Richard Ford
(Jackson, Mississippi, 1944-)
Optimistas
(“Optimists”)
Originalmente publicado en The New Yorker (30 de marzo de 1987)
Rock Springs
(Nueva York: Atlantic Monthly Press, 1987, 235 págs.)
Lo que voy a contar sucedió cuando yo tenía tan sólo quince años, en 1959, el año en que mis padres se divorciaron, el año en que mi padre mató a un hombre y fue a la cárcel por ello, el año en que dejé mi casa y el colegio, mentí acerca de mi edad para engañar al ejército y ya no volví más. El año, dicho de otro modo, en que la vida cambió para todos nosotros para siempre —en que, a decir verdad, concluyó de un modo que jamás habríamos llegado a imaginar ni en nuestros sueños más locos.
Mi padre se llamaba Roy Brinson, y trabajaba para la Great Northern, en Great Falls, Montana. Era segundo maquinista de locomotora de maniobras, y cuando no podía ejercer tal función a causa de las listas de antigüedad trabajaba fuera de plantilla en el apartadero de la estación, como encargado o ayudante de encargado, cambiando de vía las locomotoras y enganchándolas y desenganchándolas a los trenes de mercancías de las líneas este y sur. En 1959 tenía treinta y siete o treinta y ocho años, y era un hombre menudo, de ojos azul oscuro y aspecto juvenil. Le gustaba su empleo en el ferrocarril, porque el salario era alto y el trabajo liviano, y porque podía tomarse unos días libres —o incluso meses— cuando le venía en gana y sin que nadie lo importunara con preguntas. Era un feudo sindical, y siempre había quien vigilaba por ti cuando tenías vuelta la espalda.
—Es el paraíso del obrero —solía decir mi padre, y se echaba a reír.
Mi madre no trabajaba entonces, aunque había trabajado de camarera en los bares de la ciudad y le gustaba su trabajo. Pero mi padre pensaba que Great Falls estaba haciéndose más dura que en tiempos de su infancia, que era una ciudad ya en la pendiente, como su propio nombre sugería, y que mi madre debía quedarse más tiempo en casa, porque yo estaba en una edad muy vulnerable a las asechanzas de la calle. Vivíamos en una casa alquilada de dos pisos, en Edith Street, cerca de la estación de trenes de mercancías y del río Missouri, y por las noches, desde la ventana de mi cuarto, yo oía el hondo palpitar de las locomotoras en la vía muerta y veía cómo avanzaban sus luces por los raíles oscuros. Mi madre solía pasar la mayor parte del tiempo en casa, leyendo o viendo la televisión o cocinando, pero a veces iba al cine por la tarde, o a nadar en la piscina cubierta de la Asociación de Jóvenes Cristianas. En su ciudad natal —Havre, Montana, mucho más al norte— no había habido nunca piscinas cubiertas, y el hecho de poder nadar en invierno, mientras aullaba el viento y la nieve cubría las calles, le parecía el más regio de los lujos. Y solía volver a casa avanzada la tarde, con el pelo castaño mojado y las mejillas encendidas, de espléndido humor y —según decía— con una gran sensación de libertad.
Lo que voy a contar sucedió una noche de noviembre. Eran malos tiempos para el ferrocarril —especialmente en Montana—, y peores aún para los segundos maquinistas. Se reducía la jornada de trabajo de cada operario para evitar el paro, y todo el mundo sabía, incluido mi padre, que a la postre todos se quedarían sin empleo, aunque nadie sabía exactamente cuándo, ni quién encabezaría la lista de despidos, ni qué habría de depararles el futuro. Mi padre llevaba trabajando en el ferrocarril diez años, por lo general en máquinas de carbón y de petróleo en el apartadero de Sheridan, cerca de Forsythe, Montana. Pero aún era joven en el oficio y figuraba en el escalafón con un número muy bajo, y presentía que cuando llegaran los despidos los primeros en caer serían los más jóvenes.
—Harán lo que puedan por nosotros, pero puede que no baste —decía.
Y se lo oí decir en muchas ocasiones: en la cocina, con mi madre, o en el jardín, mientras arreglaba su motocicleta, o en el Missouri, mientras pescábamos coregonus en los bancos y lechos poco profundos. Pero no sé si realmente lo pensaba, o si tenía de hecho alguna razón para pensarlo. Era un optimista. Los dos —él y mi madre— eran optimistas.
Sé que para finales de verano de aquel año había dejado de tomarse días libres para pescar, y ya no iba a los barrancos a acechar la llegada de los ciervos. En aquella época trabajaba más, estaba más tiempo fuera de casa, hablaba más del trabajo, de lo que opinaba el sindicato sobre tal o cual asunto, de procesos en curso en Washington —lugar del que yo nada sabía—, y de accidentes y enfermedades de hombres que conocía, amenazas contra su sustento que, por la lógica proximidad, él debía de sentir como una amenaza potencial contra el suyo propio, y contra la vida misma de todos nosotros.
