por teléfono, era una entidad que se incorporaba en un médium sin nombre. Sí, sé quién es, no tomo notas pero lo tengo todo en la cabeza, había dicho Belisário, la señorona de los ojos verdes, estaba como un trapo, una basura, pensando en tomar veneno, lloraba sin parar, y el doctor Wolf la curó. Raquel, una mujer inteligente, ¿se dejaría engañar o influir por un charlatán, a pesar de la desesperación que había pasado cuando la enfermedad la había hecho arrastrarse? ¿Efectos placebo en una escéptica? ¿Celadas de la mente humana, misterios del cuerpo y del espíritu? Pero lo cierto es que ella se puso bien. Y cuando le pregunté cómo había ocurrido, cuáles eran los remedios del doctor Wolf, ella respondió que no quería hablar del asunto. Debía haber sido duro para ella conseguir aquella cosa horrible que pedía el doctor Wolf, la cual hasta aquel encuentro con Belisário en la Cinelandia yo no sabía lo que era. Poco después Raquel viajó a Inglaterra y dijo que no volvería nunca más.
En el automóvil, cuando volvía a casa, el chofer me miró por el espejo retrovisor. Una mirada rápida, un desviar de ojos demasiado acelerado.
¿Qué estás mirando?
El chofer se asustó. ¿Yo, doctor?
Me estabas mirando por el espejo retrovisor.
Disculpe, doctor.
Mira para enfrente.
Sí, señor.
Bajé en el estacionamiento del edificio. Subí por el elevador de servicio. El mayordomo abrió la puerta, tomó mi portafolios.
Buenas noches, doctor.
¿Doña Helena?
Hoy es día de su curso.
Helena, mi segunda mujer, frecuentaba cursos de conversación de inglés, alemán y japonés, la mujer de un CEO de una empresa multinacional tiene que saber, según ella, esas lenguas comerciales. Un gran sacrificio. Vivió en Francia cuando estuvo casada con un diplomático y sabía francés e italiano, lenguas que consideraba poéticas y elegantes.
El mayordomo llevó mi portafolios al despacho. En el bar me preparé un güisqui, que terminé de beber antes de llegar a la biblioteca. Volví al bar, tomé la botella, que estaba llena, coloqué la botella en la mesita al lado de una escultura moderna que siempre tuve ganas de tirar a la basura.
La botella andaba por la mitad cuando llegó Helena. Me dijo querido, me dio un beso en la cara, según la rutina. Le pregunté cómo le fue en su clase y ella me preguntó cómo estuvo mi día en la compañía. Rutina.
El idiota aquel del nuevo director presentó su proyecto.
Es un tipo simpático, me gustó.
Un cretino. Fue contratado porque tiene contactos en el gobierno.
No parece, dijo Helena.
Sí. Cretino y pretencioso. Aunque dicen que juega tenis muy bien.
¿Estás de mal humor?
Sí. ¿Qué fue lo que te dijo en el coctel de la compañía que te hizo dar una carcajada?
¿Yo di una carcajada? ¿En el coctel de la compañía? Yo nunca doy carcajadas en los cocteles, querido. En realidad, creo que nunca he dado una carcajada en mi vida. Soy una mujer contenida, tú lo sabes.
Me gustaría hablar con ella sobre mi enfermedad, sobre el curandero negro, decir que tenía miedo de empezar a arrastrarme por el suelo en cualquier momento, o de ser cargado por un negro, ¿pero cómo hacerle confidencias a una mujer que nunca en su vida había dado una carcajada?
El día siguiente era sábado, trabajé en casa toda la mañana. Verifiqué si el Lecoutre y el Rolex indicaban la misma hora. Llamé a Belisário.
Él mismo contestó. Cómo, ¿el distinguido? ¿Ya lo consideraste?
Sí.
¿De veras estás dispuesto?
Sí... Sí.
No siento mucha convicción. Creo que es mejor esperar.
¿Esperar qué?
Que empeores un poco. Que te pongas más desesperado.
Ya estoy desesperado.
No parece.
Belisário colgó antes de que le preguntara qué tenía que hacer para demostrar que estaba desesperado.
El primer objeto que compré fue un reloj. Eso no parece gran cosa, pero yo era muy pobre, tenía nueve años y el dinero se lo había robado a mi abuela. Mantenía el reloj escondido y esperaba que todo el mundo se durmiera para encender una vela en la madrugada y ver cómo se movía el segundero, oír el tictac. El primer reloj portátil, invención de un alemán en el siglo XVI, sólo tenía una manecilla, la de las horas. En aquel tiempo los minutos eran cosas despreciables. Antes, los relojes no tenían ni manecillas ni carátulas y sólo funcionaban como carillones. Y aun antes, sólo existían relojes de sol, de arena, juguetes, no había prisa, no había necesidad de marcar el tiempo, nada importante podía hacerse en unos minutos, ni siquiera en horas. También estaban las campanas de las iglesias, la iglesia siempre señaló el tiempo, una forma de controlar la vida de los fieles, de decirles que el tiempo estaba pasando y recordarles que con el paso del tiempo el Juicio Final se aproximaba. Dejé de ser un jodido porque para mí los minutos no eran cosas despreciables, subí en la vida por ser puntual, sin faltar nunca, siempre llegando antes de tiempo. Aquel segundero del reloj comprado con dinero robado a una vieja pobre me marcó para el resto de la vida. Ahora tenía más de veinte relojes y nunca salía de casa sin traer conmigo por lo menos dos, uno en el pulso y otro en el bolsillo.
