Richard Ford
(Jackson, Mississippi, 1944-)
Encuentro
(“Reunion”)
Originalmente publicado en The New Yorker (mayo 5, 2000)
A Multitude of Sins (2002)
Cuando vi a Mack Bolger, se encontraba al pie de las escaleras de mármol que utilizan los transeúntes para entrar y salir de la terraza interior del vestíbulo principal de la estación de Grand Central. Fue antes de la Navidad del año pasado, cuando tuvimos un clima tan templado y lluvioso que el espíritu parecía hallarse en otra estación.
Yo atajaba por la terminal, algo que hacía a menudo para volver a casa de la editorial en la que trabajaba, en la calle Cuarenta y uno. De hecho, iba a reunirme con un nuevo amigo en Billy’s. Eran las cuatro de la tarde de un viernes, y la inmensa estación estaba abarrotada de personas camino de alguna parte, cargadas con un montón de equipaje y valiosísimos paquetes, que gritaban saludos y adioses, agitaban los brazos, se abrazaban, se agarraban unas a otras con alegría. Otras estaban, simplemente, de pie, como Mack Bolger cuando le vi, con la vista perdida en el gentío, como si por alguna razón no hubiera venido la persona que estaba esperando. Mack es un hombre de elevada estatura, apuesto, bien proporcionado, que parece verlo todo desde la cima de la altura. Llevaba un abrigo largo y ajustado de una sarga verde oliva: un abrigo caro, pensé, italiano. Sus zapatos marrones relucían de lustrosos; la vuelta de los pantalones los rozaba con una caída perfecta. Y como no llevaba sombrero parecía aún más alto de lo que era, quizá uno noventa. Llevaba las manos en los bolsillos del abrigo, y mantenía la tersa barbilla levemente elevada tal como lo haría un hombre de mediana edad si pensara que así resultaba extremadamente visible en aquel lugar. El pelo le raleaba un poco por delante, pero lo llevaba muy bien cortado, y se le veía bronceado, lo que hacía que su cara cuadrada y su frente prominente tuvieran un aspecto grave, casi artificial, como si el hombre que estaba viendo no fuera Mack Bolger, sino una hermosa efigie situada precisamente allí para llamar mi atención.
Un año y medio antes tuve un lío con su mujer, Beth Bolger. Por extraño que parezca —sólo porque todo lo que ocurre fuera de Nueva York les parece raro y descabelladamente irreal a los neoyorquinos—, nuestra relación ocurrió en la ciudad de Saint Louis, esa prescindible abstracción de ladrillo rojo que ni es del Oeste ni del Medio Oeste, ni del Norte ni del Sur; esa ciudad perdida en el medio, me digo al pensar en ella. Siempre me ha parecido interesante que fuera donde T. S. Eliot pasó su infancia, y, sólo ochenta y cinco años antes que eso, el punto desde el cual se inició la expansión hacia el Oeste. Es un lugar, supongo, del que el mundo no puede huir tan deprisa como quisiera.
Lo que ocurrió entre Beth Bolger y yo apenas merece las palabras que se precisarían para contarlo. Se mire desde donde se mire, exceptuando la proximidad desde la que yo lo viví, fue un adulterio corriente: ardiente y emocionante; pero luego, al poco, cuando hubimos cruzado el continente varias veces y causado a la mayor cantidad de gente posible infelicidad, bochorno y dolor, se volvió decepcionante, innoble, y, finalmente, casi desastroso para esas mismas personas. Porque es la verdad y porque sirve para complicar el antipático dilema de Mack Bolger y hacerle aparecer bajo una luz más simpática, diré que, en cierto momento, se vio obligado a plantarme cara (y a Beth también) en la habitación de un hotel de Saint Louis —un viejo granero, bonito y elegante, llamado Mayfair—, con el resultado de que recibí unos cuantos guantazos de poca gravedad y me vi en las desiertas calles del centro una cálida y húmeda tarde de domingo, sin la menor idea de qué hacer, hasta acabar en el aeropuerto de Saint Louis, donde estuve horas esperando a que saliera un vuelo de medianoche que me llevó de vuelta a Nueva York. Aparte de mi dignidad, también perdí una bufanda Hermes de seda marrón con borlas que mi madre me había regalado por las navidades de 1971, un regalo que le pareció lo más bonito que había visto y perfecto para un hombre que acababa de comenzar su carrera como editor. Me alegra que no se enterara de esa pérdida, ni de cómo ocurrió.