Mi madre había hecho amistades en la piscina de la Asociación de Jóvenes Cristianas. Una de ellas era una mujer corpulenta llamada Esther, que en una ocasión vino con mi madre a casa y tomó café en la cocina y habló de su novio y rió ruidosamente durante largo rato, pero a quien ya nunca volví a ver. Y otra era una mujer, Penny Mitchell, cuyo marido trabajaba en la Cruz Roja de Great Falls y tenía su oficina en la planta alta del edificio de la Asociación. Mi madre y Penny y su marido solían jugar a la canasta las noches en que mi padre trabajaba hasta muy tarde. Instalaban la mesita de juego en el salón, y bebían y comían sándwiches hasta la medianoche. Y yo, acostado en mi cama, escuchaba en la emisora de Calgary la retransmisión —a lo largo y ancho de la vasta pradera desierta— de un partido de hockey, y oía abajo las risas y el ruido de las cartas, y luego los sonidos de pisadas que salían y de la puerta principal y de los cacharros en la pila y de los armarios. Y al rato se abría la puerta de mi cuarto y entraba la luz y mi madre ponía en su sitio una silla. Yo veía su silueta, y oía que me decía: «Vuelve a dormirte, Frank». Y la puerta volvía a cerrarse, y yo me dormía casi siempre al cabo de un instante.
Fue una de esas noches en que Penny y Boyd Mitchell estaban en casa cuando sobrevino la tragedia. Mi padre había hecho su jornada habitual en la locomotora de maniobras, y luego unas horas extra de ayudante en las cuadrillas de apoyo (práctica ilegal según las normas de la compañía, pero tolerada por el sindicato, que veía cómo se avecinaban los malos tiempos y sabía que nada podría hacerse cuando llegaran, y permitía por tanto que cada cual trabajara cuanto le viniera en gana). Yo estaba en la cocina solo, comiendo un sándwich en la mesa, y mi madre en el salón jugando a las cartas con Penny y Boyd. Bebían vodka y comían los otros sándwiches que mi madre había preparado, y de pronto oí que se acercaba la motocicleta de mi padre. Eran las ocho, y yo sabía que no se le esperaba hasta medianoche.
—Ahí está Roy —oí decir a mi madre—. He oído la moto. Qué alegría.
Oí ruido de sillas y de vasos sobre la mesa.
—A lo mejor quiere jugar —dijo Penny Mitchell—. Podemos jugar los cuatro.
Fui hasta la puerta de la cocina y miré a través del comedor. No creo que supiera que algo malo sucedía, pero creo que sabía que sucedía algo inusual, y quería enterarme por mí mismo.
Mi madre estaba de pie junto a la mesita de juego cuando entró mi padre. Y sonreía. Pero yo jamás había visto en rostro alguno la expresión que vi en mi padre aquella noche. Parecía enloquecido. Tenía el semblante desencajado, la mirada extraviada. Hacía frío fuera, y viento, pero había venido en moto desde la estación sin otro abrigo que su camisa de franela. Tenía la cara congestionada, y el pelo alborotado (no llevaba gorra), y recuerdo que sus puños apretados estaban blancos, como exangües.
—Dios mío —dijo mi madre—. ¿Qué es lo que pasa, Roy? Pareces un loco.
Se volvió y me buscó con la mirada, y supe que se trataba de algo que a su juicio yo no debía ver. Pero no dijo nada. Volvió a mirar a mi padre, se acercó a él y le tocó una mano, donde sin duda había acusado más el frío. Penny y Boyd Mitchell seguían sentados en la mesita de juego, mirando la escena. Y Boyd, quién sabe por qué, sonreía.
—Ha pasado algo horrible —dijo mi padre.
Alargó la mano y cogió del colgador una chaqueta de pana, y se la puso allí mismo, en el salón, y luego se sentó en el sofá y se rodeó con fuerza con los brazos. Su cara pareció enrojecer aún más. Llevaba sus botas negras de puntera de acero, las que usaba diariamente en el trabajo, y me quedé mirándolas y pensé lo frío que debía sentirse dentro de ellas, en su propia casa. Pero no me acerqué.
—¿Qué ha pasado, Roy? —dijo mi madre. Se sentó junto a él en el sofá y le cogió una mano entre las suyas.
Mi padre miró a Boyd Mitchell y a su mujer, como si hasta entonces no hubiera reparado en su presencia. No los conocía mucho, y pensé que iba a pedirles que se marcharan. Pero no lo hizo.
—He visto morir a un hombre esta noche —le dijo a mi madre; luego sacudió la cabeza y bajó la mirada—. Estábamos entrando en ese viejo apartadero con rampa de la Novena Avenida. Llevábamos un convoy de vagones de carbón. Hace apenas una hora. Yo miraba hacia fuera por mi lado, como hacemos siempre que salimos de una curva. Y veo un furgón con la puerta abierta, lo cual no es nada raro. Pero entonces veo a un tipo sentado en el hueco, tratando de largarse a toda prisa. Creo que era un vagabundo; el convoy acababa de llegar de Glasgow. Pero en el momento mismo en que iba a saltar, el convoy se arquea y los vagones chocan unos contra otros. Suele pasar. Pero el hombre pierde el equilibrio justo al dar contra la grava, y cae hacia atrás, sobre las vías. Lo miro: las ruedas de los vagones le pasan por encima de un pie. —Mi padre miró entonces a mi madre—. Le aplastan uno de los pies.
—Dios mío —dijo mi madre, y bajó la mirada sobre su regazo.
Mi padre entornó los ojos.
