Rudyard Kipling
(Bombay, India, 1865 - Londres, 1936)


La casa de los deseos (1924)
(“The Wish House”)
Originalmente publicado en MacLean’s Magazine (octubre 1924);
reproducido en Hearst’s y Nash’s (diciembre 1924);
Debits and Credits
(Londres: Macmillan and Co., 1926, 216 págs.)



      La nueva Delegada de la iglesia se acababa de marchar, después de una visita de veinte minutos. Durante ese tiempo, la señora Ashcroft había utilizado el inglés propio de una vieja cocinera, con experiencia y jubilada, que había visto la vida de Londres. Por lo tanto estaba bien preparada para volver a deslizarse en los pulidos, antiguos localismos de Sussex (las tes suavizándose en des, como si se entibiaran), cuando el autobús trajo a la señora Fettley, que se había desplazado treinta millas para hacerle una visita ese agradable sábado de marzo. Las dos habían sido amigas desde la infancia, pero en los últimos años el destino había separado sus encuentros con largos intervalos.
       Se tenían que decir muchas cosas y desenredar muchas otras, pendientes desde la última vez, antes de que la señora Fettley, con su bolsa de retales para coser, se sentara bajo la ventana que dominaba el jardín y el campo de fútbol del valle, allá abajo.
       —La mayoría de la gente va a Bush Tye para ver el partido —explicó—, así que en las últimas cinco millas no me he podido, sentar. En ese autobús me han zarandeado de un lado para otro.
       —No te pasó nada —dijo la anfitriona—. No te quiebras con la edad, Liz.
       La señora Fettley se rió entre dientes y combinó dos retales a su gusto.
       —No, pues ya me habría quebrado hace veinte años. ¿Te acuerdas cuando se decía que estaba llenita? La señora Ashcroft sacudió la cabeza lentamente —ella nunca se apuraba— y siguió cosiendo un forro de arpillera en un cesto de mimbre, destinado a útiles de costura. La señora Fettley colocó más retales a la luz primaveral que se filtraba a través de los geranios del alféizar de la ventana, y ambas permanecieron en silencio durante un rato.
       —¿Cómo es tu nueva Delegada en las visitas? —preguntó la señora Fettley con un movimiento de cabeza hacia la puerta. Por culpa de su miopía había estado a punto de chocarse con la dama al entrar.
       La señora Ashcroft dejó suspendida la gran aguja colchonera en el aire, antes de coser un punto que parecía una puñalada.
       —Aparte de que todavía es pronto para emitir un juicio, no tengo mucho que decir contra ella.
       —La que tenemos en Keyneslade —dijo la señora Fettley— tiene la boca llena de palabras edificantes, pero no te deja meter baza. Puedes quedarte con tus pensamientos mientras ella sigue charlando.
       —Ésta no es de las que charlan. Parece una de esas monjas de la Iglesia Alta
[es decir, la rama de la Iglesia anglicana].
       —La nuestra está casada, pero, por lo que se dice, no le supo sacar partido al asunto… —La señora Fettley adelantó su barbilla aguda—. ¡Dios mío! ¡Esos malditos querubines mueven los huesos del lugar!
       La casa de campo, rodeada de muros revestidos de azulejos, se estremeció al paso de dos autobuses de cuarenta plazas, alquilados especialmente para ir a ver el partido de Bush Tye; un autobús del servicio regular, lleno de gente que se acercaba a la capital del condado donde los viajeros hacían sus compras, echaba humo por detrás de aquellos; mientras tanto, de una de las tabernas abarrotadas, un cuarto vehículo salió para unirse a la procesión y engrosar la corriente del tránsito de larga distancia que iba a divertirse.
       —Tienes la lengua tan suelta como siempre, Liz —observó la señora Ashcroft.
       —Sólo cuando estoy contigo. De lo contrario, soy la abuelita, de pies a cabeza. Apuesto que es para uno de tus nietos.
       —Es para Arthur, el hijo mayor de Jane.
       —¿No está trabajando todavía? ¿No?
       —No. Esta cesta es para pícnic.
       —Te contentas con poco. Willie viene todos los días a pedirme dinero para esas antenas que pone la gente en el jardín, para oír la música de Londres. Yo se lo doy…, ¡qué tonta soy!
       —Y él se olvida de darte el beso de agradecimiento, ¿no? —La irónica sonrisa de la señora Ashcroft parecía calar adentro.
       —Sí. ¡Qué diferencia entre los muchachos de ahora y los de hace cuarenta años! Cogen todo sin dar nada… ¡Y nosotras tenemos que aguantar! ¡Qué pobres tontas! ¡Willie me pide cada vez tres chelines!
       —Hoy la gente no mira el dinero —dijo la señora Ashcroft.
       —Y la semana pasada —prosiguió la amiga—, mi hija le encargó un cuarto de libra de carne al carnicero y después se la devolvió para que se la picase: dijo que no iba a molestarse ella en picarla.
       —Apuesto a que se lo cobró.
       —De eso puedes estar segura. Ella me dijo que esa tarde, en el Instituto, había un torneo de whist
[es decir, el juego de cartas] y que no podía picar la carne.