Tampoco volví a ver a Beth Bolger, excepto una vez que tomamos una copa, con pesar y amargura, en el barrio de los teatros la pasada primavera, un encuentro nervioso y violento que los dos, no sé muy bien por qué, creímos necesario tener, y después del cual bajé por la calle Cuarenta y siete con la sensación de que la vida no era más que un lío patético, mientras que ella se iba a ver The Iceman Cometh, que se representaba entonces. No nos hemos vuelto a ver desde esa despedida, y, como ya he dicho, no vale la pena contar nada más.
Pero cuando vi a Mack Bolger en el abarrotado, festivo y engalanado vestíbulo de Grand Central, con una expresión ausente, pero él, sin duda, lejos del centro del país, me invadió un repentino y extraño impulso: el de atravesar aquel torbellino de viajeros y hablarle, al igual que te pones a hablar con alguien a quien has conocido por casualidad y con quien tienes un encuentro inesperado y, sin embargo, no inoportuno. Y no para decirle nada especial, ni para nada concreto (aclarar las cosas, desagraviarle), sino, simplemente, para crear una situación de la nada. Y no una situación desagradable, ni provocativa. Sólo un momento sin dimensiones, sin repercusiones, un contacto, sin importancia desde cualquier otro punto de vista. En la vida no sobran estos momentos, y el resto se ve consumido por lo predecible y lo obligado.
Sabía unas cuantas cosas de Mack Bolger, de lo que había sido de su vida desde que nos enfrentamos, de manera semiviolenta, en el Mayfair. A Beth le había alegrado poder contármelo todo durante nuestro deplorable encuentro en el Espalier Bar en abril. Nuestra aventura amorosa era tan sólo un detalle de la prologada devaluación y decadencia de su matrimonio con Mack. Eso era lo que yo siempre había entendido. Tenían dos hijos, y Mack, tras nuestro rifirrafe, había intentado desesperadamente arreglar las cosas por ellos y por su futuro; Beth era fotógrafa retratista y trabajaba en casa, pero anhelaba relacionarse con el mundo que había más allá de University City, Missouri, y lo anhelaba en el peor sentido, básicamente porque estaba insatisfecha con todos los aspectos de su vida. Tras mi marcha repentina, se fue de casa, alquiló un apartamento cerca de Gateway Arch y, durante un tiempo, se lió con un hombre mucho más joven. Mack, por su parte, acabó abandonando su trabajo de ejecutivo en una gran empresa de productos agrícolas, consideró estudiar para pastor e irse de misionero a Senegal o la Guayana Francesa, y, por poco tiempo, también tuvo un lío con una joven. A uno de los hijos lo arrestaron por hurto; el otro fue admitido en Brown. Hubo meses de confrontaciones que duraban toda la noche, algunas combativas, otras cariñosas y reveladoras, algunas irónicas por ambas partes. Eso duró hasta que se hubo dicho todo lo que podía decirse por las buenas, con indiferencia o con amenazas, hasta que se llegó a un punto muerto, después de lo cual los dos acabaron quedándose en su casa de las afueras, mantuvieron horarios separados, se vieron con amigos nuevos y distintos, de vez en cuando cenaron juntos, fueron a la ópera, esporádicamente incluso hicieron el amor, pero comprendieron que había muy pocas esperanzas (algo muy evidente en el caso de Beth) de que las cosas fueran a mejor de lo que iban en la época de nuestro triste encuentro antes de la obra de O’Neill. Supuse que Beth iba a encontrarse con alguien aquella tarde, que tenía a alguien en Nueva York que le interesaba, cosa que me parecía estupenda.
—Es realmente extraño, ¿verdad? —dijo Beth mientras pasaba un dedo largo y de un blanco casi puro por la superficie de su Kir Royale sin mirarme, con los ojos clavados en el borde del vaso, donde el líquido rosa casi excedía sus vítreos límites—. Durante un tiempo fuimos íntimos. —Levantó su mirada hacia mí, y me dirigió una sonrisa casi infantil—. Tú y yo, quiero decir. Ahora es como si le contara todo esto a un viejo amigo. O a mi hermano.