Lunes. Estaba en la oficina cuando Lucía telefoneó para preguntarme cómo invertir un dinero que sobraba. Hicimos una cita para almorzar en la ciudad.
El restaurante quedaba en el último piso de un rascacielos. Un gran salón circular; las mesas dispuestas sobre un estrado giratorio. Se podía ver, durante el almuerzo, toda la ciudad, edificios, cerros, aeropuertos, el mar. Giramos trescientos sesenta grados, vimos desde lo alto toda la ciudad. En realidad era una cosa enervante, pero a Lucía le gustaba el lugar.
Adoro ver Rio de Janeiro desde aquí arriba. ¿Tienes la tarde libre?
Nunca tengo tardes libres. Abro un espacio para ti.
Lo sé. No tienes mañanas, tardes ni noches libres. Y odias esperar.
Odio esperar. Desde niño.
¿A dónde vamos? Sabes que no me gusta ir a un motel.
¿A dónde quieres ir?
A mi casa. Él está de viaje.
A tu casa no voy.
¿Algún prurito ético?
Tal vez.
Pide el teléfono al maître.
El maître trajo el teléfono. Miré el paisaje, el mar cubierto por una neblina diáfana, mientras Lucía telefoneaba a su casa, hablaba con el ama de llaves.
Voy a llegar a las (coloca la mano en la bocina, me pregunta, ¿a las siete?) a las siete.
Mientras yo conducía el coche de Lucía ella se puso los lentes oscuros y una pañoleta en la cabeza, se disfrazaba para cometer sus pecados. Cuando entramos al motel inclinó la cabeza y se puso la mano en el rostro. Fuimos directo al garaje individual.
Abrí la puerta de la suite presidencial. Dos pisos. Espejos, copias de estatuas griegas, cuadros, piscina, jacuzzi, perfumes, bubble bath, cepillos de dientes, champús, batas japonesas, frigobar, inmensa pantalla de TV, consoladores, preservativos, películas eróticas, pomadas afrodisiacas, pomadas analgésicas. Pedidos especiales marcar el nueve.
Dame un güisqui. Sólo con hielo.
Preparé su güisqui.
¿Has abortado?
Qué pregunta más inadecuada.
¿Sí o no?
No te lo diré.
Necesito conocer un médico que haga abortos.
¿Quieres quedarte agarrando la mano de ella mientras le hacen el legrado?
Más o menos.
Prepárame otro güisqui.
Lucía me abrazó, me besó, tomó la iniciativa, el güisqui ya hacía su efecto.
Desnudarme frente a una mujer siempre me dejaba muy contrariado. El gesto de quitarse los pantalones me parecía ridículo; descalzar los zapatos y los calcetines sugería una burocrática domesticidad; el único gesto elegante, en esas ocasiones, era quitarse la corbata. Me quité la corbata. Tomé la bata japonesa y me fui al baño. Desnudo, me miré en el espejo. Miré el pene como si el glande fuera una especie de plomada. Lo miré fijamente: temblaba.
Lucía me esperaba, un vaso en la mano, el tercer güisqui, mirando su propio cuerpo en los espejos. Fui dominado por una inmensa melancolía. Nacimiento, cópula, muerte, es todo lo que hay, me dijo mi hermano antes de morir, citando a su poeta favorito. Era todo lo que había ahí, en aquel rendez-vous y en mi oficina y en la calle y en mi casa y en el despacho milagroso del doctor Wolf.
Durante varios días intenté fijar otra cita con Belisário. Finalmente me atendió. Nos encontramos nuevamente en la plaza Marechal Floriano, a las ocho de la noche. Me senté en una banca y lo esperé, con lo que odiaba esperar. A aquella hora la plaza parecía más alegre. La fachada del Teatro Municipal estaba iluminada, personas en las escalinatas esperando, carros que llegaban, guardias agitados dividiéndose entre ellos las calles adyacentes. También estaban iluminadas las fachadas de la Cámara Municipal, conocida como Jaula de Oro, y de la Biblioteca Nacional. No había palomas, ni se notaba tanto la fealdad de las personas.
Belisário se sentó a mi lado.
¿De veras estás dispuesto? ¿Confías en el doctor Wolf?
Sí.
Di: confío en el doctor Wolf.
¿Eso es necesario?
Sí.
Confío en el doctor Wolf. Confío en el doctor Wolf. ¿Quieres que lo diga una vez más? Confío en el doctor Wolf.
¿Te estás burlando de mí, distinguido?
No, estoy nervioso, discúlpame.