       —¡Fíjate!
       La señora Ashcroft dio las últimas puntadas al forro de la cesta. Apenas terminado, su nieto de dieciséis años, con una chica que le esperaba, cruzó con rapidez el jardín gritando furioso si estaba lista la cesta, la agarró y se fue sin dar las gracias. La señora Fettley lo miró atentamente, con una mirada miope.
       —Se van de pícnic a algún sitio —explicó la señora Ashcroft.
       —¡Ah! —dijo la otra apretando los ojos—. Apuesto a que es el tipo que no tiene contemplaciones con quien se cruza en su camino. Pero ¿a quién me recuerda así, de repente?
       —Deben pensar en ellos, como hacíamos nosotras —la señora Ashcroft empezó a preparar el té.
       —Seguro que tú lo has hecho, Gracie —dijo la señora Fettley.
       —¿Qué te está pasando por la cabeza?
       —No sé… Pero me viene a la memoria ahora, así, de golpe…, lo de esa mujer de Rye… Se me escapa el nombre… ¿No era Barnsley?
       —Batten, Polly Batten, es en quien estás pensando.
       —Eso es… Polly Batten. Aquel día que vino con una horca… Estábamos todos segando la hierba, en Smalldene… porque le habías robado al marido.
       —Pero tú me oíste decirle que tenía mi permiso para quedarse con él.
       —La voz y la sonrisa de la señora Ashcroft fueron más suaves que nunca.
       —Sí, claro que te oí… Y todos estábamos esperando que te metiera la horca entre las tetas, cuando le dijiste eso.
       —¡Nooo! Ella nunca iba más allá de las palabras; gritaba mucho para tener ganas de pasar a los hechos.
       —A mí me parece —dijo la señora Fettley después de una pausa— que un hombre entre dos mujeres que se lo disputan es la cosa más ridícula del mundo. Como un perro al que llaman a la vez dos personas.
       —Puede ser. ¿Pero qué te hizo recordar esos tiempos, Liz?
       —La forma en que ese chico mueve la cabeza y los brazos. No me había fijado en él desde que era pequeño. Jane no me había dado nunca esa impresión, ¡pero… él! ¡Si es el mismo Jim Batten y su forma de moverse; como si hubiese vuelto a la vida!…, ¿no?
       —¡Quizá! Hay gente que se habría dado cuenta en seguida, ya que ellos son estériles.
       —¡Vaya! ¡Ah, bueno! ¡Pobre de mí, pobre de mí! Jim Batten ha muerto hace…
       —Veintisiete años —respondió la señora Ashcroft brevemente—. ¿Te quedas a tomar el té, Liz?
       La señora Fettley se quedó: había tostadas con mantequilla, pan de pasas, el té recién hecho, amargo como cuero, algunas peras caseras en almíbar y rabo de cerdo frío y cocido para pasar las galletas. Hizo los debidos honores a todo.
       —Sí. No he negado nunca nada a mi barriga —dijo la señora Ashcroft pensativamente—. Vivimos esta vida sólo una vez.
       —¿Pero no te sientes pesada a veces? —sugirió la amiga.
       —La enfermera siempre me dice que es más probable que me muera de una indigestión que de la pierna —porque la señora Ashcroft tenía desde mucho tiempo atrás una úlcera crónica en la pantorrilla, que necesitaba una atención regular de la enfermera del pueblo, que se preciaba (o bien otros lo hacían por ella) de haberla curado ciento tres veces ya, durante el ejercicio de su actividad.
       —¡Y tú, que estabas tan bien! Es como si todo te llegara antes del tiempo. Yo lo puedo decir, que te he visto siempre. —La señora Fettley habló con afecto sincero.
       —Algo te pasará antes o después. Pero mi corazón funciona —replicó la señora Ashcroft.
       —Tú siempre tuviste un corazón suficientemente fuerte para tres personas. Es algo que vale la pena recordar al final del camino.
       —Reconozco que tú también tienes cosas que vale la pena recordar —fue la respuesta de— la señora Ashcroft.
       —Ya lo sabes. Pero yo no pienso mucho, que digamos, en eso, como no sea que esté contigo, Gracie. Para hacer fuego se necesitan dos palitos.
       La señora Fettley observaba, con la boca abierta a medias, el bonito calendario del tendero, colgado en la pared. La casa de campo volvió a estremecerse con el estrépito del tránsito, y el campo de fútbol, abarrotado, allá, por debajo del jardín, rugió estrepitosamente: el pueblo estaba bien metido en las diversiones del sábado.
       La señora Fettley había hablado con gran precisión durante un rato, sin pararse, antes de enjugar sus ojos. —Y— concluyó— me leyeron esa esquela del diario el mes pasado. Claro que nada de eso puede interesarme…, porque, entre otras cuestiones, no lo había visto en todos estos años. Desde luego que yo no podía decir ni demostrar nada. Tampoco tengo ningún derecho a ir a Eastbourne a ver su tumba. Estuve pensando cómo hacer una escapada hasta allá, en el autobús, algún día; pero en casa me harían más preguntas de las que puedo soportar. Así que ni eso tengo para consolarme.
       —¿Pero no tuviste tus satisfacciones?