Beth es alta, de cara cetrina, huesos grandes, pelo color rubio ceniza; fuma cigarrillos y el pelo a veces le cae delante de los ojos, como las glamourosas chicas de Hollywood de los cuarenta. Es algo que puede resultar atractivo, aunque a menudo le hace dar la impresión de que está espiando sus propias conversaciones.
—Bueno —dije—, es normal sentir eso. —Le devolví la sonrisa desde el otro lado del pequeño velador de tablero negro del café. Era lo normal. Había seguido con mi vida. Cuando rememoraba lo que habíamos hecho, nada, excepto nuestras actividades en la cama, me hacía sentir bien, ni que la experiencia hubiera valido la pena. Pero ya no se podía volver atrás. No creo que el pasado pueda repararse, sólo superarse—. A veces, cuando ocurren estas cosas, resulta que todo lo que buscábamos era amistad —dije. Aunque, a decir verdad, eso era algo que no creía.
—Mack es como un perro, ya lo sabes —dijo Beth mientras se apartaba el pelo de los ojos. No dejaba de pensar en él—. Le doy una patada, e intenta hacerme regalos. Es patético. Ahora le interesa mucho el sexo tántrico, sea lo que sea eso. ¿Tú sabes lo que es?
—La verdad es que no me gusta que me expliques todo esto —dije estúpidamente, aunque era cierto—. Suena cruel.
—Lo único que pasa es que tienes miedo de que diga lo mismo de ti, Johnny.
Sonrió y se llevó el húmedo dedo a los labios, que, por cierto, eran maravillosos.
—¿Miedo? —dije—. Miedo no es exactamente la palabra, ¿no crees?
—Bueno, pues entonces la palabra que sea.
Beth se volvió rápidamente y le hizo gesto al camarero de que trajera la cuenta. No soportaba que le llevaran la contraria. Era algo que siempre la asustaba.
Y eso fue todo. Ya he dicho que no fue un encuentro demasiado feliz.
Los ojos gris pálido de Mack Bolger me vieron acercarme a él bastante antes de lo que yo esperaba. Nos habíamos visto sólo dos veces. La primera fue en un elegante cóctel ofrecido por un escritor que queríamos que publicara con nosotros, para lo cual estaba yo en Saint Louis. Fue la época en que conocí a su mujer. Y la segunda vez fue en el Hotel Mayfair, cuando le lancé un puñetazo bastante torpe y él me tiró contra la pared y me golpeó con el dorso de la mano. Quizá uno no olvida a la gente a la que atiza. Ése es el lugar que ocupan en tu vida. Me cuesta reconocer a la gente cuando no está en el lugar al que pertenece, y el lugar de Mack Bolger era Saint Louis. Naturalmente, él era una excepción.
Mack fijó su mirada en mí, a continuación la apartó, escrutó incómodo la multitud, y volvió a mirarme mientras me acercaba. Su cara grande y bronceada adquirió una expresión de glacial impasibilidad, como si ya supiera que me hallaba en la terminal y se hubiera iniciado entre nosotros una forma de comunicación. Aunque, de hecho, si había una expresión en su cara, era de resignación; resignación ante la perspectiva de verme; resignación ante las situaciones que el mundo te endilga a tu pesar; resignación consigo mismo. Y resignación era lo que teníamos en común, aun cuando ninguno de los dos poseyera un lenguaje que pudiera expresarlo. De modo que, cuando estuve ante él, lo que experimenté, de manera inesperada, fue compasión… por el hecho de que se viera en la obligación de verme. Y estuve tentado de dar media vuelta y marcharme. Pero no lo hice.
—Acabo de verte —dije aún entre la multitud, tres metros antes de estar lo bastante cerca para hablarle. No lo dije muy fuerte, por lo que la voz teatralmente nasal y masculina que anunciaba la llegada del tren procedente de Poughkeepsie por la vía 34 pareció tapar mis palabras.
