Richard Ford
(Jackson, Mississippi, 1944-)
Great Falls
(“Great Falls”)
Originalmente publicado en la revista Granta, “21: The Storyteller” (junio 25 de 1987);
Rock Springs
(Nueva York: Atlantic Monthly Press, 1987, 235 págs.)
Ésta no es una historia feliz. Lo advierto.
Mi padre se llamaba Jack Russell, y cuando yo tenía trece o catorce años vivíamos con mi madre en una casa situada al este de Great Falls, Montana, cerca de la pequeña población de Highwood y de los montes Highwood y del río Missouri. Son tierras llanas, sin árboles, dedicadas al cultivo del trigo, aunque mi padre no fue nunca agricultor sino que creció cerca de Tacoma, Washington, en una familia que trabajaba en la Boeing.
Él —mi padre— había sido sargento de las fuerzas aéreas y había recibido la licencia en Great Falls. En lugar de regresar a Tacoma, que era adonde mi madre quería ir, consiguió un empleo civil en las fuerzas aéreas, y trabajaba con los aviones, que era lo que a él realmente le gustaba. Y le alquiló la casa a un granjero que no quería tenerla deshabitada.
La casa hoy ya no existe —lo he comprobado al volver—, pero la doble hilera de acebuches y dos de las dependencias anexas siguen en pie entre los algodoncillos. Era una casa vulgar, de dos pisos, con un porche en la fachada y sin garaje. En aquel entonces yo iba en autobús a la escuela de Great Falls todas las mañanas, y mi padre iba al trabajo en coche mientras mi madre se quedaba en casa.
Mi madre era una mujer guapa, alta y delgada, de pelo negro y unos rasgos ligeramente angulosos que hacían que pareciera que sonreía cuando no estaba sonriendo. Había crecido en Wallace, Idaho, y cursado un año de universidad en Spokane, y luego se fue a la costa, donde conoció a Jack Russell. Era dos años mayor que él, y se casó con él, me contó, porque era joven y muy guapo, y porque pensó que así dejarían el campo y verían mundo, y supongo que eso es lo que hicieron durante un tiempo. Era la vida que ella deseaba, antes incluso de saber gran cosa acerca de lo que se podía desear o acerca de lo que era el porvenir.
Cuando mi padre no trabajaba en los aviones salía de caza o de pesca, actividades en las que era tan bueno como el mejor. Había aprendido a pescar, decía, en Islandia, y a cazar patos en las bases de la DEW [estaciones de radar norteamericanas en el círculo polar ártico], que había conocido cuando estaba en las fuerzas aéreas. En aquella época —era en 1960— empezó a llevarme a lo que él llamaba sus «expediciones». Pese a mi edad y a lo poco que sabía entonces, yo ya pensaba que se trataba de oportunidades con las que los otros chicos soñaban y que probablemente nunca llegarían a tener. Y me parece que no me equivocaba.
He de admitir que mi padre era un hombre que desconocía los límites. En primavera, cuando salíamos hacia el este, rumbo a la cuenca del río Judith, y acampábamos en sus orillas, era capaz de pescar cien peces en un fin de semana, y a veces incluso más. No hacía otra cosa de la mañana a la noche, y jamás se quejaba del esfuerzo. Utilizaba granos de maíz amarillo clavados en anzuelos del 4; agitaba este aparejo por el fondo de los pozos más profundos, bajo el peso de un plomo múltiple, y los peces picaban. Y la mayoría de las veces, gracias a su conocimiento del río Judith y a su pericia tanteando el fondo con sus cebos, pescaba piezas de gran tamaño.
Y lo mismo con los patos, su otra afición favorita. Cuando bajaban las aves del norte, normalmente a mediados de octubre, me llevaba con él y construíamos un escondrijo de paja y espadaña en alguna ciénaga o charca de juncos —de las que conocía a lo largo del Missouri, donde las aguas poco profundas permitían vadear el río. Disponíamos los señuelos a sotavento de nuestro escondrijo, y luego él esparcía un rastro de maíz desde los señuelos hasta donde estábamos. Por la noche, cuando volvía de la base, salíamos e íbamos al escondrijo y nos sentábamos a esperar a que las bandadas de patos llegaran y se posaran entre los señuelos —nunca utilizábamos ningún tipo de reclamo—, y al rato, a veces transcurrida una hora y ya noche cerrada, los patos encontraban el maíz, y toda la bandada —a veces hasta setenta— venía nadando hacia nosotros. Cuando juzgaba que ya se habían acercado lo bastante, mi padre me decía: «Enciende, Jackie», y yo me levantaba, encendía un faro de coche y dirigía el haz de luz hacia la charca, y él se ponía en pie a mi lado y disparaba contra la bandada de patos, abatiéndolos en el agua, si podía, pero también al alzar el vuelo y en el aire. Tenía una Remington Model 11 con una larga recámara de diez cartuchos, y le bastaba esa munición, disparando a ras del agua y no hacia abajo, para matar o herir a una treintena de patos en veinte segundos. Recuerdo con nitidez el estampido de su escopeta, sus fogonazos en el aire oscuro, sobre el agua; disparo tras disparo, sin precipitación, con mesurada secuencia a fin de abatir el mayor número posible de patos.
