Richard Ford
(Jackson, Mississippi, 1944-)


Comunista
(“Communist”)
Originalmente publicado en la revista Antaeus (otoño 1985);
reimpreso en The Best American Short Stories 1986 (selección de Raymond Carver);
Rock Springs
(Nueva York: Atlantic Monthly Press, 1987, 235 págs.)



      Mi madre tuvo una vez un novio llamado Glen Baxter. Era el año 1961. Mi madre y yo vivíamos en la pequeña casa que mi padre le había dejado en lo alto de la cuenca del Sun River, cerca de Victory, Montana, al oeste de Great Falls. Mi madre tenía entonces treinta y dos años. Y yo dieciséis. Glen Baxter tenía una edad intermedia entre una y otra, la de mi madre y la mía, aunque no puedo precisar más sobre este punto.
       En aquella época vivíamos del dinero de los seguros de vida de mi padre; mi madre trabajaba además media jornada como camarera en Great Falls, y por las tardes solía ir a los bares, y sé que fue en uno de ellos donde conoció a Glen Baxter. A veces volvían juntos a casa y pasaban la noche en el cuarto de mi madre; o bien ella me llamaba por teléfono desde la ciudad para decirme que se quedaba con él en su pequeño apartamento de Lewis Street, al lado de las vías muertas de la Great Northern. Me daba su número de teléfono cada vez que se quedaba, pero yo nunca llegué a llamarla. Tal vez pensaba que lo que hacía era algo horrible, pero era más fuerte que ella y sencillamente no podía evitarlo. Yo, por mi parte, no veía en ello nada malo. Me parecían cosas normales de la vida, y me lo siguen pareciendo. Era una mujer joven, y eso era algo que yo sabía incluso entonces.
       Glen Baxter era comunista y su afición era la caza. Hablaba de caza constantemente. Faisanes. Patos. Ciervos. Mataba todo tipo de animales, decía. Había estado en Vietnam ya en época tan temprana, y cuando venía a casa solía contar que disparaba contra los animales del país —monos y bellos papagayos— con fusiles militares y por el mero placer de la caza. Mi madre y yo no sabíamos entonces lo que era el Vietnam, y Glen, cuando se refería a ese país, hablaba simplemente del «Extremo Oriente». Hoy pienso que debió de trabajar para la
CIA, y que le decepcionó algo que vio o descubrió, y que acabó por perder su empleo, pero a nosotros esas cosas no nos importaban. Glen era alto y de ojos oscuros y pelo negro y corto, y casi siempre estaba de buen humor. Había dejado a medias —decía— una carrera universitaria en Peoria, Illinois, donde se había criado. Pero en la época de su relación con nosotros trabajaba de jornalero en las acequias de los trigales, y se pasaba los inviernos sin trabajar, frecuentando los bares y bebiendo con mujeres como mi madre, con empleo y algún dinero para gastar. Es un género de vida muy corriente en Montana.
       Lo que quiero contar sucedió en noviembre. Llevábamos algún tiempo sin ver a Glen Baxter. Dos meses, para ser exactos. Mi madre conocía a otros hombres, pero la mayoría de los días volvía a casa al salir del trabajo y se quedaba en su cuarto viendo la televisión y bebiendo cerveza. En cierta ocasión le pregunté por Glen, y ella se limitó a decirme que no sabía dónde estaba, y yo supuse que habían tenido una pelea y que se había puesto en la carretera rumbo a Illinois o Massachusetts, donde decía que tenía parientes. He de admitir que Glen me gustaba. Siempre tenía algo en mente. Era sindicalista además de comunista, y solía decir que el país estaba emponzoñado por los ricos, y que era necesario que los hombres fuertes lo devolvieran a la vida, y a mí me gustaba oírle porque mi padre había sido también sindicalista, y gracias a ello teníamos una casa donde vivir y dinero para nuestra subsistencia. He de hacer constar también que por aquellas fechas yo había tenido unas cuantas peleas —con chicos de la ciudad, y una vez con un indio de Choteau—, y que a raíz de ellas había conocido a varias chicas. Así que no quería que mi madre pasara tanto tiempo en casa por las noches, y deseaba que Glen volviera, o que entrara en escena otro hombre que la entretuviera en otra parte.
       Un sábado, a las dos de la tarde, Glen llegó al jardín de casa en un coche. Antes había tenido una gran Harley-Davidson color marrón en la que solía moverse casi todo el año, con sus altas botas de regador negras y rojas y una gorra de béisbol con la visera hacia atrás. Pero esta vez tenía un coche, un Nash Ambassador azul. Mi madre y yo salimos al porche cuando el Nash se paró entre los olivos que mi padre había plantado como cortaviento, y en la cara de mi madre vi una expresión de fastidio. Empezaba a llegar la época fría. La nieve coronaba ya el Fairfield Bench, pero aquel día soplaba el chinook y parecía un día de primavera, pese a las invernales nubes azul y plata que empezaban a poblar el cielo por encima del Divide.
       —Parece que hace siglos que no te vemos —dijo mi madre con frialdad.
       —Mi hermana pequeña, la retrasada, ha muerto —dijo Glen, de pie junto a la puerta del coche. Llevaba el chaquetón naranja de
VFW [Veterans of Foreign Wars: Veteranos de guerras extranjeras] y unas zapatillas de lona de esas que llamábamos «zapatos de borracho» y que antes jamás le habíamos visto usar. Parecía de muy buen humor—. La enterramos en Florida, cerca de casa.