—Pero entonces se ha movido. Como si se revolviera para tratar de escapar. No ha gritado, y le he visto la cara. Nunca lo olvidaré. No parecía asustado; parecía como si estuviera haciendo algo realmente trabajoso, como si estuviera concentrado en alguna tarea delicada. Pero al revolverse se ha echado hacia atrás, y los vagones siguientes le han pasado por encima de una mano.
Mi padre, entonces, se miró sus propias manos, las cerró y apretó los puños.
—¿Y qué has hecho? —dijo mi madre. Parecía aterrorizada.
—Me he puesto a gritar. Y Sherman ha parado la máquina. Pero era demasiado tarde.
—¿Y no has hecho nada más? —preguntó Boyd Mitchell.
—Bajarme —dijo mi padre— y correr hacia el furgón. Y allí me doy de bruces con un hombre cortado en tres pedazos. ¿Qué podía hacer? No gran cosa. Me he agachado junto a él y le he tocado la otra mano: estaba fría como el hielo. Tenía los ojos abiertos, y miraba al cielo sin poder fijar la mirada.
—¿Ha dicho algo? —dijo mi madre.
—Ha dicho: «¿Dónde estoy?». Y yo le he dicho: «No te preocupes, amigo, estás en Montana. Todo va a ir bien». Pero, santo Dios, estaba en las últimas. Me he quitado la chaqueta y se la he puesto encima. No quería que viera lo que le había pasado.
—Tendrías que haberle hecho unos torniquetes —dijo Boyd Mitchell con brusquedad—. Puede que hubiera servido de algo. Puede que le hubieras salvado la vida.
Mi padre, entonces, miró a Boyd Mitchell como si hubiera olvidado que estaba allí y le sorprendiera oír el sonido de su voz.
—No entiendo de eso —dijo mi padre—. No tengo la menor idea de esas cosas. Estaba muerto. Lo había atropellado un furgón. Respiraba aún, pero para mí ya estaba muerto.
—Eso sólo puede dictaminarlo un médico en ejercicio —dijo Boyd Mitchell—. Uno está moralmente obligado a hacer todo lo que esté en su mano.
Supe, por el tono de su voz, que a Boyd no le gustaba mi padre. Apenas lo conocía, pero no le gustaba. Y yo no tenía la menor idea de por qué. Boyd Mitchell era un hombre grande y fornido, de cara rubicunda y pelo rizado —guapo a su modo, pero con tripa—, y lo único que yo sabía de él era que trabajaba para la Cruz Roja y que mi madre era amiga de su mujer, y quizá de él, y que los tres jugaban a las cartas cuando mi padre estaba en el trabajo.
Mi padre dirigió a mi madre una mirada en la que vi la cólera.
—¿Qué hace esta gente aquí, Dorothy? Esto no es asunto suyo.
—Puede que tengas razón —dijo Penny Mitchell; dejó su mano de cartas sobre la mesita y se puso en pie. Mi madre miró a su alrededor como si hubiera oído un ruido extraño en el salón y no lograra localizar la causa.
—Alguien tendría que haber hecho algo —dijo Boyd Mitchell; se apoyó sobre la mesa y adelantó el cuerpo en dirección a mi padre—. Y no hay excusa que valga. —Sacudía la cabeza en señal de negativa—. Ese hombre no tenía que haber muerto. —Cruzó sus grandes manos sobre las cartas y miró a mi padre con fijeza—. El sindicato tapará el asunto, ¿no es eso? Como de costumbre. ¿No es lo que hace en estos casos?
Mi padre se levantó entonces del sofá; su semblante se había alterado, pero seguía terso, joven. Parecía un joven a quien acabaran de reprender y que no supiera muy bien cómo reaccionar.
—Fuera de aquí —dijo, alzando la voz—. Dios mío, pero qué digo… Si ni siquiera te conozco.
—Pero yo a ti sí te conozco —dijo Boyd Mitchell, furioso—. Eres uno de esos que viven gracias al sindicato. No valéis para nada. Ni siquiera para ayudar a un moribundo. Sois nefastos para el país, pero no vais a durar.
—Boyd, por el amor de Dios —dijo Penny Mitchell—. No digas eso. No le digas eso.
Boyd Mitchell miró airadamente a su mujer.
—Digo lo que me da la gana —dijo—. Y él va a escucharme, porque no sabe qué hacer. Porque no puede hacer otra cosa.
—Levántate —dijo mi padre—. Ponte en pie.
Había vuelto a apretar los puños.
—Muy bien, como quieras —dijo Boyd Mitchell.
Lanzó una mirada a su mujer. Y yo caí en la cuenta de que Boyd Mitchell estaba borracho, de que tal vez ni sabía lo que estaba diciendo, o lo que había pasado; de que tal vez, en su estado, las palabras le salían involuntariamente de los labios, y quienes lo conocían lo sabían. Pero mi padre no lo sabía: sabía sólo lo que había oído.
Boyd Mitchell se levantó y se metió las manos en los bolsillos. Era mucho más alto que mi padre. Llevaba una camiseta Western blanca y pantalones de sarga y botas de cowboy, y un gran reloj de pulsera de plata.
—Muy bien —dijo—. Ya estoy de pie. ¿Y ahora qué?
Vi que se tambaleaba ligeramente.