Consigues el material y yo se lo llevo al doctor Wolf y él prepara el remedio y te llama y te aplica el remedio.
Lo que me pides es una cosa abominable.
Entonces chau, estoy perdiendo mi tiempo.
Espera, espera. ¿Cómo conseguiré un feto de tres meses?
No puede pasar de tres meses, ni tener menos de dos.
Lo sé, lo sé, pero ¿dónde lo voy a conseguir?
Ya discutimos eso, no vamos a empezar todo de nuevo.
No sé cómo conseguir eso.
Tu amiga de ojos verdes lo consiguió. ¿No tienes un amigo fabricante de ángeles?
No.
¿No conoces a una mujer que vaya a hacerse un aborto?
No.
Carajo, es imposible.
Tal vez sí.
Belisário sacó una tijerita del bolsillo. Se cortó una uña, cuidadosamente. Llámale, a esa mujer que conoce a un fabricante de ángeles. Lo que más existe son aborteros en este país de gente hipócrita donde el aborto es un crimen pero ellos arrancan millones de fetos al año de los úteros de las mujeres obedientes que se embarazaron a la fuerza, o por apatía como vacas de establo, y después se quieren librar del feto y hasta te pueden dar uno gratis... Pero te voy a dar un consejo: pueden encontrar extraño que un tipo quiera un feto, pueden desconfiar, creer que vas a usar el feto como prueba del crimen. En este país controlado por los curas, el aborto es un crimen, entonces la cosa tiene algunas complicaciones. Es hora de irme. Cuando encuentres el material, llámame. No te olvides de poner el bicho en una caja térmica con hielo, de esas que se usan para enfriar cervezas. Pásala bien.
Desde la casa le hablé a Lucía.
Estuviste muy extraño el otro día.
Preocupaciones. ¿Me das la dirección de tu médico?
¿Eso es lo que te está preocupando?
Sí.
¿Qué edad tiene ella?
¿Ella?
Ella, claro. Tu edad ya la sé, vas a cumplir cuarenta y seis, eres diez años más viejo que yo.
Por ahora.
Qué gracioso. ¿Entonces?
¿Qué?
¿Qué edad tiene ella? ¿Es una ninfeta?
No, una mujer adulta, veinte, veinticinco, treinta.
¿Veinte, veinticinco, treinta? ¿No sabes la edad de la mujer que embarazaste? Realmente los hombres son egoístas.
La dirección del médico. Tengo prisa.
Nuestro último encuentro fue un fracaso.
Nosotros, nosotros... Después nos vemos.
Tenemos que aprovechar que él, él, está de viaje.
Lucía sabía que no me gustaba oír el nombre de su marido. Hércules.
Cuando quieras.
Hasta entonces te daré la dirección del médico y tú me cuentas de esa mujer.
Mañana.
Esa noche tuve una pesadilla: el mercado de fetos estaba alborotado, había una gran oferta y una demanda aún mayor de fetos, los periódicos publicaban anuncios de mujeres que vendían fetos en la panza, había también una sección especial en las páginas de anuncios llamada Fetos frescos. Telefoneé a una de las mujeres de los anuncios. Golpeé la puerta, toqué el timbre. Una mujer con máscara abrió la puerta. Necesito un feto fresco de dos meses. Puede sacarlo, respondió, acostándose en el suelo y abriendo las piernas. Metí los brazos entre sus piernas, entré por la vagina húmeda y escaldante, un pozo tenebroso y fétido, y llegué al útero, una especie de bolsa de basura de plástico negro donde el feto nadaba como un buzo. Agarré el feto, pero él no quería salir, me mordió el dedo como si fuera un cangrejo. Luchamos algún tiempo y logré arrancarlo de la madriguera. Tenía una cabeza enorme y emitía un sonido irritante. Eché a la criatura en una cacerola con agua hirviente y se puso roja. Desperté cuando me estaba comiendo esa cosa, que se había transformado en una langosta.
Nuevamente con Lucía en la suite presidencial. Me encerré en el baño otra vez y examiné el pene-plomada. Temblaba.
No quiero un amor de trámites convencionales, como el de la última vez. Un amante no puede ser un desabrido como un marido. Quiero algo salvaje.
¿Y qué es algo salvaje?
Tú lo tienes que saber. Busca tu lado primitivo.
Eso parece de la revista Marie Claire.
Exactamente.
¿Quieres que te viole? No sería políticamente correcto. Incluso si lo quisiera yo no podría violar a nadie, por más cooperativa que fuera la mujer, por más que usara braguitas de cintas.
Querido, lo políticamente correcto no funciona en la cama de los adúlteros. Usa tu imaginación.
Debiste haber traído la revista. De seguro ahí está escrito que el fasto de la obscenidad estimula el erotismo.
(Nacimiento, cópula, muerte, es todo lo que hay.)
Lo peor de este mundo es un hombre que hace el amor callado. Tú no dices ni una palabra durante el acto. Prepárame otro güisqui.
¿Qué quieres que diga?
Palabras eróticas. No le pongas hielo.
¿Por ejemplo?
