Richard Ford
(Jackson, Mississippi, 1944-)


Abismo
(“Abyss”)
A Multitude of Sins (2002)



      Dos semanas antes del congreso de vendedores de Phoenix, Frances Bilandic y Howard Cameron cogieron sus respectivos coches —ella en Willamantic y él en Pawcatuck, donde vivían— y se encontraron en el Olive Garden de Mystic, donde una vez más hablaron del asunto, tocándose nerviosamente las puntas de los dedos sobre la mesa de fórmica. Luego cada uno de ellos se dirigió a los servicios e hizo una llamada por el móvil que diera razón —con una mentira— de su paradero en las próximas horas. Acto seguido, cogieron un coche y tomaron la carretera de acceso al Howard Johnson, debajo de la interestatal, se registraron como el señor y la señora Garfield, y al cabo de cinco minutos habían echado la cadena a la puerta, conectado el aire acondicionado, cerrado las cortinas de la ventana bañada de sol, y se habían abandonado a las furiosas pasiones que habían estado reprimiendo todo el mes, desde que se conocieran en el banquete de la entrega de premios, donde fueron nombrados Agentes Inmobiliarios del Año de Connecticut.
       Lo que había ocurrido entre ellos durante el banquete era un misterio para ambos. Sentados el uno junto al otro en la mesa presidencial, apenas hablaron antes de ser llamados para recibir sus nombramientos de agente del año. Pero después del primer plato, Howard había contado un chiste gracioso acerca de la enfermedad de Alzheimer a la persona sentada al otro lado, y Frances se había reído. Cuando Howard comprendió que ella le consideraba divertido, sus ojos se encontraron de una manera que a Frances le pareció chocante, pero también innegable, pues, en su opinión, los dos habían experimentado (reconociéndolo sin tapujos) una intensa e instintiva atracción carnal, de las que, se dijo, los animales, probablemente, experimentaban sin cesar, y que hacían sus vidas mucho más soportables.
       A los quince minutos, ella y Howard Cameron habían comenzado a intercambiar disimuladas risitas acerca de los modales en la mesa de los demás ganadores, de sus inexplicables elecciones en el vestir y su probable ética como vendedores, mientras procuraban eludir la aburrida cháchara de agente inmobiliario acerca de cómo cerrar una venta, los desastrosos informes de inspección de los edificios y las increíbles discusiones que los clientes solían mantener dentro del coche.
       A la hora del postre, ella y Howard Cameron se adentraron en zonas más sensibles: hablaron de Meredith, la compañera de habitación de Frances cuando estaba en la universidad, que había muerto de cáncer cerebral en junio a los treinta y cuatro años (la edad de Frances); de la taquicardia del padre de Howard y de su deseo no satisfecho de jugar al golf en Escocia antes de morir. Con las servilletas reposando ya sobre los platos vacíos, pasaron a comentar la brevedad de la vida y la necesidad de exprimir cada segundo al máximo. Y cuando llegó el descafeinado, ya habían pasado al tema del sexo, de lo mal que se comprendía ese tema en la cultura, y de que los puritanos tenían toda la culpa de que siguiera siendo un tema, pues hubiera debido de convertirse en algo completamente natural y carente de tabúes. Hablaron con afecto de sus cónyuges, pero sin demorarse mucho.
       Sentados a la mesa presidencial, llena de los demás ganadores y sus jefes, y encarados justo a la sala de banquetes de un Ramada Inn lleno de gente vocinglera que se reía a carcajadas y a la que no conocían, pero que de vez en cuando, con los ojos apretados, les lanzaba llameantes flechas de rencor, el sexo se infiltró en su conversación como un secreto denso y poderoso, pero explosivo, que ellos, y sólo ellos, habían decidido compartir. Y en cuanto eso ocurrió, todo, todos los que estaban en la sala, todo lo que Frances y Howard planeaban hacer aquella tarde —volver a casa con sus cónyuges, Ed en Willamantic, Mary en Pawcatuck, por las estrechas y oscuras (sería ya de noche) carreteras de Connecticut; las fortuitas visitas al bar que podrían hacer con ridículos colegas; comprobar el buzón de voz de su móvil por si había llamado algún cliente—, y cualquier idea que pudieran haberse hecho de que aquella iba a ser una noche normal, desaparecieron.
       Frances observó que la mayoría de estadounidenses no comienzan a alcanzar la madurez sexual hasta que deja de interesarles el sexo. Los escandinavos, de hecho, eran los que mostraban una mejor actitud, pues para ellos el sexo era una cosa sin más trascendencia, simplemente una respuesta humana normal (como el dormir) que debía respetarse, no convertirse en una obsesión.
       Howard —cruzando sabiamente los largos brazos— coincidió en que los estadounidenses se aferraban demasiado a falsas concepciones de la belleza y la juventud. Medía más de metro noventa, tenía unas manos grandes como platos y había jugado al baloncesto en la Universidad de Connecticut Occidental. Su padre había sido su entrenador en el instituto. Howard tenía unos ojos grises y apagados, muy juntos, y seguía llevando el pelo cortado al cepillo, con un estilo pasado de moda, que le hacía parecer mayor de los veintinueve años que tenía. Howard sugirió que el orgasmo estaba sobrevalorado, en contraste con la verdadera intimidad, que estaba infravalorada.
       Los dos coincidieron en que en un matrimonio nada podía ser absolutamente perfecto. El matrimonio no debería ser una cárcel. Los mejores matrimonios eran aquellos en que los dos cónyuges se sentían libres para satisfacer sus necesidades personales, aunque ninguno de los dos defendió la idea de la pareja abierta.
       Frances dijo que la palabra matrimonio derivaba del escandinavo antiguo, de una palabra que significaba el momento posterior a la aparición de una fatal enfermedad, cuando la dolencia te tiene en sus manos, pero todavía puedes llevar una vida normal, prácticamente como si no pasara nada. Era una broma que solía gastar su padre, aunque ella no pretendió que sonara como una queja amarga. Sólo algo desagradable, como el chiste de Howard sobre el Alzheimer. Descubrió que podía bromear con Howard Cameron, que era una persona ingeniosa de esa manera tosca que roza lo chabacano en que algunos ex deportistas no mal parecidos y que no eran unos completos idiotas podían resultar divertidos. La impresionó que al cabo de dos horas le conociera lo suficientemente bien para relajarse. Con Ed había tardado seis años.
       —Soy el pequeño de cinco hermanos. Todos chicos —dijo Howard mientras observaba cómo los camareros mexicanos se llevaban los platos del banquete de las mesas. La suya ya estaba vacía, y la multitud desfilaba por las puertas traseras, lo que los dejó conspicuamente solos detrás de la tarima presidencial de faldas blancas. Los participantes se despedían y contaban chistes malos acerca de pasar la noche en el coche en medio de la interestatal. Subieron las luces para hacer que la gente se fuera, y la sala olía a comida agria. Era consciente de que estaban demorando la salida. No obstante, sentía cierta intimidad con Frances Bilandic—. Estoy seguro de que mis padres tuvieron una sólida vida sexual hasta que mi padre tuvo que tomar anticoagulantes —añadió Howard en tono solemne—. Entonces, bueno, creo que la cosa cambió.
       —Entonces tuvo que acudir a la tecnología, ¿no? —dijo Frances con una sonrisa de complicidad. Era una mujer llena de vitalidad con unos ojos tremendamente azules, tenía el pelo rubio y lo llevaba cortado de una manera atractiva y varonil, y sus dientes de arriba eran un tanto prominentes, de modo que le asomaba la parte inferior de los incisivos, aunque casi no se le notaba. Era hija única de una viuda polaca de Bridgeport, había practicado la barra de equilibro en el instituto, y estaba dura como una piedra. Probablemente, había vivido mucho. Aunque Howard sabía que iba demasiado deprisa, y que podía asustarla. Sólo que ella tenía que entender de qué iba aquello. Era un juego—. ¿Se decidió por la pastilla? ¿O por la bomba? —Con el dedo, Frances hizo un leve movimiento de bombeado, arriba y abajo, arriba y abajo, y emitió un «iii—iii—iii—iii» que quiso ser un chirrido—. Creo que eso funciona mejor con los mayores.
       —No es de ésos —dijo Howard.
       Entonces se acordó de su padre y lo vio de pie, con aspecto triste, en mitad de su amplio césped recién segado que descendía hasta el reluciente río Quinebaug, en Pomfret. Era el día de finales de primavera en que su padre regresó del hospital donde le ensancharon las venas mediante una operación. Los gansos volaban formando una uve. Su padre llevaba unos pantalones cortos de madrás descoloridos y estaba descalzo sobre la fría hierba, con la mirada perdida. Tenía las piernas delgadas y pálidas. Era desgarrador.
       Pero, desgarrador o no, pensó Howard, lo único que demostraba era que la vida había que aprovecharla y exprimirla antes de que tuvieran que ensancharte las venas. El matrimonio, los niños: eran, desde luego, maneras de exprimirla. Al modo de sus padres. (Aunque quizá ahora no se sentían tan felices.) Pero también había otras alternativas, avenidas que la sociedad o su empresa, la Weiboldt Company —sus letreros de EN VENTA y SENTIMOS QUE LA PERDIERA inundaban todo el litoral desde Cape May hasta Cape Ann— no aprobarían forzosamente; y avenidas que, desde luego, no cogías todos los días de tu vida. Sólo que, naturalmente, cada día alguien elegía esas mismas avenidas. Cada segundo, en alguna parte, probablemente alguien exprimía la vida en esa avenida alternativa. Era plausible que en aquel mismo hotel, mientras acababa el banquete, alguien la exprimiera. ¿Por qué resistirse?
       —Espero no haber hablado a la ligera de un tema tan serio —dijo Frances en tono solemne refiriéndose a los padres de Howard.
       Llevaba un traje pantalón blanco con una blusa verde de lunares que, como muy bien sabía, no le marcaba ninguna curva. Pero lo que había querido aquella noche, aquella noche especial en que reconocían sus méritos, había sido estar estupendísima, aunque sin dejar de parecer una mujer de negocios. Ella, después de todo, había vendido más propiedades que nadie en su zona de Connecticut Occidental, y lo había hecho trabajando como una burra. Y no con una lista de mansiones contemporáneas y del siglo pasado en Watch Hill, sino vendiendo casas adosadas en barrios de guatemaltecos, casas de madera de cuatro habitaciones y apartamentos por cuatro perras en la dirección del viento procedente del vertedero de Willamantic: propiedades con las que cualquier otra persona no habría sabido que hacer. Y sabía que el negocio no se toma noches libres, y que hay que vestir siempre para la ocasión. Se consideraba una mujer lista y dura, una polaca que había salido adelante, una madrugadora, una persona que aprendía deprisa y sin parpadear.
       Pero eso no significaba que no pudieras pasártelo bien con un tipo como Howard. Un tipo alto, largo, cachas y con cierta malicia en la mirada, al que le iría bien soltar un poco de vapor de su propia olla a presión. Mantener una intensa e íntima conversación con Howard Cameron era la recompensa por haber hecho un trabajo bueno de verdad.
       —Apuesto a que si encontráramos un bar donde no hubiera tantas caras conocidas no tendríamos que estar tan solemnes —dijo Frances mientras se llevaba la servilleta a las comisuras de la boca. Le gustó el sonido de su voz al decir eso.
       Howard ya asentía.
       —Desde luego. Estoy seguro de que tienes razón. —Recogió el diploma enmarcado en madera falsa y barata que había conseguido por haber vendido un montón de propiedades y hacer rica a un montón de gente, pero no a él—. Pienso colgarlo encima de la taza del retrete de mi casa —dijo.
       El diploma llevaba un sello adhesivo dorado debajo de su nombre, y las palabras In Hoc Signo Vinces grabadas en el borde con letras de aspecto gótico. No tenía ni idea de lo que significaban.
       —El mío pienso perderlo en alguna parte —dijo Frances. Howard notó cómo su pequeño muslo de gimnasta, duro como una tabla, le rozaba la rodilla (era de suponer que de modo inocente) mientras ella se alejaba de la larga mesa presidencial—. Encontrarás un bar, ¿verdad? Yo te encontraré a ti. —Frances colocó su pequeña mano sobre la manaza de él y se la apretó—. Voy al como-se-llame.
       Comenzó a dirigirse hacia las puertas traseras y lo dejó solo en la mesa. La cara redonda y grande de una negra les había estado mirando durante un rato por la ventanilla circular de la puerta de la cocina. Los empleados querían irse a casa. Pero cuando Howard captó la mirada de la mujer, ésta le hizo un parpadeo lascivo que él no apreció.
       Así era como ocurrían estas cosas, comprendió Howard, mientras manoseaba su diploma de agente del año de ínfima calidad. Volvería a ver a Frances Bilandic después de esa noche. Sin duda, sería así. No imaginó las circunstancias ni el riesgo que eso implicaría, si se irían directamente a la cama o sólo almorzarían. Pero en la manera apasionada y, sin embargo, extrañamente familiar en que él sabía que el sexo podía crear un punto sin retorno en las más insospechadas e inocentes interacciones humanas, lo único que parecía importar ahora era que los dos tomaran una copa y casi con toda seguridad se plantearan seriamente follar a lo loco en un futuro no muy lejano. Y ella lo sabía. Estaba definitivamente dispuesta a llegar donde hiciera falta: aquel leve roce contra su pierna no engañaba. Las mujeres habían cambiado mucho, se dijo, sobre todo, las mujeres que trabajaban. Ahora una mamada significaba lo que antes un apretón de manos. Cuando aquella noche había conducido por el pasillo abarrotado de turistas de la 1-95, no tenía ni idea de que existiera una Frances Bilandic en el planeta, ni de que ella le estuviera esperando, ni de que nada más ser designados agentes del año irían en busca de algún bar pequeño y oscuro para hacer alguna marranada. El mundo estaba lleno de maravillosas sorpresas. Y él no pensaba dejar pasar ésta, quería averiguar todos los misterios y prodigios que podía acarrearle.
       Volvió a mirar hacia la ventanilla circular, donde la cara de la mujer había aparecido y le había parpadeado. Quería darle algún tipo de mirada de respuesta, una mirada que diera una sensación de complicidad. Pero la ventanilla estaba vacía. Ya habían apagado la luz.