Mi padre lanzó el puño por encima de la mesita de juego y golpeó a Boyd Mitchell en el tórax. Con la mano derecha, en pleno pecho. No fue un golpe de embestida, sino un golpe limpio y fulminante que hizo que mi padre perdiera el equilibrio y lanzara como un bufido. Boyd Mitchell gimió, e inmediatamente cayó al suelo con el cuerpo grande y pesado doblado sobre sí mismo. Y el ruido que hizo al desplomarse sobre el suelo de mi casa era un ruido que yo jamás había oído antes. El ruido del cuerpo de un hombre cayendo al suelo como un saco. Un ruido único. He vuelto a oírlo años después en otras partes, en cuartos de hoteles y en bares, y es un ruido que a nadie agrada escuchar.
Se puede golpear a un hombre de muchas maneras; lo sé hoy y lo sabía entonces, porque me lo había dicho mi padre. Se puede golpear a un hombre para insultarlo, o para hacerle sangrar, o para derribarlo, o para dejarlo inconsciente. Y se puede golpear a un hombre para matarlo. Así de fuerte. Y así es como mi padre golpeó a Boyd Mitchell: tan fuerte como pudo, en el pecho y no en la cara, contrariamente a lo que podría pensar quien no entienda de estas cosas.
—Oh, Dios —dijo Penny Mitchell. Boyd yacía de costado ante el televisor, y Penny se había arrodillado a su lado—. Boyd —dijo—, ¿estás herido? Oh, Dios. No te muevas, Boyd. Quédate aquí en el suelo.
—Bien. Ya está —dijo mi padre—. Ya está bien.
Estaba de pie contra la pared, a un par de metros de la mesita de juego por encima de la cual había golpeado a Boyd Mitchell. La luz de la sala era muy viva, y los ojos de mi padre estaban muy abiertos y vagaban de un lado para otro. Parecía sin resuello, y seguía apretando los puños, y yo sentía que su corazón latía dentro de mi propio pecho.
—Está bien, hijo de la gran puta —dijo a grandes voces. No creo que le hablara siquiera a Boyd Mitchell. Sólo decía palabras que le venían a los labios.
—Roy —dijo mi madre con calma—. Boyd está mal. Está herido.
Miraba fijamente a Boyd Mitchell. Imagino que no sabía qué hacer.
—Oh, no —dijo Penny Mitchell con voz muy excitada—. Mírame, Boyd. Mira a Penny. Te han dado un puñetazo.
Tenía las manos abiertas sobre el pecho de Boyd, y los delgados hombros casi pegados a él. Y no lloraba. Supongo que estaba histérica y no podía llorar.
Todo había sucedido en cinco minutos, quizá en menos. Yo no había dejado la puerta de la cocina en ningún momento. Y entonces salí y fui hasta la sala donde estaban mi padre y mi madre y Boyd y Penny. Y vi a Boyd y a Penny en el suelo, y miré a Boyd. A la cara, porque quería ver qué le había sucedido. Tenía los ojos en blanco. Y la boca abierta, y dentro de ella vi su gruesa lengua rosa. Respiraba pesadamente, y sus dedos —los dedos de ambas manos— se movían. Se agitaban como unos dedos nerviosos, inquietos a causa de algo. Creo que ya estaba muerto, y creo que Penny Mitchell sabía que estaba muerto, porque decía: «Oh, por favor, por favor, por favor, Boyd».
Y fue entonces cuando mi madre llamó a la policía, y creo que fue entonces cuando mi padre abrió la puerta de casa y salió a la noche.
Lo que sucedió después fue lo que cabía esperar que sucediera. Boyd Mitchell dejó de respirar al cabo de un minuto, se puso pálido y frío y empezó a parecer un cadáver allí mismo, en el suelo de nuestra sala. Su garganta emitió un ruido, uno solo, y Penny Mitchell lanzó un grito, y mi madre se arrodilló junto a ella y le pasó un brazo por el hombro para confortarla mientras lloraba. Luego hizo que se levantara y fuera a su dormitorio —el de mi padre y ella— y se acostara en la cama. Luego ella y yo nos quedamos sentados bajo la viva luz de la sala, con el cadáver de Boyd en el suelo, y sencillamente nos miramos durante largo rato (tal vez diez minutos, tal vez veinte). No sé lo que mi madre pudo pensar durante ese tiempo, porque no lo dijo. No preguntó siquiera dónde estaba mi padre. No me pidió que me fuera a mi cuarto. Quizá pensó en su vida, en lo que sería de ella a partir de aquella noche. O quizá pensó lo siguiente: que las gentes hacen a veces las peores cosas de que son capaces, y que sin embargo el mundo acababa luego volviendo a la normalidad. Es muy posible, pues, que estuviera esperando a que empezaran de nuevo a suceder cosas normales. Probablemente era eso, dado su peculiar carácter.
Pero lo que yo pensé, sentado allí en la sala con Boyd muerto a nuestros pies, lo recuerdo muy bien porque lo he pensado otras veces, hasta el punto de considerar incluso que mi vida real comenzó a partir de aquel momento y aquel pensamiento, lo que pensé fue lo siguiente: que toda situación encierra en sí misma muchas posibilidades, y que basta nuestra presencia para vernos implicados. Aquélla había sido una noche atroz. Pero ¿cómo íbamos a saber que acabaría de aquel modo hasta que fue demasiado tarde y nos cambió a todos para siempre? Comprendí, sin embargo, que los problemas, los verdaderos problemas, eran algo que debía evitarse, puesto que una vez que todo ha pasado queda sólo uno mismo para responder a los interrogantes, aun cuando uno mismo —como en mi caso— no sea culpable de nada.