¿Qué hacía mi padre con los patos que cazaba y con los peces que pescaba? Los vendía. Entonces estaba prohibido vender caza y pesca salvajes, y hoy en día sigue estándolo. Y aunque mi padre se quedaba con algunas piezas para la familia, la mayoría de ellas —los peces sobre hielo y los patos, aún húmedos, en sacos de arpillera— las llevaba al Great Northern Hotel, que entonces seguía abierto en la Calle Segunda de Great Falls, y se las vendía al negro de mayordomía para sus clientes ricos y para el coche restaurante de los trenes de paso. Llegábamos en el Plymouth de mi padre a la puerta trasera del hotel —siempre caída ya la noche—, subíamos por una rampa de cemento de carga y descarga hasta una puerta iluminada, tan próxima a las vías que a veces me era posible ver los vagones de pasajeros parados en la estación: las luces amarillas y cálidas del interior, los viajeros trajeados, todos ellos rumbo a destinos muy alejados de Montana, ciudades como Milwaukee o Chicago o Nueva York, lugares casi inimaginables para un chico de catorce años que acompañaba a su padre en la noche fría a vender ilegalmente caza y pesca.
El encargado de mayordomía era un negro alto y encorvado con chaquetilla blanca, a quien mi padre llamaba «Profesor Patos» o «Profesor Peces». Él llamaba a mi padre «Sargento». Le pagaba las truchas a veinticinco centavos la libra, los coregonus a diez centavos, los patos silvestres a un dólar, los ánsares moteados o azules a dos, las barnaclas canadienses a cuatro. Una vez vi cómo mi padre se embolsaba cien dólares por la venta de unos peces, y en otoño sumas aún mayores por los patos y los gansos. Una vez zanjadas estas ventas, nos íbamos a la Décima Avenida y entrábamos en el bar La Sirena, que estaba al lado de la base aérea, y mi padre se tomaba unas copas con unos amigos, y todos reían hablando de caza y de pesca mientras yo jugaba a las máquinas y derrochaba dinero en la sinfonola.
Fue en una noche de éstas cuando nos sobrevino la desdicha. Era a finales de octubre. Lo recuerdo porque aún no había llegado Halloween [31 de octubre: los niños norteamericanos
acostumbran celebrar esta fecha disfrazándose y recorriendo las casas del vecindario
para pedir golosinas; son tradicionales en esta fiesta las calabazas huecas, con ojos y
boca iluminados desde el interior con velas encendidas], y en las ventanas de las casas por las que pasaba todos los días camino de la escuela de Great Falls la gente había puesto faroles de calabaza y espantapájaros sentados en sillas en los jardines.
Mi padre y yo habíamos cazado patos en una ciénaga del río Smith, aguas arriba del lugar donde confluye con el Missouri. Mi padre mató treinta patos, y los llevamos al Great Northern Hotel, y los vendimos, pero se guardó un par de ellos dentro del saco de maíz. Nos alejábamos ya en el coche cuando de pronto dijo:
—Jackie, volvamos a casa esta noche. Qué nos importan esos fanfarrones de La Sirena. Asaré los patos a la parrilla. Esta noche haremos algo diferente.
Y me sonrió de forma extraña. No era lo que normalmente decía, ni el tono que normalmente empleaba. A mi padre le gustaba ir a La Sirena, y a mi madre —que yo supiera— no le importaba que fuera.
—Buena idea —dije.
—Le daremos una sorpresa a tu madre —dijo él—. Se pondrá contenta.
Dejamos atrás la base aérea de la Autopista 87, las pistas desde donde despegaban los aviones en medio de la oscuridad. La noche aparecía salpicada de balizas verdes y rojas, y la luz de la torre batía el cielo e iluminaba fugazmente los aviones que se alejaban sobre la tierra llana rumbo a Canadá o Alaska o el Pacífico.
—Ah, muchacho —dijo mi padre en la oscuridad. Lo miré: tenía los ojos entrecerrados, y parecía estar pensando en algo—. ¿Sabes, Jackie? —dijo—, tu madre me dijo una vez una cosa que nunca he olvidado. Me dijo: «Nadie se muere porque se le parta el corazón». Fue poco antes de nacer tú. Vivíamos en Texas y habíamos tenido una pelea tremenda, y se le ocurrió decirme eso. No sé por qué —dijo, y sacudió la cabeza.
Metió la mano bajo el asiento, cogió una botella de whisky de media pinta y la alzó a la luz de los faros del coche que nos seguía, para ver cuánto quedaba. Desenroscó el tapón y tomó un trago, y luego me tendió la botella.
—Bebe un poco, hijo —dijo—. Algo de bueno ha de quedarnos en la vida.
Comprendí que algo marchaba mal. No a causa del whisky, que ya había probado alguna vez —él debía de estar por fuerza enterado—, sino por algo en el sonido de su voz, algo que no logré reconocer y cuyo alcance no sabía calibrar, aunque tuviera la certeza de que era algo importante.
Tomé un trago y le devolví la botella; retuve el whisky en la boca hasta que dejó de quemarme y pude tragarlo poco a poco. Cuando dejamos la autopista para tomar la carretera de Highwood, las luces de Great Falls se hundieron bajo el horizonte, y empecé a ver las lucecitas blancas de las granjas —distantes unas de otras— en la oscuridad.