       En Phoenix el «Festival de Agentes Inmobiliarios» de la Weiboldt Company ocupaba un altísimo hotel de cromo y vidrio de la cadena Radisson en una concurrida zona residencial que estaba al pie de una colina y que ofrecía grandes panorámicas de aquella agobiante ciudad sin límites. Tenía dos campos de golf, cuarenta y cinco pistas de tenis, un parque de agua para niños, un acuario, un casino, un IMAX, un multicine de dieciocho salas, un hospital, una biblioteca, un centro de orientación psicológica y un tren elevado que te llevaba a algún lugar del desierto a toda velocidad. Todo ello parecía garantizar unos pasillos silenciosos y vacíos donde nadie se los encontraría juntos, escaleras de incendios vacías y ascensores que se abrirían a caras que ninguno de los dos volvería a ver. Además contaba con habitaciones acerrojadas, con aire acondicionado y gruesas e impenetrables cortinas, enormes camas con sábanas que picaban, televisores gigantes, minibares llenos, jacuzzis y un servicio de habitaciones anónimo las veinticuatro horas del días.
       Sin embargo, sabían que a la menor sospecha de que algo raro ocurría los descubrirían. Después de lo cual perderían de inmediato su empleo. Las agencias inmobiliarias ya no eran lo mismo que antes, cuando un romance en la oficina levantaba pasiones y todos lo consideraban algo bonito y miraban a otro lado (para chismorrear). Los romances en la oficina, incluso los romances que tenían lugar entre oficinas separadas por kilómetros de distancia, te acababan llevando a un tribunal federal por contaminar el lugar de trabajo con turbios asuntos personales que interferían en las vidas de colegas fracasados cuya obsesión era hacerse ricos en un mercado en expansión y buscar una excusa que explicara por qué sus ventas eran un desastre. Hoy en día personal significaba casi lo mismo que criminal. Todo el mundo estaba aterrado.
       En consecuencia, Howard y Frances habían salido de aeropuertos distintos —Providence y Hartford— y habían pedido habitaciones en «torres» distintas. Howard había pedido una habitación de fumador, aunque no fumaba, y luego ordenó que no le pasaran ninguna llamada. La primera noche hubo una fiesta en el Platinum Club para romper el hielo, y se mezclaron con grupos totalmente distintos: Frances con unas alegres agentes lesbianas de Nueva Jersey; Howard con unos empleados de Maine aburridos y meapilas. Luego se dirigieron a diferentes bares de daiquiris, luego a restaurantes mexicanos distintos, donde procuraron no beber demasiado y hablar de sus cónyuges sin parar y sin mencionar el nombre del otro ni la palabra Connecticut.
       Como resultado, al final de la primera noche, cuando Frances, a las once y media, golpeó suavemente la puerta de la habitación de Howard dispuesta a pasar un buen rato, les costó deshacerse de los disfraces de persona intachable que habían llevado en público, y durante una hora permanecieron sentados en incómodas sillas de hotel ante una mesita de centro, sin hacer otra cosa que comentar lo ocurrido durante el día, aun cuando los dos habían estado haciendo exactamente lo mismo.
       A Frances le gustaba hablar del mundo inmobiliario. Para su sorpresa, se lo pasó bien la noche en que salió con las «lesbis de Nueva Jersey»; había aprendido algunas ideas nuevas acerca de las estrategias de la venta telefónica en concentraciones de renta baja donde habitaban minorías étnicas, y había descubierto que tenía un conocimiento útil que aportar a la hora de estructurar las ofertas de la paga y señal, de modo que el comprador ofreciera todo el precio por adelantado, pero quedara con la espalda cubierta hasta el momento de que se cerrara la venta, y poder salir sin un rasguño caso de que el comprador se arrepintiera. Contó que su marido, Ed, había sufrido un accidente laboral en un impreciso pasado, una lesión sin especificar que le había dejado inútil para volver a trabajar (era un hombre «mayor»), y que se había visto obligada a dedicarse a la propiedad inmobiliaria a tiempo completo, cuando en realidad lo que quería ser era fisioterapeuta, y quizá trabajar en Francia. Pensaba que había sido un golpe de suerte, pues había resultado ser «una vendedora condenadamente buena».
       Howard, por otro lado (ya se lo había explicado en el oscuro y acogedor bar de jefe-y-secretaria que encontraron tras el banquete de entrega de premios en agosto), consideraba la venta de propiedades inmobiliarias, simplemente, como una «estrategia provisional» entre su primer empleo al salir de la universidad (monitor escolar) y algo más emprendedor, con viajes, incentivos en forma de primas y un coche de la empresa incluidos en el lote. En su familia eran republicanos de toda la vida, y dos de sus hermanos trabajaban de ingenieros en el negocio de la pavimentación de carreteras en New London, y estaban pensando en ficharle. El único problema era que no se llevaba demasiado bien con sus hermanos, y que a su mujer, Mary, no le caían nada bien. Esos eran los motivos por los que se dedicaba a vender casas.
       Frances había comprado una botella ni muy fría ni muy buena de Pinot Grigio, y ahí estaba, sudando sobre la mesita del hotel, acompañada de dos vasos de plástico claro del cuarto de baño que utilizaban para beber. El vasto coloso del desierto que era Phoenix quedaba (anochecido) al este, visible desde la ventana: coches avanzando, aviones descendiendo hacia esbozadas pistas de aterrizaje, luces de coches de la policía destellando, amplios y amurallados barrios que teñían de calabaza la noche con la iluminación antidelincuencia[1]. Era exótico. Era el Oeste. Ninguno de los dos había estado antes allí, aunque Howard había leído que Phoenix era la ciudad norteamericana donde más posibilidades tenías de que te robaran el coche.
       A Frances le gustaba Howard Cameron. Ahora que se sentía borracha, tema jet-lag y podía hablar sin tapujos, apreciaba que él estuviera de buen humor, y que también fuera capaz de demostrar una afectuosa sensibilidad: en aquel caso, no dando nada por sentado por el simple hecho de que ella apareciera en su habitación, a pesar de que se habían acostado juntos cuatro tardes diferentes en cuatro moteles de la costa distintos desde el banquete de la entrega de premios. Él entendía la consideración (aunque ella suponía que estaba a punto de estallar de deseo, igual que ella). También se daba cuenta de la precaria situación en la que se encontraban y que ella podía sentirse estresada. Cierto, él estaba dispuesto a engañar a su mujer en cuanto volviera a Pawcatuck; pero también parecía un decente padre de familia con un marcado concepto del bien y del mal, y sin deseo de perjudicar a nadie. Ella sentía lo mismo. Era un asunto delicado. Probablemente, en algún libro de texto existía una categoría para lo que estaban haciendo, para sus encuentros furtivos, pero ella no estaba dispuesta a decir lo que era.
       Dejó que su mirada un tanto turbia se apartara de los centelleantes romboides del chabacano Phoenix y ascendiera hacia la oscuridad sin luna, donde la cara de la mujer de Howard, Mary, una mujer a la que no había visto ni en una instantánea, se materializó de las oscuras nubes como una foto en una cubeta de revelado. La imagen mostraba a una rubia joven de facciones amables, como las suyas, cuya cara ovalada y boca pequeña y acorazonada mostraba un gesto de decepción, y los ojos, grandes, se veían compungidos y con la inconfundible expresión del dolor.
       —Es verdad —dijo Frances Bilandic—. Lo entiendo.
       —¿Mmm? —dijo Howard.
       Se volvió hacia la puerta como si hubiera entrado alguien y Frances hubiera comenzado a hablarle. La luz roja del teléfono que indicaba que había un mensaje parpadeaba desde que regresó de cenar. Había decidido que, debido a la diferencia horaria, era demasiado tarde para llamar a casa.
       Sin embargo, nadie había entrado en el cuarto. Estaba echada la cadena.
       —¿Hablabas conmigo?
       —Creo que estoy hecha polvo —dijo ella—. Debo de haberme dormido sentada.
       Le sonrió de un modo que sabía que era dulce y, probablemente, patético. Era su gesto de rendición; estaba dispuesta a que él abandonara su reserva. No había sido nada agradable ver la cara de la mujer de Howard frunciendo el ceño en el cielo. No había sido el fin del mundo, aunque la había dejado un poco aturdida. Pero se le pasaría si conseguía que Howard la llevara a la cama y follara con ella de esa manera casi aterradora, como las veces anteriores.
       —Me siento tan libre ahora —dijo él de pronto, aunque no venía a cuento. Sus manos grandes y sin vello de jugador de béisbol rodearon el diminuto vaso de plástico. Miraba fijamente a Frances, y su cara alargada y no especialmente favorecida estaba llena de asombro; sus labios sensuales se separaron en una sonrisa boba—. De verdad. No puedo explicarlo, pero es cierto.
       —Eso está bien —dijo ella. Esperaba que no le soltara un discursito.
       Howard negó con la cabeza un tanto asombrado.
       —No es que nunca haya pensado de otro modo. Pero esto no es un paréntesis en mi vida. Esto es mi vida real, ¿lo entiendes? Esto es algo tan libre y bueno como lo que más. Quiero decir igual… eso es. —Asintió en lugar de negar con la cabeza—. Esto es tan real como el matrimonio, desde luego.
       —Hay muchas cosas que son así de reales.
       —De acuerdo —dijo Howard—. Pero no estoy seguro de haberlo sabido antes.
       —Lee la letra pequeña —dijo Frances.
       Era una de las máximas polacas de su padre. Cuando algo no te gustaba o te pillaba por sorpresa, era porque no habías leído la letra pequeña. El matrimonio, los hijos, el trabajo, envejecer. En la letra pequeña estaba la verdad de las cosas, y nunca era lo que esperabas.
       —Me gustas de verdad —dijo Howard—. No estoy seguro de habértelo dicho.
       —Tú también me gustas —dijo ella—. Si no me gustaras, no follaría contigo.
       —No. Claro que no. —Su sonrisa mostraba unos dientes grandes tras sus labios casi femeninos—. Probablemente, yo tampoco.
       —Entonces ¿por qué no me follas ahora mismo?
       De manera deliberada abrió mucho sus bonitos ojos azules para indicar que eso también era real.
       —Muy bien, lo haré —dijo Howard Cameron, que se le acercó y le tocó la rodilla, el pecho, sus suaves mejillas, los labios, en un rápido y jadeante asalto—. Quiero hacerlo —dijo—. Llevo todo el día queriendo hacerlo. No sé por qué hemos esperado hasta ahora.
       —Ahora está bien —dijo Frances—. Ahora es perfecto.
       Le parecía totalmente cierto.

       Una cosa que a Howard le gustaba de Frances Bilandic era la manera directa, sin culpa, casi severa y, no obstante, apasionada con que jodía hasta no poder más. Sexualmente Howard siempre había preferido mucho salto y mucho grito, mucha pasión y mucho ruido; Mary se refería a sus primeras relaciones sexuales como el numerito, cosa que le avergonzaba. Pero Frances le dio al polvo un nuevo significado. Fijaba los ojos en él con una intensidad que a menudo lo intimidaba y entraba en una dimensión sexual diferente, le explicaba en tono autoritario y con toda exactitud lo que le iba a hacer, y lo que esperaba que le hiciera, roncas provocaciones en forma de instrucciones relacionadas con cuán vigorosamente esperaba que la satisficiera; además poseía una ilimitada energía física y una sorprendente variedad y originalidad orgásmicas. «¡No es así, no es así, no, no, no, joder, joder!», le gritaba al oído justo cuando él pensaba que la tenía en la cúspide. Sólo aquella voz, insistente e intransigente, ya lo ponía a cien. «No te atrevas a perderme, no me pierdas, maldita sea», le ordenaba. «Eso es. Ahí. Ahí está. Ahora te veo. Ahí estás. No hay nadie como tú, Howard. Nadie. Howard. ¡Nadie!»
       Ella le hacía creer que era cierto. Que, por una asombrosa fortuna, entre todos los hombres no había ninguno como Howard Cameron. Él era tan insaciable como ella; él poseía las ganas, el vigor, la inventiva, además de la dotación para hacer las cosas debidamente. Jamás había pensado mucho en su dotación, que le parecía normal, dada su estatura. Y, sin embargo, por qué otros hombres no estaban a la altura de las circunstancias era un misterio. La vida no era justa. Nadie había dicho nunca que fuera o debiera serlo.
       Frances, sin embargo, era rotundamente su ideal sexual. Eso era irrefutable. Él jamás había sabido que hubiera un ideal, ni que fuera ése el que siempre había querido (su experiencia sexual no era demasiado amplia). Pero sólo en ella había encontrado un descomedido apetito sexual de gran calibre, acompañado de una arrogancia que proclamaba que si todo no era absolutamente fantástico, ella ni siquiera se ponía. Sólo que era fantástico. Y Frances lo emocionaba, y también follar con ella, de una manera que jamás en toda su vida había pensado que tendría la suerte de experimentar.
       Naturalmente, no era el tipo de experiencia que conducía al matrimonio, ni a nada de duradera importancia. Recordó lo que ella había dicho de esa palabra del noruego antiguo. Ella sí que entendía las cosas. Ella y el pobre rengo de Ed probablemente practicaban el sexo de manera educada y esporádica, al igual que los padres de Howard, con lo que el voraz apetito de Frances quedaba siempre pospuesto a causa del respeto y la lástima que sentía por su marido. Howard comprendió que había sido un golpe de suerte poder participar, aunque fuera ínfimamente, en la pequeña rutina de sus vidas. Aunque era algo demasiado bueno para perdérselo, tanto daba cómo hubiera empezado o adonde llevara.
       Hubo algo que le sorprendió. Tras su primera y épica sesión en el Howard Johnson, en septiembre —eso fue tres semanas después de tórridos encuentros en bares en penumbra y cafés de carretera de anónimos pueblos de Connecticut entre Willamantic y Pawcatuck—, salieron de la habitación y se adentraron en el aparcamiento del motel, donde daba un sol que parecía un láser, con la interestatal resonando casi encima de sus cabezas. Howard levantó la mirada hacia el cielo pálido y oxidado, se frotó los ojos, que se habían acostumbrado a la oscuridad del cuarto y, sin pensarlo, exclamó: «¡Joder, ha sido una pasada!» Lo dijo como un cumplido.
       —¿Qué quiere decir una pasada? —dijo Frances con su voz ronca y rubia, una voz que le electrizaba en la cama, una voz hecha para el sexo, pero que parecía completamente distinta sobre el asfalto áspero y recocido. Llevaba unas gafas de sol de montura roja, una minifalda de cuero azul, que realzaba sus muslos, y una blusa blanca sin mangas que para entonces estaba arrugadísima. Tenía el pelo aplanado en los lados y sudaba. Se la veía aturdida y hecha polvo, que era como se sentía él. Una manera de expresarlo sería decir que habían jodido hasta quedarse secos.
       Howard sonrió un tanto incómodo.
       —Lo que quería decir, bueno… Eres estupenda en la cama. ¿Lo sabías?
       —No soy estupenda en la cama —le espetó Frances—. Soy estupenda contigo. No es que esté enamorada de ti. No lo estoy.
       —Claro. Quiero decir, no. Está bien —dijo él, no muy feliz de que le reprendieran—. Bueno, lo que hacemos en la cama no lo hacemos solos, ¿no?
       Sonrió; Frances no.
       —Algunos puede que sí.
       Frances frunció el ceño detrás de sus gafas, al parecer, para darle un repaso de arriba abajo. Era como si hubiese un tipo de persona al que conocías, y a lo mejor te gustaba, y pensabas que no estaba mal y que era gracioso y te lo follabas: un Howard; pero luego había otro Howard, un Howard que nunca te gustaba y que en cuanto follabas con él comenzaba a compararte con otras mujeres, y eso te tocaba los ovarios. Acababa de conocer a ese otro Howard. Y le había mostrado su vertiente de «mujer dura», algo con lo que no bromeaba.
       Aunque a lo mejor, pensó Howard, Frances sólo quería dejar claro que si alguien iba a ir de duro, sería ella. Cosa que no le parecía mal. Si sólo dispones de una situación en la vida, sin sorpresas desagradables y que más o menos funciona bien —la situación de tus padres durante treinta años, por ejemplo—, eres un tipo con suerte. Su propio matrimonio, una vez sumados los pros y los contras, podía ser una de esas rarezas. No pretendía tener a Frances Bilandic de segundona. Sólo deseaba que ella no se pusiera tan seria. Los dos sabían lo que hacían.
       Frances tenía unas manos pequeñas, de niña, aunque fuertes, con profundas arrugas en las palmas, como las manos de un anciano. Y cuando se las había estrechado, en la cama del hotel, había experimentado ternura, como si sus manos la dejaran indefensa ante alguien tan grande como él. Alargó los brazos y tomó las pequeñas manos de Frances con sus manazas, mientras los camiones martilleaban las vigas de la 1-95. Era tan pequeña: una cosita dura y sexy, pero también una cosita que te podía causar muchos problemas si no empleabas con ella toda tu fuerza.
       —Me gustaría que no te enfadaras conmigo —dijo, y la atrajo hacia sí. Sus pechos duros y pequeños como balas rozaron la camiseta del Departamento de Parques y Zonas de Recreo de Pawcatuck que llevaba Howard.
       —Nunca había hecho esto, ¿entendido? —dijo Frances con voz casi inaudible, aunque se dejó atraer por él.
       No tenían por qué enamorarse, pensó Howard, pero podían ser cariñosos. ¿Por qué preocuparse por nada más? (No se creía de ninguna manera que no lo hubiera hecho antes. Él, por el contrario, sí.)
       —Yo tampoco —dijo Howard. Aunque eso no importaba. Sólo quería una oportunidad para volver a hacerlo pronto.
       Uno de los trailers que pasaban sobre sus cabezas hizo sonar la bocina. Eran las dos de la tarde de un martes de primeros de septiembre y estaban en aquel sofocante aparcamiento. Era algo agradable y conmovedor, pero también completamente estúpido, pues las oficinas de la Weiboldt Mystic estaban sólo a cinco manzanas. Cabía la posibilidad de que algún agente recogiera a un cliente en el motel. Si alguien se iba de la lengua, aquello se acabaría. Y luego… a la calle. A sus colegas nada les gustaría más que ver despedidos a los dos agentes del año, y poder quedarse así con su listado de casas. ¿Y todo por qué? Por un malentendido sin importancia acerca de que Frances era estupenda en la cama… y, desde luego, lo era. De pronto tuvo miedo de tocarla a la vista de cualquiera, de modo que la soltó y recorrió el aparcamiento con la mirada. Nada.
       —A lo mejor deberíamos volver a entrar —dijo él—, tenemos la habitación para el resto de la noche.
       La verdad es que no era eso lo que quería, sino llegar a su cita en White Rock. Pero estaba dispuesto a volver a entrar si el destino lo exigía. De hecho, una parte de él (una parte pequeña) habría deseado meterse en el coche, sentar a Frances Bilandic a su lado, coger la interestatal, poner rumbo al sur y no volver nunca más. Dejar toda la mierda del arrepentimiento en el polvo. Era capaz de hacerlo. Luego ya se preocuparía de los detalles. La gente que hacía eso era la gente que él admiraba, aunque nunca sabía lo que había sido de sus vidas posteriormente.
       —Me temo que, si volvemos a la habitación, a lo mejor no salgo en una semana —dijo Frances, que se volvió hacia la puerta verde de la habitación del motel. Descaradamente colocó su manita en la entrepierna de Howard, donde su polla seguía medio erecta, y le dio un buen achuchón—. Seguramente te gustaría, ¿verdad?
       —Supongo que ahí está la prueba —dijo Howard en tono solemne.
       —Sólo quería comprobar si el aparato del señor Garfield estaba a punto —dijo Frances detrás de sus gafas de sol—. Pero lo reservaremos para Phoenix. ¿Te va bien?
       —No puedo esperar.
       Howard se dio cuenta de que sonreía de modo idiota.
       —Pues será mejor que lo hagas —dijo Frances—. De lo contrario, me enteraré.
       Y así fue como lo dejaron.