Poco después llegó la policía. Primero un coche y luego otros dos, todos con sus luces giratorias rojas. El vecindario estaba iluminado; la gente salía de sus casas y se quedaba al aire frío de los jardines, mirando; gente que yo no conocía, gente que no nos conocía en absoluto.
—Ya tienen espectáculo —dijo mi madre. Estábamos mirando por la ventana—. Tendremos que mudarnos. No nos dejarán en paz.
Llegó una ambulancia; sacaron a Boyd Mitchell en una camilla, tapado con una sábana. Penny Mitchell salió del dormitorio y, sin decir nada a mi madre ni a nadie, subió en un coche de policía y se perdió en la oscuridad.
Entraron dos policías en casa; uno de ellos hizo unas preguntas a mi madre en la sala, y otro me interrogó a mí en la cocina. Quería saber lo que había visto, y se lo conté. Dije que Boyd Mitchell había injuriado a mi padre por alguna razón que yo ignoraba, y que luego se había levantado y había tratado de pegarle, y que mi padre le había dado un empujón, y eso era todo. Me preguntó si mi padre era un hombre violento, y le contesté que no. Me preguntó si mi padre tenía una amiga, y le contesté que no. Me preguntó si mi madre y mi padre se habían peleado alguna vez, y le contesté que no. Me preguntó si quería a mi padre y a mi madre, y le contesté que sí. Y no me preguntó más.
Salí de la cocina y fui a la sala a reunirme con mi madre. Cuando los policías se marcharon nos quedamos de pie en la puerta, y vimos a mi padre en la calle oscura, junto a la puerta abierta de un coche de policía. Estaba esposado. Y por alguna razón que ignoro no llevaba puesta la camisa ni la chaqueta de pana; estaba desnudo de cintura para arriba en la noche fría, con la camisa echada a la espalda. Me pareció ver que tenía el pelo mojado. Luego oí que un policía le decía:
—Roy, vas a coger frío.
Y mi padre dijo:
—Me gustaría estar muy lejos de aquí. En China, por ejemplo. —Y sonrió al policía. No creo que llegara siquiera a vernos, o al menos no hizo el menor ademán de habernos visto. Y ni mi madre ni yo hicimos nada, porque estaba bajo custodia policial, y cuando uno está en manos de la policía no hay nadie que pueda hacer nada.
A las diez de la noche todo había terminado. Dos horas después, hacia la medianoche, mi madre y yo fuimos a la ciudad y sacamos a mi padre de la cárcel. Yo me quedé en el coche mientras mi madre entraba en el edificio; desde el asiento miré las altas ventanas de las celdas, protegidas por tela metálica y barrotes. En el interior de la planta baja la iluminación era amarilla, y oí voces y vi formas que iban de un lado para otro. Alguien dijo con voz sonora dos veces: «A ver, a ver. Marie, ¿sigues ahí?». Y luego volvió el silencio, y ya sólo oí los coches que pasaban despacio junto al nuestro.
En el camino de vuelta, mi madre conducía mientras mi padre miraba las torres de alta tensión que bordeaban el río, y las luces de las casas de la orilla opuesta, en Black Eagle. Llevaba una camisa a cuadros que alguien le había prestado en las dependencias policiales, y se había peinado cuidadosamente. Nadie dijo nada en el trayecto, pero yo no entendía por qué la policía metía a alguien en la cárcel por haber matado a un hombre y dos horas después lo dejaba irse a su casa. Para mí era un misterio, pero yo quería verlo libre y que nuestra vida volviera a seguir su curso; aunque no veía el modo de que ello fuera posible, y sabía de hecho que ya nada podría ser como antes.
Al llegar a casa vimos que habíamos dejado encendidas todas las luces. Era la una de la madrugada, y aún seguían iluminadas algunas casas vecinas. Al otro lado de la calle vi a un hombre en una ventana, con las manos pegadas al cristal, al acecho, observándonos.
Mi madre entró en la cocina, abrió el grifo para hacer café y puso las tazas sobre la mesa. Mi padre, de pie en el centro de la sala, miraba a su alrededor las sillas, la mesita de juego aún con las cartas de la partida, las puertas abiertas que daban a las demás habitaciones. Era como si hubiera olvidado su propia casa, como si volviera a verla y no le gustara.
—No sé qué podría tener en contra mía —dijo mi padre. Me lo dijo a mí, pero se lo decía también al mundo y a nadie en concreto—. ¿No crees que tú sabrías lo que alguien tiene contra ti, Frank?
—Sí —dije—. Lo sabría.
Estábamos los dos, mi padre y yo, de pie en medio de la sala iluminada. Inmóviles, ociosos.
—Quiero que seamos felices aquí —dijo mi padre—. Quiero que disfrutemos de la vida. No tengo nada contra nadie. ¿Me crees?
—Sí —respondí—. Te creo.
Mi padre me miró con sus ojos azul oscuro y frunció el ceño. Y entonces, por primera vez, deseé que mi padre no hubiera hecho lo que había hecho, y que hubiera resuelto las cosas de otra manera. Lo vi como un hombre que cometía errores, un hombre que podía hacer daño a los demás, arruinar vidas, poner en grave riesgo la felicidad ajena. Un hombre que no entendía lo bastante las cosas. Era como un jugador, aunque en aquel tiempo yo no supiera siquiera lo que era ser un jugador.
