Richard Ford
(Jackson, Mississippi, 1944-)
Letal invierno
(“Winterkill”)
Originalmente publicado en Esquire Magazine (noviembre 1983);
incluído en Granta 12: The Rolling Stones. Fiction (1 de junio de 1984)
Rock Springs
(Nueva York: Atlantic Monthly Press, 1987, 235 págs.)
No llevaba mucho tiempo en el pueblo. Quizá un mes. Ya no había trabajo para mí en Silver Bow, y cuando llegó el frío decidí coger los bártulos y venirme a casa de mi madre, en las Bitterroot, para economizar y guardar en el cajón el dinero del paro en previsión de tiempos peores.
En aquella época mi madre vivía con un hombre, un viejo operario del petróleo llamado Harley Reeves. Y Harley y yo no congeniamos, aunque no se lo reprocho. También a él lo habían despedido cerca de Gillette, en Wyoming, cuando se acabaron las vacas gordas. Y ahora hacía lo que yo, pero había llegado primero. Todo el mundo se estaba quedando sin trabajo. Eran malos tiempos en aquella parte de Montana, y la cosa no tenía trazas de cambiar. Los dos —mi madre y él— se estaban dando una última oportunidad; dos sesentones, dos extraños viviendo juntos en la casa que le había dejado a ella mi padre.
Así que al cabo de una semana me mudé al pueblo, a un pequeño y mísero apartamento que daba a las vías de la Burlington Northern, y me puse a esperar. No había nada que hacer. Ver la televisión. Ir al bar. Bajar paseando hasta Clark Fork y ponerme a pescar donde habían hecho un pequeño parque. Buscar la forma de pasar el tiempo. La gente piensa que le encantaría tener libre todo el santo día, pero no es más que un espejismo. Yo me sentía contra las cuerdas, no sabía lo que iba a ser de mí al cabo de una semana, y eso es algo que te obsesiona y hace difícil cualquier alegría. A nadie le puede gustar eso.
Estaba en el Top Hat tomando una copa con Little Troy Burnham, hablando de la temporada del ciervo, cuando una mujer que estaba en la barra se acercó hasta nuestra mesa. Yo la había visto otras veces en otros bares del pueblo. Solía estar en uno o en otro por las tardes, alrededor de las tres, y a veces seguía allí a altas horas de la noche, cuando yo ya estaba de retirada. Bailaba con algunos tipos de la base aérea, y se sentaba a beber y a charlar hasta muy tarde. Supongo que al final se iba con alguno de ellos. No era nada fea: rubia, de ojos grandes .y oscuros, cejas también oscuras y caderas anchas. Debía de tener unos treinta y cinco años, aunque uno podía echarle cuarenta y cinco o veinticinco, porque bebía bastante, y la bebida envejece o rejuvenece el aspecto, sobre todo el de las mujeres. Pero yo, la primera vez que la vi, me dije: Ahí tenemos a una en la pendiente. La mujer de un minero, a la deriva desde que dejó Butte, o la hija de un ranchero expulsada un buen día de su casa, que todo puede suceder. O algo aún peor. Así que a mí no me había tentado la aventura; los problemas vienen fácilmente pero se van con dificultad, y ésa es mi forma de pensar sobre el asunto.
—¿Serían tan amables de darme fuego? —dijo.
Estaba allí de pie, junto a la mesa. Se llamaba Nola. Nola Foster. Lo había oído por ahí. No estaba borracha. Eran las cuatro de la tarde, y en el bar no había nadie más que Troy Burnham y yo.
—Si me contara una historia de amor, haría cualquier cosa por usted —dijo Troy.
Siempre les decía lo mismo a todas las mujeres. Era capaz de hacer cualquier cosa en el mundo a cambio de lo que fuera. Troy va por la vida en una silla de ruedas, por culpa de una mala caída en paracaídas durante un incendio forestal, y tampoco es que pueda hacer mucho. Éramos amigos desde la secundaria, e incluso antes. El fue siempre bastante bajo, y yo alto. Pero había sido un excelente luchador y había ganado torneos en Montana, y yo no había hecho gran cosa en ese campo (algo de boxeo una temporada, eso era todo). Vivíamos en los mismos bloques de apartamentos de Ryman Street, aunque para Troy era la vivienda estable y yo llevaba poco tiempo y estaba de paso, a la espera de que llegaran tiempos mejores. Troy se ganaba la vida conduciendo un taxi Checker.
—Me gustaría oír una pequeña historia de amor —dijo Troy, y llamó al camarero para que trajera a Nola otra copa de lo que estuviera tomando.
—Nola, éste es Troy. Troy, ésta es Nola —dije, y le encendí el pitillo.
—¿Nos conocemos? —dijo Nola, sentándose mientras me echaba un vistazo.
—Del East Gate. Hace algún tiempo —dije.
—Un bar muy agradable —dijo Nola, en un tono un tanto frío—. Pero he oído que ha cambiado de dueño.
—Encantado de conocerla —dijo Troy, sonriendo y ajustándose las gafas—. Ahora oigamos esa historia de amor.
Hizo rodar la silla y la pegó bien a la mesa, de forma que ahora la cabeza y los grandes hombros sobrepasaban la altura del tablero. El accidente lo había dejado sin caderas. Tiene algo ahí abajo, pero no caderas. En el taxi necesita un asiento y un sistema de palancas especiales. Troy es a la vez frágil y fuerte, y en la mayor parte de las cosas se las arregla como todo el mundo.
—Estuve enamorada —explicó Nola con voz suave mientras tomaba un sorbo de la copa que el camarero acababa de traerle—. Y ya no lo estoy.