       —Buen lugar —dijo mi madre, en tono de ser la parte objeto de agravio.
       —Quiero llevarme al chico a cazar, Aileen —dijo Glen—. Han bajado bandadas de gansos de las nieves. Pero tenemos que darnos prisa, porque mañana alzarán el vuelo hacia Idaho.
       —No le apetece ir —dijo mi madre.
       —Sí me apetece —aseguré yo, y la miré.
       Mi madre me miró frunciendo el ceño.
       —¿Por qué?
       —¿Necesitas una razón? —dijo Glen Baxter, y sonrió.
       —Quiero que me des alguna —dijo mi madre. Me miraba de un modo extraño—. Creo que Glen está borracho, Les.
       —No, ahora no bebo —dijo Glen, lo cual era difícil de creer. Nos miró a ambos, y mi madre se mordió el labio inferior y me miró fijamente para hacerme saber que pensaba que le estaban jugando una mala treta y que no le hacía la menor gracia. Mi madre era muy guapa, pero cuando se ponía furiosa sus facciones se endurecían y ya no parecía tan guapa—. Muy bien, entonces que haga lo que le dé la gana —dijo, como si no se dirigiera a nadie en particular—. Que cace, que mate, que mutile. Su padre también lo hacía. —Se volvió y entró en casa.
       —¿Por qué no vienes con nosotros, Aileen? —dijo Glen. Seguía sonriendo, complacido.
       —¿A hacer qué? —dijo mi madre. Se detuvo, sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo del vestido y se puso uno en la boca.
       —Vale la pena verlo —dijo Glen.
       —¿Ver animales muertos? —dijo mi madre.
       —Son gansos que vienen de Siberia, Aileen —dijo Glen—. No son gansos normales. Luego quizá os invite a cenar. ¿Qué dices?
       —¿Sí? ¿Con qué? —dijo mi madre. Yo, la verdad, no sabía por qué estaba tan furiosa con él. Me habría parecido lo lógico que se alegrara de verle. Pero de pronto parecía odiar todo lo relacionado con Glen Baxter.
       —Tengo algo de dinero —dijo Glen—. Deja que esta noche lo gaste invitando a una chica guapa.
       —Suerte tendrás si la encuentras —dijo mi madre, y se volvió hacia la puerta de la casa.
       —Ya he encontrado una —dijo Glen Baxter. Pero la puerta se había cerrado dando un portazo, y Glen me miró con una expresión extraña (que hoy interpreto como de impotencia).
       Yo, por mi parte, no veía el medio de hacer que nada cambiara.

       Mi madre iba en el asiento trasero del Nash de Glen y miraba por la ventanilla. Mi escopeta de dos cañones iba delante entre Glen y yo, junto a su repetidora belga, que Glen llevaba cargada con cinco cartuchos en previsión —explicó— de que surgiera a un lado de la carretera alguna posible pieza. Yo había cazado conejos, y faisanes y otras aves, pero no había participado nunca en una verdadera cacería, de esas que exigen ir a un lugar determinado y cumplir con ciertos ritos formales. Y estaba muy excitado. Tenía el presentimiento de que estaba a punto de sucederme algo importante, y de que sería un día que habría de recordar siempre.
       Mi madre guardó silencio largo rato, y yo tampoco dije nada. Atravesamos Great Falls y nos encaminamos hacia Fort Benton, que está en las riberas llanas donde se cultiva el trigo.
       —Los gansos forman pareja de por vida —dijo mi madre de pronto, sin venir a cuento—. Espero que lo sepas. Son animales especiales.
       —Lo sé —respondió Glen sin volverse—. Les tengo el mayor de los respetos.
       —¿Así que dónde has estado estos tres meses? Lo pregunto por simple curiosidad.
       —Estuve de aquí para allá durante un tiempo, y luego me fui a Douglas, en Wyoming.
       —¿Y qué pensabas hacer allí? —preguntó mi madre.
       —Quería encontrar trabajo, pero no resultó.
       —Voy a ir a la universidad —dijo mi madre de pronto.
       Era la primera vez que la oía decir tal cosa. Me volví para mirarla, pero ella miraba por la ventanilla y ni siquiera reparó en mi gesto.
       —Sabía francés en un tiempo —dijo Glen—. Rosé quiere decir rosado, y rouge rojo. —Me echó una mirada y sonrió—. Creo que es una excelente idea, Aileen. ¿Cuándo piensas empezar?
       —No quiero que Les piense un día que lo educaron siempre unos chiflados —dijo mi madre.
       —Les también tendrá que ir —dijo Glen.
       —Sí. Después de mí, irá él.
       —¿Qué dices de eso, Les? —preguntó Glen, sonriendo.
       —Dice que estupendo —dijo mi madre.
       —Estupendo —dije yo.

       Glen Baxter nos llevó a la alta pradera llana, llena de campos arados para la siembra del trigo, desde donde se divisaba al este una altísima cadena de montañas precedida por una hilera de colinas bajas. Era —recuerdo— un día de una amplia gama de azules en el cielo, y a lo lejos divisábamos también la pequeña ciudad de Floweree, y la autopista del estado que pasaba ante ella y conducía a Fort Benton y a la central eléctrica. Surcamos la alta pradera, y nos adentramos por un camino embarrado con vallas a ambos lados, y cuando hubimos recorrido unos cinco kilómetros Glen pisó el freno y dijo que habíamos llegado.