—¿Qué es lo que te preocupa, Jackie? —dijo mi padre—. ¿Te preocupan las chicas? ¿Tu futura vida sexual? ¿Es eso? —Me dirigió una rápida mirada, y luego volvió a mirar la carretera.
—No, esas cosas no me preocupan —dije.
—Entonces, ¿cuáles? —dijo mi padre—. ¿Qué más cosas hay?
—Me preocupa que te puedas morir antes que yo —dije, y odié haberlo dicho—. O que se muera mamá. Eso es lo que me preocupa.
—Sería un milagro que no nos muriésemos antes —dijo mi padre, con la botella y el volante en la misma mano. Le había visto conducir así otras veces—. Las cosas van demasiado aprisa en la vida, Jackie. No te preocupes por eso. Si yo estuviera en tu lugar, me preocuparía el que nos muriéramos después. —Me sonrió, pero no con la sonrisa preocupada y nerviosa de antes, sino con una sonrisa de complacencia. No recuerdo que jamás volviera a sonreírme de ese modo.
Dejamos Highwood atrás y atravesamos los campos llanos en dirección a casa. En mitad de la pradera vi una luz en movimiento: el granjero que nos había alquilado la casa gradaba la tierra para el trigo del invierno.
—Ha esperado demasiado tiempo para hacerlo —dijo mi padre, y tomó un trago; luego tiró la botella por la ventanilla—. Perderá la cosecha —dijo—. La matará el frío.
No contesté, pero pensé que mi padre no sabía nada de agricultura, y que si lo que decía resultaba cierto sería por pura casualidad. Sabía de aviones y de caza y pesca, y a mis ojos eso era todo lo que sabía.
—Quiero respetar tu intimidad —dijo luego, y no llegué a comprender por qué razón. No estoy siquiera seguro de que lo dijera, pero así es como ha quedado grabado en mi memoria. Ignoro en qué estaría pensando. Sólo recuerdo las palabras. Pero le dije, lo recuerdo bien:
—Está bien. Gracias.
No fuimos directamente por Geraldine Road hacia la casa. Mi padre siguió otros dos kilómetros, dio media vuelta y desanduvo el camino hasta llegar a casa desde la dirección contraria.
—Quiero parar y escuchar un rato —dijo—. Los gansos deben de andar por los rastrojos.
Nos detuvimos, paró el motor y apagó las luces, bajamos las ventanillas y aguzamos el oído. Eran las ocho de la noche y empezaba a refrescar, aunque el tiempo seguía seco. Pero yo no oía nada, sólo el sonido del aire suave sobre los campos segados, y ni una señal de los gansos. Pero percibía el olor a whisky del aliento de mi padre, y del mío; oía el rumor residual del coche, la respiración de mi padre, el ruido que hacíamos codo con codo en el asiento delantero, el de la ropa y el de los pies, y casi los latidos de nuestros corazones. Y allá adelante, en la noche, veía las luces amarillas de nuestra casa entre los acebuches, a nuestra espalda, como las de un buque en alta mar.
—Dios, los oigo —dijo mi padre, con la cabeza fuera de la ventanilla—. Pero vuelan muy alto. No van a bajar, Jackie. Son de los que vuelan muy alto. Gansos lejanos.
Había un coche aparcado en el arcén del camino, al pie de la hilera de árboles que servían de abrigo frente al viento, junto a una trilladora de acero oxidada que nuestro casero había abandonado allí tiempo atrás. Vi el reflejo de la luna en los cromados de los pilotos traseros del coche. Era un Pontiac de dos puertas, descapotable. Mi padre no hizo ningún comentario, y yo tampoco, aunque ahora pienso que por diferentes razones.
Sobre la puerta lateral de la casa, se veía el foco encendido, y había luces en el interior, arriba y abajo. Mi madre había puesto una calabaza en el porche, y tintineaba la campanilla de viento que había colgado junto a la puerta. Major, mi perro, salió del cobertizo prefabricado y se quedó plantado ante los faros mientras nos acercábamos.
—Vamos a ver qué pasa aquí —dijo mi padre, abriendo la puerta y apeándose al instante. Me miró a mí, que aún seguía en el coche; tenía los ojos muy abiertos y los labios apretados.
Entramos por la puerta lateral, subimos los escalones y fuimos hasta la cocina, en donde había un hombre; un hombre a quien yo no había visto nunca, un joven rubio de unos veinte o veinticinco años. Era alto, y llevaba una camisa de manga corta y pantalones beige con pinzas. Estaba al otro lado de la mesa, con las yemas de los dedos rozando apenas la madera del tablero. Sus ojos azules miraban fijamente a mi padre, que llevaba puesta la ropa de caza.
—Hola —dijo mi padre.
—Hola —dijo el joven. Y no dijo nada más. Y no sé por qué razón me fijé en sus brazos, que eran largos y de piel pálida. Parecían brazos de adolescente, como los míos. Llevaba ambas mangas cortas cuidadosamente arremangadas, y vi que le asomaba por debajo la parte inferior de un pequeño tatuaje verde. En la mesa había un vaso de whisky, pero no estaba la botella.
—¿Cómo te llamas? —dijo mi padre, de pie bajo la intensa luz cenital de la cocina. Era como si estuviera a punto de soltar una carcajada.