       Después de aquel primer día de celebraciones lastradas de jet-lag e insincera camaradería, el congreso de vendedores se puso serio y exigió la dedicación de los participantes. Frances siguió alternando con las gritonas lesbianas de Nueva Jersey, que no dejaban de repetir la frase graciosa del chiste que habían contado veinte veces la primera noche: «Para mí Fellatio no es más que un tenor italiano, amigo.» Voceaban la frase en el ascensor o en los lavabos o mientras esperaban a que empezara alguna mesa redonda, y luego prorrumpían en estruendosas carcajadas. Frances no recordaba cómo empezaba el chiste, de modo que no pudo contárselo a Ed por teléfono.
       Todos los seminarios, mesas redondas, charlas de motivación y sesiones mano a mano con los principales directivos de Weiboldt fueron tediosos, repetitivos y, generalmente, insultantes. Frances pensó que estaban dirigidos a gente que no había vendido una casa en su vida, y no a agentes de platino que habían vendido casas por más de cuatro millones de dólares y que mejor habrían estado en su lugar de trabajo, encargándose de los rezagados que llegaban al final de la temporada de ventas de verano.
       Howard se saltó casi todas las sesiones y conoció a unos tipos del oeste de Massachusetts con los que pudo hablar de deportes, entre ellos a un letón contra el que había jugado en un torneo estatal en los ochenta.
       —Es lo que ocurre cuando eres el último de cinco hermanos —le dijo a Frances el tercer día del congreso, cuando quebrantaron las reglas que se habían impuesto y comieron juntos en el comedor al aire libre del hotel, que estaba decorado como el OK Corral, y donde los camareros iban vestidos de forajidos con pistolas y bigotes postizos—. De niño mis padres no dejaban de decirme cosas que ya me sabía de memoria. —Parecía contento mientras masticaba su ensalada con tacos—. Quiero decir que la verdad es que no me importa que alguien me diga cómo he de vender una casa cuando ya he vendido quinientas. Ahora, tampoco es algo que ande buscando.
       Howard Cameron tenía algunas cualidades que ella jamás poseería, se dijo Frances. Siempre le alegraba que alguien le contara algo, en lugar de generar él mismo datos importantes. Era un aspecto pasivo, y al principio le hacía parecer sensible. Sólo que no era algo realmente pasivo; de hecho, era agresivo: una disposición a dejar que los otros hablaran hasta equivocarse, momento en el cual te criticaba desde la barrera. Era una actitud que aprendías practicando deporte: el contrincante la caga —y siempre acaba cagándola— y tú te aprovechas. Era una manera de actuar privilegiada, burguesa, cínica, y la gente que la practicaba pasaba por cachazuda. Y él la utilizaba y le funcionaba. Mientras que alguien como ella tenía que luchar y reventarse y hacer las cosas de una manera directa porque no tenía otro modo de hacerlas.
       Naturalmente, jamás le convencerías de que su método era equivocado. Estaba genéticamente programado para que le gustaran las cosas como las encontraba. «Funcionará» era su expresión favorita a la hora de decidir casi todo: por ejemplo, aceptar una oferta por una propiedad y luego intentar venderla a otra persona por más dinero, u ofrecerle a un cliente un interés menor que el del banco a fin de alentarle con falsas esperanzas. Cosas que ella nunca haría. Howard, sin embargo —Howard Cameron, el de brazos largos, solemne, con cara de bobo, de polla dura— lo hacía, lo había hecho en incontables ocasiones, pero le gustaba hacerte creer que no lo haría. Fue una sorpresa —algo que había aprendido después de estar a solas con él dos noches seguidas—, pero Frances ya había decidido no volver a verlo después de regresar a casa. De lo contrario, podría darle un patatús. No era un timador, pero tampoco mucho mejor.
       Al otro lado del ruidoso comedor vio a dos de las mujeres de Nueva Jersey esperando junto a la gran escultura cromada que había en medio de la sala, buscando con la mirada a alguien con quien comer, y cotorreando como siempre. El comedor al aire libre ocupaba un atrio techado con cristal, arquitectónicamente injertado en el Radisson y que se alzaba a veinte plantas de altura, con auténticos nidos de gorriones en los muros. Proyectándose hacia arriba, a una altura de quince plantas desde el estanque central, había una enorme plancha de cromo rectangular de la que por algún mecanismo caían finas gotas de agua. Dentro del estanque, por supuesto, había cientos de peniques. Las lesbianas de Nueva Jersey levantaban la cabeza para mirarlo y reían. Creían que todo tenía un significado sexual que demostraba que los hombres eran estúpidos. Frances tenía la esperanza de que no la vieran, no quería que verla con Howard Cameron diera pábulo a sus habladurías. No debían haber comido juntos.
       Sin embargo, tuvo una idea: reclutaría a Howard para que la acompañara en una excursión si a mitad de semana las cosas aún no se habían enfriado entre ellos. Era más divertido hacer cosas con alguien, y Howard todavía le caía bien, aún cuando algunos rasgos de su carácter comenzaran a hartarla.
       —¿Sabes lo que creo que deberíamos hacer?
       Quería parecer espontánea, aunque la idea no fuera muy original. Sonrió, intentando adivinar en qué pensaba Howard: en deportes, en follar, en sus padres o su mujer… lo que fuera.
       —Ir a mi habitación —dijo Howard—. ¿Esa es tu idea?
       —No, me refería a hacer en el sentido real. —Le dio un golpecito en el dorso de la mano con el dedo corazón para que le prestara atención—. Quiero ir a ver el Gran Cañón —dijo—. He traído un libro que habla de él. Siempre he querido verlo. ¿Quieres acompañarme?
       Intentó lanzarle una radiante sonrisa.
       —¿Está en Phoenix?
       Howard parecía perplejo, que era su manera de expresar sorpresa.
       —No está lejos —dijo Frances—. Podemos alquilar un coche. Mañana es nuestro día libre. Podemos salir dentro de una hora y volver pasado mañana.
       Howard apartó los restos de su ensalada de tacos.
       —¿Cuánto tendremos que conducir?
       —Cuatro horas. Trescientos kilómetros. No lo sé. He mirado en el mapa que nos dieron al llegar. Está justo al norte. Lo pasaremos bien. Siempre has querido verlo, lo sé. Lánzate.
       —Supongo que sí —dijo Howard, que frunció sus labios color hígado en un gesto escéptico. Probablemente se parecía a su padre cuando fruncía los labios de ese modo, se dijo Frances, y, probablemente, le gustaba.
       —Yo conduciré —dijo Frances—. Yo alquilaré el coche. Todo lo que tienes que hacer es quedarte sentado.
       —Mmmm. —Howard probó a sonreír, pero no parecía compartir su entusiasmo. Lo que era típico de su carácter egoísta: dejar que los demás (su pobre e inocente esposa, por ejemplo) le presentaran una buena idea, luego arrojar dudas estúpidas hasta que el otro conseguía que él se dignara a hablar del asunto, y, por fin, mostrarse interesado hasta acabar aceptando la idea, momento en el cual se llevaba todo el mérito. Frances podía ir sola, pero no quería. De haber estado Ed, la habría acompañado sin dudarlo.
       —Bueno, mira —dijo ella—, si vienes, voto porque vayamos después de la mesa redonda sobre amortización, y así podremos ver el desierto al crepúsculo. Podemos pasar la noche en la carretera, ver el Gran Cañón al amanecer y luego volver para la hora de comer.
       —Lo tienes todo pensado —dijo Howard con una sonrisa de suficiencia. Comenzaba a gustarle la idea. En su mente, aceptarla equivalía a hacerla suya.
       —Sé planificar las cosas —dijo Frances.
       Su sonrisa de suficiencia pasó a ser de apropiación.
       —Yo nunca planeo nada. Las cosas salen, lo que sea.
       —Creo que no haríamos un buen equipo, ¿no crees?
       Frances ya estaba de pie, a punto para dirigirse al mostrador de Avis que había en el vestíbulo. Quería un Lincoln grande y rojo o un Cadillac. La gracia estaría en el coche, no en la compañía.
       —Creo que a lo mejor lo pasamos bien —dijo Howard, y, de pronto, pareció afable—. Estamos cerca de donde tiraron la bomba atómica, ¿verdad?
       Se la quedó mirando con una expresión de estúpida satisfacción, como si se le hubiera olvidado que le gustaba y acabara de recordarlo. Quizá no era tan mal tipo. Quizá le estaba confundiendo con Ed. Quizá metía a todos los hombres en el mismo saco y pasaba por alto las distinciones más sutiles. Lo mismo que hacían las lesbianas.
       —Eso fue en Nuevo México —dijo, y saludó con la mano a sus colegas de Nueva Jersey, quienes le hacían gestos con la mano para indicar que les parecía que algo estaba pasando entre ella y el tipo con el que comía—. Donde hicieron estallar la bomba atómica fue en Nuevo México.
       —Bueno, donde sea. Es el mismo desierto, ¿no? En resumidas cuentas…
       Parecía complacido.
       —En resumidas cuentas… Eso creo —dijo Frances—. Eres de los que van al meollo de las cosas. Probablemente, ya lo sabías.
       —Me lo habían dicho antes —dijo Howard, y se levantó para dirigirse a su habitación.

       En el coche Howard no estaba sentado en el lado adecuado para ver la puesta de sol. La interestatal 15, en el trecho que iba hasta Flagstaff, no era más que árida maleza y unas imponentes montañas peladas al otro lado del coche, donde el sol se ponía. Casi todo lo que se veía eran edificios nuevos: grandes gasolineras, centros comerciales, multicines a medio acabar, nuevos restaurantes de alguna cadena importante, viviendas que se extendían a lo largo de lechos de riachuelos secos, separados mediante tapias de gigantescos campos de golf con cientos de aspersores que convertían el aire seco en rocío. No había nada interesante ni original ni salvaje que ver, sólo gente y más gente llenando un espacio en el que antes nadie quería vivir. Howard se dijo que ahora vivían allí porque la alternativa era un lugar peor. Eso era el equivalente moderno de las tribus perdidas. Lo más curioso de la excursión fue contemplar las enormes liebres que los conductores habían atropellado y que se desperdigaban a docenas por la carretera. Al llegar a sesenta dejó de contarlas. Mary consideraba que las condiciones atmosféricas, a las que tan poco sensibles eran los humanos, hacían que los animales se lanzaran delante de los coches. En Connecticut pasaba con los ciervos, los mapaches y las zarigüeyas. Algún día comenzaría a ocurrir con los humanos, quizá con la gente que vivía allí. Quizá eran miembros de una secta que lo estaba planeando.
       Frances había alquilado un Lincoln Town Car rojo y nuevo —lo último en cochazos, lo llamó—, un enorme sedán de jefe de bomberos con asientos de cuero sin estrenar, esterillas rojas, ceniceros impolutos y un fuerte olor a nuevo. Howard no estaba autorizado a conducirlo porque no era el marido de Frances, lo cual resultaba perfecto. Para estar cómodo, Howard había cambiado sus ropas convencionales por unos pantalones cortos verdes de felpa, una camiseta blanca y un par de zapatillas de baloncesto. Con el asiento reclinado, podía estirar las piernas y dormitar sobre el reposacabezas. A decir verdad, todo era perfecto.
       Frances estaba de buen humor tras aquel volante forrado de cuero blanco. Se había traído el libro sobre el Gran Cañón, el móvil y un estridente cedé de Tito Puente en el que sonaban constantemente unos bongoes muy fuertes. Se había puesto unos bermudas ajustados de color blanco, una blusa azul de lona con un áncora pintada en la pechera, unos diminutos pendientes con un zafiro y un par de Keds rosa con calcetines con borlas hasta los tobillos. También había comprado un cuartillo de ginebra barata, que los dos habían comenzado a beber sin hielo en unos vasos blancos de plástico.
       El plan era almorzar en Flagstaff, conducir hasta después de anochecido y entonces detenerse en cualquier motel que se hallara a la entrada del cañón, y levantarse al alba para ver aquel inmenso hoyo, una hora en la que, según Frances, su potencia espiritual sería más intensa.
       —Jamás había pensado en ir a verlo. ¿Lo sabías? —Conducía con un vaso en una mano—. Pero entonces leí algo, y supe que tenía que verlo. Los indios lo consideraban la puerta del inframundo. Y Teddy Roosevelt cazó pumas allí. —Ya se había cargado una gran liebre—. ¡Uuup, lo siento! ¡Mierda! —dijo, pero enseguida lo olvidó—. Los españoles llegaron aquí en mil quinientos no sé cuántos —añadió mientras lanzaba una malévola mirada a Howard, que estaba pensando en la liebre atropellada y miraba taciturno un gran edificio de multicines que parecía una máquina de discos egipcia. Entre el edificio y la carretera había una gran extensión de asfalto vacía y sin rayas pintadas. Howard se dijo que pronto estaría abarrotada de coches y gente. Y que en diez años no quedaría nada.
       —Nunca había pensado en ello —dijo Howard en respuesta a lo que Frances había dicho; no lo había captado, pues estaba pensando en qué clase de películas pondrían en esos cines. Del Oeste. Del espacio. Estúpidas comedias sobre golf. Era imitar una vez más lo que se había hecho en California, sólo que peor. «Californicación» era la palabra que había circulado en los ambientes inmobiliarios en los dos últimos años. Se dijo que a lo mejor la ginebra le estaba afectando.
       —Grande como el Gran Cañón, ¿no es eso lo que dice la gente? —Frances seguía hablando como en un ensueño—. Mi padre lo decía. Era un inmigrante. Creía que el Gran Cañón significaba algo absoluto. Que significaba todo lo importante de los Estados Unidos. Creo que es también lo que significa para mí.
       —«En cierto sentido no es más que un gran hoyo en el suelo formado por la erosión.» —Howard leía en voz alta la contraportada de la guía del Gran Cañón. Un poco más adelante, otra enorme liebre gris y blanca estaba sentada, muy quieta, mientras los coches pasaban a toda velocidad. Howard se la quedó mirando. La liebre parecía a punto de echarse hacia delante, pero esperaba lo que en su febril cerebro de roedor debía de ser el momento perfecto. En el carril contrario, los trailers se dirigían hacia el sur, hacia Phoenix. Esa liebre tiene problemas, se dijo Howard. Superar las barreras puestas por el hombre. Sortear peligros no naturales. Evitar los desperdicios tóxicos junto a la carretera—. Cuidado con la liebre —dijo, sin querer parecer alarmado, y bebió otro sorbo de ginebra.
       —Roger. Entendido, Houston —dijo Frances.
       Tenía el borde de su vaso de plástico entre los dedos, de modo que oscilaba bajo la parte superior del volante. No hizo ningún esfuerzo para esquivar la liebre, inmóvil en el arcén. Estaba borracha.
       Y justo cuando el coche pasó al lado de la gran liebre, una crítica fracción de segundo después de la cual se habría salvado y quizá habría conseguido cruzar los cuatro carriles y dormir tranquilamente una noche más en la mediana, justo en esa fracción de segundo, la liebre dio un salto hacia delante y chocó con los faros del coche, sin haber mirado a la derecha o, mejor aún, a la izquierda. ¡Y zas! El Lincoln pasó a toda mecha, impactó en la parte del animal que estaba a más altura y lo lanzó en medio de la carretera, donde quedó inmóvil.
       —¡Vaya! ¡Maldita sea! ¡Oh, mierda! Con ésa son dos. Lo siiieeent-to, pequeño Saltamontes —dijo Frances—. Holgazán, vago, haragán.
       —¿Por qué coño no has cambiado de carril?
       —Ya lo sé. —Frances ni siquiera había mirado por el retrovisor—. Ahora lo tengo en mi karma. Pagaré por ello.
       —Esto es realmente ridículo.
       Howard le lanzó una mirada furibunda y a continuación se volvió hacia la maleza medio a oscuras. Joder, qué idiotez, pensó.
       —A partir de ahora me reportaré —dijo ella.
       —A esa liebre le va a importar poco.
       —O nada. A ese señor Bugs Bunny le va a dar igual —dijo Frances—. Ahora ya es historia.
       Howard deseó estar de nuevo en el Radisson tomándose un vaso de Pinot Grigio, no aquella ginebra barata y caliente que ni siquiera le gustaba. Ahora podría estar disfrutando de la panorámica nocturna de Phoenix, con su resplandor ambarino, y llamar a Mary.
       —¿Crees que podrías encontrar algo que te ponga de buen humor? —Ella le miró y sonrió de un modo que exageró los ángulos de su cara—. Intenta pensar en algo.
       Howard pensó que era odiosa. Aplastar una liebre no era más que el principio. Así era, probablemente, como vendía casas: como una apisonadora; sin ceder jamás, sin ver otra cosa que la venta; volviendo locos a los compradores con llamadas por el móvil desde el coche; trabajando los fines de semana.
       —Pon un poco de música, si no te importa, señor Mal Rollo —dijo Frances. Hacía varios kilómetros que el desquiciado tamborileo del bongó había cesado, y el coche estaba en silencio—. Pon los Rolling Stones —dijo—. ¿Te gustan?
       —Lo que sea —dijo él, y rebuscó en la pila de casetes que ella había colocado en el asiento de cuero que había entre ambos. Intentó recordar una canción de los Rolling Stones, pero fue incapaz. Desde luego, había bebido demasiado.
       —Pon Let it Bleed[2], en honor de la valiente liebre que dio su vida para que pudiéramos ver el Gran Cañón y cometer adulterio.
       Frances ni siquiera lo miró.
       La cosa se ha jodido, pensó. De pronto, Frances era otra persona. Howard se dijo que lo mejor que podía hacer era buscar la estación de autobuses de Flagstaff y dejar que ella siguiera conduciendo borracha toda la noche y no volver a verla. Eso era lo que haría un hombre inteligente.
       —Estaba bromeando con lo de Let it Bleed. —Frances sorbió por la nariz—. No está aquí. Pon un poco más de salsa y sirve un poco de ginebra. Enseguida veremos las luces de Flagstaff. Seguramente allí habrá algo que te hará feliz. ¿No es un lugar famoso?
       —No lo sé —dijo Howard, y luego, en voz baja añadió—: Eso espero.
       —Y yo también, cariño —dijo Frances mientras le acercaba el vaso vacío para que lo llenara—. De lo contrario, habrá que hacer algo para que lo sea.