Me da vergüenza decirlo. Quizá dentro de poco. El alcohol excita a las mujeres. También está en la revista.
¿Y...?
Eres demasiado gentil, sudas mucho, tiemblas.
Se había dado cuenta que temblaba. Sentí mi corazón pesado.
Hércules, Hércules, Hércules.
¿Por qué estás diciendo su nombre? Tú detestas decir su nombre.
Hércules.
¿Estás loco?
La dirección del médico.
De veras estás preocupado.
Sí.
Dame mi bolsa. Aquí está la dirección. Dame otro güisqui. ¿Hay nueces de la India? No uses mi nombre. Sin hielo. Siéntate en la orilla de la cama.
Se arrodilló frente a mí.
En la oficina firmando papeles.
Huir. ¿A dónde, para qué? Conocí a un ejecutivo que desapareció. Nadie encontró una explicación buena, los ejecutivos no huyen, engordan, se quedan impotentes, entran en depresión, se vuelven alcohólicos, mueren de infarto al miocardio, pero no huyen. Yo soy un ejecutivo, ejecuto.
Voy a salir, Elisa, no sé a qué horas volveré.
El consultorio del fabricante de ángeles quedaba en un piso alto de un edificio de la calle Visconde de Pirajá. En la sala de espera una mujer y un hombre conversaban silenciosamente. Se callaron cuando entré. Todos estábamos incómodos.
La enfermera llamó a la pareja y me quedé solo. No sabía qué decirle al médico, todo dependía de su cara. Si tuviera cara de canalla sería directo: necesito un feto de dos meses, no haga preguntas, pago lo que sea necesario.
Puede pasar, dijo la enfermera.
Me esperaba de pie en medio del consultorio, me pidió que me sentara, haciendo lo mismo detrás de la mesa en la que había una laptop encendida. Era un hombre aún joven, simpático, un rostro confiable, ojos inocentes. Su nombre era Rodolfo Arlindo.
¿Sí?
Hablé largamente de mi enfermedad, de la enfermedad de mi padre. Me oyó pacientemente.
¿Ve cómo tiemblo?
Soy ginecólogo, no soy la persona indicada para atenderlo.
Necesito un feto de dos meses.
¿Cómo?
Un feto de dos meses. Un feto de dos meses puede salvar mi vida.
Sigue hablando con la persona equivocada. ¿Quién lo mandó aquí?
Una, eh, amiga, se hizo un aborto con usted.
No dije el nombre de ella, pero dije el mío, mostré mi cédula de identidad, le di el nombre de mi empresa, el nombre de mi mujer, o mejor, los nombres de mis mujeres, la primera y la segunda, mi dirección, la dirección de mi casa en Búzios, el nombre de los bancos en los que tenía cuentas, le mostré mis credenciales de socio del Country Club, del Club de Yate, del Gávea Golf, del Itanhangá, mis tarjetas de crédito, le dije que me gustaba Beethoven y que daba dinero a un asilo de ancianos.
Creo que usted necesita un tranquilizante.
Necesito un feto de dos meses y una caja refrigerante.
¿Para qué quiere usted... eso?
Sabía que cuanto más me oyera el doctor Rodolfo Arlindo, más entendería mi desgracia y se predispondría a ser mi cómplice. Hablé del negro, del doctor Wolf, de mi amiga Raquel que había sanado de la misma enfermedad y que no había sido un efecto placebo, le hablé de mi hermano que felizmente había muerto antes de ser atrapado por la enfermedad.
Nacimiento, cópula y muerte, es todo lo que hay, él siempre lo dijo.
He estudiado este fenómeno misterioso. Existe en realidad eso que usted denominó efecto placebo. Los resultados, eh, positivos, vamos a llamarlos así, de la medicina alternativa, o mejor, de las innumerables terapéuticas que adoptan ese nombre, son resultado de ese aún, eh, poco estudiado efecto. Pero no debemos olvidar que la medicina alternativa es un campo propicio para la charlatanería.
¿Y qué me queda? ¿Dios? Dios es un placebo como cualquier otro.
Al oír esto el doctor Rodolfo Arlindo se levantó y salió de la sala. Eché todo a perder, pensé, al llamar placebo a Dios.
Pero volvió pronto, con un vaso de agua en la mano.
Tome esto.
¿Qué es?
Un tranquilizante. Usted está muy excitado.
Me tomé la píldora.
Creer en Dios no le hace mal a nadie. Yo creo en Dios. La desesperación agrava todas las enfermedades. ¿Conoce el otro significado de la palabra placebo?
No.
Es la primera palabra del salmo de acción de gracias por un hombre salvado de la muerte, en la versión latina, la Vulgata. Agradaré al Señor porque oyó mi voz y mi súplica. Porque inclinó hacia mí sus oídos; por lo tanto he de invocarlo mientras viva. Lazos de la muerte me cercan y angustias del infierno se apoderan de mí; encontré opresión y tristeza. Entonces invoqué el nombre del señor diciendo, Oh, Señor, salva mi vida.
¿Qué edad tiene usted?
Treinta y ocho.