—Una historia de amor muy corta —dije yo.
—Hay algo más —dijo Troy, sonriendo—. ¿Me equivoco? A tu salud —le dijo a Nola, y levantó el vaso.
Nola me echó otra mirada.
—Muy bien. Salud —dijo, y volvió a beber.
Dos hombres se habían puesto a jugar al billar al fondo del bar. Habían encendido la luz que iluminaba la mesa; oí el chocar de las bolas, y que alguien decía: «Reviéntalas, Craft», y luego el ruido.
—No tenéis ningunas ganas de que os lo cuente —dijo Nola—. No sois más que borrachos.
—Sí tenemos —respondió Troy.
Troy siempre está rebosante de entusiasmo. Tiene motivos de sobra para quejarse, pero jamás le he oído hacerlo. Y creo que tiene un gran corazón.
—¿Y tú qué dices? ¿Cómo te llamas? —me dijo Nola.
—Les.
—Pues Les. No tienes ganas de oír la historia, Les.
—Sí, sí tiene —dijo Troy, apoyando el codo en la mesa para enderezarse. Estaba un poco borracho. Puede que los tres lo estuviéramos un poco.
—¿Por qué no? —pregunté.
—¿Lo ves? Claro que quiere. Les quiere que la cuentes. Como yo.
La verdad es que Nola es una mujer guapa, con una especie de dignidad que no se apreciaba a simple vista, y a Troy lo tenía encandilado.
—De acuerdo —dijo Nola, tomando otro sorbo.
—¿Qué te decía yo? —preguntó Troy.
—Yo creía realmente que se estaba muriendo —dijo Nola.
—¿Quién? —pregunté.
—Mi marido. Harry Lyons. Ya no uso ese apellido. Habéis oído ya esta historia, ¿no es eso?
—¡Yo no, maldita sea! —dijo Troy—. Quiero oírla. Yo dije que tampoco la había oído, aunque sabía que circulaba cierta historia.
Dio una chupada al pitillo y nos miró con cara de no creernos. Pero siguió hablando. Puede que estuviera ya pensando en otro trago.
—Tenía cara de muerto. Lo llaman..., tiene un nombre. Era pálido como la cera, y tenía la boca caída como si estuviera viendo a la muerte. El corazón le había fallado ya una vez en junio, y yo tenía el presentimiento de que cualquier día, al entrar en la cocina por la mañana, iba a encontrármelo desplomado sobre las tostadas.
—¿Cuántos años tenía? —preguntó Troy.
—Cincuenta y tres. Me llevaba muchos años.
—Estaba ya en «el callejón de los cardíacos», entonces —dijo Troy, y me miró asintiendo. Troy también tiene problemas con sus órganos a veces. Pienso que cuando se estrelló contra el suelo se le desplazaron todos un poco hacia abajo.
—Los hombres se vuelven muy extraños cuando van a morir —aseguró Nola con voz tranquila—. Es como si vigilaran la llegada de la Parca. Pero Harry seguía yendo todos los días al trabajo. Era tasador en Campion. Y además de eso se dedicaba a vigilarme a mí día y noche. Para saber si me estaba preparando para el día en que él faltara, supongo. Si estudiaba su seguro de vida, si revisaba los libros de cuentas, si localizaba la llave de la caja de seguridad del banco... Todo eso. Y a mí, qué duda cabe, me interesaban esas cosas. ¿A quién no?
—Por supuesto —dijo Troy, y volvió a asentir con la cabeza. Se estaba metiendo en la historia de lleno, era evidente.
—Y lo admito: me estaba preparando —prosiguió Nola—. Quería a Harry. Pero si se moría, ¿qué iba a ser de mí? ¿Tenía que morirme yo también? No. Lo que tenía que hacer era pensar en mí, en mi futuro. Lo que tenía que hacer era pensar que Harry, llegado un punto, era prescindible. En mi vida, al menos.
—Puede que por eso te vigilara —dije—. Puede que no se sintiera prescindible en su vida.
—Lo sé. —Nola me miró muy seria y siguió fumando su pitillo—. Pero yo tenía una amiga cuyo marido se suicidó. Se metió en el garaje y dejó el motor en marcha. Y ella, mi amiga, no estaba preparada. Mentalmente preparada. Pensó que había ido al garaje a cambiar las zapatas del coche. Y se lo encontró muerto. La pobre acabó teniendo que irse a vivir a Washington. Completamente desequilibrada. Y encima perdió la casa.
—Todo desgracias —dijo Troy, totalmente de acuerdo.
—Y a mí no me iba a pasar lo mismo, me dije. Y si Harry tenía que enterarse de mis preparativos, pues muy bien, que se enterara. A veces me despertaba en la cama y lo miraba y pensaba: «Muérete, Harry, deja ya de atormentarte.»
—Creí que era una historia de amor —dije.
Miré hacia donde los dos tipos jugaban al billar. Uno de ellos ponía tiza en el taco mientras el otro se inclinaba sobre la mesa para jugar.
—Ahora llega —dijo Troy—. Ten paciencia, Les.
Nola vació su vaso.
—Claro que llega —dijo.
—Pues oigámosla —dije—. Entra en la parte amorosa.
Nola, entonces, me miró de un modo extraño, como si yo supiera ya lo que iba a contarnos, como si estudiara la posibilidad de que fuera yo quien la contara. Y levantó la barbilla hacia mí.