       En unas galerías comerciales de Flagstaff encontraron un restaurante japonés oscuro y pequeño que daba a una amplia avenida colapsada de tráfico. Howard estaba harto de comida mexicana y espaguetis, y quería pescado aunque tuviera que comerlo crudo. Comprendió que nunca sería un auténtico hombre del Oeste; necesitaba ver el océano una vez por semana, y los productos del mar eran más sanos. Aunque mientras buscaban un restaurante, con el surgir de los semáforos en la lejanía teñida de azul, también comprendió que ya había estado en Flagstaff: en los ochenta, en un viaje de diez días en el que toda la familia Cameron cruzó el país de costa a costa con destino a Disneylandia. Lo había olvidado. Aunque, naturalmente, nada se veía igual. Las calles eran ahora el doble de anchas, y había miles de moteles y hamburgueserías y túneles de lavado. Qué raro era haber estado en aquel sitio y que se le hubiera borrado del todo. También era posible, desde luego —y ya estaba comenzando a olvidar de nuevo el recuerdo—, que sólo lo hubiera soñado; a lo mejor lo había visto en la tele.
       Desde la mesa de falsa teca que había junto a la ventana, Frances había comenzado a observar el teléfono público que había delante del aparcamiento. Quería llamar a Ed. No tardaría en irse a la cama, aunque sobre las cumbres de las montañas aún había luz en el cielo. No se acordaba de la última vez que le había llamado. Y le sabía mal haberse emborrachado, le sabía mal haber atropellado a una liebre, le sabía mal haberse olvidado completamente de su marido. Era tan poco habitual sentir aquella libertad, y follar con alguien que no le importaba lo más mínimo, o, ya puestos, follar. Le hacía perder el norte, la incomodaba.
       Howard estaba comiendo un tempura de lubina y se alegró de que se fuera a llamar por teléfono. Frances salió a la cálida noche y se quedó junto al Lincoln para llamar por el móvil. En uno de los pequeños locales del centro comercial habían instalado una comisaría de policía. A través de las ventanas se podía ver a los policías sentados a sus mesas, hablando por teléfono y escribiendo bajo los fluorescentes. Dentro, de pie, había un negro joven con las manos a la espalda, que parecía llevar esposas. Lo acompañaban dos agentes que se reían, como si hubiera dicho algo gracioso.
       —Hola, cariño —le dijo a Ed en tono alegre a través de la distancia. Quería parecer optimista—. ¿Adivinas quién soy? Estoy en Flagstaff.
       —Sí. ¿Y? —dijo Ed—. ¿Dónde está eso, en Tejas?
       Ed sufría una enfermedad de la sangre muy poco habitual que hacía que sus huesos se desintegraran desde las puntas de los pies hacia arriba, y sufría mucho. Tomaba esferoides y mantenía una estricta dieta que le hacía estar permanentemente hambriento o sentir náuseas, por lo que siempre estaba de mal humor. Cuando conoció a Ed, que tenía quince años más que ella, era un hombre fuerte como un caballo de carreras y tenía su propio negocio de motos acuáticas. Ahora no podía trabajar, y sólo miraba la tele y tomaba sus medicinas.
       —No, tonto, está en Arizona —dijo Frances—. Pero adivina adonde voy. No te lo creerás.
       Se preguntó si no habría dicho «Adivina adónde vamos».
       —A Bulgaria —dijo Ed—. A Irán. No sé. ¿A quién le importa? Yo no voy a estar.
       —Al Gran Cañón —dijo ella aparentando entusiasmo. Sintió que en su boca aparecía una sonrisa involuntaria. De pie junto a un gran Lincoln de color rojo, sonreía por Ed.
       En el lado de Ed hubo un silencio.
       —El Gran Cañón —volvió a decir ella—. ¿No es estupendo? Mañana lo veré.
       Tenía que andarse con cuidado con los detalles. Podía decir que estaba con una de las lesbianas. A Ed eso le parecería un desmadre.
       —¿Y qué? —dijo Ed en tono irritable—. Lo ves, ¿y luego qué?
       —La verdad es que no lo sé.
       Otro silencio. Algo había distraído a Ed; probablemente, el partido de los Red Sox. A Frances se le pasó por la cabeza decirle: «Me voy al Gran Cañón con un hombre con el que follo cada noche y que tiene la polla tan dura como un mango de azada.» Sin embargo, que eso fuera cierto no hacía más interesante a Howard. Lo mismo habría dado que la tuviera gelatinosa.
       Contempló la comisaría, muy iluminada. El policía uniformado guiaba al negro esposado hacia una jaula de alambre que había al fondo de la sala. Parecía una jaula para animales. De pronto se sintió muy abatida y temió echarse a llorar y que Ed lo oyera gracias al teléfono. Su padre siempre decía que la ginebra hacía que las mujeres jodieran, luego lloraran y después riñeran. Tenía que mantenerse lejos de la ginebra. Ed, desde luego, aún era un hombre apuesto: un irlandés de Boston, grandullón, tosco, de ojos azules, cuya vida, por desgracia, no le había hecho feliz. Aunque amaba a Frances. Ella lo sabía. Era una pena. Últimamente, le había dado por cultivar hortensias en el jardín trasero, lo que a ella le parecía bien.
       —Ojalá pudieras ver el Gran Cañón conmigo, cariño.
       —A lo mejor cojo un avión esta noche —dijo Ed en tono sarcástico, y soltó una risilla seca y entrecortada.
       —¡Sería estupendo! Vendría a recogerte.
       —A lo mejor podría tirarme del avión —dijo Ed en tono amargo—. Eso también sería estupendo, ¿verdad?
       —No, cariño. No lo sería.
       Inesperadamente, vio salir a Howard del restaurante, que estaba al otro lado del aparcamiento, con un palillo en la boca. Echó un vistazo a la calle abarrotada y a continuación se puso a caminar por la acera de las galerías comerciales. Pasó justo delante de la comisaría. Dos de los agentes que estaba sentados dentro dejaron de trabajar y le miraron por la ventana. Howard tenía una pinta rara: alto y desgarbado, parecía un personaje salido de los años cincuenta.
       Pero ¿adónde iba? A Frances el corazón le latió tres veces muy deprisa, luego dos más. ¿Se estaría largando? ¿Estaría cruzando la estación de servicio Arco para pedirle a alguien que le llevara de vuelta? El corazón le percutió tres veces más mientras observaba cómo Howard caminaba con sus andares casi garbosos y su corte de pelo de Forrest Gump (estaba ridículo con sus pantalones cortos de felpa, su enorme camiseta y sus zapatillas sin calcetines). Pero Frances sintió pánico, como si delante de ella se desarrollara un desastre y no pudiese impedirlo. Como cuando había atropellado a la liebre. Patapum, patapum, el corazón se le aceleraba. Se dio cuenta de que, aunque tanto le daba que se fuera, verle marcharse la había dejado casi paralizada.
       —¡Oh, Dios mío, quédate aquí! —dijo.
       —Los pies se me están desintegrando. Probablemente, no viviré otro año. No estoy para viajes —dijo Ed.
       —¿Qué?
       —¿Es que no me has oído? —dijo Ed—. He dicho que…
       Cuando Howard alcanzó el semicírculo de asfalto que había delante de la estación de servicio, giró a la izquierda, hacia el teléfono público, y comenzó a marcar números, aunque mientras lo hacía estiró el cuello hacia donde ella se encontraba, y le sonrió de teléfono a teléfono; los dos llamaban a sus cónyuges para informarles de dónde estaban, sin mencionar la parte esencial de la historia. Desde luego, la vida no debería ser así, se dijo Frances. La vida debería jugarse con las cartas boca arriba. Se dijo que ojalá estuviera sola en aquella ciudad y no hubiera mentiras. Qué estupendo sería. Estar sola en Flagstaff.
       —A lo mejor no sabes lo que es estar hasta los cojones —dijo Ed furioso.
       —Lo siento, cariño, ¿qué me decías? No te desmorones. Ojalá pudieras estar aquí conmigo, en mitad de la pradera.
       —La pradera me suda la pera —gruñó Ed. Algo le había puesto de mal humor—. Nuestro matrimonio es lo que se desmorona.
       —No digas eso —dijo Frances.
       Intentaba apartar a Howard de su pensamiento y concentrarse en Ed, su marido, furioso con ella porque se había ido al Gran Cañón, furioso con ella porque lo estaba pasando bien, o lo intentaba, furioso con ella por ser ella y no él. Quizá no sabía lo que era estar hasta los cojones.
       —¿Por qué no tomas una pastilla y me llamas luego, cariño, de acuerdo?
       Miró a Howard, que ahora le daba la espalda y cabeceaba adelante y atrás. Hablaba lleno de animación con su mujer, que estaba en Connecticut. Mentía alegremente.
       —Tómate tú una pastilla —dijo Ed—. Y desaparece.
       —Eso no es muy amable.
       —Pero es lo que pienso —dijo Ed.
       —Te llamaré luego, cariño —dijo ella en voz baja.
       —Luego estaré durmiendo.
       —Entonces que duermas bien —dijo ella, y apagó el móvil.

       De nuevo en el oscuro desierto, Howard bajó la ventanilla para que entrara la fresca brisa. Frances había puesto una acuosa música electrónica new-age que lo estaba amodorrando. Se quitó los zapatos, inclinó la cabeza hacia atrás y quedó de cara al paisaje que había tras la barrera de la noche.
       De camino a Flagstaff, una franja de malestar había comenzado a ensancharse entre ellos, algo que no le gustaba nada a Howard. Era lo mismo que ocurría en tu lugar de trabajo. Sólo que, precisamente porque se trataba de tu lugar de trabajo, y no de tu vida real, no te veías obligado a seguir tratando con la persona que te resultaba desagradable, como le ocurría ahora con la loca de Frances. Cosa que explicaba por qué era tan bueno estar casado, al menos tal como él lo entendía: si te casabas con la persona adecuada (y él lo había hecho), no te llevabas sorpresas ni sustos desagradables. Cuanto más conocías a esa persona adecuada, mejor iban las cosas. Te gustaba ella y te gustaba la vida. La institución te llevaba a profundidades más profundas, y percibías cosas serias que de otro modo no percibirías. Te evitaba escapadas estúpidas e innecesarias, como aquel viajecito. Howard no llevaba casado el tiempo suficiente —sólo un año— para apreciar todo eso, pero comenzaba a hacerlo. Naturalmente, también era agradable ir por ahí con un coche grande y caro, rumbo a un lugar exótico y desconocido, donde pasarías la noche jodiendo con una mujer atractiva por la que no tendrías que preocuparte durante el resto de tu vida. Sin embargo, lamentaba no haberse subido a un autobús en Flagstaff. Lo más probable era que Frances se lo hubiera agradecido. Pero el caso es que se le olvidó hacerlo.
       De vez en cuando pasaban por alguna población escasamente iluminada. Luces desperdigadas, unos cuantos hombres en penumbra delante de un bar o una tienda que se caía a pedazos o junto a una hilera de camionetas, al parecer haciendo caso omiso de la carretera.
       —Indios —dijo Frances con autoridad. Había elevado su asiento y se había colocado más cerca del volante, con lo que parecía un piloto en miniatura en una cabina de mando iluminada en verde—. Estamos en la reserva hopi.
       —Entonces más vale que no pinchemos —dijo Howard.
       —Estoy segura de que nos tratarían bien.
       —Después de desvalijarnos el coche y matarnos. Es probable que tengas razón. Nos harían un entierro decente en algún túmulo. —Contempló la noche, donde una luz solitaria brillaba como un bote en el océano—. Llevo sangre india —dijo sin venir a cuento—. Mi padre era paiute, y mi madre se llamaba Sue. —Era un chiste que nunca le había parecido gracioso, pero que en aquel momento creía que podía resultar divertido—[3]. Mi madre se llama Sue de verdad. Sue Crosby —añadió.
       Ahora veía las cosas con más optimismo, Frances incluida. La franja de malestar parecía haberse disipado de pronto. Aunque no le volvía loco la pinta que tenía Frances con sus bermudas blancos (demasiado ajustados) y su blusa azul con aquella estúpida áncora pintada a mano. Parecía una pequeña polaca, alguien que vendía casuchas a otros polacos y se compraba la ropa en tiendas baratas. También la encontraba demasiado musculosa: parecía un miembro del equipo de gimnasia de Polonia. Alguien que se llamara Magda. No era un cuerpo que le entusiasmara tocar. Prefería mujeres más blandas, menos en forma, como su mujer. Aunque supuso que, como Frances era mayor, tenía que cuidarse más.
       Obedeciendo a un impulso, Howard alargó un brazo, cogió la mano derecha de Frances, que estaba sobre el volante, y la apretó con la suya.
       —Me apetecía hacerlo —dijo, aunque no era cierto.
       —Muy bien —dijo ella sin mirarle, sin apartar los ojos del túnel de luz.
       —Estaba pensando en esos japoneses del restaurante —dijo—. ¿No te parece raro? En Flagstaff. Indios. Desierto. Serpientes. Me pregunto cómo llegaron hasta allí.
       Apretó la mano de Frances para subrayar sus palabras. Odiaba la música electrónica, y la apagó antes de que le mareara.
       —Supongo que ahora están en todas partes —dijo Frances. Su voz rompió el nuevo silencio—. Les he vendido casas. Son simpáticos. Saben cuidar de sus cosas.
       —Como las lesbianas —dijo Howard—. Las lesbianas también son buenos propietarios.
       Frances se mordió el labio inferior, apretó los ojos, comprimió la cara y a continuación miró a Howard. Era su imitación de los japoneses.
       —A-pal-ta-men-to —dijo entre dientes.
       —Quelemos complal apaltamento pala siemple —dijo Howard, y los dos rieron. Era divertida, una faceta de ella que no conocía—. Eres estupenda —dijo. Y añadió—: Eres fabulosa.
       —Hombles a veces difíciles de complacel —dijo ella, aún con su voz de japonesa—. Demasiado difíciles.
       —Sí, pero vale la pena. ¿Verdad? ¿Vel-dad?
       Esa era su única imitación: el labio leporino. La gente siempre se tronchaba.
       —No sabel —dijo Frances—. Aún plonto. Más adelante sabel.
       Howard acercó la mano a sus pechos firmes, pequeños y puntiagudos, pero luego no supo muy bien qué hacer, pues ella seguía conduciendo y no hacía ademán de querer parar el coche y que pasara algo.
       —Si paras el coche te follaré ahora mismo en el asiento delantero. —Howard apretó el botón de enderezar el asiento, como para probar que hablaba en serio.
       —Ahola no buen plan —dijo ella, todavía imitando el japonés—. Contén diagón fulioso. Lo bueno llega siemple a homble que sabe espelal. Hacel glan plomesa.
       —Glan plomesa, sí, no lo dudes —dijo Howard.
       Le acarició los pechos, se inclinó hacia ella, olió el perfume que se había puesto en Flagstaff y, de nuevo, no supo muy bien qué hacer. Mantuvo la mano en sus pechos unos momentos más, hasta que comenzó a sentirse violento; entonces reclinó de nuevo el asiento y siguió mirando por la ventanilla.

       Luego, durante largo rato, quizá una hora, permanecieron en silencio: Frances con la mirada fija en la carretera iluminada, Howard contemplando la linde del desierto. ¿Quién sabía lo que se ocultaba en aquella maleza oscura? Durante un tiempo meditó acerca de cómo sería la casa de Frances. Nunca la había visto, desde luego, pero supuso que sería una minúscula casa de madera blanca y techo verde, con falsas buhardillas y sin garaje, un lugar que ella pagaba con su dinero. Entonces pensó confusamente en Ed, al que no había dedicado un pensamiento en todo el día hasta que la vio telefonearle. Frances era, en el fondo, una persona muy formal, centrada en su familia, a pesar de la escapada que compartía con él. Era una persona capaz que sabía hacerse cargo de las cosas y se ganaba bien la vida. No se le podía exigir que todo encajara perfectamente para la conveniencia de Ed. Follar con él, por ejemplo: eso no encajaba. Pero todo el mundo necesita ser capaz de hacer cosas poco habituales: estar casado y follar con alguien que no sea su cónyuge. Aun cuando tenga que mentir. No tenía sentido herir a la gente por razones que ellos no podían controlar, ni tú tampoco. Sólo porque alguna cosa no encaja en la tienda de campaña, no tiras la tienda a la basura.
       Se había hecho una imagen mental bastante clara de Ed, a pesar de no haberle visto nunca. Le veía como un hombre corpulento, desgarbado, sin afeitar, vestido de gris y con los zapatos sin atar, alguien que antaño había sido fuerte físicamente, incluso hasta el punto de intimidar, pero que ya no había vuelto a ser el de antes, y se había convertido en alguien hosco y capaz de decir cosas crueles e injustas a personas inocentes, y todo porque su vida no había sido perfecta. Relacionaba la expresión «cara de palo» y el rostro ofendido y triste del famoso actor Lon Chaney Jr. con Ed y con su ausencia de vida sexual —o eso había dado a entender Frances.
       Cada vez que Howard pensaba en Ed, acababa imaginando que se enfrentaban. Él permanecía frío y sereno, mientras que Ed estaba furioso y desconcertado. Él intentaba mostrarse generoso y amigable, pero, inevitablemente, Ed hablaba de modo cortante y sarcástico. Él intentaba hacerle comprender que Frances le amaba de verdad, pero que a veces había que montar otras tiendas de campaña. Y, al final, siempre se hacía necesario darle una patada en el culo a Ed, aunque no lo bastante fuerte como para hacerle daño. Luego, cuando sus respectivos matrimonios se hubieran arreglado y hubiera pasado el tiempo, él y Ed se harían amigos a regañadientes basándose en que los dos compartían la misma visión de la realidad y el hecho de que a los dos les gustaba mucho la misma mujer. Se imaginaba asistiendo al funeral de Ed de pie, con aspecto solemne, al fondo de una iglesia católica.
       Más allá de las luces de los faros, las figuras de un hombre y una mujer aparecieron en el arcén del carril contrario, al principio eran pequeñas y borrosas, pero luego se destacaron claramente de la oscuridad; caminaban juntas y eran tremendamente reales. Eran indios, iban pobremente vestidos y avanzaban en dirección contraria. El hombre y la mujer observaron el gran coche rojo cuando pasó a toda velocidad. El hombre llevaba una camisa color turquesa brillante y una cinta rojiza en el pelo, y la mujer un delgado vestido gris. Al instante desaparecieron.
       —Esos eran nuestros antiguos espíritus —dijo Frances. Llevaba mucho rato en silencio, y sus palabras transmitieron una inesperada gravedad—. Es una señal. Pero no sé de qué. Yo diría que de algo nada bueno.
       Howard dejó de pensar en Ed.
       —Supongo que como iban en dirección contraria, no hemos podido recoger a nuestros antiguos espíritus y llevarlos. Dejarlos en alguna tienda abierta toda la noche.
       —Venían del lugar al que vamos nosotros —proclamó Frances con voz grave.
       —¿El Gran Cañón?
       —Es un lugar completamente espiritual. Ya te he contado que los indios creían que era la puerta del inframundo.
       —A lo mejor también vemos a Teddy Roosevelt. —Howard se sintió satisfecho consigo mismo—. Deberíamos dar media vuelta y preguntarles qué más tenemos que ver.
       —No los encontraríamos —dijo Frances—. Ya no estarán.
       —¿Que ya no estarán? ¿Quieres decir que se habrán esfumado?
       —Puede. —Frances le miró gravemente. Sabía que ella no le tenía en buen concepto—. Quiero decirte una cosa, ¿entendido?
       Volvió la vista hacia la vertiginosa línea central. Más adelante había una ristra de luces blancas: ojalá sea un motel, pensó Howard. Era mucho después de las once, y de pronto se sintió muy cansado. A lo mejor aquellos dos indios eran los fantasmas del cansancio, aunque era raro que los dos los hubieran visto.
       —Si me ocurre algo —dijo Frances sin esperar respuesta—. Quiero decir, si me da un ataque al corazón cuando estemos en el motel, o en el coche, o si me caigo muerta, ¿sabes lo que espero que hagas?
       —Llamar a Ed —dijo Howard—. Confesarlo todo.
       —Eso es lo que no quiero que hagas —dijo ella. Hablaba con tanta seguridad que su voz sonaba nerviosa. Sus ojos encontraron los de él en el interior iluminado de verde—. Quiero que te quede claro. Simplemente, te vas. Me dejas allí. Habría que dar demasiadas explicaciones. Simplemente, esfúmate, como esos indios. De todos modos, estaré muerta, ¿entendido?
       —¡Qué tonterías! —dijo Howard. Ya podía ver las letras mágicas: M-O-T-E-L—. No me vengas con chorradas. No sé qué ha pasado mientras hablabas con Ed, pero no hace falta que empieces a planear tu funeral. ¡Joder!
       En aquel momento, la única conversación seria que quería mantener era sobre sexo. Era muy tarde. De nuevo lamentó estar allí.
       —Prométemelo —dijo Frances, que le miró a los ojos sin dejar de conducir.
       —No te prometo nada —dijo—. Sólo te prometo hacerte pasar un buen rato si conseguimos salir de este coche fúnebre y encontrar una cama.
       Era evidente que ella hablaba muy en serio. Sólo que él no era de los que se irían sin más en un caso así, y no tenía sentido prometer nada. Su familia le había dado una educación demasiado buena para hacer eso.
       —¿Sabes lo que haría si un coche te atropellara o te partiera un rayo? —dijo Frances.
       —Deja que lo adivine.
       —No hace falta. Hay algunas complicaciones que más vale evitar. No sabes a qué me refiero, ¿verdad?
       El letrero del motel quedaba a la derecha. A la izquierda —como un pequeño oasis— había un neón rojo sangre que decía CASINO, con luces giratorias azules como las de los coches de policía en lo alto, y debajo una gran serpiente de cascabel también de neón rojo, enroscada y a punto de morder. Debajo de la serpiente había unas letras de neón que decían DÉLE UN BOCADO A LA SUERTE. El casino no era más que un cubo de poca altura, sin ventanas, con una sola puerta en el medio, y aparcados delante había un montón de rancheras, furgonetas y un par de coches de policía.
       —Mujeles a veces difíciles de complacel —dijo Howard imitando el japonés, tan sólo para romper el ambiente luctuoso.
       —Me gustaría que hicieras lo que te he pedido —dijo Frances, decepcionada.
       Salió de la carretera y se dirigió hacia el aparcamiento del motel. En él se veía una oficina iluminada, dentro de la cual había un hombre tras un mostrador que hablaba por teléfono. Los habitáculos, en fila detrás de la oficina, eran tipis de estuco blanco con falsos postes que surgían entre falsos orificios de ventilación. Había diez, todos iguales, con una ventana redonda a cada lado de la puerta principal. Otros dos coches estaban aparcados delante de sus respectivos habitáculos. Se veía luz en las ventanas.
       —Si tienes un ataque al corazón —dijo Howard—, prometo llevar tu cadáver de vuelta a Willamantic. Igual que hicieron con… ¿Quién fue? El presidente Kennedy.
       —Entonces eres un idiota —dijo Frances, que se detuvo delante de la oficina mirando al frente, disgustada.
       —Pero soy tu idiota. Al menos esta noche —dijo Howard.
       Salió del coche en un santiamén y sus zapatillas de deporte pisaron la grava; vio con sorpresa que a su alrededor el cielo mostraba un cegador brillo de estrellas. Un fuerte olor a desinfectante impregnaba todo el aparcamiento, y del casino llegaba música country. Frances siguió hablando dentro del coche —insistía en que tenía que abandonar su cadáver—, pero él no la oyó. Levantó la vista y aspiró el áspero olor a desinfectante hasta lo más profundo de los pulmones. Fue un alivio. Habían hecho demasiados kilómetros. Para empezar, aquella idea era una tontería. Lo único que quería era que ella no hablara más de ataques al corazón ni de muertes y se centrara en el motivo del viaje. La gente hablaba y hablaba y nada de lo que decía tenía la menor importancia. Era igual que cuando un comprador se arrepentía. Pero mañana sería diferente, por mucho que te preocuparas del presente. Había que sobrellevarlo. Pensó por un momento en el hecho de que le hubieran nombrado agente del año. Por un instante le hizo feliz.