¿Es casado?
Sí.
¿Tiene hijos?
No. No podemos.
¿Me ayudará usted?
Le puedo conseguir la caja refrigerante.
Cuando me dijo eso me di cuenta de que me ayudaría. La ironía es una forma de congraciamiento, aunque torcida.
No estoy prometiéndole nada, ¿entiende?
Los días tardaban en pasar. Odio esperar. Después de algún tiempo concluí que el doctor Rodolfo Arlindo no me telefonearía. Tiraba los fetos al bote de la basura, pero quizá considerara antiético dar el feto a un necesitado como yo. Si mi vida, o la vida de cualquier persona, valía el sacrificio de mil conejillos de indias, por qué no sería válido, para salvar una vida, hacer jarabe, pomada, ungüento o lo que fuera un feto que representaba dentro de la barriga de una mujer desgraciada el sufrimiento y por eso había sido arrancado de ahí cuando aún se estaba formando y ni alma tenía, si es que esa entidad realmente existía.
Finalmente, recibí un telefonema del doctor Rodolfo Arlindo.
Voy a conseguirle, eh, eso que usted me pidió. Ni siquiera sé por qué estoy haciendo esto.
Por caridad.
Espero que sea eso, caridad, compasión.
¿Cuándo?
Pasado mañana. Pase por aquí al final del día, a las siete.
Llamé a Belisário. Pasado mañana tendré lo que me pediste. Por la noche.
Lo recojo en tu casa.
No voy a llevar aquello a mi casa.
Entonces llévalo a la Cinelandia. En el mismo lugar.
Colgó.
Fueron dos días infernales. No lograba concentrarme. Me atasqué de tranquilizantes, apenas y lograba dormir.
Desde las cinco de la tarde estuve caminando de un lado para el otro en la Visconde de Pirajá frente al consultorio del doctor Rodolfo Arlindo, cargando una enorme caja de unicel, en la que cabía un lechón. Cada cinco minutos me tomaba un café en un bar cercano. A las siete en punto toqué el timbre del consultorio. La enfermera abrió la puerta. La sala de espera estaba vacía.
El doctor Rodolfo Arlindo pidió que lo esperara.
En todo momento miraba, ora en el Rolex, ora en el Lecoutre, el segundero, que hacía todo su recorrido circular dos veces, antes de colocar el reloj de vuelta en el bolsillo o de cubrirlo con la manga del saco, según el caso. Odiaba esperar. Finalmente apareció el doctor Rodolfo Arlindo. Me llevó hasta una sala, una especie de enfermería, en la que había cuatro camas, aparatos electrónicos, lavabos, armarios y un gran refrigerador. Del refrigerador sacó hielo, que colocó en la caja de unicel. Después trajo el feto. No tuve coraje de mirarlo de frente, pero de reojo me pareció un camarón grande.
Listo. Se lo puede llevar.
No sé cómo agradecerle.
La mejor manera de que me lo agradezca es olvidando todo lo que está ocurriendo hoy aquí.
Tomé un taxi.
¿Puedo saber lo que lleva usted en esa caja de unicel?
¿En esta caja de unicel? (¿Lechón? Peligroso.) Una docena de Cervezas.
¿Alguna marca en especial?
Una cerveza alemana que sólo tienen en Ipanema.
¿Qué marca es?
Weltanschauung.
Un nombre complicado para una cerveza.
Belisário estaba en la Cinelandia, sentado en la misma banca. Le entregué la caja de unicel. Entreabrió la caja, miró rápidamente ahí dentro y cerró la caja. Después abrió la caja nuevamente, miró, balanceó decepcionado e impaciente la cabeza. Cerró la tapa.
No sirve.
¿Cómo?
El jodido feto tiene que ser negro.
¿Cómo?
Te lo dije, el feto tiene que ser negro, el doctor Wolf sólo trabaja con fetos negros.
No me dijiste nada de eso.
Te lo dije en nuestra primera cita aquí en la plaza, aquel día en que chuté una paloma. Te dije, el doctor Wolf sólo trabaja con fetos negros.
Todos los fetos son iguales.
No para el doctor Wolf. Tíralo a la basura.
Belisário se levantó de la banca y desapareció.
El doctor Rodolfo Arlindo probablemente sólo trabajaba con fetos blancos. ¿Dónde iba a conseguir un feto negro? Coloqué la caja de unicel en el suelo al lado de la banca. Después me corrí hacia el centro de la banca. Miré al cielo como si estuviera buscando estrellas, pero la luz eléctrica de todas aquellas fachadas había hecho del cielo una bóveda cenicienta, oscura. Silbé, bostecé, me levanté y, rascándome la barriga, haciéndome el inocente, caminé en dirección al teatro Municipal.
El movimiento en la puerta del teatro había disminuido, el espectáculo debía haber comenzado. Sentí ganas de ser uno de aquellos idiotas de allá adentro, sentado en una butaca mirando embebido a los bailarines dando saltos y haciendo piruetas y aplaudiendo y pidiendo que se repitiera. Todo lo que había ocurrido en mi vida últimamente no podía repetirse: mis temblores, mis temores, mis terrores que aumentaban cada día y más aún aquel día en que estaba dejando en medio de una plaza, dentro de una caja de unicel con hielo, un feto de color equivocado. Y el hielo ya debía haberse derretido.