       —¡Por Diosss! ¡Sííí! En estos cuatro años estuvo trabajando en el ferrocarril, cerca de casa. Y los otros maquinistas también le hicieron un buen entierro.
       —Así que no tienes nada de qué quejarte. ¿Otra taza de té?
       La luz y el aire habían cambiado un poco con la caída del sol y las dos viejecitas cerraron la puerta de la cocina para protegerse del fresco de la noche. Una pareja de grajos gritaban y se perseguían por entre los frutales sin hojas del jardín. Esta vez tenía la palabra la señora Ashcroft, con los codos sobre la mesa y su pierna enferma apoyada en una banqueta…
       —¡No me lo había imaginado! ¿Pero qué dijo tu marido? —preguntó la señora Fettley cuando se detuvo la voz profunda de la señora Ashcroft.
       —Dijo que yo podía ir adonde quisiera, por lo que le tocaba. Pero, cuando lo vi tan enfermo, le dije que lo cuidaría. Él sabía que yo no iba a aprovecharme de él en aquel estado. Duró ocho o nueve semanas. Después le dio una especie de ataque y se quedó como una piedra varios días. Después se levantó en la cama y me dice: «Reza que ningún hombre te trate como tú lo has tratado a uno». «¿Y tú?», le digo yo, porque tú sabes, Liz, lo vagabundo que fue. «Eso vale para los dos», me dice, «pero yo veo las cosas claras, porque me estoy muriendo, y sé lo que te espera». Se murió un domingo y lo enterraron un jueves… Y sin embargo hice muchos méritos allí, entonces, aunque sólo lo hiciese una vez.
       —Nunca me habías dicho eso antes —se aventuró la señora Fettley.
       —Te pago lo que acabas de contar ahora. Cuando él murió, escribí a la señora Marshall a Londres diciéndole que era completamente libre… Ella fue la que me dio aquel primer trabajo de ayudante de cocina… ¡Dios mío, cuántos años han pasado! Ella estaba muy contenta conmigo, y la familia lo pasaba bien en aquella época, y yo sabía cómo comportarme con ellos. ¿Te acuerdas, Liz? Yo solía ir a servirlos de cuando en cuando, y duró muchos años, cuando necesitaba dinero, o… o mi marido estaba lejos de casa… según las circunstancias.
       —¿No se pasó seis meses en Chichester o estoy equivocada? —susurró la señora Fettley—. Nunca llegamos a saber bien qué pasó.
       —Podría haber llegado a más, pero ese hombre no se moría.
       —¿No tenías algo que ver tú, Gracie?
       —¡No! Esa vez fui la esposa de mi marido. Y así, después que murió mi marido, volví a la casa de los Marshall, como cocinera, para poner mis pies otra vez bajo la mesa de una casa decente y para que me llamaran con un título. Ese año tú te fuiste a Portsmouth.
       —A Cosham —corrigió la señora Fettley—. Estaban construyendo bastante. Mi marido fue primero, alquiló una habitación y después fui yo.
       —Bueno, estuve casi un año seguido en Londres, cuatro comidas al día y una vida tranquila. Después, hacia el otoño, los dos se fueron de viaje, creo, a Francia; me seguían pagando, porque no podían arreglarse sin mí. Puse la casa en condiciones para el casero y después di un salto hasta aquí, a casa de mi hermana Bessie…, con el dinero de mi paga en el bolsillo, y todos muy contentos al verme llegar.
       —Sería cuando yo ya estaba en Cosham —elijo la señora Fettley.
       —Tú sabes, Liz, que entonces la gente no se daba aquellos aires de grandeza por cuatro céntimos, y que no había cines ni torneos de whist. Un hombre o una mujer tenían que agarrarse a cualquier trabajo que supusiera ganar un chelín, ¿no es verdad? Yo estaba muy débil después de estar en Londres, y pensé que un poco de aire fresco me vendría bien. Así que me fui a Smalldene, a echar una mano en la cosecha de la patata temprana, arrancando hierbas y cosas así. Se habrían burlado muchísimo de mí los de mi cocina de Londres si me hubiesen visto con botas de hombre y las faldas remangadas.
       —¿Te asentó bien? —preguntó la señora Fettley.
       —No había ido por eso. Tú sabes tan bien como yo que nada te pasa hasta que te ha sucedido. La cabeza, antes de avisarte del camino en que te has metido, espera que llegues al final. Sólo una vez que lo hemos hecho tenemos una visión precisa de cómo nos estamos comportando.
       —¿Y quién era?
       —Arry Mockler —la cara de la señora Ashcroft se contrajo por el dolor que le producía su pierna enferma.
       La señora Fettley tragó saliva.
       —¿Arry? ¡El hijo de Bert Mockler! ¡Y yo que nunca me percaté!
       La señora Ashcroft asintió con la cabeza.
       —Y me dije a mí misma (y me lo creí) que necesitaba trabajar en el campo.
       —¿Qué sacaste de eso?