—Woody —dijo el joven, y se aclaró la garganta. Me miró a mí, y luego tocó el vaso de whisky, sólo el borde. No estaba nervioso, puedo asegurarlo. No parecía temer nada.
—Woody —dijo mi padre, y miró el vaso de whisky. Se volvió y me miró; luego suspiró y sacudió la cabeza—. ¿Dónde está la señora Russell, Woody? Imagino que no habrás venido a robar en esta casa, ¿qué dices?
Woody sonrió.
—No —dijo—. Arriba. Creo que se ha ido arriba.
—Bien —dijo mi padre—, un buen sitio. —Y salió sin más de la cocina; pero instantes después volvió y se plantó en el umbral—. Jackie, Woody y tú salid y esperadme. Quedaos ahí fuera, en seguida salgo.
Miró a Woody como a mí jamás me habría gustado que me hubiera mirado, una mirada que significaba que lo estaba estudiando.
—Supongo que ése es tu coche —dijo.
—Sí, el Pontiac —dijo Woody, asintiendo.
—Bien, de acuerdo —dijo mi padre. Luego desapareció otra vez y subió la escalera. Entonces empezó a sonar el teléfono en la sala, y oí a mi madre decir: «¿Quién está ahí?». Y mi padre dijo: «Soy yo. Jack». Y decidió no ir a coger el teléfono. Woody me miró, y comprendí que no sabía muy bien qué hacer a continuación. Salir corriendo, tal vez. Pero no era de ese tipo de hombres que echan a correr. Aunque pensé que seguramente haría lo que yo le dijese que hiciera.
—Vamos fuera —dije.
Y él dijo:
—De acuerdo.
Woody y yo salimos fuera y nos quedamos bajo el foco de la puerta lateral. Yo llevaba puesto mi chaquetón de lana, pero Woody tenía frío; se quedó allí de pie, con las manos en los bolsillos y los brazos desnudos, balanceándose sobre las piernas. El teléfono volvió a sonar en la casa. Hubo un momento en que alcé la mirada y vi que mi madre se asomaba a la ventana y nos miraba. Woody no la vio, pero yo sí. La saludé con la mano, y ella me devolvió el saludo y sonrió. Llevaba un vestido azul pálido. Unos segundos después, el teléfono dejó de sonar.
Woody sacó un cigarrillo del bolsillo de la camisa y lo encendió. Echó el humo por la nariz, luego aspiró con ruido el aire frío, miró el suelo a su alrededor y tiró la cerilla sobre la grava. Llevaba el pelo peinado hacia atrás, muy pegado por los lados. Me llegó el olor de su loción del afeitado, un aroma dulzón, como de limón. Y por primera vez me fijé en sus zapatos. Eran bicolores: negros, con la pala blanca y los cordones negros. Le sobresalían bajo los pantalones holgados, y eran afilados y relucientes, de esos que uno se pone en las grandes ocasiones. El tipo de calzado propio de un cantante country, o de un vendedor. Woody era un hombre guapo, aunque de esa belleza que ves en alguien que está a tu lado en una tienda de baratillo y que jamás vuelves a recordar.
—Me gusta esta región —dijo Woody, con los ojos fijos en sus zapatos—. Es muy tranquila. Si el mundo fuera plano, se vería Chicago. Aquí empiezan las Grandes Llanuras.
—No lo sé —dije yo.
Woody alzó la vista hacia mí; protegía el cigarrillo con el cuenco de la mano.
—¿Juegas al fútbol americano?
—No —dije. Quería preguntarle algo acerca de mi madre. Pero no sabía qué.
—He bebido bastante —dijo Woody—, pero ya no estoy borracho.
Entonces empezó a soplar el viento, y detrás de la casa, a lo lejos, oí ladrar una vez a Major, y olí la acequia y me llegó el siseo del agua en los campos. Bajaba desde Highwood Creek hasta el Missouri, treinta kilómetros más allá. Woody no sabía nada de aquello, ni percibía aquel olor ni aquel sonido. No sabía nada de nuestra región. Oí decir a mi padre: «Es un chiste muy bueno», en el interior de la casa; luego un cajón que abrían y cerraban, y un leve portazo. Y luego nada.
Woody se volvió y miró a la oscuridad, hacia donde el fulgor de Great Falls se elevaba sobre el horizonte, y ambos vimos los faros de un avión que descendía para el aterrizaje.
—Una vez me crucé con mi hermano en el aeropuerto de Los Angeles y ni siquiera lo reconocí —dijo Woody, con la mirada fija en la noche—. Él sí me reconoció a mí. «Eh, hermanito, ¿estás enfadado conmigo o qué?», me dijo. No estaba enfadado con él. Acabamos los dos riéndonos.
Woody se volvió y miró hacia la casa. Seguía con las manos en los bolsillos; tenía el cigarrillo entre los dientes, y los brazos tensos. Eran —descubrí— brazos más grandes y más fuertes de lo que me habían parecido al principio. Una vena surcaba su cara anterior de arriba abajo. Me pregunté qué sabría Woody que yo desconociera. No acerca de mi madre —de ella no sabía nada, ni quería saberlo—, sino de otras muchas cosas, de la vida allá fuera, en la noche, de su venida a la región, de aeropuertos. De mí incluso. No nos separaban tantos años, estaba seguro. Pero Woody era una cosa, y yo era otra. Y me pregunté cómo podría un día ser como él, pues ser como era tampoco parecía necesariamente algo tan malo.