Caminaba lentamente, como hacen las personas inocentes.
¡Ei, ei!
Seguí caminando.
¡Ei, ei, joven!
No era conmigo. Seguí caminando. Sentí un ligero toque en mi hombro.
Miré hacia atrás. Un negrito flaco, mal vestido, típico frecuentador de la plaza, me extendió la caja de unicel. Olvidó usted esto.
Tomé la caja. Gracias.
Se quedó parado, como quien espera una propina. Le di algún dinero.
¿Quiere que la cargue?
No, muchas gracias.
Pasé ante la puerta del teatro y continué por la avenida Rio Branco en dirección a la plaza Mauá. A partir de la esquina de la Sâo José la avenida se fue quedando cada vez más vacía y, en cierta forma, oscura y siniestra. Mi plan era dejar la caja con el feto en algún lugar, al pie de un árbol, en un hueco oscuro, en el cajero electrónico de algún banco, la avenida tenía docenas de sucursales bancarias y yo tenía tarjetas magnéticas de varios bancos en mi bolsillo.
Primero intenté dejar la caja de unicel al pie de un árbol, pero en ese momento un carro pasó por la avenida y me dio miedo que me vieran. Cerca de la primera cabina de un banco había dos hombres con actitud sospechosa. De las calles transversales, de la Assembléia, de la Ouvidor, de la Rosario, comenzaron a salir personas, hombres, mujeres, familias enteras, cargando cobertores, sacos, tapetes, periódicos viejos. Los tapetes y los periódicos viejos eran colocados en el piso, bajo las marquesinas de las tiendas, y ellos se acomodaban, pegados unos a los otros como pencas de plátanos. Se recogían temprano, para dormir, pues despertaban antes de que amaneciera. Preferían las puertas de los bancos, los banqueros tienen la conciencia sucia y se resisten a mandar que los expulsen. No logré librarme de la caja de refrigerante. No quería correr el riesgo de que un desamparado viniera detrás de mí, ei, joven, olvidó esto, o peor, que alguien abriera la caja y viera el feto.
Llegué a la plaza Mauá. Me detuve en la puerta de un cabaret. Un cartel con mujeres de pechos enormes anunciaba las atracciones de aquella noche.
Con esa caja no puede entrar. Era el portero.
Sólo estoy mirando.
Puedo hacerme cargo de la caja. ¿Qué tiene dentro?
Cerveza alemana.
¿Alemana? ¿De qué marca?
¿Qué marca? Weltschmerz. Había momentos en que lograba bromear con mis infortunios.
Nunca oí hablar de ella. ¿Me deja probar una?
No puedo.
Está bien. Puede entrar con la caja, pero de todas maneras va a tener que pagar el consumo mínimo.
Entré. Aquellas mujeres semidesnudas que transitaban en la penumbra eran travestís, así como las de pechos gigantes del cartel. Fui directo al baño, cerré la puerta, abrí la caja. El feto era rojo, ¿cómo sabía Belisário que no era negro? Lleno de enojo tomé el embrión, debía medir unos tres centímetros como máximo, menor que un artrópodo en caldo con chayotes, tenía brazos y piernas, una cabeza grande para un cuerpo tan pequeño, boca, nariz, orejas, ojos. De la barriga le sobresalía una tripa gruesa, resto del cordón umbilical. La piel estaba helada y húmeda. Un olor salino se desprendía de él. Un ente de las profundidades del mar placentario, un monstruo anfibio repelente.
Me arremangué la camisa y metí el brazo por el agujero de la letrina apestosa hasta la altura del codo, empujé el feto por la tubería abajo haciéndolo desaparecer por completo. Apreté la válvula de la descarga pero no funcionaba. Eché el agua de la caja en la taza.
Volví al salón. Fui detenido por el brazo.
Tienes ganas de hacer una locura, ¿verdad?
Apretó los enormes senos de silicón contra mi brazo. Estás todo mojado, querido. ¿Entonces? Arroz y frijoles todos los días cansan. Soy muy discreta.
Froté el brazo en los senos de él, de ella, para quitarme el agua sucia de la letrina.
Me estás dejando toda mojada y con escalofrío.
Tengo que irme, con permiso.
¿Ya te vas? Dijo el portero. Tomé un taxi hasta el lago de Machado. Esperé un poco y tomé otro taxi hacia Copacabana. Y otro para mi casa. Actuaba como un criminal.
El doctor Rodolfo Arlindo oyó mi historia en silencio. Perece mentira, dijo. Necesito un feto negro. No, no quiero meterme más en esto.
Mi vida vale un feto negro. Una vida humana vale mil conejillos de indias, mil monos.
Un millón de gallinas, dijo el doctor Rodolfo Arlindo.