       —Lo normal. Al principio todo iba de maravilla…, y después peor que nunca. Un día que estábamos quemando los desechos, nos dimos cuenta de cómo estaban las cosas… entre nosotros. No había que quemar aquello, y se lo dije. «¡No!», me dijo. «Cuanto antes me quite de encima esta porquería, mejor». Y cuando decía esto, tenía la cara más dura que el cemento. Después pensé que había encontrado a mi dueño, cosa que nunca me había pasado. Más bien siempre los había manejado yo.
       —¡Sí! ¡Sí! O los dominas tú o te dominan ellos —suspiró la amiga—. A mí me gusta cómo se lleva.
       —A mí no, pero a Arry sí… No mucho después tuve que volver a Londres. ¡No podía! ¡Simplemente no podía! Un lunes por la mañana me tiré un montón de agua hirviendo de la caldera encima de la mano y el brazo izquierdo. Y tuve que quedarme allí otros quince días.
       —¿Valía la pena? —dijo la señora Fettley mirando la cicatriz plateada sobre el antebrazo arrugado.
       La señora Ashcroft asintió.
       —Después de eso lo arreglamos entre los dos para que él pudiera ir a Londres a trabajar en una caballeriza, de las finas, no lejos de donde me encontraba yo. Lo consiguió, yo me encargué de eso. No hubo comentarios en ninguna arte. Ni su madre sospechó cómo estaban las cosas. Él simplemente se fue a Londres y allí pasamos aquel invierno, a menos de media milla uno de otro.
       —Pagabas el alojamiento y todo lo demás —comentó la señora Fettley convencida.
       Una vez más la señora Ashcroft asintió con la cabeza.
       —Había pocas cosas que no estuviera dispuesta a hacer por él. Era mi dueño y… ¡Ay, Dios me ayude, cuánto nos reíamos paseando juntos por las calles empedradas, por la noche, y con los callos reventándose en los zapatos! Nunca había estado antes así. ¡Ni él! ¡Ni él!
       La señora Fettley cloqueó con tono de simpática comprensión.
       —¿Y cuándo llegó el final? —preguntó.
       —Cuando devolvió todo el dinero que me había gastado con él, hasta el último penique. Entonces supe, pero no quería reconocerlo. «Has sido condenadamente amable conmigo», me dice. «¡Amable!», le dije. «¿Entre nosotros?». Pero siguió todo el tiempo diciéndome lo buena que había sido y que jamás olvidaría aquello en toda su vida. Alejé de mí esta idea durante tres noches, porque no quería creerlo. Entonces me habló de que no estaba satisfecho de su trabajo en las caballerizas, de que los hombres le hacían trampas y todas esas mentiras que un hombre dice cuando te va a dejar. Yo lo escuché hasta el final, sin cortarlo ni animarlo. Después agarré un prendedor que me había regalado y le dije: «Con esto ya basta. Yo no te estoy pidiendo nada». Di media vuelta y me fui con mis sufrimientos. Y él no intentó empeorarlo. Después de aquello no apareció más, ni me escribió. Se marchó y se volvió a casa, al lado de su madre.
       —¿Y cuántas veces deseaste que volviera? —preguntó la señora Fettley despiadadamente.
       —Más de una vez… ¡Más de una vez! Caminando por esas calles por las que solíamos pasear, pensaba que los mismos adoquines se ponían a gritar debajo de mis pies.
       —Así es —dijo la señora Fettley—. No sé por qué, pero no hay nada que te haga sentir peor. ¿Hubo algo más después?
       —Pues sí. Eso es lo raro, Liz, si es que puedes creerlo.
       —Claro que te creo. Apuesto a que ahora estás más lejos de mentir que en todo el resto de tu vida, Gracie.
       —Sí… Y sufrí, como no se lo deseo al peor de mis enemigos. ¡En el nombre de Dios! ¡Aquella primavera pasé un auténtico infierno! En parte fue por culpa de mis dolores de cabeza, tan fuertes como nunca los había tenido en mi vida. ¡Imagíname a mí con dolor de cabeza! Pero estoy contenta de que me doliera: no me dejaba pensar…
       —Es como un dolor de muelas —comentó la señora Fettley—. Puede hacerte reventar, hasta que el dolor se te mete bien dentro y después…, ya no queda nada.