—¿Sabías que tu madre estuvo casada antes? —dijo Woody.
—Sí —dije—. Ya lo sabía.
—A todas les pasa igual, hoy en día —dijo—. Tienen prisa por divorciarse.
—Eso parece —dije.
Woody tiró el cigarrillo a la gravilla y lo aplastó con la punta del zapato blanco y negro. Luego levantó la vista hacia mí y me sonrió como lo había hecho antes en la casa, con una sonrisa que te decía que sabía algo que no pensaba contarte, una sonrisa que pretendía hacer que te sintieras mal porque no eras Woody ni podrías serlo nunca.
Fue entonces cuando salió mi padre de la casa. Aún llevaba puesta la cazadora a cuadros y la gorra de lana, pero su cara estaba blanca como la nieve, tan blanca como jamás he vuelto a verla en ser humano alguno. Era muy extraño. Tuve la sensación de que quizá se había caído dentro de casa, porque parecía muy quebrantado, como si se hubiese herido con algo.
Mi madre salió tras él y se quedó en lo alto de los escalones, bajo el foco, con el mismo vestido azul pálido que llevaba al asomarse a la ventana, un vestido que jamás le había visto antes, pero se había puesto encima un abrigo de viaje y llevaba en la mano una maleta. Me miró y movió la cabeza en un gesto que sólo debía notar yo, como diciéndome que no era el mejor momento para hablar.
Mi padre tenía las manos en los bolsillos, y fue directamente hacia Woody. A mí ni siquiera me miró.
—¿Cómo te ganas la vida? —dijo; estaba muy cerca de Woody, tan cerca que su cazadora le rozaba la camisa.
—Estoy en las fuerzas aéreas —dijo Woody. Me miró a mí y luego a mi padre. Veía claramente que mi padre estaba excitado.
—¿Así que hoy tienes el día libre? —dijo mi padre. Se acercó aún más a Woody, sin sacar las manos de los bolsillos. Empujó a Woody con el pecho, y Woody parecía dispuesto a permitir que mi padre lo empujara.
—No —dijo él, y negó con la cabeza.
Miré a mi madre. Estaba quieta, mirando. Era como si alguien le hubiera dado una orden y ella la obedeciese. No me sonrió, pero imaginé que pensaba en mí, y la idea me hizo sentirme extraño.
—¿Qué te ocurre? —le dijo mi padre a Woody en plena cara, a un palmo de sus ojos. Con la voz tensa, como si el hablar le costara un gran esfuerzo—. ¿Se puede saber qué diablos pasa contigo? ¿Es que no entiendes nada? —Mi padre sacó un revólver del bolsillo de la cazadora y se lo puso a Woody bajo la barbilla, en el hueco blando que hay detrás del hueso, y la cara de Woody ascendió toda ella, pero sus brazos permanecieron pegados a los costados, con las manos abiertas—. No sé qué hacer contigo —dijo mi padre—. No tengo ni la menor idea. Ésa es la verdad.
Yo pensé que lo que en realidad quería era mantener a Woody así hasta que ocurriese algo importante, o simplemente olvidar todo el asunto.
Mi padre montó el revólver, lo levantó aún más bajo la barbilla de Woody, respiró frente a su cara; mi madre, a la luz del foco con su maleta, los miraba. Yo los miraba a todos ellos. Debió de transcurrir medio minuto.
Y al cabo mi madre dijo:
—Jack, ya basta. Ya basta.
Mi padre miraba fijamente la cara de Woody, como instándole a que se decidiera a hacer algo: moverse o darse la vuelta o cualquier otra iniciativa que zanjara aquella situación, que le permitiera a él a su vez hacer que cesara. Mi padre cerró más aún los ojos, hizo rechinar los dientes, torció la boca en una suerte de sonrisa.
—Estás loco, ¿no? —dijo—. Eres un maldito loco. ¿Estás enamorado de ella tú también? ¿Dices que la amas? ¡Di que la amas! Di que la amas y así podré volarte los putos sesos por el aire.
—De acuerdo —dijo Woody—. No. De acuerdo.
—No me ama, Jack. Por el amor de Dios —dijo mi madre. Parecía muy serena. Volvió a sacudir la cabeza, mirándome. No creo que pensase que mi padre iba a pegarle un tiro a Woody. Y creo que Woody tampoco lo pensaba. Nadie lo pensaba, creo, salvo mi padre. Creo que él sí lo pensaba, y trataba de averiguar cómo lo haría.
Mi padre se volvió de pronto y le lanzó una mirada airada a mi madre, con los ojos brillantes y agitados, pero con el revólver aún pegado a la piel de Woody. Creo que mi padre tenía miedo, miedo de hacerlo mal y echarlo todo a perder y de empeorar las cosas sin conseguir absolutamente nada.
—Te largas —le gritó a mi madre—. Por eso has hecho la maleta. Vete.
—Jackie tiene que ir a la escuela mañana —dijo mi madre con su voz de siempre. Y sin una sola palabra más para ninguno de nosotros, salió con la maleta del campo de luz del foco, torció la esquina de la fachada del porche y se perdió camino de los acebuches que se adentraban en hileras en los campos de trigo.