—Harry volvió una tarde del trabajo —dijo—. Un cadáver ambulante, como de costumbre. Pero ese día me dijo: «Nola, he invitado a unos amigos, cariño. ¿Por qué no vas a Albertson y compras un buen trozo de ijada de vaca?» Le pregunté cuándo iban a venir. Y él dijo: «Dentro de una hora.» Y yo pensé: ¡Una hora! Porque nunca traía gente a casa. Íbamos a los bares, ya sabéis. No invitábamos a nadie á casa. Pero dije: «Muy bien. Iré a comprar la ijada.» Y cogí el coche y fui y compré la ijada. Pensé que Harry tenía derecho a permitirse los caprichos que quisiera. Si quería invitar a carne a unos amigos, pues perfecto. Los hombres, antes de morir, tienen caprichos muy raros.
—Una verdad como un templo —dijo Troy, muy serio—. Yo estuve cuatro minutos prácticamente muerto cuando lo del accidente. Y me pasé los cuatro minutos soñando con langostas. Yo, que jamás había visto una langosta (ahora sí, claro). A lo mejor es lo que te dan de comer en el cielo.
Nos sonrió a Nola y a mí.
—Bien, pues nosotros no estábamos en el cielo —dijo Nola, e hizo una seña para pedir otra copa—. El caso es que cuando volví allí estaba Harry con tres indios, en mi casa, sentados en la sala bebiendo mai tais. Un hombre y dos mujeres. Sus amigos, dijo él. De la fábrica. Quería tenerlos con él aquella noche, dijo. Y Harry había recibido una educación mormona muy estricta. Aunque eso poco importa.
—Imagino que cambió con la edad —dije.
—Suele pasar —asintió Troy, en tono grave—. Los «santos del último día» ya no son lo que eran. Antes eran terribles, pero hoy la cosa ha cambiado. Aunque imagino que la gente de color sigue sin tener acceso al «templo».
—Pues estos tres tuvieron acceso a mi casa. No diré más. Y no es que tenga prejuicios al respecto. Leopardos con manchas, leopardos sin ellas. Para mí son la misma cosa. Pero fui amable. Me fui directamente a la cocina y metí la ijada en el horno, puse a cocer unas patatas, saqué unos guisantes congelados. Y volví a la sala a tomar una copa. Estuvimos como media hora allí sentados, charlando. De la fábrica. De Marlon Brando. El hombre y una de las mujeres estaban casados. Él trabajaba con Harry. La otra mujer era la hermana de su mujer y se llamaba Winona. Hay un pueblo con el mismo nombre en Mississippi. Lo busqué en el mapa. Así que al rato (todo muy bien, todos muy amigos) me fui a la cocina a quitarles la piel a las patatas. Y la mujer casada, Bernie, vino a la cocina, supongo que a ayudarme. Y estaba yo allí de pie, cocinando en mi hornillo, y Bernie me dijo: «No sé cómo lo permites, Nola.» «¿Permitir qué, Bernie?», pregunté. «Dejar que Harry vaya con mi hermana de esa manera y quedarte tan contenta. Yo jamás soportaría que Claude me hiciera eso», dijo ella. Me di la vuelta y la miré. ¿Winona?, pensé. Parecía un nombre muy poco común en una india. Y entonces me puse a decirlo a gritos: «¡Winona, Winona!», allí junto al hornillo, a pleno pulmón. Estuve como loca algo así como un minuto. Gritando, con una patata caliente en la mano. El amigo de Harry vino corriendo a la cocina. Claude «Enemigo Astuto». Claude se portó maravillosamente conmigo. Impidió que me hiriera con algo. Pero cuando me oyó chillar, imagino, Harry se dio cuenta de que se había descubierto el pastel y estaba perdido.
Así que él y su Winona cogieron el portante y salieron de la casa. Pero ni al coche llegó: le falló el corazón. Tuvo un infarto de miocardio allí en la acera, a los pies de su Winona. Supongo que .pensó que todo iba a salir de perlas. Íbamos a cenar todos juntos. Y yo jamás me enteraría de lo que había entre ellos. Sólo que no contó con que Bernie se iría de la lengua.
—Puede que estuviera tratando de que lo apreciaras más —dije—. Puede que no le gustara ser prescindible y te estuviera enviando un mensaje.
Nola me miró de nuevo con seriedad.
—No creas que no lo he pensado —dijo ella—. Lo he pensado más de una vez. Pero, de ser así, me habría dolido. Y Harry Lyons no era de los que quieren hacerte daño. Era más de hacer las cosas a escondidas. Creo que lo que quería era que los cinco nos hiciéramos amigos.
—Tiene su lógica —dijo Troy. Asintió con la cabeza y me miró.
—¿Qué fue de Winona? —pregunté.
—¿Qué fue de Winona? —Nola bebió un sorbo y me lanzó una mirada hostil—. Winona se fue a vivir a Spokane. Lo que habría que preguntar es qué fue de mí.
—¿Por qué? Estás aquí con nosotros —dijo Troy, en tono entusiasta—. Te va estupendamente. A Les y a mí ya nos gustaría que nos fuera como a ti. Les está en el paro. Y yo no soy más que un pobre inválido. Eres la que mejor te las arreglas, diría yo.
—Pues yo no lo diría —dijo Nola con franqueza. Luego se volvió y miró a los jugadores de billar.
—¿Cuánto te dejó? —dije—. Harry.
—Dos mil dólares —dijo Nola, en tono frío.
—No es gran cosa —dije yo.
—Y es una historia de amor triste, además —dijo Troy, y sacudió la cabeza—. Lo amabas y todo acabó mal. Como en Shakespeare.
—Lo amaba, sí —dijo Nola.
—¿Y qué me dices del deporte? ¿Te gustan los deportes? —dijo Troy.