       —Bien —dijo, mirando por el retrovisor a mi madre—. Jurarías que no hay nada en estos parajes, ¿me equivoco?
       —Estamos aquí —dijo mi madre—. Tú nos has traído.
       —Te alegrarás de haber venido —dijo Glen, y me dio la impresión de que sabía lo que decía. Yo había mirado en torno y no había visto nada. Ni arroyos ni árboles ni nada que hiciera suponer que era un buen lugar para la caza. Sólo tierra baldía—. Hay un gran lago allá —dijo Glen—. No puedes verlo desde aquí porque está en un terreno bajo. Pero los gansos están en el lago. Verás.
       —Muy parecido a la luna todo esto, ya me he dado cuenta —dijo mi madre—. Sólo que peor. —Miraba fijamente las planicies aradas como si hubiera visto algo concreto y quisiera saber más acerca de ello—. ¿Cómo descubriste este lugar?
       —Vine una vez en la temporada del trigo —dijo Glen.
       —Y el propietario te dijo que vinieras a cazar cuando te apeteciera y que trajeras a tus amigos. Vamos, dime que es eso.
       —La gente no debería poseer tierras —dijo Glen—. Todos deberíamos tener derecho a utilizarlas.
       —Les, lo que Glen va a hacer se llama caza furtiva —dijo mi madre—. Sólo quiero que lo sepas, porque es un delito perseguido por la ley. Si eres un hombre ya, habrás de hacer frente a las consecuencias.
       —Lo que dices no es cierto —dijo Glen Baxter.
       Aún ante el volante, miraba con aire taciturno el camino enfangado que se perdía en las montañas. Yo creía que era cierto lo que había dicho mi madre, pero no me importaba. En aquel momento no me importaba otra cosa que ver gansos sobre mi cabeza y abatirlos con mis disparos.
       —Bien, yo no voy con vosotros —dijo mi madre—. Prefiero las ciudades, y ya he tenido bastantes problemas.
       —Como quieras —dijo Glen—. Podrás verlos cuando alcen el vuelo sobre el lago. Es todo lo que quería. Les y yo vamos a cazar unos cuantos, ¿eh, Les?
       —Sí —dije yo. Eché mano a mi escopeta, que había sido de mi padre y pesaba como un muerto.
       —Entonces vámonos ya —dijo Glen—, o se nos irá la luz.
       Nos bajamos del coche con las escopetas. Glen se quitó las zapatillas de lona y se puso unas botas negras de regador que sacó del maletero. Luego saltamos la valla de alambre de espino y nos adentramos en el campo arado en dirección a ninguna parte. Cuando aún no nos habíamos alejado mucho me volví a mirar a mi madre, pero sólo alcancé a ver la parte superior de su cabeza, pequeña y oscura, semioculta en el asiento trasero del Nash, fija en una dirección y cavilando sobre cosas que yo aún no era capaz de formular.

       Camino del lago, Glen se puso a hablarme. Yo nunca había estado a solas con él, y sabía poco sobre su persona aparte de lo que mi madre había querido contarme: unas veces que bebía demasiado, y otras que era el hombre más adorable que había conocido y que un día se casaría con alguien, aunque no creía que ese alguien fuera ella. Glen me dijo mientras caminábamos que le hubiera gustado acabar sus estudios universitarios, pero que ya era demasiado tarde, que su mente ya no era joven. Dijo que el Extremo Oriente le había gustado mucho, que las gentes de aquellos países sabían cómo tratarse mutuamente, y que, aunque en aquel momento no podía, algún día volvería. Dijo también que le gustaría vivir en Rusia durante un tiempo, y mencionó los nombres de unas personas que habían estado allí, nombres que yo no conocía. Al principio sería duro —dijo—, porque todo era muy diferente, pero el recién llegado pronto se aclimataría y ya no querría vivir en ninguna otra parte; los rusos, además, trataban a cuerpo de rey a los norteamericanos que iban a vivir a la Unión Soviética. Ahora —me explicó— había comunistas por todas partes. No eran conocidos, pero ahí estaban. En Montana había muchos, y él se mantenía en contacto con todos ellos. Los comunistas estaban siempre en peligro —dijo—, y él tenía que cuidar de su seguridad en todo momento. Glen, al decirme esto, se echó hacia atrás un lado de su chaquetón de veterano y me enseñó la culata de una pistola que llevaba bajo la camisa, contra la piel desnuda.
       —Hay gente que querría matarme ahora mismo —dijo—, y también yo mataría a un hombre si lo creyera necesario. —Seguimos caminando, pero al poco añadió—: Creo que no sé gran cosa de ti, Les. Pero me gustaría. ¿Qué es lo que te gusta hacer?
       —Me gusta el boxeo —dije—. Mi padre boxeaba. Saber boxear es muy útil.
       —Sí, supongo que uno ha de saber cómo defenderse.
       —Yo sé defenderme —dije.
       —¿Te gusta ver la televisión? —dijo Glen, y sonrió.
       —No mucho.