       —A mí me quedó lo suficiente para que me dure todos los días de mi vida. Salió todo a relucir con la chiquilla de asistenta que teníamos; se llamaba Sophy Ellis, toda ojos, rodillas y apetito. Tenía la costumbre de darle algo de comida. Pero, aparte de eso, nunca le hice mucho caso, y entonces menos, por supuesto, cuando ocurrieron los problemas con Arry. Pero…, ya sabes lo que pasa a veces con estas chiquillas…, bueno, ella me quería con locura, siempre encima de mí atosigándome y yo no tenía corazón para echarla… Una tarde, era a principios de la primavera, Su madre la había mandado para ver si podía conseguir algo de comida. Yo estaba sentada junto al fuego, con el delantal en la cabeza, medio loca por el dolor de cabeza, cuando entró la nena. Reconozco que estuve brusca con ella. «¡Dios mío!», dice, «¿sólo esto? ¡Esto me lo como yo en un abrir y cerrar de ojos!». Le dije que no me tocara ni con un dedo, porque pensé que quería acariciarme la frente, y no soy… el tipo al que le gusten esas cosas. «No voy a tocarla», me dice, y se va otra vez. No habían pasado diez minutos desde que se fue cuando mi dolor de cabeza desapareció como si lo hubieran sacado a patadas. Así que volví a mis quehaceres. Al final, Sophy vuelve y se acomoda silenciosa en mi silla, como un ratón. Tenía los ojos hundidos y la cara tensa. Le pregunté qué le pasaba. «Nada», me dice, «lo que pasa es que ahora lo tengo yo». «¿Qué tienes?», le digo. «Su dolor de cabeza», me dice con la voz ronca y los labios húmedos, «se me vino a mí». «Tonterías», le digo. «Se te pasará en cuanto salgas. Quédate tranquila un momento mientras preparo una taza de té». «No servirá de nada», me dice, «hasta que se cumpla el tiempo. ¿Cuánto le duran los dolores?» «No digas estupideces», le digo, «o mando a llamar al médico». A mí me parecía que estaba incubando el sarampión. «¡Oh, señora Ashcroft!», me dice tendiéndome los bracitos, «yo la quiero». ¿Qué podía hacer? Así que la senté en mis rodillas y le hice unos cuantos mimos. «¿Se le fue de verdad?», me dice. «Sí», le digo, «y si de verdad tú me lo quitaste, te estoy muy agradecida». «Sí que fui yo», me dice, apoyando su mejilla junto a la mía. «Sólo yo sé cómo hacerlo». Y entonces me dijo que había cambiado mi dolor de cabeza en una Casa de los Deseos.
       —¿Queee? Dijo la señora Fettley con un tono seco.
       —Una Casa de los Deseos. ¡No! Yo tampoco había oído jamás hablar de nada parecido. Al principio no entendí nada, pero, cuando lo pensé bien, me di cuenta de que una Casa de los Deseos tenía que ser una casa que hubiese estado sin alquilar y vacía durante mucho tiempo, esperando que alguien fuese a vivir allí. La chiquita me dijo que se lo había dicho otra niña con la que ella había jugado en las caballerizas en las que trabajaba Arry. Dijo que la niña formaba parte de una caravana que pasaba los inviernos en Londres. Gitanos, creo yo.
       —¡Oooh! Los gitanos saben muchas cosas, pero yo nunca oí hablar de una Casa de los Deseos y sé…, sé algunas cosas —dijo la señora Fettley.
       —Sophy dijo que había una Casa de los Deseos en Wadloes Road, no lejos de donde estábamos, en el camino a la verdulería. Lo que hay que hacer, me dijo, es ir, tirar de la campanilla y expresar un deseo por la ranura del buzón de las cartas. Le pregunté si había brujas. «¿Usted no sabe», me dice, «que no hay brujas en una Casa de los Deseos? Sólo hay un Signo».
       —¡Oh, Dios Todopoderoso! ¿De dónde había sacado esa palabra? —exclamó la señora Fettley; porque un Signo es la figura-sombra de los muertos o, lo que es peor, de los vivos.
       —Se lo había dicho la chica que iba con los gitanos. Debes creerme, Liz, me asusté al oírle esas cosas y, como la tenía en brazos, ella debió darse cuenta. «Fuiste muy buena», le digo abrazándola fuerte, «al desear coger un dolor de cabeza. ¿Pero por qué no pediste algo bonito para ti?». «No se puede hacer eso», me dice. «Todo lo que se puede conseguir en una Casa de los Deseos es coger los problemas de otro. Yo pedí los dolores de cabeza de mamá, cuando fue buena conmigo; pero es la primera vez que puedo hacer algo por usted. Oh, señora Ashcroft, yo la quiero de verdad». Y siguió así. Liz, te digo que se me pusieron los pelos de punta al oírla hablar así. Le pregunté cómo era un Signo. «No sé», me dice, «pero después de tirar de la campanilla se oye que alguien corre desde el sótano hasta la puerta de la calle. Entonces se dice el deseo», me dice, «y uno se va». «¿Entonces el Signo no te abre la puerta?», le digo. «Oh, no», me dice. «Sólo se oye que suelta una risita, tras la puerta de entrada. Entonces hay que decirle que uno se queda con el problema de quien se elija porque le quieres, y se consigue lo que pides», me dice. No le pregunté nada más: estaba muy acalorada y febril. La estuve mimando hasta que llegó la hora de encender las lámparas de gas y un ratito después su dolor de cabeza (el mío, supongo) desapareció, la chiquita se bajó de mis rodillas y se puso a jugar con el gato.
       —¡Caramba! —dijo la señora Fettley—. ¿Y… has llegado hasta el final más tarde?
       —Ella me pidió que la acompañara, pero yo no quería meterme en esas cosas con una criatura.
       —¿Y qué hiciste entonces?
       —Cuando tenía dolor de cabeza me sentaba en mi habitación en lugar de quedarme en la cocina. Aún no soy capaz de olvidarme de aquello.
       —Me lo imagino. ¿Te volvió a decir algo de aquello alguna vez?