Nola, entonces, miró a Troy de un modo extraño. Troy, en su silla, no parece un hombre entero, y a veces las cosas normales y corrientes que dice, por decirlas él, dejan perpleja a la gente. Y lo que acababa de decir dejó perpleja a Nola. Yo ya me he acostumbrado, después de tantos años.
—¿Has intentado alguna vez esquiar? —dijo Nola, y me lanzó una mirada.
—La pesca —dijo Troy, de nuevo erguido sobre los codos—. Vámonos los tres a pescar. Al diablo con las viejas penas. —Parecía a punto de aporrear la mesa. Y me pregunté cuándo habría dormido con una mujer por última vez. Hacía quince años, quizá. Ahora todo había ya acabado para él. Pero le excitaba estar allí, haber conseguido hablar con Nola Foster, y yo no iba a interponerme en su camino—. No habrá nadie a estas horas —dijo—. Atraparemos un pez y nos animaremos. Pregúntale a Les. Una vez pescó uno enorme.
En aquellos días yo iba por las mañanas, después del programa Today. A pasar un rato. El río pasa por la mitad del pueblo, y yo bajaba a pie en cinco minutos y me ponía a pescar río abajo, más allá de los moteles, y no tenía más que levantar los ojos para ver las montañas azules y blancas en lo alto de las Bitterroot, y la casa de mi madre, y a veces los gansos que volvían de su vuelo migratorio. Era un invierno extraño. Enero parecía primavera, y el viento cálido de las montañas Rocosas nos enviaba una oleada amable desde su vertiente oriental. Había días frescos o fríos, pero la mayoría eran cálidos, y sólo se veía hielo en las zonas bajas y depresiones donde no llegaba el sol. Podías bajar andando hasta el río y lanzar el sedal hasta los fríos y hondos pozos habitados por los peces. E incluso podías pensar que las cosas acabarían por mejorar.
Nola se volvió y me miró. Sé que la idea de pescar le parecía una broma. Aunque quizá no tenía dinero para cenar y esperaba que la invitáramos a comer algo. 0 quizá no había ido en su vida a pescar. O quizá sabía que estaba ya rodando hacia el fondo, donde todo da igual, y he aquí que de pronto le brindaban hacer algo diferente, y valía le pena probar.
—¿Cogiste de verdad un pez enorme, Les? —me preguntó.
—Sí —le aseguré.
—¿Ves? —dijo Troy—. ¿Digo la verdad? ¿Soy un embustero?
—Puede que sí —dijo Nola. Me miraba de un modo extraño, pero también dulce. Al menos eso me pareció—. ¿Qué clase de pez era?
—Una trucha. La cogí en agua muy honda, con una «oreja de liebre».
—No sé lo que es —dijo Nola, y sonrió. Y vi que no le molestaba hablar de aquello, porque tenía las mejillas encendidas y estaba preciosa.
—¿Qué? —pregunté—. ¿Una trucha o una «oreja de liebre»? —Eso último —dijo ella.
—La «oreja de liebre» es un tipo de mosca —expliqué.
—¡Ah! —exclamó Nola.
—Vámonos del bar, para variar —dijo Troy a grandes voces, haciendo rodar la silla hacia atrás y hacia adelante—. Vámonos a pescar, y luego nos tomamos un pollo en pepitoria. Troy invita.
—¿Por qué no? —dijo Nola, moviendo la cabeza—. No pierdo nada yendo.
Nos miró a los dos, sonriendo como si hubiera dado con algo que se arriesgaba a perder.
—Y tienes mucho que ganar, en cambio —dijo Troy—. Vámonos ya.
—Sea lo que sea —dijo Nola—. ¿Por qué no?
Y salimos los tres del Top Hat, Nola empujando la silla de Troy y yo unos pasos detrás de ella.
En Front Street el aire era tan cálido como en una tarde de mayo, pero el sol se había ocultado ya tras los picos y casi había anochecido. El cielo era azul al este, más allá de las Sapphires, donde estaba oscuro, pero rosa asalmonado en lo alto de poniente. Y nosotros estábamos en medio de todo aquello, medio borrachos, con la vena imaginativa en vilo para conseguir matar el tiempo.
El taxi de Troy estaba aparcado junto al bordillo, y Troy rodó hasta él y al llegar hizo girar la silla en redondo.
—Dejadme enseñaros una de mis mañas —dijo, y sonrió de oreja a oreja—. Les, sube y ponte al volante. Tú, preciosa, quédate aquí y mira lo que hago.
Nola seguía con su vaso en la mano, y estaba de pie junto a la puerta del Top Hat. Troy se aupó fuera de la silla y se dejó caer al asfalto. Me senté junto al asiento alto y las palancas de Troy, y puse el motor en marcha con la mano izquierda.
—Estoy listo —gritó Troy—. Suelta ya, déjalo avanzar un poco.
Dejé que el coche saliera despacio.
—¡Oh, Dios! —le oí gritar a Nola. Y vi cómo se llevaba la palma a la frente y apartaba la mirada.
—¡Yeaaa...! —gritó Troy.
—Tu pobre pie... —dijo Nola.
—No me duele nada —aulló Troy—. Sólo es como una presión.
Yo, desde el interior, no podía verle.
—Ahora sé que no me queda nada por ver —dijo Nola. Estaba sonriendo.
—Echa para atrás, Les. Recula un poco —gritó Troy.
—No lo repitas —dijo Nola.
—Con una vez basta, Troy —dije yo.
No había nadie más en la calle. Qué extraño le habría parecido aquello —pensé— a cualquiera que no hubiera estado al tanto del asunto. Un hombre que atropellaba el pie de otro por diversión... Cosas de borrachos, pensaría, y no le faltaría razón.
—Está bien, vale —dijo Troy. Yo seguía sin poder verle. Pero eché el freno de mano, y esperé.