       —A mí me encanta —dijo Glen—. Si tuviera un televisor, me olvidaría hasta de comer.
       Miré hacia adelante, por encima de las verdes copas de los arbustos de salvia que crecían en la linde del campo arado, con esperanza de ver el lago. En el aire había una ligereza y un aroma dulce que —pensé— quizá emanaba del lugar al que nos dirigíamos, pero yo seguía sin ver nada.
       —¿Cómo vamos a cazarlos? —dije.
       —No es difícil —dijo Glen—. La caza, la mayoría de las veces, no es ni caza. Sólo es disparar. Y hoy va a ser así. En Illinois los cazadores cavan agujeros en el suelo y se meten en ellos y sacan al aire los señuelos. Y los gansos vienen y vienen hasta el cazador. Pero ahora no tenemos tiempo para eso. —Me dirigió una mirada—. Aquí tendremos que aprovechar el primer momento.
       —¿Cómo sabes que están? —pregunté.
       Miré hacia las montañas Highwood, situadas a treinta kilómetros, y contemplé su pie mitad de un azul oscuro, mitad cubierto de nieve. Y entonces divisé a lo lejos la pequeña ciudad de Floweree, y me pareció mísera y mal iluminada. Vi el letrero rojo de un bar, y un coche que se alejaba despacio de los diseminados edificios.
       —Siempre vienen en noviembre —dijo Glen.
       —¿Vamos a cazar furtivamente?
       —¿Te importaría algo? —preguntó Glen.
       —No, nada.
       —Bien, pues no somos furtivos —dijo Glen.
       Seguimos un trecho sin hablar. Me di la vuelta una vez y vi el coche a lo lejos, diminuto en la vasta planicie. No pude ver a mi madre y supuse que había puesto la radio y se había echado a dormir, que es lo que solía hacer todas las noches en su cuarto. Más allá del coche el sol iba descendiendo sobre las redondas cimas de las montañas del sudoeste, y entonces caí en la cuenta de que cuando el sol se pusiera haría frío. Deseé que mi madre hubiera venido con nosotros, y por espacio de un instante pensé en lo poco que la conocía.
       Seguimos caminando unos quinientos metros, pasamos otra valla de alambre de espino flanqueada de salvia y seguimos otros cien metros entre la grama y el euforbio, y de pronto el terreno se elevó hasta formar una especie de altozano artificial, levantado por algún granjero para proteger sus campos del viento. Entonces supe que el lago estaba un poco más allá, justo enfrente de nosotros. Hasta aquel momento, me llegaba desde la ciudad el sonido de un claxon o el ladrido de un perro, pero de pronto el viento pareció cambiar y a partir de entonces sólo oí a los gansos. Multitud de ellos, a juzgar por el fragor, aunque no podía verlos. Me quedé quieto y escuché el sonido chillón, agudo, un sonido que jamás había oído tan cerca, un sonido «enorme» pese a no ser estentóreo. Eran miríadas, pensé, y henchí el pecho y mis hombros se tensaron a causa de la honda expectación. Era un sonido que le hacía a uno sentirse excluido de él y del resto del entorno, como si uno careciera de importancia en el gran concierto de las cosas.
       —¿Los oyes graznar? —preguntó Glen. Había alzado la mano para hacer que me quedara quieto, y ambos escuchamos—. ¿Cuántos crees que hay, Les? Así, por el oído.
       —Un centenar. Más de un centenar.
       —Cinco mil —dijo Glen—. No te lo vas a creer cuando lo veas. Ve a echar una ojeada.
       Dejé la escopeta en el suelo, me dejé caer sobre la tierra y repté el terraplén arriba a través de la grama y los cardos, hasta que vi el lago y vi los gansos. Allí estaban, como una gran banda blanca posada sobre el agua, ancha y larga y continua, una vasta extensión de gansos de las nieves, a unos setenta metros de mí, sobre la orilla, aunque adentrándose un buen trecho sobre la superficie del agua. El lago era grande, de cerca de un kilómetro de anchura, con tupidos cañaverales de anea en su orilla opuesta, y ciruelos salvajes más allá, y la montaña azul al fondo.
       —¿Ves la enorme bandada? —me susurró Glen desde abajo.
       —Sí, la veo —dije, sin dejar de mirar. Era algo digno de verse, un cuadro que jamás había visto antes y que no he vuelto a ver desde entonces.
       —¿Hay algunos en tierra? —preguntó.
       —Sí, en la grama —dije—. Pero la mayoría están nadando.
       —Estupendo —dijo Glen—. Tendrán que echarse a volar en un momento u otro, pero no vamos a esperar a que lo hagan.
       Reculé por el terraplén hasta donde estaba Glen, y recogí mi escopeta. La luz declinaba ya, y el aire se volvía fresco y adquiría un tono púrpura. Miré hacia el coche y no pude verlo, aunque tampoco estaba ya seguro de su situación exacta bajo aquel cielo inflamado.
       —¿Adónde se irán? —dije en un susurro, porque no quería que nada pudiera echarse a perder por algo que yo dijera o hiciera. Para Glen era importante disparar contra aquellos gansos, y para mí también lo era.
       —Al trigo —dijo Glen—. O quizá se vayan definitivamente. Me gustaría que estuviera aquí tu madre, Les. Luego tendrá que lamentarse.