       Desde el asiento del conductor, Frances observaba una enorme rata de larga cola que molestaba a una serpiente que lo único que quería era cruzar la zona de grava desde la línea de tipis hasta la maleza donde comenzaba el desierto. El letrero del motel emitía un zumbido que hacía que el aparcamiento cubierto de luz pareciera electrificado, y permitía ver aquella pequeña escaramuza. No tenía ni idea de que ocurrieran cosas como esa. Creía que la serpiente era el enemigo natural de la rata, y físicamente superior a ella. Que era la rata la que tenía que temer a la serpiente. Pero ahí estaba la sorprendente verdad. Mientras miraba por la ventanilla, la serpiente se detuvo varias veces, se enroscó y atacó a la rata, que se echó atrás sobre sus patitas traseras como un semental en miniatura y bailó a su alrededor. Y la serpiente, cada vez que fallaba, comenzaba otra vez a reptar hacia la vegetación y las sombras. La rata la seguía casi con desgana, mordisqueándola y saltando hacia atrás, y luego mordisqueándola un poco más, como si conociera personalmente a la serpiente. Al final Frances bajó la ventanilla para ver si hacían ruido, si la serpiente hacía sonar los anillos o se oía algún siseo o algún gruñido. Pero la música country procedente del casino estaba demasiado alta. Al final la serpiente llegó a la linde de la grava y desapareció, y la rata, una vez cumplida su tarea, cruzó el aparcamiento en un correteo y se desvaneció bajo uno de los tipis. Frances esperó que no les asignaran precisamente aquel.
       Frances se sentía extraña esperando allí, otra persona: no era la agente inmobiliaria de Nowhereburg, Connecticut, especializada en gente que compraba su primera vivienda y en apartamentos rehabilitados. Hija. Esposa. Poseedora de un diploma de vendedora al por menor obtenido en una acreditada escuela municipal para adultos. En cierto modo, pensó, aquel tipo era perfecto para ella, a pesar de sus muchos defectos. ¿Acaso no conservamos siempre nuestra personalidad? ¿Acaso debemos desear sólo a personas con las que congeniamos? Ella le deseaba, sobre todo después de haber bebido tanto. Era tal como su padre había dicho. Y, de todos modos, ¿por qué no desearlo? La vida a veces no consistía en otra cosa que en satisfacer algún impulso, después de lo cual todo era más sencillo.
       Y el adulterio —se sentía a gusto cuando sus pensamientos estaban bien enlazados— era el acto que liberaba, borraba; incluso se borraba a sí mismo en cuanto el acto en sí había acabado. Imaginaba que a veces debía de borrar más que a sí mismo. Y a veces, sin duda, borraba todo cuanto lo rodeaba. Era un remedio para las dolencias que no podían curarse de otro modo, pero también era un peligro, por lo que debía ser cauta. En cualquier caso, aquella noche lo agradecía. Y como pensaba todo eso, sabía que debía tener razón.
       Howard salió de la oficina del motel balanceando la llave de un tipi adelante y atrás, y con una sonrisa chulesca. Frances se preguntó cuántas veces lo habría hecho. Lo hacía con toda naturalidad, y no es que a ella le importara una mierda. Ella nunca lo había hecho, y, sin embargo, se sentía a gusto, como si lo hubiese hecho siempre.
       —Conduce hasta el último tipi —dijo Howard mientras se inclinaba hacia delante con las manos sobre las rodillas—. Y, si quieres visitar el casino, el Gran Jefe Cara de Póquer me ha dado dos vales para tomar una copa.
       —Sólo quiero echar un polvo, eso es todo —dijo Frances. Miró por la otra ventanilla—. No quiero jugar a las tragaperras.
       Howard entrecerró los ojos, y las comisuras de su boca grande y bobalicona se alzaron de manera imperceptible. No era guapo: llevaba el pelo rapado y tenía las orejas y la boca demasiado grandes. Parecía un payaso. Aunque, probablemente, eso era lo que extasiaba a su mujer: era un marido que nadie deseaba demasiado, pero capaz de obrar maravillas.
       Howard metió la mano por la ventanilla, la ahuecó y tocó uno de los pechos de Frances. No parecería tener propósito alguno. No era más que un gesto sin objeto de despreocupada familiaridad.
       —Lleva a esta criatura al otro lado del aparcamiento y lo haremos en el coche —dijo con voz ronca y teatral. Sus pequeños ojos señalaron el otro extremo de la grava—. Nadie lo verá.
       Por la nariz soltó una risita carente de humor.
       —Esperaré.
       —No hay problema —dijo Howard, que se incorporó y respiró hondo.
       —Bien —dijo ella—. Estoy preparada para que no haya ningún problema.
       Puso el motor en marcha y comenzó a retroceder.

       Frances sabía exactamente lo que le gustaba. Le gustaba que le mirara fijamente. Le gustaba que se metiera su polla en la boca, y, en el momento en que lo hacía, levantara la mirada hacia él. «Ahora te haré esto», era lo que eso significaba. Era una especie de burdo compromiso matrimonial. A Howard también le gustaba su voz. Con la voz, con cualquier cosa que le dijera cuando le susurraba, era capaz de hacerle eyacular. Así de simple. Incluso podía hacerlo con su respiración. De modo que tenía que ir con cuidado. Aunque lo que quería no era correrse. Era un tipo inteligente. Quería estar dentro de ella, trajinarla por la cama siguiendo sus indicaciones, seguir y seguir y seguir hasta que correrse fuera sólo una manera de acabar, cuando ya la cosa dejaba de ser interesante. Era extraño ser inteligente en la cama y no en lo demás. Frances se dijo que era obra suya; ella le había inventado, le había convertido en alguien que le servía para algo. La verdadera inteligencia de Howard consistía en no resistirse.
       Sólo que en el angosto y asfixiante tipi, con la cortina de rayón sobre la puerta y las cucarachas correteando por el suelo y el aire oliendo a insecticida, él quiso poseerla demasiado rápida y violentamente —de manera repentina, escandalosa—, como si deseara librarla de aquello que la atenazaba, hacerlo todo él. Como si fuera su deber. A golpes. Sin más. A Frances no le dio tiempo a manejarlo con la voz, ni a atraerlo lentamente, ni a hacerlo maniobrar a su antojo. A lo bruto, hasta que se acabó. Y, de nuevo, qué raro le pareció que aquel hombre se hubiera fijado en ella; hubiera sabido que algo andaba mal y se hubiera puesto a arreglarlo con tanta habilidad. Aquello era intimidad. Cierta clase de intimidad. Sí.
       Aunque a lo mejor, desde luego —Frances yacía en la granulosa oscuridad y Howard se había quedado dormido al instante, como un leño, a su lado—, él no había hecho más que lo que ella había expresado en el coche: «Sólo quiero echar un polvo.» Eso era lo que había dicho. Cualquiera podía comprender lo que eso significaba. Ella era quien lo había orquestado todo, no él. Ella no había sido consciente de ello. Él, simplemente, había dejado que Frances lo utilizara —esa era la palabra—, que fuera el instrumento que ella necesitaba para arreglar, vaciar, acabar, deshacerse de algo… lo que fuera. Lo cierto era que no se conocían tan bien. Se había equivocado con lo de la intimidad.
       En el aparcamiento oyó voces de hombre que hablaban y reían, seguidas de ruido de portezuelas de coche cerrándose y motores poniéndose en marcha y neumáticos aplastando gravilla. A lo lejos se oyó de pronto una estruendosa música country, como si alguien hubiera abierto una puerta. Luego la música quedó amortiguada, y se dio cuenta de que la llevaba oyendo un rato sin notarlo. Alguien gritó «Uuuuiiiii» y un coche se alejó a toda pastilla. Había traído la botella de ginebra del coche, y la cogió de la mesilla, desenroscó el tapón y echó un pequeño trago, sólo para matar el sabor a papel viejo e insecticida. Y a continuación no pudo dejar de preguntarse, con desgana, lo que ya sabía: ¿Aquello había acabado realmente? ¿No podría seguir un poco más después de aquella noche, sin necesidad de un destino fijo? Aquello tenía su pequeño lado bueno. Los dos entendían algo. La gente acababa las cosas demasiado pronto, les faltaba paciencia cuando podían seguir. Si verdaderamente se borraban a sí mismos el uno con el otro, podían continuar indefinidamente. O, por lo menos, ella. Y supuso que Howard no se resistiría. Le alegró ver las cosas de ese modo, era más de lo que esperaba de aquella noche. Una sorpresa encontrada en la oscuridad.

       Sobre la entrada de cemento de su tipi había unas doscientas cucarachas pardas aniquiladas por el insecticida que alguien había echado por debajo de la puerta mientras dormían. Pisarlas no era agradable. Una india barría las que estaban delante de los otros tipis y las recogía con una pala de plástico. Un indio joven con una cola de caballo estaba a su lado, la miraba y hablaba en voz baja. El único coche que, aparte del suyo, había en el aparcamiento era un abollado Camaro negro que tenía llamas amarillas pintadas a los lados y una rueda de repuesto en la parte de atrás.
       El sol calentaba, aunque una fresca brisa otoñal sacudía el polvo de las capotas en dirección al casino, delante del cual aún había aparcados varios coches y camiones. Eran las ocho. Un pequeño rectángulo de neón, que antes quedaba invisible sobre el letrero de DÉLE UN BOCADO A LA SUERTE, rezaba SE SIRVEN DESAYUNOS. Las luces azules del coche de policía estaban apagadas.
       Howard se dijo que desayunar era una buena idea. Estaba sin camisa a la entrada del tipi, y le dolían los ojos. No encontraba la camisa en el suelo de la habitación a oscuras. Pero sería un alivio —incluso sin camisa— desayunar en el casino vacío mientras Frances seguía durmiendo. En un casino ya habían visto de todo. Se traería un café y lo pagaría con los vales para bebidas.
       Encima del letrero de DÉLE UN BOCADO A LA SUERTE unas montañas parduscas y peladas se recortaban nítidamente contra el cielo frío. La noche anterior no las habían visto. Desde luego, en el Este no se veían paisajes como aquel, allí sólo había árboles y nubes y un cielo neblinoso y menos imponente, incluso junto al océano. Así que no estaba mal: el viaje les había llevado a un lugar en el que el aire era más limpio, más puro; a un hermoso desierto en el que sólo podían sobrevivir los indios. Y un poco más allá, en alguna parte, estaba el Gran Cañón: el gran hoyo de erosión que tanto deseaba ver Frances y que ahora no parecía quitarle el sueño. Quizá se olvidaría del asunto y querría regresar a la convención.
       Salió al aparcamiento sin camisa y con los shorts de felpa y las zapatillas de deporte. Al otro lado de la carretera, junto al casino, había una pequeña capilla de listones blancos y aspecto nuevo, con su campanario y unos vitrales de colores que parecían de plástico, todo rodeado por una valla que también parecía de plástico. Por si hay que celebrar una boda rápida, se dijo Howard, por si tienes suerte en el casino y acabas con una esposa. Igual que en Atlantic City. Estaba seguro de que también era propiedad de los indios. Un cartel de madera colocado sobre la cerca que rodeaba su jardín carente de césped rezaba: JESÚ MURIÓ POR TUS PECADOS, lo que le hizo acordarse de que su familia había sido cristiana. Los Cameron: presbiterianos de algún lugar de Escocia.[4] Ahora ya no eran cristianos en sentido estricto. El domingo era el día que todos dedicaban a sí mismos. Pero eran unas personas estupendas. A su padre siempre le agradaba ver una iglesia.
       Sin saber por qué, ver aquella feísima capilla le hizo considerar que la vida, en el mejor de los casos, poseía una entidad pequeña y apenas perceptible; y, sin embargo, era también una entidad condenadamente importante. Y podías echar a perder tu entidad antes de darte cuenta. Y también se le ocurrió que, sin duda, cuando estabas en pleno proceso de echar a perder la tuya, el paisaje de tus sentimientos era exactamente igual que el jodido paisaje que tenía delante. Árido, vacío, cegador, gélido, extraño, en el que se hacía difícil respirar. Y todo lo que le rodeaba era el verdadero infierno, se dijo, y no el infierno subterráneo del que le había hablado su padre. La brisa alcanzó su pecho desnudo, y le provocó un escalofrío que le dejó rígido. Un autobús Greyhound pasó a toda velocidad por la carretera, levantó polvo y un tipo se asomó por la puerta del casino a mirar. El simple hecho de estar allí, se dijo Howard, era suficiente para ponerte los pelos de punta, y hacerte desear que Jesús estuviera de tu parte, antes de que fueras víctima de algo terrible, de una desesperación de la que no podrías escapar por ser tan pequeño e insignificante. O peor. Sintió que odiar a aquel lugar estaba completamente justificado. Le alegró que su padre no estuviera presente. El autobús se volvió una mota en la carretera rumbo al sur. Tenía que conseguir que Frances se olvidara del Gran Cañón y se pusiera detrás de aquel autobús de vuelta a Phoenix. Él sólo había venido por el paseo, para hacerle compañía. Él no había sido el instigador de nada de todo aquello.

       Cuando Frances salió del tipi, la recibieron la intensa luz y la fresca brisa. Parecía cansada. La blusa azul con el áncora estaba arrugada, y no llevaba los pendientes con los zafiros, mostrando sólo los agujeros. Aunque se la veía feliz. Se había duchado y peinado hacia atrás, y en la mano llevaba el bolso y la botella de ginebra. Parecía más joven, y como si no supiera muy bien dónde estaba y no le importara. Fuera lo que fuese lo que había pasado la noche anterior, no la había dejado insatisfecha, aunque él no podía recordar gran cosa, excepto que no había durado mucho y que se había quedado dormido.
       Howard había traído dos cafés en vasos de plástico del casino y estaba sentado sobre el guardabarros del Lincoln, hojeando la guía del Gran Cañón. Había encontrado la camisa y se sentía mejor, aunque tenía ganas de irse.
       —¿A punto para irnos?
       Frances miró a su alrededor: el aparcamiento vacío, las montañas. Le sonrió al cielo de puro azul mientras se tomaba el café. Tenía la garganta congestionada y no dejaba de aclarársela. Le costaba mantenerse en pie, casi no podía abrir los ojos y tenía la cara hinchada.
       —Dispuesto a ir donde sea —dijo Howard, que esperaba que fuera a Phoenix, aunque no quería insistir.
       —¿No es bonito esto? —Frances parpadeó con el vaso en los labios—. ¿Eres feliz?
       —Me siento de primera.
       —Ayer por la noche —dijo ella. Parecía confusa—. ¿Sabes? ¿Después de que te durmieras? Me desperté, y no tenía ni idea de dónde estaba. Ni siquiera sabía quién eras. Fue muy raro. Supongo que por culpa de la ginebra. Pero me puse de rodillas y te miré fijamente a la cara. Pude sentir tu aliento en mis ojos. Me quedé un buen rato mirándote. Me alegro de que no te despertaras. Habrías pensado que te estaban operando.
       —O que estaba muerto.
       —Sí. O eso. —Se fijó en los escarabajos muertos que aún quedaban por barrer a las puertas de los tipis—. ¡Oh, vaya! —dijo—. Mira eso.
       —¿Quién creías que era? —dijo Howard mientras se levantaba del guardabarros.
       —No lo sé —dijo ella, que seguía mirando los escarabajos que había en torno a sus pies—. No pensaba que fueras nadie. Podrías haber sido un animal. Podrías haber cambiado de forma.
       —¿Pensaste que era Ed?
       —No. —Metió la mano en el bolso para coger las llaves del coche y con la punta de su zapato color rosa empujó unos cuantos escarabajos—. No os parecéis en nada.
       —Yo no puedo saberlo.
       —No. No puedes saberlo —dijo ella. Parecía enfadada y echó a andar hacia el coche—. Vamos —dijo—. Se nos hace tarde.