       —No. Además, no sabía más que lo que le había dicho la gitana. Sólo que el embrujo funcionaba. Y después de eso —estábamos en marzo—, me tuve que aguantar el verano en Londres. Hizo calor con viento durante semanas y las calles apestaban a bosta de caballo de una punta a la otra, acumulada hasta la altura de los bordillos. Hoy las cosas han cambiado. Me había tomado mis vacaciones poco antes de la recogida del lúpulo, y había ido a pasar unos días con Bessie. Ella se dio cuenta de que yo había adelgazado y de que tenía unas bolsas debajo de los ojos.
       —¿Y viste a Arry?
       La señora Ashcroft asintió.
       —El cuarto…, no, el quinto día. Era un miércoles. Supe que estaba trabajando en Smalldene de nuevo. Le pregunté a su madre, en la calle con mucha cara. No tuvo ocasión de charlar mucho, porque Bessie (ya sabes la lengua que tiene) se puso a hablar sin parar. Pero ese miércoles yo iba paseando por detrás de Chanter’s Tot con uno de los hijos de Bessie colgado de mi falda. De repente, le oigo por el sendero, a mis espaldas, y por el ruido de sus pisadas me di cuenta de que no era el de antes. Entonces me paro un momento, haciendo como si me ocupara del niño, para obligarle a adelantarme. Y tuvo que adelantarme. Y se limitó a decirme: «Buenas noches», y siguió, tratando de caminar con tranquilidad.
       —¿Estaba borracho? —preguntó la señora Fettley.
       —¡Ni hablar! Iba encogido y delgaducho, la ropa le colgaba como si llevara bolsas y la parte de atrás del cuello estaba más blanca que la tiza. Me aguanté para no abrir los brazos y echarme a llorar encima de él. Pero tragué saliva hasta llegar a casa y los chicos se fueron a la cama. Entonces le pregunto a Bessie, después de la cena: «¿Qué es lo ha pasado a Arry Mockler?». Bessie me contó que él había estado en el hospital dos meses, porque se cortó el pie con una pala mientras limpiaba el viejo estanque de Smalldene. En la basura que quitaba había algo venenoso y eso se le subió de repente por la pierna y se le desparramó por todo el cuerpo. Ya hacía quince días que no cuidaba ganado en Smalldene. Bessie añadió que el médico decía que `Arry se iría con las heladas de noviembre; y la madre le había contado a mi hermana que él no podía comer ni dormir, y que sudaba a chorros en la cama, por mucho frío que hiciera. Y que por la mañana escupía de forma horrible. «¡Oh, pobrecito!», le digo. «Quizá le asiente bien la recogida del lúpulo», y chupé la punta del hilo y puse el ojo de la aguja a la altura para enhebrar, debajo de la lámpara, con el pulso firme como una roca. Y esa noche (mi cama estaba en el lavadero) lloré y lloré. Y tú sabes, Liz —pues tú me has acompañado en los dolores de parto—, que no es fácil hacerme llorar.
       —Sí; pero dar a luz comporta sólo dolor físico —dijo la señora Fettley.
       —Me levanté con el canto del gallo y me lavé los ojos con té frío, para que no se notara que había llorado. Después —era la tarde del día siguiente, yo iba a poner unas flores en la tumba de mi marido, para que estuviera bien arreglada— me encontré a Arry otra vez, donde ahora está el Monumento a los Caídos de Guerra. Volvía de atender a sus caballos, así que no podía no verme. Lo miré de pies a cabeza y «Arry», le digo entre dientes, «ven a Londres y te podrás curar bien». «No puedo aceptarlo», me dice, «porque no puedo darte nada». «No te pido nada», le digo. «¡En Nombre de Dios, no quiero nada de ti! Sólo quiero que vengas y que te vea un médico en Londres». Entonces levanta sus ojos hacia mí —¡qué mirada más dura tenía!—: «Ya no vale de nada, Gracie», me dice.
       «No me quedan más que unos meses». «¡Arry!», le digo, «¡mi vida!». No pude seguir hablando. Tenía una cosa en la garganta. «Gracias de corazón, Gracie», me dice (pero nunca dijo «mi vida») y se fue calle arriba, y su madre, ¡maldita sea!, estaba esperando que llegara, y va y cierra la puerta tras él.
       La señora Fettley estiró un brazo a través de la mesa e intentó tocar la manga de la señora Ashcroft, en la muñeca, pero la otra se apartó.
       —Así que fui al cementerio con mis flores y recordé las palabras de advertencia de mi marido aquella noche. Hablaba con la sabiduría del que se está muriendo, y todo había pasado como él había dicho. Pero, mientras colocaba las flores en el florero de la tumba, se me vino a la cabeza la idea de que había algo que podía hacer por Arry. Con médico o sin médico, pensé que bien valía la pena probar. Y así hice. Al día siguiente llegó una factura de nuestro verdulero de Londres. La señora Marshall me había dejado algo de dinero para esos gastos, pero le dije a Bessie que tenía que volver a Londres para coger el dinero. Así que me fui en el tren de la tarde.
       —Sé que no lo tenías…, ¿pero no tenías miedo?
       —¿Por qué? No tenía ante mí nada más que mi vergüenza y la crueldad de Dios. Ni siquiera podía tener a Arry… ¿Cómo iba a tenerlo? Sabía que debía seguir quemándome hasta que las llamas se apagasen solas.