       Oía a los gansos peleando y graznando sobre la superficie del lago. Y me pregunté si sabrían que estábamos allí.
       —Seguro que lo lamenta —dije, con el corazón latiéndome con fuerza dentro del pecho, pero no creía que fuera a lamentarlo mucho.
       El plan de Glen era muy simple. Yo me quedaría tras el terraplén, y él se arrastraría con su repetidora por la grama hasta estar situado a la menor distancia posible de los gansos. Luego se pondría en pie y dispararía contra los que tuviera más a mano, tanto en el aire como en el suelo.
       Y cuando los demás alzaran el vuelo, algunos —con un poco de suerte— vendrían hacia mí al tomar la dirección del viento, y yo dispararía y ellos girarían en redondo y se dirigirían hacia Glen, que volvería a disparar. Él, con suerte —dijo—, podría matar diez, y yo tal vez cinco. No parecía muy difícil.
       —No dejes que te vean —advirtió Glen—. Espera hasta que casi puedas tocarlos, y entonces ponte de pie y dispara. En esto, vacilar es perderlo todo.
       —De acuerdo. Lo intentaré.
       —Dispárales a la cabeza, y vuelve a hacerlo —dijo Glen—. Es fácil.
       Me dio unas palmaditas en el brazo y sonrió. Luego se quitó el chaquetón de veterano y lo dejó en el suelo, trepó terraplén arriba con el rifle entre los brazos y se puso a reptar entre los tallos secos y amarillos hasta que desapareció de mi vista.
       Entonces, por primera vez aquel día, me quedé solo. Y no me importaba. Me puse en cuclillas sobre la hierba, cargué la escopeta de dos cañones y saqué del bolsillo otros dos cartuchos para tenerlos en la mano. Moví el seguro una y otra vez para cerciorarme. Se había alzado un ligero viento, que sacudió las hierbas y me hizo tiritar. No era el cálido chinook, sino el viento frío del norte, el viento del que trataban de huir aquellos gansos.
       Pensé en mi madre, sola en el coche; me pregunté cuánto tiempo seguiría yo con ella, y hasta qué punto le afectaría mi partida. Y me pregunté cuándo moriría Glen Baxter, y si moriría a manos de alguien, o si mi madre se casaría con él y cómo me sentiría yo en tal caso. Y, sin saber por qué, se me ocurrió que Glen Baxter y yo, a la postre, jamás llegaríamos a ser amigos, porque no me importaba en absoluto si se casaba o no con mi madre.
       Luego pensé en el boxeo y en todo lo que mi padre me había enseñado en ese campo. A apretar bien los puños. A lanzar el golpe desde el hombro, en línea recta, y a no golpear nunca reculando. Cómo atajar un golpe barriendo con el puño hacia dentro, cómo mantener la barbilla baja y cómo avanzar hacia un hombre que está a punto de caer para golpearle de nuevo. Y, lo más importante de todo, a tener los ojos bien abiertos cuando golpeas en la cara y hieres a tu adversario, porque necesitas ver lo que estás haciendo para darte ánimo, y porque es cuando cierras los ojos cuando dejas de pegar y te lastiman de verdad.
       —Lánzate sobre tu adversario, Les —solía decirme—. Cuando veas tu oportunidad, lánzate sobre él y golpéale hasta que caiga.
       Ésa, pensé, habría de ser mi actitud en todas las cosas.
       Y entonces volví a oír a los gansos; graznaban al unísono, ahora en un tono más agudo y más sonoro, como si el viento hubiera vuelto a cambiar de dirección y pusiera en el aire frío sonoridades nuevas. Y luego oí un estampido. Y supe que Glen estaba entre ellos y que se había puesto en pie para disparar. El ruido de los gansos creció, se hizo más ensordecedor, y sentí que los dedos me quemaban a causa de la fuerte presión que ejercían contra el metal, y bajé la escopeta y abrí la mano para que la quemazón cesara y pudiera sentir el gatillo cuando el momento llegara. Glen disparó de nuevo, y oí cómo hacía saltar el cartucho, y todos los sonidos que llegaban hasta mí parecían amplificarse: los gansos, los disparos, la agitación del aire mismo… Glen hizo un tercer disparo, y supe que se tomaba su tiempo para afinar la puntería y dar en el blanco. Apreté mi escopeta y empecé a subir por el terraplén a gatas para no estar desprevenido cuando los gansos sobrevolaran mi cabeza y llegara el momento de disparar.
       Desde lo alto del terraplén vi a Glen Baxter solo en el terreno de grama, disparando a un ganso blanco con las puntas de las alas negras, que seguía en el suelo no lejos de él y que trataba de alzarse al aire. Volvió a disparar una vez más, y el ganso cayó muerto sin dejar de agitar las alas.
       Glen se volvió para mirarme, y su cara tenía una expresión desencajada y extraña. El aire, a su alrededor, estaba lleno de blancos gansos en vuelo, y él parecía quererlos todos.
       —Detrás de ti, Les —gritó señalando con el dedo—. Los tienes todos a tu espalda.