       Un kilómetro después del motel, había un cartel verde que indicaba SOUTH RIM. 150 KILÓMETROS. Allí se desviaron y Howard puso el casete de Tito Puente; a continuación recordó lo que era y lo apagó. Justo en ese momento la carretera comenzó a ascender y aparecieron tiendas de campaña y más autocares de turistas en ambos sentidos. El paisaje que iba quedando a sus pies se veía más plano y sin vegetación, rosáceo como una escultura de arena y, se dijo Howard, totalmente distinto del aspecto que tenía cuando estaba abajo, cuando le había parecido hostil y aterrador. Cuando pensaba que era el infierno.
       Frances sacó una cámara fotográfica, uno de esos modelos brillantes y clónicos diseñados por los japoneses para que parezcan serios y profesionales, pero que, de hecho, son baratos. Durante el ascenso Frances se detuvo tres veces y le hizo salir para poder sacar una foto del desierto. Dos veces hizo que le sacara una foto, y posó encogiendo el cuello, rígida y bizqueando delante de un muro de contención de piedra. Otra vez retrató a Howard, y otra hizo que un hombre de Michigan les sacara una foto juntos con el cielo vacío detrás.
       —Éstas podrían utilizarse en el tribunal de divorcios —dijo Frances cuando el hombre de Michigan aún podía oírlos—. Te daré los negativos y puedes destruirlos. Yo sólo quiero una copia.
       Howard recordó lo poco que le gustaban los lugares turísticos, donde no veías nada que no hubieran visto antes diez millones de palurdos, y todo estaba lleno de mierda y de pintadas. Ir allí no tenía ningún sentido. El sentido del viaje había acabado la noche anterior. Lo de ahora era perder el tiempo.
       Frances se quedó al lado del coche estudiando la cámara, que intentó poner en automático, pero no supo. Segura de sí misma, la cámara hacía sus ruiditos de rigor, el runruneo, el chasquido, el suspiro.
       —Ya tenemos otra foto de mi mano —dijo Frances.
       —No creo que llegue hasta el Gran Cañón —dijo Howard. Frances estaba ahora distinta, iba más al grano. Cambiaba a cada ahora. Necesitabas un programa.
       —Todavía no lo has visto —dijo ella, levantó la cámara y apuntó hacia el muro de contención y el perfecto azul mate del vacío. Se oyó de nuevo el runruneo, el chasquido y el suspiro—. Hay que verlo para creerlo. Yo tampoco lo he visto, claro. Sólo en fotos.
       —Mí no conocel —dijo Howard, pero no sonó muy japonés. Sonaba más a indio, a indio estúpido.
       Frances sonrió con esfuerzo mientras ponía la cámara del revés y leía algo que había en su parte inferior.
       —Bueno, ya lo conocerás. —Meneó la cabeza, se metió la cámara en el bolso y rodeó el coche para irse—. Entonces querrás las fotos. Me pagarás por ellas. Habrás presenciado algo que nunca habías visto ni esperado ver. Y me lo agradecerás durante todo el viaje de vuelta a Phoenix.

       A Frances le encantaba que el aire se volviera más frío, que cambiara la vegetación, que hubiera pequeños pinos que surgían de la hierba de la seca y rocosa montaña. Le encantaba que el suelo cubierto de maleza del desierto pareciera desde arriba una de esas pinturas de arena que hacían los indios: capas de rojos, rosas, azules y negros que no había visto cuando estaba en medio. Esa era la lección que se aprendía al aire libre, se dijo: que muchas de las cosas que existían quedaban ocultas entre lo que veías; y que había que ser cauto con todo lo que dábamos por sentado. Era algo que la llenaba de esperanza. Tenía que salir más de excursión. Vender casas no era realmente salir de excursión.
       Frances seguía detestando, y no podía quitárselo de la cabeza casi tres semanas después, que Howard le hubiera dicho que era buena en la cama, como si fuera un número de circo y él le diera una puntuación y quizá la aplaudiera. Howard era su error, por mucho que intentara verlo de otra manera, o intentara hacerle feliz. Se dijo que una cosa era —y quizá no estaba mal— follar con Howard en un hotel junto a la interestatal, y otra muy distinta —y mucho peor— irse hasta Phoenix con él, conocerlo mucho mejor, corriendo el riesgo de que te pillaran y te echaran, y seguir pensando que la cosa podía salir bien. Era estúpido, estúpido llevarlo al Gran Cañón, teniendo en cuenta que era de esas personas reservadas y quejosas que ven los toros desde la barrera. Ed habría sido mejor. Ed habría sido mejor porque, aunque ya no hacían el amor, al menos, durante una época, fue una buena persona. Como ser humano, Howard no le había llegado ni a la altura de los zapatos desde el principio. Frances se dijo que no había leído la letra pequeña.
       Observó a Howard, que estaba con la mente en blanco, con las largas y blancas piernas sin vello extendidas delante de él como zancos, con las pálidas rodillas muy lejos de los shorts, con los pies enormes con uñas gigantes y grises y duras como el tungsteno, y con aquella cara blanda y sin carácter, y las cejas tupidas y descuidadas. Y su corte de pelo de jugador de baloncesto. ¿Cómo se le había ocurrido liarse con él? No era interesante, ni inteligente, ni amable, ni profundo, ni guapo. Era un palo con patas. Y allí arriba, donde todo era natural y prístino, te dabas cuenta. Y no le gustaba. La verdadera naturaleza revelaba la verdadera naturaleza de todo.
       Pero mientras conducía aquel coche grande de jefe de bomberos por la empinada y serpeante carretera, a cuya derecha, a menos de seis metros, había un precipicio que caía a plomo sobre el desierto, Frances comprendió que no iba a permitir que Howard le echara a perder otro día con su actitud de capullo gilipollas aguafiestas y quejica. Se sentía eufórica… Casi estaba mareada. Aquella sensación le bajó hasta el vientre, y liberó algo, un espíritu que no sabía que estuviera allí, y mucho menos que estuviera encerrado y atrapado. ¡Y aún estaba en la carretera, ni siquiera había llegado al cañón! ¿Cómo se sentiría cuando pudiera salir, dar diez pasos y encontrarse ante aquel espacio que se extendía a kilómetros y kilómetros de distancia? No podía ni imaginárselo. Un profundo hoyo en la tierra. Las grandes maravillas poseían el poder de liberar todo lo que había en ti que aún no era libre. Era algo sobre lo que escribían los poetas. Sólo las minucias de la vida cotidiana, que te lastran y aplastan —cocinar, conducir, hablar por teléfono, hacer que los desconocidos y los seres amados te entiendan, vender casas, cuadrar las cuentas, pararte en el vídeo club—, te hacían olvidar las infinitas posibilidades de la vida.
       Probablemente, se desmayaría. Desde luego, se quedaría sin habla, y a continuación lloraría. Cabía la posibilidad de que deseara mudarse allí de inmediato, que comprendiera que su vida había sido un error y comenzara a ponerle remedio. Por eso se mudaba la gente a las que les vendía casas, para irse a un lugar donde pudieran vivir mejor. Tomaban la decisión —al menos los que no se veían obligados a hacerlo por un infortunio— de ser ellos y no otros quienes gobernaran sus vidas.
       —Esos indios eran navajos —dijo Howard, que contemplaba el abismo que había más allá del arcén derecho de la carretera. Había estado pensando—. No hopis, ¿entendido? Lo leí en tu guía del Gran Cañón esta mañana, mientras dormías.
       —Tanto da —dijo ella.
       —¿Te doy miedo? —dijo Howard.
       Frances redujo la velocidad siguiendo el ritmo del tráfico.
       —¿Que si me das miedo? —dijo—. ¿Me estás amenazando o algo parecido?
       —No lo sé —dijo él.
       —La verdad es que en este momento no se me ocurre cómo me podrías dar miedo.
       Estaban entrando en el pueblo de South Rim, Arizona, que parecía ser una población completamente distinta de cualquier otra. Un millar de personas vivían al borde del Gran Cañón: iban de compras, al dentista, miraban la tele, compartían coche para ir a trabajar… ¡y todo allí mismo! Quizá al cabo de un mes le parecería como Connecticut, aunque no era probable.
       —¿Crees que alguna vez podrías casarte conmigo?
       Howard la miraba de una manera extraña.
       —No lo creo. —El coche avanzaba muy lentamente, y ella tenía la mirada puesta en el tráfico—. Para empezar, ya estoy casada. Y tú ya estás casado. Y estamos casados con otras personas.
       —Así que no ha sido más que follar y ya está. Métemela y adiós.
       No prestaba atención, sólo hablaba por hablar. Aburrido.
       —Más bien métemela y dame un buen meneo. ¿Sabes?
       Contempló la matrícula del Explorer que tenía delante. Maine. Un Tesoro Natural. ¿Qué era eso?
       —Y dime, ¿te sientes culpable?
       —Me siento… —Calló. Fuera lo que fuera lo que estaba a punto de decir, podía poner en peligro su primera mirada al Gran Cañón, simplemente, porque podía provocar una respuesta estúpida por parte de Howard. Y muy pocas cosas valiosas ocurrían ya por primera vez, de modo que no tenía intención de echar a perder aquella a causa de un montón de palabrería estúpida. ¿Por qué no estaba con ella Meredith, su compañera de habitación que murió de cáncer, en lugar de aquel tipo? Meredith habría disfrutado de aquel viaje—. Las comunicaciones se suspenden durante un tiempo, ¿entendido? —Le sonrió de manera poco amigable—. Quiero que mires el Gran Cañón. No más preguntas esta mañana.
       —Funcionará. Lo que sea —dijo Howard, que bajó el brazo hasta el pie y se hurgó en una uña como si fuera a arrancársela.
       Quizá, se dijo Frances, incluso se estaba perjudicando por relacionarse con ese hombre. Posiblemente, representaba una amenaza que se hurgara la uña de ese modo. ¿En qué estaría pensando? En algo siniestro. En cuanto salieran del coche le daría una excusa para ir al servicio y se escaparía. Llamaría a la policía y les diría que la estaba acosando. Que volviera a Phoenix solo y patético. Imaginó la expresión de dolor de su esposa, vista como un espectro en el cielo nocturno de Phoenix hacía dos noches. Que se lo quedara.
       —¿Crees que las cosas son complicadas o simples? —dijo Howard, aún ocupado con su uña.
       —Simples —dijo ella.
       —Mmm. Lo suponía —dijo él con desgana—. Yo también.
       —Ya me he dado cuenta.
       —Sí —dijo él, y se enderezó para ver el tráfico—. Muy bien.

       Al entrar en el pueblo de South Rim se entraba también en el Parque Nacional. Los coches debían seguir unas carreteras pavimentadas de un solo sentido, de las que no podías desviarte y que serpenteaban a través de bonitos pinares en los que el tráfico rápidamente se colapsaba. Pero todos los conductores eran pacientes, y no tocaban la bocina ni trataban de dar media vuelta. Ésa era la única respuesta al problema de las multitudes: flujo ordenado, antes de entrar dejen salir, aparcamiento organizado, no salga del vehículo. De otro modo la gente iría en coche justo hasta el borde, saldría y dejaría el coche allí durante horas, igual que si estuviera en un centro comercial. Cuando se había imaginado la visita, no había tráfico, llegaba con un caballo de crin blanca, se detenía en el borde y se quedaba mirando durante horas, a solas con sus pensamientos.
       —La realidad se reduce a mover gente de un lado a otro —dijo Howard. Había desplazado el asiento hacia adelante, tenía las rodillas dobladas hacia arriba y contemplaba el tráfico, absorto—. Lo que tú o yo vemos o hacemos no viene al caso. La gente tiene que moverse o el sistema se desmorona. —Se rascó la coronilla de su pelo a cepillo, y a continuación se tocó la oreja—. La propiedad inmobiliaria es exactamente lo mismo. La gente se mueve a alguna parte, y nosotros le encontramos un lugar. Luego se mueven a otro sitio, y les encontramos otro lugar. Tanto da dónde estén al final… y eso es algo que no se nos enseña en la escuela, desde luego. Se supone que hemos de creer que donde estamos tiene alguna importancia. Pero es como la vida del tiburón. Hay que moverse constantemente.
       Asintió con la cabeza, como corroborando esa idea.
       —Creo que vienen aquí por muy buenas razones —dijo Frances. Lo que estaba pensando era que las caravanas y remolques ocupaban demasiado espacio. Se trataba de un problema de espacio abarrotado, no de movimiento. El Gran Cañón era un espacio abierto—. La gente no se mueve sólo por moverse. Yo no me moría de ganas de conducir y alguien ideó un Gran Cañón para mí. Eso es una estupidez.
       —La civilización —dijo Howard sin entusiasmo y sin prestar atención— viene hasta aquí, se entusiasma, se lo pasa bomba… La forman esos miles de personas. Esto es como un aeropuerto, no es un lugar de verdad. Si llegamos a ver el puto Gran Cañón, si no es sólo un mito, será lo mismo que estar en un aeropuerto. Mirarlo será como mirar una pista de aterrizaje en la que todos los aviones están alineados. Por eso prefiero quedarme en casa a que me lleven con el rebaño por aquí y por allá.
       Aspiró el aire por sus anchas fosas nasales.
       Howard estaba empezando a echarlo todo a perder, tal como ella había temido, aunque se había prometido no permitírselo. Le miró y no pudo reprimir una mueca de desagrado. Necesitaba alejarse de aquel hombre. Sintió deseos de echarlo del coche de una patada. Eso habría sido un gesto histérico, y le habría dado a Howard un susto de muerte. Tendría que procurar no hacerle caso un rato más, hasta que salieran del coche. Tuvo una desagradable imagen mental de Howard agitándose salvajemente encima de ella en aquel horrible y mugriento tipi, con cucarachas por todo el suelo y sin televisión. ¿Cómo había podido acabar todo tan mal? Tan hermoso como había parecido en sus pensamientos. ¿Dónde tenía el cerebro? ¿Tan desesperada estaba?
       —Ahí está ese indio del motel. —Howard señaló a un joven con una larga cola de caballo que llevaba téjanos y una camiseta verde. Cruzaba el soleado aparcamiento, en el que un guarda forestal con sombrero de pico, de pie junto a un pequeño tabuco, dirigía el tráfico. El indio estaba con los turistas que salían del aparcamiento y subían por un camino pavimentado que Frances supo que conducía hasta el borde del cañón. Una buena idea, se dijo. Ahora era demasiado tarde para echarlo a perder—. Quizá es uno de los antiguos espíritus. —Howard sonrió burlón—. A lo mejor es nuestro guía espiritual al Gran Cañón.
       —Cállate —dijo Frances, que giró y se colocó en un sitio vacío entre otros coches y caravanas aparcados. Las familias abandonaban los vehículos y echaban a andar hacia donde se había dirigido el indio. Algunos iban deprisa, como si no pudieran esperar más. Así se sentía ella—. Podrías ir a comprar unos bocadillos. Me reuniré contigo dentro de un rato.
       Se echó la cámara al cuello, ansiosa por salir.
       —Me parece que no. —Howard abrió la puerta con el pie y comenzó a extender sus largas piernas—. No me lo quiero perder. ¿Alguna vez has estado junto a un solar en construcción y mirado dentro del hoyo? Esto será lo mismo. Será cojonudo.
       Ella le miró fríamente. Una brisa fresca que olía a pino atravesó suavemente el coche. Había mucha más gente que venía a admirar las fabulosas vistas, la grandeza espiritual y el esplendor natural. Sería con ellos con quienes vería por primera vez el cañón. No con aquel soplapollas. Cuando le diera pasaporte, él decidiría que había sido idea suya. Pero dentro de una hora aquel tipo sería historia, y podría disfrutar del viaje de vuelta a Phoenix sola. Lo que pensaba hacer no le llevaría mucho tiempo.