—¿Tienes algo especial que decirme? —dijo Mack Bolger. De nuevo recorrió con la mirada el vestíbulo abovedado, donde la gente cargada de compras navideñas y los pasajeros forrados de maletas se movían en todas direcciones. En ese instante se me ocurrió (y la idea fue horrible) que estaba esperando a Beth, y que dentro de un momento los tendría delante a los dos, a ella y a Mack, casi igual que en Saint Louis. El corazón me dio dos fuertes golpes en el pecho, y a continuación pareció detenerse un segundo—. ¿Cómo tienes tanta cara? —dijo Mack sin ninguna emoción—. No te hice mucho daño, ¿verdad?
—No —dije.
—Llevas bigote.
Ni se dignó mirarme.
—Sí —dije, aunque lo había olvidado por completo, y por alguna razón me sentí avergonzado, como si me hiciera parecer ridículo.
—Bueno —dijo Mack Bolger—. Bien.
Su tono era el que utilizarías para hablarle a alguien que está a tu lado en la oficina de correos, alguien a quien jamás volverás a ver. Aunque había también, apenas perceptible, un atisbo de lo que solíamos llamar suculencia en su manera de hablar, un leve defecto que hacía que sus eses y sus efes sonaran un poco más mojadas de lo normal. Era una lástima, pues le robaba parte de su solemnidad. No se lo había notado antes, en los escasos y acalorados momentos en que intercambiamos algunas palabras.
Mack volvió a mirarme; seguía con las manos en los bolsillos de su caro abrigo italiano, un abrigo de botones de hueso oscuros y pesados y solapas largas y anchas. Demasiado elegante para él, pensé, para un hombre tan recio. Mack y yo éramos casi de la misma estatura, pero él era más grande en todos los aspectos y parecía mirarme como si yo fuera más bajo; probablemente, era por la manera en que mantenía la barbilla levantada. Era casi lo contrario de la manera en que me miraba Beth.
—Ahora vivo aquí —dijo Mack, sin dirigirse realmente a mí.
Observé que tenía unas pestañas largas y oscuras, casi femeninas, y unas orejas pequeñas y perfectas, que su nuevo corte de pelo contribuía a exhibir. Debía de tener cuarenta años (más joven que yo) y parecía un oficial del ejército. Un comandante. Me acordé de una carta que Beth me había enseñado, una carta de Mack, en la que se leía la frase: «Quiero besar hasta el último rincón de tu cuerpo. Te lo juro, te quiere, Macklin.» Beth había puesto los ojos en blanco al enseñármela. En otra ocasión habló con Mack por teléfono mientras estábamos en la cama desnudos. En aquella ocasión también puso los ojos en blanco cada vez que él le hablaba… de los problemas que tenía en el trabajo, me pareció. En una ocasión incluso hicimos el amor mientras hablaba con él. Y pude oír su voz tenue, preocupada, como un zumbido, dentro del auricular. Pero eso era agua pasada. Todo lo que Beth y yo habíamos hecho era agua pasada. Todo lo que quedaba era eso: una serie de momentos en una gran estación de tren, momentos que, a pesar de todo, parecían correctos, vigorosos, casi clásicos, como si esta última vez fuera todo lo que importara, mientras que los momentos anteriores, brevemente apasionados, vinculados, pero ahora lejanos, no eran más que un preliminar.
—¿Has comprado un piso? —dije, y enseguida sentí que un inmenso vacío se abría por todo mi cuerpo. Había sido una ridiculez decir eso.
Los ojos de Mack se movieron gradualmente hacia mí, y su expresión impasible, que me había parecido que significaba una cosa —resignación—, comenzó a significar algo distinto.
—Sí —dijo, y clavó en mí los ojos.
La gente que pasaba a nuestro lado nos empujaba. Sentí en torno a la cara el intenso perfume de una mujer que acababa de pasar. Comenzó a oírse música en la rotonda, y el momento se hizo asfixiante, estruendoso: «Tres reyes de Oriente somos, traemos regalos y de lejos venimos…»
—Sí —volvió a decir Mack Bolger, de manera enfática, escupiendo la palabra entre sus dientes grandes, rectos, blancos, casi perfectos. Se había criado en una granja de Nebraska, había ido a una pequeña universidad de Minnesota con una beca para jugar a fútbol, y más tarde había hecho un máster de administración de empresas en Wharton, le había ido bien. Toda esa vida, toda esa experiencia, quedaba patente ahora en su autocontrol, en su dignidad. Era extraño que alguien le llamara perro, pues no lo era en absoluto. Era en extremo admirable—. Compré un apartamento en el Upper East Side —dijo, y movió las pestañas con gran rapidez—. Me mudé en septiembre. Tengo un nuevo trabajo. Vivo solo. Beth no está aquí. Está en París, donde es desgraciada… o, al menos, eso espero. Estamos tramitando el divorcio. Estoy esperando a mi hija, que vuelve del internado para las vacaciones. ¿Te parece bien? Dime, ¿te parece todo bien? ¿Satisface eso tu curiosidad?