       Miré hacia atrás, y el aire estaba lleno de gansos hasta donde se perdía la vista, gansos innumerables que avanzaban despacio, con las alas extendidas, batiéndolas calmosamente y anegando el cielo con su aguda algarabía, aunque sus graznidos no eran tan fuertes ni estridentes como yo había imaginado al esperarlos. ¡Y estaban tan cerca! A unos diez metros, algunos de ellos. El aire en torno vibraba, y me llegaba el viento de su batir de alas, y me pareció que podría matar tantos como proyectiles salieran de mi arma —cientos, miles—, y alcé la escopeta, apunté a la cabeza de un ejemplar blanco y disparé. El ganso se estremeció en el aire, sus anchas patas se hundieron bajo su vientre, sus alas se ahuecaron para retener el aire, y su cuerpo cayó a plomo y golpeó el suelo con un odioso ruido sordo, compacto, blanco, idéntico al que hubiera hecho un cuerpo humano. Volví a alzar la mirada y disparé contra otro ganso, y pude oír los perdigones incrustándose en su pecho, pero no se desplomó ni quebró siquiera su trayectoria. Glen disparó de nuevo. Y otra vez.
       —¡Eh! —le oí gritar—. ¡Eh, eh!
       Y había gansos sobre mi cabeza, gansos en hileras sucesivas. Abrí la escopeta y la volví a cargar, y mientras lo hacía pensé: Necesito seguridad en mí mismo, seguridad en lo que hago. Apunté a otro ganso y le alcancé en la cabeza, y cayó de modo idéntico al primero, con las alas extendidas y el vientre hacia el suelo, y con idéntico ruido al golpear contra la tierra. Luego me senté en la hierba del terraplén y dejé que siguieran sobrevolando mi cabeza.
       Ahora estaba ya en el aire toda la bandada, moviéndose en un lento torbellino sobre mí y el lago y todas partes, buscando el viento y enfilando hacia el sur en largas y vacilantes filas que recibían los últimos rayos de sol e iban volviéndose de plata al alejarse. Era algo digno de verse, puedo asegurarlo. Cinco mil gansos blancos en el aire, por encima de tu cabeza, creando una batahola sin parangón con lo que hayas podido oír jamás. Pensé: Esto es algo que no volveré a ver en mi vida, y que nunca olvidaré. Y no me equivocaba.
       Glen Baxter hizo otros dos disparos. Falló el primero, pero el segundo alcanzó a un ganso que se alejaba de él en aquel instante, y que al acusar el impacto zozobró y fue volando hasta posarse sobre la superficie vacía del lago, donde se puso a nadar y a graznar como si nada hubiera pasado. Glen, de pie entre los matojos, con la repetidora bajada, se quedó mirándolo.
       —No debería haberle disparado, ¿no crees, Les?
       —No sé —dije, sentado sobre el montículo, mirando al ganso que nadaba sobre el lago.
       —No sé por qué los mato. Son tan bellos… —dijo Glen, y me miró.
       —Yo tampoco.
       —Puede que con ellos no se pueda hacer más que eso. —Glen volvió a quedarse mirando al ganso, y sacudió la cabeza—. Puede que hayan sido creados precisamente para eso.
       No supe qué decir, porque no sabía qué había querido decir con lo que dijo, pero lo que yo sentía era cierta turbación ante aquella inmensa multitud de gansos, y un sentimiento vago, como de hambre, porque habían cesado los disparos y la cacería había terminado.
       Glen empezó a recoger sus gansos, y yo bajé hasta los dos míos, que yacían muertos muy cerca el uno del otro. Uno había golpeado la tierra con tal impacto que tenía el vientre abierto y parte de las entrañas fuera. El otro, sin embargo, parecía intocado, con el suave vientre hacia arriba como una almohada; su cabeza y pico mellado y sus diminutos ojos parecían aún con vida.
       —¿Qué tal los cazadores de ahí abajo? —dijo una voz.
       Era mi madre, de pie con su vestido rosa en lo alto del montículo, rodeándose el cuerpo con los brazos. Sonreía, pero tenía frío. Y yo caí en la cuenta de que desde que habían empezado los disparos la había olvidado por completo.
       —¿Quién ha cobrado todas esas piezas? ¿Has sido tú, Les?
       —No —dije.
       —Pero Les es un cazador, Aileen —dijo Glen—. Sabe tomarse su tiempo.
       Sostenía dos gansos blancos por el cuello, uno en cada mano, y sonreía. Mi madre y Glen parecían radiantes.
       —Veo que no has fallado mucho —dijo mi madre. No había duda de que admiraba a Glen por sus gansos, y de que en el coche había estado pensando—. Ha sido maravilloso, Glen —dijo—. Jamás había visto nada parecido. Eran como nieve.
       —Vale la pena verlo una vez, ¿verdad? —dijo Glen—. Podría haber matado más, pero estaba demasiado excitado.
       Mi madre, entonces, me miró.
       —¿Dónde están los tuyos, Les?
       —Aquí —dije, y señalé los dos gansos que yacían a mis pies.
       Mi madre asintió con la cabeza de un modo tierno, y creo que en aquel momento lo veía todo con agrado y quería que el día acabara bien y que los tres nos sintiéramos felices.
       —Son seis, entonces. Seis en total.
       —Uno sigue todavía allí —dije, y señalé con la mano el ganso que nadaba en círculos sobre el lago.
       —A ver —dijo mi madre, e hizo pantalla con la mano para mirar—. ¿Dónde está?