       —¡Ay! —dijo la señora Fettley, estirando la mano otra vez hacia la muñeca, y esta vez la señora Ashcroft se dejó acariciar.
       —Sin embargo, era un consuelo saber que podía intentar eso por él. Así que fui, pagué la cuenta al verdulero, puse el recibo en mi bolso y me fui directamente a casa de la señora Ellis, la sirvienta, y cogí las llaves y abrí la casa. Primero me preparé la cama, me serviría para después. ¡Santo Dios! ¡La cama en la que nos deberíamos haber acostado! Después me hice una taza de té y me senté en la cocina a pensar, hasta que oscureció. Fue un atardecer terrible. A continuación me vestí y salí con el recibo en la mano, haciendo como que leía una dirección. Wadloes Road, catorce, era el lugar: una casita con la cocina en el sótano, en una fila de veinte-treinta edificios iguales, con verjas descuidadas de un jardín rodeado de paredes, la puerta de entrada sin pintura y sin que nadie lo cuidara desde hacía mucho tiempo. En las calles no había nada más que gatos. Encontré el número que buscaba. Me acerqué a la puerta, nerviosa como nunca; subí los escalones y tiré de la campanilla de entrada. Sonó fuerte, como pasa en todas las casas vacías. Cuando se apagó el eco, oí una silla que se arrastraba por el suelo de la cocina. Después oí unos pasos por la escalera de la cocina, como si caminara una mujer gorda en zapatillas. Llegaban hasta los escalones, atravesaban la antesala —oí cómo crujía la madera bajo esos pasos…—, y se detenían ante la puerta de entrada. Me agaché hasta la ranura de las cartas y dije: «Puede caer sobre mí todo el mal que lleva mi hombre, Arry Mockler, por amor de él». Entonces, fuera lo que fuese lo que había al otro lado de la puerta, respiró profundamente, como si hubiera estado conteniendo la respiración para oír mejor.
       —¿Y no te dijo nada? —preguntó la señora Fettley.
       —Nada. Respiró profundamente y basta…, algo así como un A-ab. Entonces los pasos volvieron a bajar por la escalera hasta la cocina, arrastrándose, y otra vez el ruido de la silla que se movía.
       —¿Y tú te quedaste toda ese tiempo en la entrada, Gracie?
       La señora Ashcroft asintió.
       —Mientras me iba, un hombre que pasaba por allí me dice: «¿No sabe que esa casa está vacía?». «No», le digo, «me habrán dado un número equivocado». Y me volví a la casa y me metí en la cama, porque no me tenía en pie. Hacía demasiado calor y sólo pude dormir a ratos, así que estuve paseando por la habitación, recostándome de vez en cuando, hasta que la oscuridad fue sustituida por las primeras luces del día. Entonces fui a la cocina a prepararme una taza de té y me pegué un golpe encima del tobillo con un viejo atizador, que la señora Ellis había sacado del rincón la última vez que limpió. Y bueno… Después de aquello, esperé a que los Marshall regresaran de sus vacaciones.
       —¿Sola, allí? Pensé que habías tenido ya lo tuyo con lo de las casas vacías —dijo la señora Fettley impresionada.
       —¡Oh, la señora Ellis y Sophy no hacían más que ir y venir en cuanto se enteraron de mi vuelta, y así entre todas limpiamos la casa otra vez de cabo a rabo! Siempre te queda algo por hacer en una casa. Y así me pasé aquel otoño y el invierno en Londres.
       —¿Y qué pasa…, no te ocurrió nada por lo que habías hecho?
       La señora Ashcroft sonrió.
       —No. Entonces no. Después, más tarde, en noviembre, le mandé a Bessie diez chelines.
       —Siempre fuiste muy generosa —interrumpió la señora Fettley.
       —Y las noticias que me dio recompensaron ampliamente mi dinero. Me dijo que a Arry le había asentado muy bien la recogida del lúpulo. Se había tirado dos semanas con eso, y ahora había vuelto a cuidar ganado a Smalldene. No tenía importancia para mí ni cómo hubiese pasado, sino que hubiera pasado. No es que esos diez chelines me elevaran el espíritu, pues Arry muerto habría sido mío hasta el día del Juicio. Arry vivo, sin embargo, es fácil que lo pesque una mujer cualquiera y rápidamente. Me puse furiosa al pensar en eso. Llegó la primavera, y otro motivo más para enfurecerme. Se me había hecho una llaga chiquita y fea que soltaba líquido, en la pantorrilla, justo encima de la caña de la bota y no se curaba ni se cerraba. Me ponía enferma de verla, porque tengo buena encarnadura. Que me caven con una azada, y me pondré en seguida bien, como si fuera un trozo de césped. Entonces la señora Marshall me mandó a su médico. Él dijo que yo tendría que haber ido a verlo en cuanto me apareció eso, en lugar de darme toda clase de pomadas durante meses. Me dijo que yo estaba demasiado tiempo de pie por mi trabajo, que la herida estaba muy cerca de una vena muy grande y muy hinchada, encima del tobillo. «Curada tarde, se irá lentamente», me dice. «Tenga la pierna en alto y descanse», dice, «y poco a poco mejorará. No deje que se cierre demasiado pronto. Usted tiene una pierna muy bonita, señora Ashcroft», me dice. Y me puso un vendaje húmedo.