Mi padre se volvió hacia donde yo estaba de pie en el suelo de grava, y me miró como si esperara verme salir detrás de mi madre en dirección al coche de Woody. Pero yo no había pensado en esa posibilidad, aunque es cierto que pensé en ella más tarde. Más tarde pensaría que debería haberme ido con ella, y que las cosas entre ellos, en tal caso, podrían haber sido diferentes. Pero no fue así.
—Ahora crees que podrás largarte por las buenas, ¿eh, caballero? —le espetó mi padre a Woody en plena cara. Ahora estaba fuera de sí. Cualquiera lo hubiera estado. Veía que todo se le escapaba de las manos.
—Me gustaría —dijo Woody—. Me gustaría largarme de aquí.
—Y a mí me gustaría que se me ocurriese alguna forma de hacerte daño —dijo mi padre, parpadeando—. Pero me siento incapaz de hacer nada. —Oímos cómo la puerta del coche de Woody se cerraba en la oscuridad—. ¿Crees que soy un estúpido? —dijo mi padre.
—No —dijo Woody—. No lo creo.
—¿Te crees muy importante?
—No —respondió Woody—. No lo soy.
Mi padre volvió a parpadear. Era como si se estuviera volviendo otra persona, alguien a quien yo no conocía.
—¿De dónde eres?
Woody cerró los ojos. Inspiró, luego espiró; luego lanzó un largo suspiro. Como si aquello fuera en cierto modo lo más arduo, algo que nunca hubiera esperado que le preguntaran.
—De Chicago —dijo Woody—. De un barrio de las afueras.
—¿Viven tus padres? —dijo mi padre, sin dejar de empujar la barbilla de Woody hacia arriba con su Magnum azul.
—Sí —dijo Woody.
—Qué pena —dijo mi padre—. Es una pena que tengan que enterarse de lo que eres. Estoy seguro de que dejaste de significar algo para ellos hace tiempo. Estoy seguro de que los dos preferirían que estuvieses muerto. Tú no lo sabes. Pero yo sí. Pero no puedo ayudarles. Tendrá que matarte otro. No quiero tener que volver a pensar en ti nunca más. Supongo que es eso.
Mi padre bajó el arma a un costado y se quedó mirando a Woody. No retrocedió; se quedó allí de pie inmóvil, esperando que ocurriera quién sabe qué. Woody siguió allí unos instantes; luego me lanzó una mirada, incómodo. Y sé que yo bajé la mía. No pude hacer otra cosa. Pero recuerdo haberme preguntado si Woody tendría el corazón destrozado, y qué significaba todo aquello para él. No para mí, para mi madre, o para mi padre. Sino para él, puesto que parecía ser en cierto modo quien quedaba al margen, quien pronto volvería a estar solo, quien había hecho algo que algún día desearía no haber hecho y no tendría a nadie que le dijera que no importaba, que le perdonaban, que son cosas que ocurren en la vida.
Woody retrocedió un paso, nos miró otra vez a mi padre y a mí como si tuviera intención de decir algo; luego se apartó y echó a andar hacia la fachada de la casa, donde la campanilla de viento tintineó una vez en el aire frío.
Mi padre me miró, con el gran revólver en la mano.
—¿Te parece una estupidez todo esto? —dijo—. ¿Todo esto de gritar y amenazar y de perder la cabeza? No sería extraño que te lo pareciera. No tendrías que haberlo visto. Lo siento. Ahora no sé qué hacer.
—Todo irá bien —dije. Y me fui andando hasta la carretera.
El coche de Woody arrancó tras los acebuches. Me quedé mirando cómo reculaba con las luces de posición casi veladas por los gases del escape. Entreví sus dos cabezas en el interior, ante el doble haz de luz de los faros. Cuando entraron en la carretera Woody pisó el freno, y durante un instante pude ver que estaban hablando, mirándose y asintiendo. Las dos cabezas frente a frente. La de Woody y la de mi madre. Permanecieron así por espacio de segundos, y luego el coche se puso en marcha y se alejó despacio. Y yo me pregunté qué era lo que tendrían que decirse el uno al otro. ¿Algo tan importante como para pararse en aquel preciso instante? ¿Le dijo ella: Te amo? ¿Le dijo ella: No me esperaba nada semejante? ¿Le dijo ella: Siempre deseé que ocurriera esto? ¿Y le dijo él: Siento lo que ha pasado, o Me alegro, o Nada de esto me importa? Cosas que no hay modo de saber a menos que uno esté donde suceden. Y yo no estuve allí, ni querría haber estado. Creo que no era mi lugar. Oí el portazo de mi padre al entrar en casa, y volví desde la carretera —aún podía ver los pilotos del Pontiac alejándose en la noche—, y entré en la casa donde en adelante estaría solo con mi padre.
Las cosas raras veces terminan de una vez. Por la mañana fui a la escuela en autobús, como de costumbre, y mi padre fue a la base en el coche. No habíamos dicho gran cosa acerca de lo ocurrido. Las palabras acerbas, en cierto sentido, son todas parecidas. Puedes ser tú quien las digas, y tener razón. Creo que los dos nos sentíamos como en mitad de una niebla en la que aún no conseguíamos ver nada; con el tiempo sin embargo —quizá no mucho— empezaríamos a ver luces y a entender ciertas cosas.