       Glen Baxter me miró entonces con una sonrisa extraña, una sonrisa que decía que habría deseado que yo nunca hubiera mencionado aquel ganso. Y yo también deseé no haberlo hecho. Miré hacia el cielo y vi las hileras ingentes de gansos que despedían destellos de plata a la luz del atardecer; y sentí deseos de que nos marcháramos y nos fuéramos a casa.
       —Ese ganso ha sido mi error —dijo Glen Baxter, y sonrió—. No tendría que haberle disparado, Aileen. Pero estaba demasiado excitado.
       Mi madre miró hacia el lago unos instantes; luego miró a Glen, y luego de nuevo hacia el lago.
       —Pobre animal. —Sacudió la cabeza—. ¿Cómo vas a cogerlo, Glen?
       —No puedo cogerlo —dijo Glen.
       Mi madre lo miró.
       —¿Qué quieres decir? —dijo.
       —Voy a dejarlo ahí —dijo Glen.
       —No, no puedes dejar ninguno —dijo mi madre—. Tú le has disparado y tú tienes que cogerlo. ¿No es la regla?
       —No —dijo Glen.
       Mi madre nos miró a uno y a otro.
       —Métete en el agua y cógelo, Glen —dijo en tono dulce.
       Y mi madre, entonces, pareció muy joven, casi una adolescente, con su ligero vestido de manga corta de camarera y sus delgadas y desnudas piernas semiocultas por la grama.
       —No.
       Glen Baxter bajó la mirada hacia su repetidora y sacudió la cabeza. Yo no entendía por qué se negaba a hacerlo, porque era una tarea fácil. El agua del lago era poco profunda. Cualquiera hubiera visto que podría adentrarse en ella un largo trecho sin que llegara a cubrirle. Glen, además, llevaba puestas sus botas.
       Mi madre miró al ganso blanco, que se hallaba a unos treinta metros de la orilla; tenía la cabeza erguida y nadaba en pausados círculos, con las alas recogidas, en reposo, dejando a la vista sus puntas negras.
       —Métete y cógelo, Glenny, por favor —dijo mi madre—. Son criaturas especiales.
       —No entiendes el mundo, Aileen —dijo Glen—. Son cosas que suceden. No tienen importancia.
       —Pero es tan cruel, Glen —dijo mi madre, y afloró a sus labios una sonrisa dulce.
       —Levanta los brazos, Leeny —dijo Glen—. No veo ningunas alas de ángel, ¿y tú, Les?
       Me miró, pero yo aparté la mirada.
       —Entonces ve tú a cogerlo, Les —dijo mi madre—. A ti no te ha educado gente chiflada.
       Hice ademán de moverme, pero Glen Baxter me agarró de pronto por el hombro y me retuvo con fuerza; con tanta, de hecho, que —como comprobaría más tarde— me dejó en la piel varios cardenales.
       —No va a ir nadie —dijo—. El asunto está zanjado.
       Mi madre le dirigió entonces una fría mirada.
       —No tienes corazón, Glen —dijo—. No hay nada digno de amarse en ti. No eres más que un hijo de puta.
       Y Glen Baxter, entonces, asintió con la cabeza en dirección a mi madre, como si hubiera entendido algo que antes no entendía, algo que deseaba saber.
       —Muy bien —dijo—. Está muy bien.
       Sacó la pistola que llevaba pegada al abdomen, el gran revólver azulado que yo antes había entrevisto y que —según dijo— servía para protegerlo, y apuntó al ganso con el brazo extendido, de frente, y disparó y falló el disparo. Luego disparó de nuevo, y volvió a fallar. El ganso graznó. Disparó por tercera vez, y dio en el blanco y el ganso quedó muerto, porque no hubo ningún chapoteo. Siguió disparando hasta vaciar el revólver y lo alcanzó otras tres veces, y el ganso, con la cabeza caída hacia un lado, se deslizó hacia el centro del lago, vacío y azul oscuro.
       —¿Y ahora tengo corazón? —dijo Glen.
       Pero mi madre, cuando Glen se volvió, ya no estaba. Había echado a andar hacia el coche y había desaparecido casi en la oscuridad. Y Glen me sonrió, en su cara había una expresión desencajada.
       —¿Todo bien, Les? —dijo.
       —Todo bien —respondí.
       —En todo hay límites, ¿no es cierto?
       —Creo que sí —dije.
       —Tu madre es una mujer muy guapa, pero no es la única mujer guapa de Montana. —Yo guardé silencio, y Glen Baxter dijo de pronto—: Toma. —Me tendió el revólver—. ¿Lo quieres? ¿Quieres pegarme un tiro? Nadie cree que morirá un día. Pero yo estoy preparado para morir ahora mismo.
       Yo no sabía qué hacer. Aunque lo que en verdad quería hacer era golpearle, golpearle en la cara con todas mis fuerzas, y verlo en el suelo sangrando y llorando y pidiéndome que dejara de pegarle. Pero en aquel momento parecía asustado, y yo no había visto asustado a ningún adulto —he visto a otros después—, y sentí lástima de él, la misma lástima que me habría inspirado un hombre muerto. Y no le pegué.

       Puede apagarse una luz en el corazón. Todo esto sucedió hace años, pero aún puedo sentir lo remoto y triste que era el mundo para mí. Glen Baxter, pienso ahora, no era un mal hombre; era tan sólo un hombre asustado de algo que nunca había visto antes: algo blando en su interior, o el que su vida tomara un rumbo que no le gustaba… Una mujer con un hijo. ¿Quién podría reprochárselo? Ignoro lo que hace a la gente hacer lo que hace, o calificarse como se califica, pero sé que sería preciso vivir la vida de alguien para poder entenderla cabalmente.