—Todo cambia tan deprisa en estos tiempos —dijo mi padre.
Mi madre, de pie en la puerta de la cocina, nos miraba. Llevaba un delantal rosa con flores, y estaba donde yo había estado horas atrás. Nos miraba a mi padre y a mí como si los dos no fuéramos sino una persona.
—¿No crees, Dorothy? —dijo mi padre—. Toda esta confusión. Todo pasa tan deprisa. Mira lo que ha pasado aquí mismo.
Mi madre, para entonces, parecía muy segura acerca de las cosas, muy lúcida. Dijo:
—Deberías haberte controlado más. Eso es todo.
—Lo sé —dijo mi padre—. Lo siento. Perdí el control. No tenía intención de echarlo todo a perder, pero creo que eso es lo que he hecho. Me equivoqué de medio a medio.
Mi padre cogió la botella de vodka, desenroscó el tapón y bebió un trago largo, y luego volvió a poner la botella sobre la mesa. Aquella noche había visto morir a dos hombres de manera trágica. ¿Quién podía reprocharle que bebiera?
—Antes, en la cárcel —dijo, mirando fijamente una fotografía enmarcada que había en la pared, junto a la puerta del vestíbulo; volvía a hablar de forma casi automática—, había un hombre conmigo en la celda. Yo no había pisado una celda en mi vida, ni siquiera de chico. Y ese hombre me ha dicho: «Puedo jurar que usted no ha estado nunca en la cárcel por la forma que tiene de estar erguido. Los tipos que han estado no andan así de derechos. Andan encorvados. Usted no es carne de cárcel. Anda demasiado erguido». —Mi padre volvió a mirar la botella de vodka como si quisiera beber más, pero fue sólo una mirada—. Las desgracias suceden —dijo. Hizo oscilar los brazos a ambos costados y las palmas le golpearon los muslos como badajos—. Puede que estuviera enamorado de ti, Dorothy —dijo—. Puede que el problema fuera ése.
Y lo que yo hice entonces fue ponerme a mirar la fotografía de la pared, la que mi padre había mirado antes y yo llevaba toda la vida viendo. La había visto quizá un millar de veces. Eran dos adultos con un niño pequeño en una playa. Un hombre y una mujer sentados en la arena, con el mar al fondo. Estaban en traje de baño, y sonreían a la cámara. Yo siempre había pensado que el bebé era yo y la pareja de adultos mis padres. Pero de pronto caí en la cuenta de que aquel niño no era yo; de que aquel niño era mi padre y los adultos sus padres, mis abuelos, a quienes nunca conocí y que habían muerto hacía tiempo, y de que la fotografía era mucho más antigua de lo que yo había imaginado. Me pregunté por qué no me había dado cuenta de ello antes, por qué no lo había descubierto en el curso de los años de forma espontánea, por qué no lo había sabido siempre. Pero no importaba demasiado. Porque lo que importaba —comprendí— era que mi padre era ahora un hombre caído, como el hombre a quien él horas atrás había visto caer bajo las ruedas del furgón. Y me sentí impotente para brindarle ayuda, tan impotente como él ante aquel hombre mutilado. Quise decirle que lo amaba, pero por un motivo u otro no lo hice.
Más tarde, en la madrugada, estuve echado en la cama con la radio encendida, escuchando noticias de lugares distantes, como Calgary y Saskatoon, e incluso más lejanos, como Regina y Winnipeg; frías, oscuras ciudades que —sabía— no vería jamás. Tenía la ventana abierta, y durante largo rato había estado sentado en el alféizar mirando la calle, oyendo hablar a mis padres abajo, oyendo sus pisadas, oyendo cómo las botas de puntera de acero de mi padre golpeaban el piso, y luego el crujido de los muelles de su cama de matrimonio, y luego el silencio. De más allá de la otra orilla del río me llegaba el rumor de los camiones: camiones de ganado y de grano camino de Idaho, o de Helena, o del apartadero del ferrocarril donde mi padre manejaba las locomotoras de maniobras. Las casas del vecindario estaban de nuevo a oscuras. Vi la motocicleta de mi padre en el jardín, y a través del aire nocturno creí incluso oír las cataratas, creí oír cada sonido de ellas, sonidos que me llegaban en torbellinos y anegaban mi cuarto… y creí incluso sentirlas, tan frías e invernales que el calor y la tibieza me parecieron posibilidades que ya jamás volvería a conocer.
Al rato mi madre entró en mi habitación. La luz cayó sobre mi cama, y ella metió una silla y la colocó en su sitio. Vi que me estaba mirando. Cerró la puerta, se acercó y apagó la radio; luego cogió la silla y la llevó hasta la ventana, cerró la ventana y se sentó. Yo veía la silueta de su cara recortada contra la tenue luz de la calle. Encendió un cigarrillo y no me miró. Yo aún seguía teniendo frío bajo las mantas.
—¿Cómo te sientes, Frank? —dijo, mientras fumaba el cigarrillo.
—Bien.
—¿Piensas que ahora tu casa es una casa horrible?
—No.
—Espero que no —dijo ella—. No creas que lo es. No guardes resquemores contra nadie. Pobre Boyd. Ha muerto.