—Ayúdame, preciosa —oí que le decía Troy a Nola—. Es fácil bajarse, pero el viejo Troy no puede levantarse por sí mismo. Hay que ayudarle.
Y Nola me miró, con el vaso aún en la mano. Fue una mirada peculiar, una mirada que parecía preguntarme algo. Pero yo no sabía qué y no podía contestarle. Luego dejó el vaso en la acera y ayudó a Troy a sentarse en la silla de ruedas.
Cuando llegamos al río había anochecido, y su cauce no era sino una gran extensión sonora, con las luces de la zona sur del pueblo al fondo y la Papelera Champion a kilómetro y medio río abajo. Y, ya puesto el sol, hacía frío, y pensé que habría niebla antes del alba.
Troy había insistido en que Nola y yo fuéramos detrás, como si hubiéramos cogido un taxi para ir de pesca. En el camino cantó una canción de los bomberos paracaidistas, y Nola, que iba muy cerca de mí en el asiento, pegó su pierna a la mía. Y para cuando llegamos al río y paramos en la orilla, más allá del motel Lion’s Head, yo la había besado ya dos veces y sabía que podía ir hasta el final.
—Creo que me voy a pescar —dijo Troy desde su pequeño asiento especial—. Me voy de pesca nocturna. Y voy a bajar yo mismo mi silla y mi caña y todo lo que me hace falta. Me costará lo mío.
—¿Cómo te las arreglas para cambiar una rueda? —dijo Nola. Estaba quieta junto a mí. Era sólo una pregunta. La gente les dice a los lisiados las cosas más dispares.
Pero Troy se volvió de pronto, y nos miró. Yo había pasado el brazo por el hombro de Nola, y nos quedamos mirando su gran cabeza y sus grandes hombros, bajo los cuales había sólo medio cuerpo que nadie hubiera deseado.
—Confiad en el señor Ruedas —dijo—. El señor Ruedas puede hacer todo lo que pueda hacer un hombre entero.
Y sonrió con sonrisa de demente.
—Creo que me quedaré en el coche —dijo Nola—. Esperaré al pollo en pepitoria. Esa será mi pesca.
—Hace demasiado frío para las damas, de todas formas —dijo Troy en tono arisco—. Sólo para hombres. Sólo para hombres en silla de ruedas: ésa es la nueva norma.
Me bajé del taxi, abrí la silla y le ayudé a sentarse en ella. Saqué el equipo —caña, sedal y aparejo— y lo monté. Troy no era pescador de mosca, así que ensarté un cebo de albur plateado en el anzuelo y le dije que lanzara el sedal lejos, que lo dejara deslizarse un rato por la corriente y que luego lo recogiera hasta traerlo hasta la orilla. Con esa estrategia —le expliqué—, pescaría un pez en cinco o diez minutos.
—Les —me dijo Troy en el aire frío, a un metro del taxi.
—¿Qué? —respondí.
—¿No has pensado alguna vez en cometer algún crimen? Hacer algo terrible. Que lo cambiara todo.
—Sí —dije—. A veces lo pienso.
Troy tenía la caña sobre la silla; la agarraba con fuerza y miraba hacia el agua chispeante, al fondo de la arenosa pendiente de la orilla.
—¿Y por qué no lo haces? —dijo.
—No se me ocurre qué —dije.
—Una mutilación —dijo Troy—. Mutilar a alguien.
—¿Y que me metan en Deer Lodge para toda la vida? —dije—. O puede que me colgaran y me dejaran bailando en el extremo de la cuerda. Sería aún peor que lo otro.
—Muy bien, de acuerdo —dijo Troy, con la mirada aún fija en la orilla—. Pero yo sí debería hacerlo, ¿no te parece? Yo debería cometer la peor cosa del mundo.
—No, no deberías —dije yo.
Y entonces Troy soltó una carcajada.
—Muy bien, muy bien —dijo—. No voy a hacerlo.
E hizo rodar la silla hacia la oscuridad de la orilla, sin dejar de reír un solo instante.
Después, en el frío taxi, tuve entre mis brazos a Nola Foster durante largo rato. Abrazada, oyendo mi respiración y esperando. Por la ventanilla de atrás veía el motel Lyon's Head, el restaurante que mira al río, la gente que cenaba a la luz de las velas. Veía el letrero de la fachada: BIENVENIDOS, pero no a quienes se daba la bienvenida en aquel momento. Veía los coches en el puente, rumbo al hogar para pasar la noche. Y pensé en Harley Reeves allá en las Bitterroot, en la pequeña casa de mi padre. Pensé en él acostado con mi madre. En el calor del lecho. Pensé en el viejo tatuaje desvaído de su hombro: VICTORIA. Y no pude encontrar relación alguna entre tal palabra y lo que yo sabía de Harley Reeves, como no fuera aquella suerte de victoria sobre mí que suponía el estar allí donde ahora estaba.
—No hay nada peor que un hombre en quien no se puede confiar —dijo Nola Foster—. Lo sabes, ¿verdad?
Imagino que su mente vagaba sin rumbo. Nola tenía frío; lo veía en su forma de abrazarme. Troy se había adentrado ya en la oscuridad. Estábamos solos, y la falda se había deslizado hacia lo alto de los muslos.
—Sí, estoy de acuerdo —dije, a pesar de que en aquel momento no lograba pensar en lo que para mí significaba confiar en alguien. No era un problema crucial en mi vida, y esperaba que jamás llegara a serlo—. Tienes razón —dije para complacerla.
—¿Cómo dijiste que te llamabas?
—Les —dije—. Lester Snow. Llámame Les.