Tomó un libro del cajón y leyó para mí: Il n’y a pas un instant de la durée où l'être viviant en soit dévoré par un autre. Au-dessus de ces nombreuses races d'animaux est placé l'homme dont la main destructrice n'épargne rien de ce qui vit; il tue pour se nourrir...
Y Rodolfo Arlindo continuó su catilinaria diciendo que el hombre mataba para vestirse, mataba para adornarse, mataba para ofender, mataba para defenderse, mataba para instruirse, mataba para divertirse.
...il tue pour tuer.
Y mata para salvarse, agregué.
Oh, Dios mío... El doctor Arlindo estaba más cerca de mí. Un millón de gallinas muertas. Y aquella reflexión idiota sobre la maldad humana en francés no iba dirigida a mí. El doctor Rodolfo Arlindo mantenía el libro en el cajón para que le sirviera de escarmiento. En realidad se sabía el texto de memoria, mientras lo dijo apenas y vio el libro.
Un feto negro. Necesito un feto negro.
Eso es una locura.
No tiene usted pacientes negras, ¿verdad? Las negras no pueden pagar lo que usted cobra, ¿verdad?
Sí, así es.
¿Tiene usted una píldora como la que me dio la otra vez?
Me tomé la píldora. Miré la punta de mi nariz. Temblaba. Mi mano temblaba. El pene-plomada debía estar temblando.
Estoy jodido, doctor Rodolfo Arlindo.
¿Quién le garantiza que ese grotesco, abominable tratamiento alternativo le hará bien?
Usted no sabe lo que es estar al borde de perder totalmente la esperanza. Es horrible.
Tal vez yo... Espere, le telefonearé.
Mientras tanto, las cosas en la compañía se complicaban. El director de planeación tenía algunos aliados en el board; alegaban que un importante contrato con el gobierno había dejado de firmarse porque yo había despedido al cretino de la Ivy League. El doctor Rodolfo Arlindo no me telefoneaba. Mi mujer se había vuelto vegetariana.
Carcajéate.
¿Qué?
Dijiste que nunca te habías carcajeado en tu vida. Échate una mísera carcajada para mí, es todo lo que te pido. Una mísera carcajada.
Si te pidiera que pusieras un huevo, ¿lo pondrías?
Miré bien a mi mujer. Extraña frase, aquélla. Tal vez se habría conseguido un amante, súbitamente vegetariana y haciendo gimnasia. Pobre diablo; no ella, el amante, putativo. Los dos. Ser amante de una mujer que no se echaba una carcajada era peor que ser su marido.
Huir. Huir.
Finalmente el doctor Rodolfo Arlindo me telefoneó.
Llegué a la misma hora, con una caja refrigerante negra. La otra caja era blanca.
No sé por qué estoy haciendo esto. Creo que tengo lástima de usted.
Eso es lo que necesito. Personas que me tengan lástima.
Fuimos a la sala interna del consultorio, la que parecía una mini-enfermería.
Este es negro, lo garantizo. El doctor Rodolfo Arlindo abrió el refrigerador, sacó el embrión, rojo-oscuro. Desvié los ojos.
¿Tiene menos de tres meses? Parece mayor que el otro.
Lo garantizo.
Él mismo consiguió el hielo, lo colocó en la caja de unicel, acondicionó el embrión.
Doctor Rodolfo Arlindo, yo quería, eh, no es un pago, entienda, es una demostración de, eh, ¿entiende? Quisiera...
¡Ni siquiera piense en eso!
Muchas gracias, muchas gracias. Usted me ha salvado la vida.
No me busque más. Nunca más.
Nunca más. Nunca más. ¿Puedo telefonear?
No.
Nunca más, gracias, nunca más.
Llamé desde la calle a Belisário.
¿Es negro?
Sí.
Encuéntrame en la plaza. Ahora.
El chofer del taxi, felizmente, no me preguntó qué había dentro de la caja.
Llegué antes que Belisário. La fachada estaba iluminada, una luz azul, distinta de la claridad de la Biblioteca Nacional, que era topacio.
En cuanto llegó, el negro abrió la caja de unicel.
Este tiene mi color, es el bicho. Tienes suerte, distinguido, el doctor Wolf se incorporó hoy por la mañana. Va a poder trabajar para ti inmediatamente. Búscame aquí pasado mañana, a las cinco de la mañana. Traes el dinero, al contado, nada de cheque. Sin el dinero no hay trato.
Estuve despierto la noche que antecedió a mi encuentro con Belisário. Salí de la casa a las cuatro, todavía oscuro. En la plaza sólo había mendigos durmiendo, uno de ellos estaba acostado en la banca en la que siempre esperaba yo al negro. Estuve andando de un lado al otro, esperando, odiando esperar.
Dos sujetos tristes y agresivos se acercaron a mí.
¿Andas con ganas?
Seguí caminando, uno de cada lado.
¿Andas con ganas?, ¿por qué no respondes?
No, es mejor que se larguen.
Uno de cada lado. Sentí el hombro del más bajito, bizco, todo maquillado.
Entonces pásanos lo que traigas, amenazó el mayor, que tenía la lengua trabada.