       Howard observó que colina abajo, entre los pinos, lejos de la zona por donde caminaban los turistas, había una especie de barracones con largas ventanas con mosquiteras, pintadas de beige para que se confundieran con el paisaje. Eran dormitorios. Como ir a un campamento de baloncesto en las Catskills. Una pareja de adolescentes acarreaba un colchón de un barracón a otro, riendo. Te acostumbrabas, se dijo. Probablemente, iban pasando los días y al final ni te dabas cuenta de que estabas en el Gran Cañón ni pensabas en él. Era exactamente como trabajar en un aeropuerto.
       Frances caminaba muy deprisa, sin prestarle atención. Howard se dijo que allí arriba habría alguien de su empresa, gente que les reconocería y que en un santiamén se daría cuenta de lo que pasaba. Él y Frances cantaban como una almeja. Siempre acababan pillándote. Su padre siempre decía que no importaba quién supiera lo que hacías, que lo único importante era lo que hacías. Y lo que ellos hacían era follar y pasearse en un coche de alquiler en horas de trabajo, lo que, probablemente, era un delito federal. Además, parecía que ahora Frances no le tenía mucha simpatía, aunque él no entendía qué había hecho mal, como no fuera haberse corrido demasiado pronto en aquel motel y luego quedarse roque. Era completamente feliz allí, con ella, feliz de participar en aquello siempre y cuando no se quedaran todo el día. Se dio cuenta de que tenía hambre.
       Mientras subías por el sendero, era difícil adivinar que allá arriba había algo que ver, sólo una pared de roca de poca altura donde la gente se paraba, y un enorme cielo azul detrás. Un pequeño avión monomotor avanzaba lento en el cielo.
       Y, de pronto, de manera extraordinariamente repentina, allí estaba: en el Gran Cañón, junto a Frances, que ya se había llevado la cámara a la cara. Y, quisieras o no, aquello te sorprendía: ver todo el Gran Cañón justo delante de ti, abriéndose en su amplia extensión, inmenso e insondable, sumido en un imponente e invisible silencio, y dejando escapar una columna de aire frío como si fuera un pozo gigante. Te dejaba sin habla.
       —No quiero que digas ni una palabra —dijo Frances.
       Ya no miraba a través de su cámara, sino que estaba contemplando el cañón, fijamente, como si lo inhalara. Le daba el sol en la cara. Parecía en éxtasis.
       Él, sin embargo, quería decir algo. Era natural querer expresar aquello con palabras de tu propia cosecha. Sólo que, de pie junto a Frances, al instante tuvo la sensación de estar haciendo algo malo, de que había abordado aquella contemplación de manera equivocada, de que ni siquiera estaba bien situado e incluso de que miraba aquel condenado cañón como no había que hacerlo. Y tuvo la sensación de que, aunque estuviera viéndolo todo, había algo que en realidad no podía ver, de que se estaba perdiendo algo. ¡Se estaba perdiendo todo el Gran Cañón!
       Por supuesto, la manera correcta de mirarlo sería verlo todo de una sola vez, asimilar todo su efecto, igual que parecía hacerlo Frances. Sólo que era demasiado grande para poder enfocarlo todo. Demasiado grande y demasiado complicado. Tuvo ganas de dar media vuelta, volver al coche y marcharse por donde había venido. Para prepararse de nuevo.
       Aunque mientras miraba en silencio aquella plana meseta parda y el abismo cortado a pico que había al otro lado —no se podía saber muy bien a qué distancia se hallaba, pues la perspectiva estaba distorsionada—, se dijo que era exactamente como esperaba a partir de las fotos que había visto en el instituto. Era una atracción turística. Algo que ir a ver. Era inmensamente grande. Pero ya lo habían visto millones de personas, de modo que parecía una cosa un poco inútil. Algo negativo. No se parecía al océano, que tenía una utilidad. Nadie necesitaba el Gran Cañón para nada. Como mucho, imaginó, supondría un terrible impedimento para alguien que quisiera llegar al otro lado. Pero no parecía muy acertado hacerle ese comentario a Frances, que, probablemente, estaba teniendo una experiencia religiosa. Se pondría hecha un basilisco. Lo mejor que podía decir era que se trataba de un lugar realmente silencioso. Nunca había estado en un lugar tan silencioso. Y no se parecía en nada a un aeropuerto. Aunque volar en aquel pequeño avión era, probablemente, la mejor manera de verlo.
       La gente a la que habían seguido por el sendero se dirigía ahora hacia los telescopios situados en un pequeño afloramiento rocoso que sobresalía de la pared. Todos soltaban emocionadas exclamaciones, y casi todos llevaban cámara de vídeo para grabar el espacio vacío. Supuso que un poco más allá habría un hotel rústico y algunas tiendas de recuerdos, una galería de arte y un IMAX que te enseñaría lo que podías ver por ti mismo desde donde se encontraba ahora.
       Howard todavía no había abierto la boca, pero quería decir algo, para que Frances supiera que pensaba que valía la pena haber venido. Pero no quería volver a enfurecerla. Para ella era algo importante. Llegar hasta allí les había costado tiempo y esfuerzo. Ella sería capaz de disfrutarlo aunque a él no le interesara especialmente. Ahora ya no habría manera de que ella le contagiara su interés; aunque mientras subían en coche hasta allí Howard había pensado que, al menos, deberían intentar seguir con su aventura cuando reemprendieran su vida habitual, convertirla en algo regular, solucionar los problemas logísticos. Eso estaría bien. Sólo que ahora parecía que durante el camino de vuelta ni siquiera se hablarían. ¿Por qué preocuparse, pues?
       En la pasarela mirador, que los demás turistas seguían rumbo a los telescopios y restaurantes, vio otra vez al muchacho indio del motel. Hablaba por un móvil y asentía mientras se dirigía hacia los demás. Howard decidió que era un guía de pago, no un guía espiritual. Alguien que vendía abalorios y baratijas para ganarse el pan.
       —¿Qué te parece ahora? —dijo por fin Frances con voz ronca y reverente, como si se hallara en mitad de una experiencia religiosa. Le daba la espalda. Contemplaba el inmenso espacio callado del cañón. Estaban solos. Los tres últimos turistas se alejaban, charlando—. Pensé que lloraría, pero no puedo.
       —Es, más o menos, lo opuesto a las propiedades inmobiliarias, ¿verdad? —dijo Howard, cosa que parecía una interesante observación—. Es grande, pero está vacío.
       Frances se volvió hacia él, ceñuda y con los ojos entrecerrados en un gesto de irritación.
       —¿Es eso lo que piensas? ¿Que es grande pero está vacío? ¿Crees que está vacío? ¿Ves el Gran Cañón y te parece vacío? —Se volvió a mirar el Gran Cañón, como si éste pudiera entender lo que decía—. Supongo que el cielo también te decepcionaría.
       Howard se dio cuenta de que no había sido una observación interesante. Se acercó al muro de piedra, hasta que sus rodillas desnudas tocaron las piedras e hizo lo que supuso que ella quería. Ahora, en el fondo del cañón, veía un diminuto río blanco, lejano, muy lejano. Y a continuación distinguió algunas personas que se veían muy pequeñas y seguían unos senderos que había a los lados del cañón. En cuanto distinguías a uno, te dabas cuenta de que eran bastantes: llevaban camisas de colores claros y se movían como insectos. Pero bajar era de tontos. Allí abajo no verías nada que no pudieras ver mejor desde arriba. Allí abajo sólo habría serpientes venenosas y un mortífero camino de vuelta, a no ser que enviaran un helicóptero a buscarte.
       —¿Qué río es? —dijo.
       —¡A quién le importa qué jodido río es ése! —le espetó Frances—. Es el Ganges. El río no es lo importante. Pero vale, lo entiendo. Tú crees que está vacío. Para mí está lleno. Tú y yo somos, simplemente, distintos.
       —¿Y de qué está lleno? —dijo Howard. Volvió a aparecer el pequeño avión, que sobrevolaba lentamente el cañón. Probablemente, era una patrulla de la policía, se dijo. Aunque ¿qué delito podías cometer allí?
       —Está lleno de energía curativa —dijo Frances—. Elimina todos los malos pensamientos. Ya no estoy harta de todo. —Contemplaba el aire vacío y frío, y parecía hablarle al cañón, no a Howard—. Me hace sentirme igual que cuando era niña —dijo en voz baja—. No sé cómo expresarlo. Es algo que tiene su propio lenguaje.
       —Estupendo —dijo Howard, y, sin saber por qué, pensó en los dos juntos en la cama la noche anterior, en la mirada que le había dirigido ella cuando se la metió. Se preguntó si estaba mirando el cañón de la misma manera. Eso esperaba.
       —He de hacer lo que está prohibido —dijo Frances, y echó una rápida mirada de reconocimiento hacia los demás visitantes, que ahora jugueteaban con sus cámaras de vídeo y hacían cola en torno a los telescopios que había al final del camino—. Tienes que sacarme una foto con el cañón detrás de mí. No quiero que salga este muro. Sólo yo y el cañón. ¿Me la sacarás? —Le entregó la cámara, se subió al muro de contención de piedra, de borde plano, y se volvió hacia la amplia cornisa de roca y piedras sueltas que había justo abajo—. Probablemente, ni siquiera puedes ver el cañón desde donde estás, ¿verdad? Eres alto, pero aún estás demasiado bajo.
       Howard sujetaba la cámara y miraba a Frances, a la espera de que encontrara el lugar adecuado para posar.
       Había numerosos carteles de madera hechos a mano con unas letras blancas y claras que decían: POR FAVOR, NO SUBIRSE NI SALTAR EL MURO. ES PELIGROSO. OCURREN MUCHOS ACCIDENTES. Ella veía esos carteles. Sabe leer, se dijo Howard. No quería iniciar otra discusión.
       —Tendré que romper algunas normas más —dijo Frances desde lo alto del muro, y comenzó a bajar al otro lado de la pared hasta que sus zapatillas rosa tocaron el suelo. Él la miró por encima del muro. Unos pinos de poca altura salían de la árida tierra, en la que asomaban sus raíces. Había otras huellas visibles. Mucha gente se había paseado por donde ella estaba. Medio enterrada en la tierra había una pequeña funda amarilla de película fotográfica. También había un paquete de cigarrillos rojo y blanco arrugado—. Sólo quiero ir un poco más allá —añadió, y levantó la vista hacia él, abrió mucho los ojos y sonrió. Se sentía feliz, aunque se había ensuciado los shorts blancos y las zapatillas rosa.
       Howard se pasó la correa de la cámara por el cuello para que no se le cayera.
       —Quiero que en la foto sólo salgamos yo y el cañón. Nada más. Mira ahora por el visor. Atento a lo que ves cuando me encuentres. —Con una sonrisa radiante retrocedió hacia los pequeños pinos; entrecerraba los ojos a causa del sol—. ¿Estoy bien aquí?
       —Ve con cuidado —dijo Howard, que acercó a su cara el pequeño visor acolchado; sentía la cámara caliente contra su nariz.
       —¿Bien? —dijo ella. Howard aún no la había encontrado—. Esto será estupendo. Este cañón es realmente joven, sólo parece viejo. ¡Joder!
       Fijó los pequeños corchetes negros de la lente en ella, o, al menos, en el lugar en que pensaba que estaría… donde estaba hacía un momento. Pero no la vio. La buscó con la lente a derecha e izquierda, arriba y abajo. Bajó la cámara para ver adonde se había ido.
       —¿Dónde te has metido? —dijo.
       Howard sonreía, pero ella había desaparecido. El lugar que había fijado con el visor estaba allí, reconocible gracias a una mata de pinos más alta que sobresalía: pinos piñoneros, recordó el nombre de haberlo visto en alguna parte. Pero Frances ya no ocupaba ese espacio. Sólo veía el aire despejado y soleado, y, lejos, la superficie parda, roja y púrpura de la pared opuesta del cañón, y la extensión de tierra plana que había encima. Una gran distancia. Una distancia imposible.
       —¿Frances? —dijo, y se quedó esperando con la cámara ingrávida en las manos. Apenas había pronunciado su nombre, en todas las veces, todas las horas. ¿Cómo la había llamado? No se acordaba. Quizá no utilizaban nombres. «¡Joder!» Howard había oído esa palabra. Estaba en su memoria. De todos modos, no estaba seguro de no haberla dicho él. ¿Qué significaba?
       Se quedó inmóvil y escrutó el lugar que había ocupado Frances Bilandic, tras el cual había un inmenso espacio vacío. Aparecería. De un salto.
       —¿Frances? —volvió a decir, casi sin ganas de hablar, pero esperando oír su voz. Oyó el zumbido lejano del avión de la patrulla. Levantó la vista, pero no pudo verlo. Apretaba las rodillas y los muslos contra la pared de piedra. Todo parecía de lo más agradable. Miró hacia la izquierda, donde había visto a los diminutos humanos de camisa blanca avanzando lentamente por las paredes del cañón. Se dijo que uno o varios de ellos levantarían la mirada hacia donde él estaba. Por un instante, esperó ver a Frances donde estaban ellos. Pero no estaba, ni ellos levantaban la vista. Allí nadie se fijaba en los demás.
       Y ninguno de los visitantes que estaban en la parte inferior del sendero caminaba en su dirección. Estaba solo, nadie le miraba. Colocó la cámara sobre la parte superior del muro y comenzó a saltarlo, primero una rodilla y luego otra; se arañó la espinilla, pero aterrizando sobre la tierra polvorienta donde se suponía que estaba Frances, más allá de la funda de película y el paquete de cigarrillos. Dio un paso entre las piedras sueltas, y le llegó un olor cálido y familiar, como a orina. Pero tras cuatro cautelosos pasos (allí podía haber serpientes) se encontró en un repentino borde recortado que daba a una sima.
       Y fue en ese momento cuando sintió unos fuertes latidos en las sienes, una sacudida en el corazón, y la respiración se le tornó superficial, difícil, extrañamente ronca, y en sus oídos comenzó a oír un rugido, como si hubiera corrido y gritado para llegar allí. Y ahora estaba de rodillas y puños como un animal, como si así pudiera respirar mejor, y miraba por encima del borde escabroso, hacia abajo, hacia aquel infinito abismo… desde luego, no hacia adonde brillaba el río blanco. Pero lejos. Al menos había sesenta metros hasta el lugar en el que la pared lateral de roca y tierra del cañón interrumpía su caída a plomo y formaba un saliente de poco más de un metro antes de proseguir con su infinita caída hacia el fondo. Había rocas y más matas de pinos, y un árbol: un cedro anfractuoso de aspecto asiático que brotaba inclinado de la tierra y la piedra, en un ángulo tal que haría que con el tiempo acabara cayendo. Y justo ahí, en la base inclinada de ese antiguo cedro, estaba Frances, sesenta metros por debajo de él.
       Lo primero que vio fue su cara, que al sol le pareció redonda y reluciente. Lo miraba fijamente, y daba la impresión de tener los ojos abiertos, aunque el resto —los bermudas blancos, la blusa azul de lona con el ancla, las piernas y los brazos desnudos— se entrecruzaban sobre ella de una manera absurda, como si primero hubiera caído la cara y luego todo lo demás. Parecía, de hecho, tener un brazo intacto pero separado del cuerpo.
       Y no se movía. Por un momento le pareció que la expresión de su cara había cambiado nada más verle. Pero eso no era probable, porque no volvió a cambiar. Por lo poco que él podía distinguir, su expresión nunca cambiaría.
       ¿Cuánto tiempo permaneció de rodillas entre las matas de pino y los cascotes y los papeles tirados y el olor a orina? No podía saberlo. Aunque no mucho. Lo primero que desapareció fue el rugido que oía. El corazón siguió latiéndole con fuerza, y, de pronto, pareció que dejaba de latir, después de lo cual le nació un sudor frío en el cuello y en el pelo que le manchó la camiseta. De nuevo miró a Frances, y, sin dejar de observar su cara blanquísima vuelta hacia arriba, intentó pensar qué podía hacer: ayudarla, salvarla, consolarla, subirla, darle lo que necesitaba, teniendo en cuenta donde estaba. Lo que fuera. Todo eso. ¿El qué? El tiempo no pasaba ni rápida ni lentamente. Sin embargo, él parecía disponer de todo el tiempo que necesitara, solo en la maleza, para decidir algo.
       Pero sabía que aquel momento no duraría. Howard volvió la vista hacia los telescopios, adonde habían ido los demás visitantes. No verían a Frances enseguida: estaba demasiado cerca de la pared del cañón, quedaba demasiado escondida entre las ramas del cedro. Resultaba demasiado sorprendente. Al principio la confundirían con lo que no era. Con una prenda de ropa. Nadie querría ver lo que había pasado. Todos querían ver algo completamente distinto.
       Aunque si alguien lo hubiera visto, ya estarían yendo hacia él, gritando, agitando los brazos, igual que se había sentido hacía diez minutos. Ya habría gente en el muro de contención mirando hacia abajo. También le verían, arrodillado como un animal, con su camiseta como una bandera blanca en la maleza. Y eso no tardaría en ocurrir. Tenía la cámara en lo alto del muro. Ahora tenía que moverse.
       Se apartó del borde del precipicio caminando sobre las manos y las rodillas, dio media vuelta y gateó entre las raíces de pino y los restos de presencia humana hasta la base del muro y su perfume de meados. Y como era tan alto, se puso en pie, y, asomándose por encima de la pared, pudo ver todo el trayecto hasta el camino de asfalto que conducía al aparcamiento, desde donde él y Frances habían seguido al gentío. Nadie venía por el sendero, ni nadie regresaba de la zona de los telescopios. Y en ese instante saltó el muro, y al hacerlo le dio una patada a la Pentax barata de Frances y la tiró al suelo.
       Se incorporó rápidamente. Ya estaba en el lado correcto del muro, el lado acertado, donde se suponía que debía quedarse el resto del mundo. Y allí no se sentía la fría brisa que se alzaba de la extensión abierta del cañón… no se sentía uno mal estando allí. Todo lo malo había ocurrido al otro lado. Ahora estaba allí. A salvo.
       Aunque muchas otras frases estaban a punto de surgir en su mente. Su significado exacto pronto estaría presente en su pensamiento. Se ha dado parte a las autoridades. Se ha pedido ayuda. Frances rescatada (aunque, por supuesto, estaba muerta). Las fuerzas que se encargaban de los terribles sucesos tenían que movilizarse, y movilizarse ya.
       Se quedó mirando la Pentax que estaba sobre el asfalto negro con lentejuelas, destrozada. Intentó recordar si aquella mañana ella le había sacado una foto en el coche, o en el motel la noche anterior, o en Phoenix, o en el mirador hacía una hora. Pero era incapaz de recordarlo. Su mente no estaba lo bastante serena para poder rememorar una cosa así, aunque sabía que deseaba con todas sus fuerzas que la respuesta fuera no, que ella no le hubiera sacado ninguna foto, y que la cámara se quedara donde estaba. (¿Aunque acaso no la había tocado?)
       Pero la respuesta era sí, su cara estaba en la cámara. Más de una vez. En ese momento se dio cuenta. Y, naturalmente, la había tocado. Y a pesar de que dentro de dos minutos o menos caminaría muy deprisa hacia el centro turístico, o la oficina de los guardas forestales, o adonde hiciera falta, y pediría ayuda, había que quitar la cámara de en medio. Puesto que todo lo que iba a ocurrir —lo que le iba a ocurrir a Frances, a él, a Mary, a Ed— dependía de lo que le pasara a esa cámara y de lo que contenía. Ahora era el momento clave —lo sabía por la televisión—, ahora que Frances estaba suspendida de cara al cielo vacío, y él aún podía salir indemne; ahora era el «período crítico», ese intervalo que, en una investigación policial, había que explicar, se ponía en entredicho, se miraba con lupa, sobre el que se volvía una y otra vez. Ese momento en sí mismo, y los momentos anteriores y posteriores, serían tenidos en cuenta una y otra vez para decidir si él había matado a Frances Bilandic y por qué eso se había hecho de pronto necesario. (¿Se había estropeado su aventurilla? ¿Una riña durante el desayuno? Una cuenta saldada. Un acto inexplicable de pasión o furia. Un simple error. Casi podías llegar a pensar que lo habías hecho, de tantos motivos como podían alegarse.)
       Una pena, se dijo, de pie ante la cámara negra, de lado sobre el asfalto negro, qué pena que no le hubiera sacado una foto a Frances justo en el momento en que desaparecía. Cuántos miles de palabras se hubieran ahorrado. «¡Joder!» Ésa fue su última palabra en este mundo, al parecer. Y él la había oído. Nadie más lo sabía. Estaba metido hasta el cuello en aquel asunto.
       Agarró la cámara y, por alguna razón que no acabó de comprender, retrocedió desde el borde del cañón hacia el aparcamiento, no hacia el pueblo turístico donde estaba la ayuda. Turistas entusiastas recién llegados al Gran Cañón salían del aparcamiento vestidos con pantalón corto y suéteres de vivos colores, llevaban cámaras y mochilas, y se reían al comentar lo que sería ver «un gran hoyo en el suelo». Le verían con la cámara de Frances en la mano. Pero en él no había nada sospechoso, sólo que era muy alto e iba solo. ¿Acaso su cara tenía un aspecto extraño? ¿Se le veía afligido?
       Había un teléfono público justo al borde del aparcamiento, donde comenzaba un pinar. Aún crecían allí unas flores silvestres de color rosa. Por supuesto, tenía que hacer la llamada. Al menos eso. Llamar a emergencias. Aunque ahora no se podía hacer una llamada anónima. Todo aparecía como en un fogonazo sobre una pantalla: «Howard Cameron desea informar de una muerte.» La respuesta sería instantánea. Y luego, ¿qué? Tenía que pensar; seguían pasando visitantes; reían. ¿Llamar y decir qué? ¿Explicar qué? ¿Confesar qué? (Pues lo único que había hecho había sido no sacar una foto.) Las posibilidades le palpitaron en la cara con un extraño ardor, como las ascuas sobre el fuego… algo que no está claro ni es palpable, pero sí real, lleno de peligro. Y era todo tan tan raro, no dejaba de pensar: habían llegado y ella se había caído. Y él no había querido ir.
       Miró hacia el otro lado del aparcamiento. El guarda forestal con su sombrero de campaña hacía pasar a los coches junto a su casita, se inclinaba hacia la ventanilla de los coches, sonreía y bromeaba con los pasajeros. El ver al guarda le hizo sentirse solo, le hizo anhelar encontrarse a muchos kilómetros de aquel lugar: en casa, despertándose, o echado en la cama, pensando en lo que haría durante el día, vender una casa, almorzar con un amigo, llamar a su madre, ir hasta el parque a lanzar un rato a la canasta, y luego, al anochecer, regresaría con alguien a quien amaba y le entendía. Todo eso era real. Todo eso era posible si no hacía la llamada.
       Aunque todo eso pronto se convertiría en el sueño de una vida que no volvería a vivir, pues con el tiempo acabarían atrapándolo. Lo pescarían. Uno nunca sale indemne de esas cosas. Y él había ido allí con Frances, aunque sólo fuera para follársela; había cometido absurdos errores de apreciación, de exceso, de intemperancia, de pasión, de miopía, de estupidez. Naturalmente, todo le había parecido lógico mientras lo hacía. Pero nadie lo vería de ese modo. Nadie se pondría de su parte, aunque cuando quedara claro y perfectamente demostrado que él no había empujado a Frances Bilandic por el precipicio (él estaba en la cámara, sus manos y sus pies, incluso sus uñas habían dejado rastro en la alfombrilla del coche, y le habían visto a menudo con ella en la convención). Aun cuando un tribunal le absolviera, seguiría siendo culpable de muchas cosas que poco importaba que hubiera hecho o no. Quién lo había hecho en realidad —Frances se lo había hecho a sí misma— no era más que una sutileza. Él lo había hecho.
       —Un follón, y menudo follón. —Les dijo esas palabras en voz alta a unos desconocidos que pasaron junto a él. Una joven que llevaba un bebé al estilo indio le lanzó una mirada y una sonrisa comprensiva—. Yo debería planear las cosas. No lo entiendo —dijo desesperado, porque ahora ya no había salida.
       De modo que, simplemente, se acercó al teléfono público, reluciente al sol de la mañana, se echó la correa de la cámara en torno a la muñeca y comenzó a poner en movimiento la complicada maquinaria de la responsabilidad.