—¿Por qué crees que ha ocurrido? —pregunté, aunque no creía que ella fuera a responder. Me pregunté si yo querría en verdad saberlo.
Mi madre echó una bocanada de humo contra el cristal de la ventana; luego aspiró profundamente y dijo:
—Debió de ver en tu padre algo que odiaba. No sé qué. ¿Quién sabe? Puede que a tu padre le pasara algo parecido con Boyd. —Sacudió la cabeza y miró hacia el exterior iluminado por las farolas—. Recuerdo una vez… —dijo—. Estaba todavía en Havre, en los años treinta. Vivíamos en un motel que mi padre tenía a medias con alguien, en la Autopista Dos, y mi madre andaba por allí pero no se ocupaba de ninguno de nosotros. Mi padre tenía una amiga fija, una mujer grande que se llamaba Judy Belknap. Era una india assiniboin. Una piel roja. Pero me solía llevar a excursiones campestres cuando mi padre se hartaba de mí y no me soportaba más. Me llevaba a la montaña, río arriba por el Milk. Me enseñaba todo lo que sabía de animales y plantas y helechos y esas cosas. Y una tarde estábamos sentadas mirando unos patos salvajes que había en una pequeña bifurcación del arroyo, sobre el hielo. Empezaba a hacer frío, como ahora. Y Judy se levantó de pronto y se puso a dar palmadas. Palmadas, nada más. Y todos los patos alzaron el vuelo; todos menos uno, que se quedó allí en el hielo. Supongo que tendría las patas heladas. Ni siquiera intentó volar: se quedó quieto, posado sobre el hielo. Judy me dijo: «Es una simple coincidencia. Dottie. Es la vida salvaje. Siempre hay alguno que se queda atrás». Y aquello, no sé por qué, pareció dejarla satisfecha. Luego volvimos al coche. Ya ves —dijo mi madre—. Puede que lo de esta noche haya sido lo mismo. Una simple coincidencia.
Subió la ventana, tiró la colilla fuera y echó la última bocanada de humo. Y luego dijo:
—Ahora a dormir, Frank. No te preocupes, todo irá bien. Saldremos de ésta. Sé optimista.
Y cuando me dormí tuve un sueño. Soñé que un avión, un bombardero, se estrellaba. Caía del gélido cielo, se estrellaba contra el río helado y brincaba y se deslizaba y volcaba sobre el hielo, con las alas como navajas, y se abalanzaba sobre nuestra casa, donde los tres dormíamos, arrasándolo todo a su paso. Y cuando me incorporé en la cama oí a un perro en el jardín, con el collar tintineante, y a mi padre llorando: Uaaahhh, uaaahhh… Así, quedamente. Aunque después no pude estar seguro de si lo había oído sollozar de esa manera o fue parte del sueño, un sueño que deseé no haber tenido nunca.
Las cosas más importantes de una vida cambian a veces tan súbitamente, tan irreversiblemente, que su protagonista puede llegar a olvidar lo más esencial de ellas y sus implicaciones; hasta tal punto queda prendido por lo fortuito de los sucesos que han motivado tales cambios y por la azarosa expectativa ante lo que habrá de suceder después. Hoy no logro recordar el año exacto del nacimiento de mi padre, ni cuántos años tenía cuando lo vi por última vez, ni cuándo tuvo lugar esa última vez. Cuando uno es joven, tales cosas parecen inolvidables y cruciales. Pero cuando los años pasan se desdibujan y se pierden.
Mi padre estuvo cinco meses en la cárcel de Deer Lodge por matar a Boyd Mitchell accidentalmente, por haber empleado una violencia desmedida en el golpe. En Montana uno no puede matar a un hombre en el salón de su casa y salirse de rositas, y lo que recuerdo es que mi padre alegó nolo contendere, algo muy parecido a declararse culpable.
Mi madre y yo seguimos viviendo en nuestra casa durante su ausencia. Pero cuando mi padre salió de la cárcel y volvió a su trabajo en las locomotoras de maniobras, empezaron las disputas entre ellos: discutían por esto o por aquello, y porque mi madre quería que nos fuéramos a vivir a otro lugar (se habló de California y de Seattle, recuerdo). Y después se separaron, y ella se fue de casa. Y a continuación me marché yo: me enrolé en el ejército mintiendo sobre mi edad. Tenía dieciséis años.
Lo único que sé de mi padre es que al cabo de un tiempo empezó a llevar una vida que ni en sus peores sueños hubiera imaginado. Perdió el trabajo en el ferrocarril y se divorció de mi madre (que, de tiempo en tiempo, reaparecería en su vida). Se vio envuelto en lances de alcohol y de juego y de malversación de fondos, e incluso oí decir que se le llegó a ver armado. Yo estaba al margen de todo ello. Cuando uno tiene la edad que yo tenía, y vive a su aire en el mundo y está solo, se las arregla mejor que en cualquier otro momento de la vida, porque a sus ojos todo es nuevo y puede intentarlo todo y pensar que el estar solo no habrá de durar siempre. Todo lo que sé de mi padre, finalmente, es que en cierta ocasión estuvo en Laramie, Wyoming, y no en muy buen estado. Y que luego ya no se le volvió a ver.