Me detuve. Ellos querían el dinero que tenía en el bolsillo y que me salvaría la vida, el dinero del doctor Wolf. Si el negro llegara y no recibía la paga se iría, sin el dinero no hay trato. Tendrían que matarme primero.
Miren, hijos de puta, soy un hombre desesperado, soy capaz de matar a uno de ustedes a mordidas, como perro rabioso. A ti, chaparro, que estás bizco, te voy a arrancar un ojo y orinaré en el agujero hasta que los orines te salgan por las orejas.
Agarré al chaparro por los cabellos, que salieron con mi mano.
Mi peluca, dame mi peluca.
Me abrí la bragueta y me saqué la verga. Yo estaba desesperado.
Voy a orinar en la peluca.
Estoy armado, tengo un cuchillo, dijo el grande.
Te lo voy a clavar en el culo. Yo estaba desesperado.
En ese momento apareció Belisário, que inmediatamente repartió violentos golpes y puntapiés entre los infelices. Los dos corrieron. El grande desapareció. El bajito se detuvo cerca de la estatua de Carlos Gomes.
No era necesario que les pegaras así.
Odio a los maricas.
Caminé en dirección al bajito. Él atravesó la calle.
¿No quieres la peluca?, grité. Voy a dejarla en la estatua. Vámonos, dijo Belisário.
El negro me condujo hasta un carro que estaba estacionado en la calle Evaristo da Veiga, casi esquina con la Senador Dantas. Abrió la puerta del carro y me pidió que me sentara en el asiento de atrás.
¿Dónde está el dinero?
Le di el dinero. Belisário contó el dinero.
Ponte esa capucha en la cabeza y acuéstate. El doctor Wolf no quiere que nadie sepa dónde está su casa.
¿Capucha? No voy a ponerme ninguna capucha.
Entonces bájate. El dinero se queda conmigo.
Agarré la capucha. Me acosté en el asiento. Belisário arrancó el carro. Anduvimos lo que me pareció un largo tiempo. El carro se detuvo. Oí el ruido de una puerta de acero, de esas flexibles, que corren.
Puedes quitarte la capucha.
Por una puerta en el garaje pasamos a una sala pequeña, después a una sala mayor donde había una cama de fierro de hospital, sin sábanas.
Ya viene el doctor Wolfgang Keitel. Puedes acostarte en la cama.
Belisário salió. Me quedé de pie en medio de la sala.
La entidad doctor Wolf o Wolfgang Keitel era un hombre muy viejo, lleno de arrugas, de largos cabellos blancos, parecía un indio.
Acuéstate, dijo Belisário.
El doctor Wolf señaló la cama. Entonces noté que tenía una jeringa en la mano, llena de un líquido ambarino.
Yo era un hombre desesperado. Me acosté. El doctor Wolf, al contrario de todos los médicos y enfermeros que me habían sacado sangre, encontró de inmediato la vena buena, del brazo izquierdo. Ni sentí el piquete. El líquido parecía lava incandescente de un volcán. Me desmayé.
Cuando desperté vi a Belisário sentado en mi cama.
¿Qué tal, distinguido? ¿Te sientes bien?
Me levanté. Caminé por la sala. Miré la punta de mi nariz. Estiré los brazos, las manos no me temblaban. Miré el Rolex en la muñeca. Miré el Lecoutre de bolsillo. Diferencia de un segundo. Puse a tiempo el Lecoutre con el Rolex. Eran las once de la mañana, una luz de día entraba por algún lugar.
¿Cuantas horas estuve desmayado? ¿Cuatro?
Dos días.
¿Dos días? ¿En serio?
Dos días, distinguido. Pero quedaste bien. Ya no temblarás más, adiós el arrastrarse, el agujero se va a quedar parado esperándote. Ponte la capucha.
Antes de cubrirme con la capucha miré una vez más la punta de mi nariz. Firme como el Pan de Azúcar. Extendí las manos, abrí los brazos. Firme. Firme. Firme para siempre.
Belisário me dejó en la Cinelandia. Era un lindo día. Las dos viejas estaban ahí, echando maíz a las palomas.
Sólo voy a patear a una de ellas, no la voy a matar. Es una promesa que hice, le expliqué a las viejas.
En realidad, chuté dos. Después de que acerté a la primera quise tener la certeza de que de veras estaba bien y pateé otra.
Fue una promesa que hice. No tengo nada contra las palomas. Tomé un poco de maíz de la bolsa de una de ellas y lo arrojé a las palomas.
Bajé la avenida Rio Branco. Entré en el edificio Avenida Central y tomé un refrigerio. Vi un relojero y entré.
Quisiera quitar los segunderos y los minuteros de estos relojes.
El sujeto cogió el Rolex y el Lecoutre.
Usted está loco.
Estuve. ¿Los puede quitar?
Va a arruinar estos relojes. Estos relojes son caros. ¿No quiere venderlos?
¿Puede quitarlos o no? Tardaré algún tiempo. No hay problema. Puede empezar. Espero.
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