       Más tarde, cuando fue a buscar el coche alquilado para mostrarle a la policía del parque cómo habían llegado al Gran Cañón, no estaba. Howard se quedó allí de pie, ataviado con sus pantalones y su camiseta, de nuevo en el caluroso aparcamiento, contemplando las luces traseras de los coches, las caravanas, las camionetas y los cuatro por cuatro. Caminó hasta la siguiente hilera marcada en amarillo —la que sabía que no era— y miró allí. No reconoció nada de lo que vio. El gran coche de jefe de bomberos había desaparecido. Parecía inconcebible. A la luz del sol, con los dos agentes mirándole, era como si se hubiera inventado lo del coche. Una lástima, se dijo, no haberlo hecho.
       —No sé —dijo, sintiéndose cansado, confuso, pero sonriendo de manera inexplicable, como si mintiera—. Lo dejamos justo aquí.
       Señaló un lugar donde alguien había aparcado un enorme Dodge Ram Charger de color blanco y vaciado los ceniceros sobre el asfalto. Extrañamente, se acordó del cedé de Tito Puente, de la botella de ginebra, del bolso de Frances, de su móvil y su guía. Todo había desaparecido con el coche.
       Uno de los agentes era una joven rubia, envarada, de poco cuello, no muy distinta de Frances Bilandic, pero vestida con un ajustado uniforme beige de talle alto y una limpia camiseta blanca bajo la chaqueta. Llevaba una pistola automática de culata negra absurdamente grande en lo alto de su rolliza cadera. Jorgensen era el nombre que se leía en su placa de latón.
       —¿Está seguro de que vino aquí con un coche alquilado? —dijo, levantando la mirada hacia Howard. Sus diminutos ojos azules parpadearon como si quisiera penetrar en él, ver su alma, localizar la fuente de la profunda aversión que estaba comenzando a experimentar hacia ese hombre. Howard se dijo que su estatura hacía que la gente lo encontrara desagradable. Aunque ¿quién no iba a dudar de su historia? Hasta él dudaba de ella. Nada parecía verdad.
       —Sí —dijo él, distraído—. Estoy seguro. —Vio volar un cuervo por encima del retazo de cielo que había sobre el aparcamiento—. Llame a la empresa de alquiler de coches. Fue ella quien lo alquiló. No yo.
       —¿Y qué empresa de alquiler de coches era? —dijo la agente Jorgensen, sin quitarle los ojos de encima, entrecerrándolos.
       —No lo sé —dijo él, y sonrió—. No lo sé exactamente.
       —¿Observó si alguien sospechoso les seguía?
       De pronto parecía casi comprensiva, como si no estuviera bien que alguien les siguiera. Ya que ella estaba dispuesta a mostrarse comprensiva, él se mostró dispuesto a rememorar lo ocurrido aquel día. Un día tan largo, tan complicado, donde habían sucedido cosas complejas y terribles. Y ahora el estúpido coche. Howard apenas podía creerse que aquel día hubiese comenzado delante de un tipi, en medio de una brisa fresca y soleada, observando a una india que barría cucarachas de la entrada, mientras Frances dormía. Se acordó del Camaro con llamas pintadas en los laterales y la rueda de recambio atrás. Y la pequeña capilla donde Jesús murió por los pecados de todos. Se acordó de Frances diciendo: «Esos eran nuestros antiguos espíritus» la noche anterior, pero no recordó qué le había hecho decirlo.
       —No, no creo que nadie nos siguiera —dijo, y negó con la cabeza. Volvió a mirar la hilera de luces traseras. Le pareció que ahora tendría que ver el Lincoln rojo. Estaría ahí, como la cartera en la mesa del vestíbulo, que está ahí pero se ha hecho invisible durante un momento. Pero no. Estaba lejos. Una cosa más difícil de concebir.
       Por supuesto, no había hecho lo que Frances le había pedido, como si ella lo hubiera previsto todo. Aquel día se acordó varias veces de su consejo, cuando durante unos momentos las sospechas recayeron sobre él; cuando un miembro de la patrulla de rescate que llevaba una camisa de cuadros le informó —en ese momento Howard comía un bocadillo— de que habían recuperado el cadáver de Frances mediante el uso de cables y un cesto metálico, sin la ayuda del helicóptero, y que el brazo izquierdo realmente había quedado separado del cuerpo; cuando se enteró de que su pariente más próximo había sido informado gracias a unas tarjetas que ella llevaba en una pequeña cartera decorada con abalorios, algo que él ni siquiera sabía; y cuando oyó el nombre de Ed (sorprendentemente, el apellido de Ed era Murphy); y cuando se pronunció el nombre de la Weiboldt Company, y luego el nombre de la mujer de Howard y de la ciudad en la que vivía, todo sonó bastante raro en la voz de unos desconocidos; y repitieron una y otra vez detalles referentes a las vidas que ahora quedaban afectadas, posiblemente destrozadas, incuestionablemente empeoradas, incluso ya imposibles a causa de algunos sucesos descaminados, y por su cuestionable decisión de responder por ellos. En diversos momentos —sentado en una silla metálica plegable en el interior de una oficina forrada de madera con una ventana que daba a un centro de visitantes nuevo, pero rústico— se dijo que había agravado un error con un error peor, y que debería haberse marchado sin decir nada, tal como había dicho Frances; no permitir que todo lo que estaba soportando saliera a la luz en un solo día, o mejor aún, no permitir que saliera nunca. Todo lo que había hecho aquellos dos días podría haber pasado inadvertido. Y en lugar de pasar por aquella situación de interminable angustia, podría haber estado en Phoenix considerando la mejor manera de olvidar lo ocurrido aquel día y cómo pasar la velada. Aunque, por supuesto, eso habría sido más duro. Mientras que lo que había hecho —quedarse, contarlo, aceptar las consecuencias— podía, de hecho, ser más fácil.
       Al final, antes incluso de que concluyera la tarde, quedó libre de toda sospecha y los agentes aceptaron la idea de un accidente. Howard lo había contado todo, había entregado la cámara casi agradecido, había soportado la desaprobación de los agentes, hasta que hubo algo en él, se dijo, algo realmente honesto en su estatura, algo en la paciencia con que permaneció sentado en la silla plegable, con los codos sobre las rodillas desnudas y los ojos sobre sus manazas vacías, y en la manera como explicó, no sin emoción, lo ocurrido: todo eso comenzó a parecer cierto, y casi, en un instante fugaz, interesante. De modo que, al fin, sin declararlo explícitamente, la policía aceptó su historia. Y en cuanto hubo transcurrido otra hora, y hubo rellenado y firmado tres impresos, y anotaron su dirección y le devolvieron su carné de conducir, y les dio los nombres de algunos de sus jefes y números de teléfono, se le informó de que podía marcharse. Vio que eran las tres de la tarde.
       Aunque no antes de haber hablado con Ed. La agente de policía le preguntó si quería hablar con él cuando ella le llamó, y pensó que la agente quería que lo hiciera, que era su deber, después de todo, dada su situación.
       —La verdad es que no entiendo todo esto —dijo Ed, que hablaba con voz lenta y ronca por la emoción. Howard se lo imaginó sentado en una habitación a oscuras, amargado y desaseado (más o menos el hombre con el que había imaginado que se peleaba a puñetazos: Lon Chaney Jr.)—. ¿Qué hace usted ahí?
       —Soy un amigo —dijo Howard en tono solemne—. Habíamos venido juntos.
       —¿Sólo eso? —dijo Ed—. ¿Un amigo?
       —Sí —dijo Howard, e hizo una pausa—. Eso. Básicamente.
       Ed soltó una seca carcajada sin alegría, y luego, quizá —Howard no estaba seguro—, sollozó.
       Quería decirle más cosas a Ed, pero ninguno de los dos parecía tener nada más que decir, ni siquiera «Lo siento». Y entonces Ed, simplemente, colgó.

       Por razones que Howard no entendió, un cabo de la Patrulla de Carreteras de Arizona sugirió que llevaran a Howard donde pudiera coger un autobús de vuelta a Phoenix. El cartel de DÉLE UN BOCADO A LA SUERTE estaba donde paraba el autobús. Pasaba uno, pero tardaría un poco. Aún conservaba los cupones del bar del motel si tenía que esperar.
       De camino, el agente se puso a hablar de todo lo divino y lo humano, aunque no de lo que había ocurrido aquel día. Era un hombre grande, de hombros cuadrados y pelo negro, cincuentón, con un rostro cuadrado, arrugado y de un atractivo bronceado, cuyo uniforme beige y sombrero de pico parecían llenar todo el asiento del conductor. Se llamaba Fitzgerald, y le interesó que Howard fuera agente inmobiliario, y que también lo fuera su amiga «fallecida». El agente Fitzgerald se había instalado en Arizona procedente de Pittsburgh muchos años atrás, pues en el Este había demasiada gente. Creía que la propiedad inmobiliaria era la medida y la clave de todo. La calidad de vida de todo el mundo se medía según el valor de la propiedad, sólo que al revés: cuanto más alto era el precio, peor la vida. Aunque, según él, la triste verdad era que dentro de poco tiempo todo lo que se veía (el agente Fitzgerald señaló el parabrisas, en dirección hacia donde Howard había visto aquella mañana el vasto y hermoso desierto de muchas capas y colores, pero que ahora se veía de un gris púrpura y brumoso) serían casas y aparcamientos y centros comerciales y oficinas y todos los males del mundo consustanciales al hecho de vivir demasiado cerca de tus vecinos: delincuencia, pobreza, riñas, engaños e insuficiente aire para respirar. Todo eso llegaría como una plaga, y ese apocalipsis no tardaría mucho. Ni toda la policía del mundo podría detener aquella invasión, dijo. Asintió en franco acuerdo consigo mismo.
       —Supongo que es usted bastante religioso, ¿verdad? —preguntó Howard.
       El agente Fitzgerald llevaba el sombrero muy calado sobre la frente, casi tocándole las gafas de sol.
       —Oh, no, no, no —dijo, y sus dientes grandes, rectos y blancos apretaron el labio inferior—. No hace falta ningún libro para saber lo que se nos avecina. Sólo hay que saber contar.
       —Supongo que tiene razón —dijo Howard, y, de pronto, se sintió incómodo llevando pantalones cortos en la solemne presencia de aquel hombre. Miró sus rodillas desnudas y vio que se había hecho una rascadura al saltar el muro después de la muerte de Frances. Al intentar escapar. Qué situación tan embarazosa. Se acordó de que Frances le dijo que él le manifestaría su agradecimiento todo el camino de vuelta a Phoenix. No recordaba por qué lo había dicho, ni cuándo. Entonces se acordó de la noche antes, cuando despertó y se la encontró de rodillas, mirándole fijamente a la cara en la oscuridad. Le llegó su aliento agrio, percibió su respiración agitada, como la de un animal. Creyó que iba a decirle algo, temió que le dijera cosas terribles —de él—, cosas que nunca olvidaría. Pero no dijo nada; simplemente, se le quedó mirando como si sus ojos abiertos hubieran perdido la vista. Al cabo de unos momentos se echó de lado y dijo: «No te conozco, ¿verdad? No te recuerdo.» Y él dijo: «No, no me conoces. No hemos sido presentados. Pero no pasa nada.» Entonces ella le dio la espalda, se puso de cara a la pared y se durmió. Por la mañana no recordaba casi nada. Él no quiso recordárselo. Se dijo que era una gentileza por su parte.
       Lo que hacías, sin duda cambiaba las cosas, pensó mientras el coche patrulla avanzaba a gran velocidad. Incluso la vista que se observaba desde la montaña se había visto transformada por lo ocurrido: ahora parecía menos hermosa. Pensó en su trabajo: lo perdería. Le darían la opción de despedirse, pero la cosa estaba clara: follar con una empleada de la misma empresa, una muerte violenta, un viaje clandestino en horas de trabajo cuando había otras prioridades; no había nada que hacer, estaba claro. Pensó en Mary: no le expresaría ninguno de sus verdaderos sentimientos, omitiría casi todos los detalles y la historia, intentaría que la cosa se olvidara con la esperanza de que eso fuera bastante. Procuraría que todo volviera a su lugar. También estaban sus padres: todos tendrían que madurar un poco.
       La última vez que había visto a Frances estaba colgada del pequeño cedro, con la mirada hacia arriba. Le impactó: el recuerdo, y el no haberla visto más. Le hizo sentirse injustamente tratado y solo, como si, más que lamentarla, le contrariara la ausencia de Frances. Podías alegrarte, desde luego, de que hubiera visto el Gran Cañón antes de que las casas, los centros comerciales, las autopistas y los edificios de cristal lo afearan. Aunque ella hubiera intentado que él no se sintiera a la altura de las circunstancias, que las cosas que a él le preocupaban no tuvieran importancia al lado de las cuestiones espirituales que a ella tanto la entusiasmaban, y por las que, desdichadamente, había dado la vida: la energía curativa.
       Pero todo eso no importaba. Mientras veía por el parabrisas el desierto llano y gris al atardecer, comprendió que, de hecho, muy poco de lo que sabía tenía importancia; y que, fuera lo que fuera lo que hubiera sentido aquel día —aunque las circunstancias hubieran sido mejores—, ahora ya no se le permitía sentirlo más. Quizá ya nunca volvería a sentirlo. Y que si a lo mejor le había gustado algo de todo aquello —sacar a relucir lo mejor de sí mismo en la experiencia—, ahora se lo habían arrebatado. Y así la vida, tan rauda como aquel coche que bajaba por la ladera de la montaña a toda velocidad rumbo a la oscuridad, parecía desaparecer de su alrededor. Borrarse. Y lo lamentaba mucho. Y tenía miedo, mucho miedo, aunque esa sensación no se pareciera a como siempre había imaginado que sería: algo, cuando menos, inesperado.



N. del T.:

[1] En algunas ciudades de los Estados Unidos funcionan estas «anti-crime lights»: consisten en una farola que lleva adosada una cámara de vídeo. El artilugio dispone de un botón que puede apretar el transeúnte: entonces se enciende una luz roja, suena una alarma, y el vídeo se conecta y envía la imagen directamente a comisaría.

[2] Literalmente, «Deja que se desangre».

[3] El chiste consiste en que «Sue» se pronuncia igual que «sioux», que es otra tribu india.

[4] En el siglo XVII, el predicador escocés Richard Cameron rompió su lealtad con Carlos II de Inglaterra. Sus seguidores fundaron la Iglesia Reformada Presbiteriana, de raíz calvinista




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