—Sí —dije—. Desde luego.
Mack no estaba enfadado. Lo que sentía era algo ajeno al enfado; o, al menos, esta pasión no formaba parte de sus sentimientos desde hacía mucho tiempo; lo que sentía estaba más próximo a ese agotamiento que hace que las palabras que dices sean las únicas que puedes decir. Yo, por ejemplo, no creo haberme sentido nunca así. Para mí siempre ha habido elección.
—¿Me entiendes?
El grueso ceño de atleta de Mack Bolger se arrugó, como si estudiara a una criatura a la que no acabara de entender, o yo fuera una especie de anomalía que escapara de su comprensión. Y a lo mejor era cierto.
—Sí —dije—. Lo siento.
—Muy bien, pues —dijo, y pareció incómodo. Apartó la mirada y la paseó por el tropel de cabezas y caras que se movían, como si hubiera percibido la llegada de alguien.
Miré hacia donde él parecía estar mirando. Pero nadie se nos acercaba. Ni Beth, ni ninguna hija. Ni nadie. Quizá, pensé, todo fuera mentira, o a lo mejor, por un instante, yo había perdido la conciencia, y aquel hombre no era Mack Bolger y lo estaba soñando todo.
—¿Por qué no te vas? —dijo Mack. Su cara grande, bronceada y hermosa parecía suplicante y agotada. En una ocasión Beth dijo que Mack y yo nos parecíamos. Pero no era cierto. Eran imaginaciones suyas. Sin volver a dirigirme la mirada, dijo—: No sería agradable tener que presentarte a mi hija. Seguro que te lo imaginas.
—Sí —dije. Volví a mirar a mi alrededor, y esta vez vi a una joven rubia y guapa de pie en medio de la multitud, que nos miraba desde varios pasos de distancia. Sujetaba por las correas una mochila de nylon rojo. Algo la hacía mantenerse alejada. Posiblemente, su padre le había hecho seña de que no se acercara—. Claro —dije. Y al decirlo, de algún modo, hice que en la cara de la muchacha apareciera una amplia sonrisa, una sonrisa que reconocí.
—Aquí no ha pasado nada —me dijo inesperadamente Mack Bolger, aunque estaba mirando a su hija. Del bolsillo de su abrigo sacó una cajita blanca envuelta y atada con un lazo rojo.
—¿Perdona? —La gente se arremolinaba ruidosa a nuestro alrededor. La música parecía sonar más fuerte. Yo ya me marchaba, pero pensé que a lo mejor no le había entendido—. No te he oído —dije. Sonreí de manera involuntaria.
—Aquí no ha pasado nada —dijo Mack Bolger—. No te vayas con la impresión de que ha pasado algo. Entre tú y yo, quiero decir. No ha pasado nada. Lamento haberte visto, eso es todo. Lamento haberte atizado aquella vez. Haces que me sienta avergonzado.
Sus eses seguían siendo más mojadas de lo normal.
—Bien —dije—. De acuerdo. Lo entiendo.
—¿Ah, sí? —dijo—. Bueno, eso está muy bien. —Entonces Mack simplemente se alejó de mí y comenzó a decirle algo a la muchacha rubia que estaba en medio de la multitud, sonriendo. Lo que dijo fue—: ¡Uaau, vaya, vaya, vaya, tienes un aspecto imponente!
Y yo seguí andando hacia Billy’s, hacia aquel nuevo amigo con el que pasaría la velada. Naturalmente, me había equivocado con la conexión de los momentos, con lo que era preliminar y lo que era primario. Fue un error, un error que no volvería a cometer. Aquello no había sido una buena idea. Y como esta es una ciudad muy grande, mucho más grande que, pongamos, Saint Louis, supe que no volvería a verle.
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