El mes pasado vi a mi madre. Yo estaba comprando en un supermercado que hay al borde de la interestatal en Anaconda, Montana, no lejos de Deer Lodge, donde había cumplido su condena mi padre. Creo que no la había visto desde hacía quince años, aunque ahora tengo cuarenta y tres y quizá fue hace más de quince años. Pero al verla me dirigí hacia donde estaba y le dije:
—Hola, Dorothy. Soy Frank.
Ella me miró y sonrió y dijo:
—Oh, Frank. ¿Cómo estás? Hace siglos que no te veo. Me alegra mucho verte.
Llevaba una camisa vaquera y tejanos y botas, y aparentaba unos sesenta años. Tenía el pelo peinado hacia atrás y sujeto en la nuca, y la encontré guapa, aunque me dio la sensación de que había bebido. Eran las diez de la mañana.
A su lado había un hombre con una cesta llena de compras, y mi madre se volvió a él y dijo:
—Dick, ven a conocer a mi hijo Frank. Llevamos siglos sin vernos. Frank, te presento a Dick Spivey.
Estreché la mano de Dick Spivey. Era un hombre más joven que mi madre y mayor que yo, alto, de cara delgada y pelo negro azulado e hirsuto, con botas vaqueras como las de mi madre.
—Deja que hablemos un momento, Dick —dijo mi madre.
Le cogió una muñeca y se la apretó, y le sonrió. Y Dick se dirigió hacia la caja.
—Bien, Frank. ¿A qué te dedicas ahora? —preguntó mi madre. Me puso una mano en la muñeca, como acababa de hacer con Dick Spivey, pero mantuvo la ligera presión sobre ella—. ¿Qué has hecho en los últimos años?
—Estuve en Rock Springs, en el boom del carbón —dije—. Lo más seguro es que vuelva.
—Supongo que estarás casado.
—Lo estuve. Pero ahora no.
—Muy bien —dijo ella—. Tienes muy buen aspecto. —Me sonrió—. Nunca harás las cosas como es debido. Te lo dice tu madre. Tu padre y yo empezamos nuestra relación marital en Havre, y solíamos bromear sobre ello. Nos reíamos mucho. Tú no te enterabas de nada, claro. Eras demasiado niño. Cometimos muchos errores.
—Hace mucho tiempo de eso. Son cosas que ignoro.
—Recuerdo muy bien aquellos tiempos —dijo mi madre—. Fueron tiempos muy felices. Creo que había algo en el aire, ¿no crees? Tu padre era tan nervioso. Y Boyd se puso tan furioso de repente. Había como cierta desesperación en todo ello, imagino. Todo aquello de los sindicatos y demás. Nosotros no entendíamos nada de nada, por supuesto. Intentábamos ser gente decente.
—Es cierto —dije. Y lo creía sinceramente.
—Sigue gustándome nadar —dijo mi madre. Se pasó los dedos por el pelo como si lo tuviera mojado. Volvió a sonreírme—. Hace que me sienta más libre.
—Estupendo. Me alegro.
—¿Ves alguna vez a tu padre?
—No. Nunca.
—Yo tampoco —dijo—. Me lo has recordado.
Miró hacia Dick Spivey, que estaba de pie junto a la puerta del supermercado, con la bolsa de la compra en las manos, mirando el aparcamiento a través del ventanal. Era marzo, y caían pequeños copos de nieve sobre los coches. No parecía tener ninguna prisa.
—Quizá no supe comprender a tu padre lo bastante —dijo—. Quién sabe. Quizá ni siquiera estábamos hechos el uno para el otro. Perder el amor es lo peor que puede sucederle a uno, y eso es lo que nos pasó a nosotros. —No respondí, pero sabía a lo que se refería, y también sabía que era cierto—. Me gustaría que nos conociéramos mejor, Frank —dijo luego. Bajó la mirada, y creo que se ruborizó—. Pero seguimos conservando los sentimientos más hondos, ¿no es cierto? Los dos, tú y yo.
—Sí. Los conservamos.
—Bien. Ahora tengo que irme, Frank.
Me apretó con fuerza la muñeca, y se alejó hacia la caja. Luego salió con Dick Spivey en dirección al aparcamiento.
Terminé de hacer mis compras y pasé por caja y salí al aparcamiento. Y subí en mi coche. Pero cuando lo ponía en marcha vi que el Chevrolet verde de Dick Spivey volvía a entrar en el aparcamiento y se detenía a cierta distancia, y vi a mi madre bajarse de él y venir con paso apresurado a través de la nieve hacia mi coche. Bajé la ventanilla, nuestras caras se encontraron y quedaron unos instantes frente a frente.
—¿Se te pasó por la cabeza alguna vez… —dijo mi madre, mientras prendían en su pelo los copos de nieve—, llegaste a pensar alguna vez que yo estaba enamorada de Boyd Mitchell? ¿Algo semejante? ¿Llegaste a pensarlo alguna vez?
—No. Nunca lo pensé.
—¿No? Bien. No lo estaba. Boyd estaba enamorado de Penny. Yo estaba enamorada de Roy. Ésa es la realidad. Y quiero que la sepas. Tienes que creerme. ¿Me crees?
—Sí. Te creo.
Se inclinó y me besó en la mejilla a través del hueco de la ventanilla, y cogió mi cara entre sus manos, y la retuvo por espacio de un instante que me pareció eterno, y al cabo se dio la vuelta y se fue. Y me dejó allí solo.
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