       Mi madre trató de ver el lado bueno de las cosas, trató de encarar con esperanza la situación que la vida le había deparado, trató de cuidar de ambos —de ella y de mí—, pero las cosas no resultaron. Aquel momento y el que siguió fueron una época extraña de su vida, un tiempo en el que hubo de adaptarse a ser adulta cuando se hallaba aún en el delgado vértice de todo. Demasiada conciencia demasiado pronto en la vida. Ése fue —creo— su problema.
       Y lo que yo sentí fue que en cierto modo fui empujado al mundo, a la vida real, a lo que no había vivido todavía. Un año después salí de casa para trabajar en una cantera, y de ahí pasé a trabajos en los que no se cobraba con pulcros talones, y jamás fui a la universidad. Y más de una vez he pensado en lo que mi madre me decía: que no me habían educado unos chiflados; y no sé qué querría decir con eso, o qué importancia tendría, a menos que quisiera decir que el amor es una mercancía fiable (lo cual tampoco es siempre cierto, como he podido comprobar).
       Aquella noche, en la madrugada, estaba yo acostado cuando oí que mi madre me decía:
       —Ven aquí fuera, Les. Sal y mira esto.
       Salí al porche, descalzo y en ropa interior, y la temperatura era cálida y había en el aire una neblina de primavera. Vi a lo lejos los faros de un autocar de la Fairfield que se dirigía hacia Great Falls.
       Y oí a los gansos, a los gansos blancos que surcaban el cielo. Lanzaban sus graznidos agudos, semejantes a airados gritos, y aunque no podía verlos —volaban muy alto—, parecían estar por todas partes. Y mi madre miró hacia el cielo y dijo:
       —¿Los oyes? —Me llegaba el olor de su pelo mojado, después de la ducha—. Se van con la luna —dijo—. Esta región sigue siendo medio salvaje.
       Y yo dije:
       —Los oigo.
       Y sentí de pronto un frío en mi pecho desnudo, y se me erizó el vello de los brazos, como cuando se avecina una tormenta. Y durante unos instantes nos quedamos callados, escuchando.
       —Cuando me casé con tu padre, ¿sabes?, vivíamos en una calle llamada Bluebird Canyon
[Bluebird Canyon: Cañón del azulejo], en California. Y me parecía la más bonita de las calles y el más bonito de los nombres. Supongo que nada te moldea tanto como el primer amor. No te importa que te diga esto, ¿verdad? —Me miró esperanzada.
       —No —dije.
       —Debemos mantener viva la civilización de algún modo —dijo ella. Se cerró la pequeña bata, porque había en el aire un punto de frío, barrunto del viento gélido que habría de llegarnos con el nuevo día—. Esta noche no me siento parte de las cosas.
       —No importa —dije.
       —¿Sabes adónde me gustaría ir?
       —No —dije.
       Y supongo que adiviné que estaba furiosa. Furiosa con la vida. Pero no quería que yo me diera cuenta.
       —Al estrecho de Juan de Fuca. ¿No sería fabuloso? ¿Te gustaría a ti también?
       —Sí, me gustaría.
       Y mi madre se quedó mirando a la lejanía unos instantes, como si pudiera ver el estrecho de Juan de Fuca en la distante línea de montañas, como si viera cobrar vida a las luces de las cosas, como si estuviera viendo un mundo nuevo.
       —Sé que te ha gustado —dijo al cabo—. Tú y yo soportamos muy fácilmente a los tontos.
       —No me ha gustado demasiado —dije—. En realidad me trae sin cuidado.
       —Acabará estrellándose. Estoy segura —dijo. Y yo no dije nada porque Glen Baxter ya no me importaba, y no me apetecía hablar de él—. ¿Me responderás si te pregunto una cosa? ¿Me dirás la verdad?
       —Sí —dije.
       Y mi madre, entonces, no me miró.
       —La verdad, ¿de acuerdo? —dijo.
       —De acuerdo —dije.
       —¿Crees que sigo siendo muy femenina? Tengo treinta y dos años. Tú no sabes lo que eso significa. ¿Pero crees que soy femenina?
       Yo estaba de pie en el borde del porche, ante la hilera de olivos, mirando hacia lo alto, hacia la neblina del cielo. Y no podía ver a los gansos pero seguía oyendo su vuelo, y podía casi percibir el aire que se agitaba bajo sus alas blancas. Y me sentí como se sentiría un hombre que está solo en un puente, y ve venir el tren, y sabe que tiene que decidir. Y dije:
       —Sí, lo creo.
       Y lo dije porque era la verdad.
       Y traté de pensar en otra cosa, y no presté atención a lo que mi madre dijo luego.
       ¿Cuántos años tenía entonces? Dieciséis. A los dieciséis años uno es joven, pero también puede ser un hombre adulto. Hoy tengo cuarenta y un años, y pienso en aquel tiempo sin pesar, aunque mi madre y yo ya no volviéramos a hablar de aquel modo nunca, y yo no haya oído su voz desde hace tanto, tanto tiempo.




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