—Les Snow —dijo Nola—. ¿No te gusta mucho la nieve?[1]
—Normalmente no —dije, y deslicé ni mano hasta el lugar donde más codiciaba tenerla.
—¿Cuántos años tienes, Les?
—Treinta y siete.
—Eres un viejo.
—¿Y tú, cuántos tienes?
—Es cosa mía, ¿no crees?
—Supongo que sí.
—Voy a hacerlo, ¿sabes? —dijo Nola—, y no va a importarme lo más mínimo. Y será algo que he hecho, sin más. Sin que signifique más que lo que siento en este momento. ¿Entiendes? ¿Entiendes lo que quiero decir, Les?
—Sí.
—Pero la gente necesita que confíen en ella. Si no, no vales nada. ¿Entiendes también esto?
Estábamos muy juntos. Ya no veía las luces del pueblo, ni el motel, ni nada. Todo estaba inmóvil.
—Sí, creo que sí —dije. No era sino una charla alcohólica.
—Dame calor, entonces —dijo Nola—. Calor. Calor.
—Sí, te daré calor.
—Pensaré en Florida.
—Te daré calor.
Al principio creí que era un tren. Hay tantas cosas que suenan como un tren cuando uno vive cerca de los trenes... Era como el runrún de un tren. Seguí allí echado durante largo rato, escuchando, pensando en un tren que surcaba la oscuridad con los faros encendidos, a lo largo de la falda de una montaña, al norte de aquel frío; y pensando en algo más que hoy no consigo recordar. Y entonces Troy volvió a mi pensamiento, y supe que era a él a quien había oído.
Nola Foster dijo:
—Es el señor Ruedas. Quizá ha cogido un pez. O se ha ahogado.
—Sí —dije.
Me incorporé y miré por la ventanilla, pero no pude ver nada. Había caído la niebla en aquel corto lapso; al día siguiente —pensé— volvería a hacer calor, pero ahora hacía frío. Para hacer lo que acabábamos de hacer, Nola y yo ni siquiera nos habíamos desnudado.
—Voy a ver —dije.
Bajé del taxi y fui hacia la orilla en medio de la niebla. No oía nada salvo el fluir del agua. Troy no había vuelto a emitir el runrún que yo había confundido con un tren, y me dije a mí mismo: «Todo está bien, no pasa nada.»
Pero al avanzar un poco por la orilla arenosa vi la silla de Troy en medio de la niebla. Troy no estaba en ella, y no alcanzaba a verlo por ninguna parte. Mi corazón, entonces, se puso a latir con fuerza. Oí cómo me brincaba dentro del pecho. Y pensé: Esto es lo peor. Lo peor ya ha sucedido. Y grité: «Troy, ¿dónde estás? Grita para que te oiga.»
Y Troy gritó.
—Aquí estoy. Aquí.
Me guié por el grito, que no venía del agua sino de la orilla. Y cuando avancé unos pasos más lo vi (fuera de la silla, por supuesto) tendido boca abajo, aferrado a la caña con las dos manos, como si temiera que el sedal fuera a arrastrarlo hasta la corriente oscura.
—¡Ayúdame! —gritó—. ¡He cogido uno enorme. Haz algo!
—Ya voy —dije.
Pero no sabía qué hacer. No me atrevía a coger la caña, y en ningún caso debía asir el sedal. Una vieja regla de oro: no dar jamás un tirón brusco. Así que lo único que podía hacer era agarrar a Troy y no soltarlo hasta que el pez escapara o cediera, como si Troy fuera parte de una caña con la que yo estuviera pescando. Me agaché a su espalda, hundí los talones en la fría arena, me abracé a sus piernas (eran —pensé— como palos de cerillas) y lo sujeté con todas mis fuerzas.
Pero Troy, de pronto, se volvió hacia mí y dijo:
—Suéltame, Les. No te quedes ahí. Vete a buscarlo. Está enganchado. Tienes que meterte en el agua.
—¿Estás loco? —dije—. Está demasiado hondo.
—No, no cubre mucho —gritó Troy—. Lo tengo ya muy cerca.
—Estás loco.
—¡Por Dios, Les!, ve a por él. No quiero que se me escape. Entonces miré a Troy en la oscuridad. Se le habían caído las gafas. Tenía la cara empapada, y vi en ella la desesperación: la desesperación de un hombre que nada puede esperar y que, de alguna forma extraña, puede perderlo todo en la vida.
—Qué estupidez. No tiene sentido —dije, y lo pensaba de veras. Pero me puse en pie, fui hasta la orilla y me metí en el agua.
Aún faltaba un mes para el deshielo en las montañas, y el agua estaba fría y cortante como un cristal hecho añicos. La parte mojada de mis piernas, sin embargo, se insensibilizó al instante, y sentí que mis pies golpeaban el fondo como ladrillos.
Troy estaba equivocado respecto de la hondura. Porque cuando me adentré unos diez metros, siguiendo el sedal con el dorso de la mano, el agua me cubría por encima de las rodillas, y empecé a pisar grandes piedras, y a oír a mi alrededor como un ruidoso turbión que me dio miedo.
Pero cuando avancé otros cinco metros —el agua, de una frialdad cortante, me cubría ya los muslos—, tropecé al fin con el obstáculo donde la presa de Troy se había enganchado, y comprendí en seguida que mis manos entumecidas no podrían ni sujetarla ni atraparla, que lo único que podía hacer era tratar de liberarla para que volviera a la corriente y Troy —o yo, una vez fuera— pudiera atraerla hasta la orilla.
—¿Lo ves, Les? —gritó Troy en la oscuridad—. Maldita sea.