En la tercera clase de la mañana me trajeron una nota según la cual estaba dispensado de la escuela a partir del mediodía, y debía reunirme con mi madre en un motel de la Décima Avenida Sur, no lejos de la escuela, donde almorzaríamos juntos.
El día era gris en Great Falls. Los árboles habían perdido ya las hojas, y las montañas del este estaban oscurecidas por el cielo bajo. La noche anterior había sido fría y clara, pero ahora el cielo amenazaba lluvia. Era el comienzo definitivo del invierno. En apenas unos días habría nieve por todas partes.
Mi madre se alojaba en el Tropicana, un motel situado junto al campo de golf municipal. En el cartel de la fachada había un loro de neón, y los bungalows formaban una U tras el pequeño edificio blanco de la oficina. Frente a los bungalows había únicamente dos coches aparcados, y ante el de mi madre no había ninguno. Me pregunté si encontraría allí a Woody, o si estaría en la base. Me pregunté si mi padre vería a Woody en la base, y qué se dirían.
Fui hasta el bungalow 9. La puerta estaba abierta, pero del pomo colgaba el cartel de NO MOLESTEN. Miré a través de la puerta de tela metálica y vi a mi madre sola, sentada en la cama. La televisión estaba encendida, pero ella me miraba a mí. Llevaba el vestido azul pálido de la noche anterior. Me sonreía, y me gustó su imagen de aquel instante, a través de la tela metálica, en la penumbra. Sus rasgos no parecían tan angulosos como en el pasado. Parecía sentirse cómoda, y presentí que íbamos a entendernos a pesar de lo ocurrido, y que no estaba enfadado con ella, que jamás me había enfadado con ella.
Se inclinó hacia adelante y apagó la televisión.
—Pasa, Jackie —dijo.
Abrí la puerta de tela metálica y entré.
—El colmo del lujo, ¿no te parece?
Mi madre examinó la habitación con la mirada. Su maleta estaba abierta en el suelo, junto a la puerta del baño. Al fondo de éste había una ventana, y a través de ella vi el campo de golf, donde tres hombres jugaban bajo un cielo lechoso.
—A veces la soledad es una carga —dijo ella, y se inclinó para ponerse los zapatos de tacón alto—. No he dormido bien esta noche, ¿y tú?
—Tampoco —dije, aunque había dormido perfectamente. Quería preguntarle dónde estaba Woody, pero de pronto se me ocurrió que Woody se había ido para no volver, que ella no pensaba en función de él y que le tenía sin cuidado dónde estaba entonces o pudiera estar jamás.
—Me gustaría oírte un cumplido —dijo—. ¿Se te ocurre alguno?
—Sí —dije—. Me alegro de verte.
—Me ha gustado —dijo, asintiendo. Se había ya calzado los dos pies—. ¿Quieres ir a comer? Podemos ir al autoservicio de enfrente. Tienen platos calientes.
—No —dije—. No tengo hambre.
—Muy bien —dijo, y volvió a sonreírme. Como ya he dicho, me gustaba su apariencia de aquella mañana. Estaba guapa de un modo que no recordaba en ella en el pasado, como si se hubiera liberado de algo que la había tenido aprisionada y pudiera ya ser diferente respecto de las cosas. Y respecto de mí, incluso.
—A veces, ¿sabes? —dijo—, pienso en algo que he hecho. Cualquier cosa. De hace años, en Idaho, de la semana pasada. Y es como si lo hubiera leído. Como una novela. ¿No es extraño?
—Lo es —dije. Y me parecía extraño porque en aquel momento yo veía con claridad la diferencia entre lo que había pasado y lo que no, y sabía que siempre la vería.
—A veces —dijo ella, y enlazó las manos sobre el regazo y miró por la pequeña ventana que daba al aparcamiento y a la curva que formaban los otros bungalows—, a veces hay un momento en el que hasta olvido por completo cómo es la vida. Absolutamente. —Sonrió—. No es tan grave, en el fondo. Quizá sea una enfermedad mía. ¿Crees que estoy enferma y que un día me curaré?
—No. No sé —dije—. Quizá. Ojalá.
Miré por la ventana del baño y vi a los tres hombres caminando por la calle del campo de golf, con los palos al hombro.
—Se me hace difícil compartir las cosas en este momento —dijo mi madre—. Lo siento. —Se aclaró la garganta; luego, mientras yo seguía de pie frente a ella, guardó casi un minuto de silencio—. Pero estoy dispuesta a contestar a todo lo que quieras preguntarme. Pregúntame lo que sea y te contestaré la verdad, tanto si me gusta como si no. ¿De acuerdo? Te lo prometo. Ni siquiera tienes que confiar en mí. Entre nosotros ya no es tan importante. Los dos somos ya mayores.
Le pregunté:
—¿Estuviste casada antes?
Mi madre me miró de un modo extraño. Se le empequeñecieron los ojos, y por espacio de un instante volvió a tomar la apariencia que siempre había conocido: facciones angulosas, labios cerrados y tensos.
—No —dijo—. ¿Quién te ha dicho eso? No es verdad. Nunca lo estuve. ¿Te lo ha dicho Jack? ¿Te lo ha dicho tu padre? Es cruel. Yo no he sido tan mala.