—No es nada fácil —dije, y tuve que agarrarme al obstáculo para guardar el equilibrio. Tenía las piernas entumecidas, y pensé: ¿Y si fuera el lugar y la hora de mi muerte? Qué extraño lugar para morir. Y qué extraño motivo.
—Date prisa —gritó Troy.
Y yo quería darme prisa. Pero cuando seguí el sedal hasta el obstáculo, palpé algo que no era un pez, algo que no era el obstáculo mismo —el tocón de un árbol—, algo totalmente distinto y que creí reconocer (no sabría explicar por qué). Un hombre, pensé. El cuerpo de un hombre.
Pero cuando mis manos se hundieron más en el agua y seguí palpando entre las ramificaciones arbóreas del obstáculo, caí en la cuenta de que estaba tocando un animal. El costado duro, las patas, el pelo corto y liso. Toqué su cuello, su cabeza, y luego su morro y sus dientes. Era un ciervo: no un ciervo grande, quizá sólo un cervato. Y cuando llegué al anzuelo, clavado en lo alto del cuello, supe que Troy había «pescado» un ciervo trabado en el tocón, y que había tirado de él hasta caer fuera de la silla.
—¿Qué es? Sé que es una trucha enorme. No me lo digas, Les. No me lo digas.
—Lo tengo —dije—. Voy a sacarlo.
—Estupendo. Santo cielo —dijo Troy desde la niebla.
No me resultó difícil liberar al ciervo de las ramas del tocón y hacerlo salir a flote. Pero, una vez conseguido esto, era arriesgado afrontar la corriente con las piernas insensibles; para evitar que el agua me arrastrara hube de aferrarme al ciervo, y lograr el equilibrio suficiente para poder avanzar hacia la orilla, donde el agua bajaba con menos violencia. Y al hacerlo pensé: En el Clark Fork se ha ahogado mucha gente haciendo cosas menos arriesgadas.
—Acércalo más —gritó Troy cuando pudo verme. Se había incorporado sobre la arena; parecía un muñeco sentado en medio de la niebla—. Tráelo hasta aquí.
—Lo tengo, no se me escapa —dije. Tenía el ciervo a mi lado, a flote, pero sabía que Troy no podía verlo.
—¿Qué he pescado, Les? —gritó Troy.
—Algo muy raro —dije.
Tiré con fuerza del pequeño ciervo, lo dejé caer a unos palmos de la orilla y me metí las manos heladas bajo las axilas. Oí cómo se cerraba la puerta de un coche en lo alto del ribazo.
—¿Qué es esto? —dijo Troy, alargando la mano para tocar el costado del ciervo. Luego me miró—. No veo nada sin las gafas.
—Un ciervo.
Troy pasó la mano por el cuerpo del ciervo, y luego volvió a mirarme con aire entristecido.
—¿Qué?
—Un ciervo. Has pescado un ciervo muerto.
Miró de nuevo el cuerpo del ciervo; se quedó mirándolo con fijeza, como si no supiera qué decir. Y de pronto, allí sentado sobre la arena húmeda, en la oscura noche de niebla, Troy se me antojó una visión pavorosa, como si fuera él y no el ciervo quien yaciera muerto junto a la orilla.
—No lo veo —dijo, sin moverse.
—Pues es lo que has pescado —dije—. Pensé que te gustaría verlo.
—Es de locos, Les —dijo él—. ¿No te parece? —dijo, y me sonrió de un modo desquiciado, ciego.
—No es muy normal —dije.
Nunca he matado un ciervo.
—Tampoco creo que hayas matado a éste —dije.
Volvió a sonreírme, pero de pronto reprimió un sollozo, algo que jamás le había visto hacer antes.
—Maldita sea —dijo—. Maldita sea.
—Una presa bastante extraña —dije, de pie junto a él en la niebla fría.
—No puedo cambiar una puta rueda —dijo, entre sollozos—. Pero puedo pescar un puto ciervo con mi puta caña.
—No todo el mundo puede decir lo mismo —dije.
—¿Y para qué diablos iban a querer pescar un ciervo?
Me miró, de nuevo enloquecido, y partió la caña en dos con ambas manos. Y comprendí que debía de estar aún un poco ebrio, porque yo también lo estaba y era precisamente eso lo que me hacía sentir ganas de llorar. Durante unos instantes guardamos silencio.
—¿Quién ha matado un ciervo? —dijo Nola. Había aparecido a mi espalda, y nos miraba. Antes, al oír la puerta del taxi, yo me había preguntado si tendría intención de volver a pie al pueblo. Pero hacía demasiado frío para eso, y cuando llegó vi que estaba tiritando y le pasé el brazo por el hombro—. ¿Lo ha matado el señor Ruedas?
—Se ahogó —dijo Troy.
—¿Cómo? —dijo Nola, y se pegó contra mi cuerpo para calentarse (sólo para eso).
—Están muy débiles y se caen al río —dije—. Allá en las montañas. Y no consiguen llegar hasta la orilla.
—Y un lisiado como yo los pesca con su caña en un pueblo de mierda —dijo Troy con amargura. Con amargura genuina, la más honda que yo haya oído jamás en hombre alguno (y he oído la voz amarga de más de un sindicalista).
—Puede que no esté tan mal —dijo Nola.
—¡Ja! —dijo Troy, desde la arena húmeda—. Ja, ja.
Y entonces deseé no haberle enseñado el ciervo, deseé haberle ahorrado todo aquello, pero en aquel momento se alzó el rumor del río y ahogó su voz y la arrastró por el aire en la noche neblinosa, lejos de nosotros.