—Él no me lo ha dicho —dije.
—Oh, claro que ha sido él —dijo ella—. Ni siquiera sabe dejar las cosas como están cuando la situación es difícil.
—Quería saberlo —dije—. Se me pasó por la cabeza, simplemente. No tiene importancia.
—No, no la tiene —dijo mi madre—. Podría haber estado casada ocho veces. Pero lamento que él te haya dicho eso. A veces no es nada generoso.
—Él no me ha dicho nada —dije. Pero ya lo había repetido muchas veces, y me daba igual si me creía o no. Era cierto que la confianza ya no era un punto crucial entre nosotros. En cualquier caso, hoy sé que la verdad absoluta acerca de las cosas es una idea que un día deja de existir.
—¿Eso era todo lo que querías saber? —dijo mi madre. Parecía furiosa; pero no conmigo, pensé. Con las cosas en general. Y en eso estábamos de acuerdo—. La propia vida es asunto de uno, Jackie —me dijo—. Tu vida es tan asunto tuyo y sólo tuyo que a veces te entra un pánico de muerte. Te dan ganas de salir corriendo.
—Supongo —dije.
—Me gustaría tener una vida menos doméstica, eso es todo.
Me miró, pero yo no dije nada. No entendí lo que quería decir con aquello, pero sabía que por mucho que yo dijera, no cambiaría un ápice lo que iba a ser su vida a partir de aquel momento. Y guardé silencio.
Al rato cruzamos la Décima Avenida y comimos en el restaurante autoservicio. Cuando mi madre pagó, vi que llevaba en el bolso la pinza de plata de mi padre, con unos cuantos billetes. Y comprendí que él había ido a verla antes que yo aquella mañana, y que a nadie le importaba si yo me enteraba o no. En aquello estábamos los tres solos: cada cual tendría que contar consigo mismo.
Cuando salimos a la calle, había refrescado y hacía viento. En el aire se veía humo de los tubos de escape de los coches, y aunque apenas eran las dos de la tarde algunos conductores llevaban los faros encendidos. Mi madre había llamado a un taxi, y lo esperábamos en la acera. Yo no sabía a dónde se iba, pero sí que yo no iría con ella.
—Tu padre no me deja volver —dijo, en la acera. Y ello era para ella un hecho inamovible; y no lo decía para que yo hablase con él o saliese en defensa de ella o tomase partido por ella. Pero en aquel momento deseé no haberle permitido irse de casa la noche anterior. Cuando te quedas, las cosas siempre pueden arreglarse; pero salir de casa en plena noche y no regresar es tentar demasiado al destino, y existe riesgo de que todo se te escape de las manos.
Llegó el taxi. Mi madre me besó y me abrazó con fuerza, y luego subió al taxi con su vestido azul pálido y sus tacones altos y su abrigo. Mientras la miraba olí su perfume en mis mejillas.
—Antes me daban miedo muchas más cosas que ahora —dijo mirándome, y sonrió—. Vaya por Dios, se me ha hecho un nudo en el estómago.
Cerró la puerta del taxi, me hizo adiós con la mano y se fue.
Volví andando a la escuela. Pensé que si llegaba antes de las tres podría coger el autobús de vuelta a casa. Bajé un largo trecho por la Décima Avenida hasta la Calle Segunda, que bordeaba el Missouri, y luego crucé hacia el centro. Pasé frente al Great Northern Hotel, en donde mi padre había vendido patos y gansos y peces de todas clases. No había ningún tren de pasajeros en la estación, y la rampa de descarga me pareció minúscula. A lo largo de un costado se alineaban los cubos de basura, y la puerta estaba cerrada con cerrojos.
Mientras caminaba hacia la escuela pensé que mi vida había dado un vuelco repentino, y que era posible que durante un tiempo —quizá largo— no supiera exactamente la naturaleza o el sentido de tal vuelco. Era posible incluso que jamás llegara a saberlo. Era una de esas cosas que pasan —lo sabía—, y a mí me había pasado así y en aquel momento. Y mientras subía por la calle en la fría tarde de Great Falls, fui haciéndome estas preguntas. ¿Por qué no permitía mi padre que mi madre volviera? ¿Por qué quiso Woody quedarse conmigo allí fuera, en la noche fría, con riesgo de perder la vida? ¿Por qué tuvo que decir que mi madre había estado casada otra vez, si no era cierto? Y, en cuanto a mi madre, ¿por qué decidió hacer lo que hizo? Cinco años después mi padre se fue a Ely, Nevada, a romper la huelga del petróleo, y encontró una muerte fortuita. Y en los años transcurridos desde entonces he ido viendo a mi madre de cuando en cuando, en un lugar u otro con un hombre u otro, y puedo decir que, como mínimo, nos conocemos el uno al otro. Pero nunca he sabido la respuesta a esas preguntas, jamás le he pedido a nadie que me diera su respuesta. Aunque probablemente la respuesta es simple: es la vida baja, cierta frialdad que hay en todos nosotros, cierto desamparo que hace que no entendamos bien la vida cuando en rigor la vida es pura y simple, que hace que nuestra existencia sea como una frontera entre dos nadas, y que nos hace ser idénticos a animales que se cruzan en el camino: vigilantes, implacables, carentes de paciencia y de deseo.
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