Bajo la atenta mirada de Troy, Nola y yo empujamos hasta el agua el cuerpo del ciervo. Luego volvimos los tres al pueblo y cenamos pollo en pepitoria en el Two Fronts, un local bien iluminado donde cocinan al momento. Pedí una jarra de vino y cenamos en silencio. Cada uno de nosotros había hecho algo aquella noche. Algo distinto. Era evidente. Y no había más que hablar al respecto.
Cuando acabamos de cenar, ya en la calle, le pregunté a Nola adónde quería ir. No eran más que las ocho, pero pensé que el único sitio adonde podíamos ir era mi pequeño apartamento. Nola dijo que le apetecía volver al Top Hat, que tenía que ver a alguien allí más tarde, y que —por no recuerdo qué razón— le gustaba el grupo que tocaba aquella noche. Dijo que quería bailar.
Le dije que no me apetecía mucho la idea del baile, y ella dijo que muy bien. Y cuando Troy salió —se había quedado dentro, pagando—, nos dijimos adiós, y Nola me estrechó la mano y dijo que volveríamos a vernos. Subió en el taxi con Troy, y los vi alejarse en la noche neblinosa. Y me quedé allí solo, y no me importó lo más mínimo.
Di un largo paseo. Seguía con la ropa húmeda, pero el frío no se me hacía insoportable mientras me mantenía en movimiento. La niebla seguía siendo espesa. Bajé de nuevo hasta el río, crucé el puente y caminé hacia la parte sur del pueblo por una ancha avenida bordeada de casas con pequeños jardines y porches. Al llegar a la zona comercial vi las vivas luces de los drive-ins y de los solares de vehículos de ocasión. Consideré la posibilidad de seguir hasta la casa de mi madre, unos treinta kilómetros más allá, pero di media vuelta y desanduve el camino por la acera opuesta. Al acercarme al puente pasé ante el Centro de la Tercera Edad. A través de una ventana, en el fulgor rosado de una gran sala tenuemente iluminada, vi a un grupo de ancianos que bailaba con la música de un disco que giraba en un rincón. Era una rumba, o algo parecido, y las parejas seguían el ritmo sincopado con suavidad y gracia y ceremonia, desplazándose por el linóleo como auténticos bailarines, enlazados como maridos y mujeres. Y el espectáculo me gustó. Y pensé que era una lástima que mi madre y mi padre no estuvieran allí en aquel momento, que no pudieran pasar una velada en aquel centro y volver luego felices a casa, donde yo cuidaría de ellos. Que era una lástima incluso que no lo hicieran mi madre y Harley Reeves. No parecía que fuera pedir mucho. Tan sólo algo normal en la vida de otros seres.
Permanecí un rato contemplándolos, y luego crucé el puente en dirección a casa. Pero aquella noche no pude conciliar el sueño; me quedé acostado en la cama hasta el alba, fumando cigarrillos y escuchando una emisora de Denver. También pensé, claro está, en Nola Foster. No sabía dónde vivía, pero —quién sabe por qué— pensé que viviría en Frenchtown, cerca de la fábrica de pasta de papel. No muy lejos. En la región que llamaban «tierra de nadie». Y pensé en mi padre, que una vez estuvo en Deer Lodge por robar heno a un amigo. Jamás se recuperó de aquello, pero eso a mí ya apenas me afectaba.
Y pensé en el asunto de la confianza. Y me dije que yo mentiría siempre que ello ahorrara una desdicha a un semejante. Que me resultaba fácil. Y que prefería la desconfianza de alguien al hecho de no gustarle. Pero pensé que una persona podía siempre confiar en que yo actuaría de cierta forma, estaría en algún lugar o diría algo cuando realmente importara. Podía —dentro de lo humanamente razonable— prever mis actos (que jamás cometería, por ejemplo, un crimen atroz); y saber que arriesgaría mi vida por alguien cuando el sacrificio mereciera la pena. Y allí echado, mientras fumaba a la 1 gris del alba, mientras oía el zumbido del frigorífico y el ruido de la locomotora de maniobras al cambiar de vía los vagones y hacer los enganches en la estación de la Burlington Northern, pensé que mi vida —pese a su estancamiento en aquel momento, pese al mal sesgo que parecía haber tomado— aún era a mis ojos una vida con sentido, y que pronto volvería a emprender alguna senda fructífera.
Sé que también debí de dormitar un poco, porque desperté de pronto y había llegado el día. Oí en la radio a Earl Nightingale, y cómo se cerraba una puerta. Fue el ruido de la puerta lo que me despertó.
Sabía que era Troy, y pensé en salir al rellano a saludarlo, a ofrecerle un café antes de que se acostara a dormir hasta la tarde, como hacía todos los días. Pero cuando me levanté oí la voz de Nola Foster. No podía equivocarme. Estaba ebria, y reía.
—Señor Ruedas —decía; «señor Ruedas esto», «señor Ruedas lo otro».
Troy también reía. Oí cómo entraban en el pequeño vestíbulo, cómo las ruedas de la silla golpeaban contra el saliente del umbral. Y aguardé para ver si llamaban a mi puerta. No lo hicieron, y su puerta se cerró, y encajó la cadena, y pensé que al fin todos habíamos tenido una buena velada. Nada había sucedido que no hubiera tenido un final feliz. Ninguno de nosotros había sufrido el menor daño. Me puse los pantalones, la camisa, los zapatos; apagué la radio, fui a la cocina, cogí la caña de pescar y salí con ella a la mañana neblinosa y cálida. Y —por una vez— utilicé la puerta trasera, la vía discreta, para no ver a nadie y para que nadie me viera.
N. del T.:
[1]Juego de palabras entre Les Snow y less snow (menos nieve).
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