       —Hizo bien —dijo con firmeza la señora Fettley—. Vendajes húmedos para heridas de pus. Así te saca afuera la pus, como la mecha chupa el aceite.
       —Eso es cierto. Y la señora Marshall siempre estaba detrás para que me pusiera otro, y eso casi me curó. Y después me mandaron durante un periodo a casa de Bessie, para que terminara de curarme, porque yo no podía estar sentada cuando tenía que estar de pie, trabajando. Tú estabas de vuelta en el pueblo por esa época, Liz.
       —Sí, estaba, estaba, pero… ¡nunca hubiera podido imaginarme!
       —Tampoco quise yo que supieras —la señora Ashcroft sonrió—. Vi a Arry un par de veces por la calle, ya estaba muy bien de peso, y casi como antes. Un día, hacía tiempo que no lo veía, la madre me dijo que uno de sus caballos le había dado una coz en la cadera. Así que estaba en la cama y bastante dolorido. Y Bessie va y le dice a la madre que «era una lástima que Arry no tuviera una mujer para que lo cuidara». ¡Y la vieja se puso como loca! Nos dijo que Arry jamás había mirado a una mujer en toda su vida y que mientras ella estuviera en este mundo procuraría cuidarlo hasta que se le cayeran las manos de cansancio. Por eso supe que ella me controlaba como a un perro, y que no me habría dejado roer ni un hueso.
       La señora Fettley se balanceó con una risita suave.
       —Ese día —prosiguió la señora Ashcroft— estuve de pie toda la noche viendo cómo entraba y salía el médico, pues pensaban que igual tenía mal también las costillas. Por estar tanto tiempo de pie, se me reventó otra vez la llaga y empezó a supurar. Pero resultó que no tenía nada en las costillas y Arry pasó bien la noche. Cuando me enteré de eso, a la mañana siguiente, me dije a mí misma: «Esperaré todavía antes de sacar mis conclusiones. Tendré en movimiento la pierna durante una semana y veremos qué pasa». Ese día no me dolió, no me molestó, más bien parecía que algo me quitaba las fuerzas, y Arry pasó otra buena noche. Así que decidí seguir igual. Pero no me atreví a sacar las conclusiones hasta que acabase la semana, y entonces Arry se levantó y casi estaba tan bien como antes, como si no le doliera nada, ni por dentro ni por fuera. Esa noche me caí de rodillas en el lavadero, mientras Bessie se iba calle arriba. «Ahora que eres mi hombre», digo, «si estás bien, me lo debes a mí, pero nunca en tu vida lo sabrás. ¡Oh Dios, concédeme una larga vida, por el bien de Arry!». ¡Y cuántas veces desde entonces la pierna me ha hecho ver las estrellas!
       —¿Continuamente? —preguntó la señora Fettley.
       —Me volvió un montón de veces, pero no me importaba, porque yo sabía que lo estaba haciendo por él. Me cogía y me quitaba los dolores como si estuviera regulando el fuego de mis hornillos, hasta que aprendí a tenerlos cuando quería. Y eso también tenía mucha gracia. Algunas veces, Liz, mi llaga parecía encogerse y secarse. Al principio, trataba de abrirla otra vez, porque tenía miedo de que, si dejaba demasiado tiempo a Arry solo, le pasara algo. Pero después me di cuenta de que era un signo de que él estaba bien en ese momento, y así me evité molestias.
       —¿Y cuánto tiempo duró? —preguntó la señora Fettley, con el más profundo interés.
       —Una o dos veces en un año no tuve nada más visible que una pequeña señal en la llaga, pero sin importancia. El resto estaba arrugado y seco. Luego se inflamaba de repente, como una advertencia, y yo empezaba a sufrir. Cuando ya no podía más —y no podía permitirme quedarme sin trabajo en Londres—, ponía la pierna en alto, en una silla, hasta que se calmaba. Nunca muy rápido. Yo conocía, por ese dolor, que en ese momento Arry me necesitaba. Entonces enviaba otros cinco chelines a Bessie, o algo para los chicos, y me enteraba si, por casualidad, él había tenido algún contratiempo, por mis descuidos. ¡Y así era! Liz, así siguió todo año tras año, y de esta forma él ha recibido su bienestar de mí, sin saberlo, durante años.
       —¿Pero qué has sacado tú con eso, Gracie? —Casi lloriqueó la señora Fettley—. ¿Lo veías regularmente?
       —A veces…, cuando iba al pueblo de vacaciones. Y más ahora, que no me muevo de aquí. Pero él nunca me miró, ni a ninguna otra mujer que no fuera su madre. ¡Cómo vigilaba y escuchaba yo! Y también su madre lo hacía.
       —¡Años y años! —repitió la señora Fettley—. ¿Dónde trabaja ahora?
       —Oh, ya dejó lo de cuidar ganado hace tiempo. Ahora trabaja para una de esas compañías grandes de tractores, algunas veces va a arar y otras con los camiones va afuera…, me han dicho que hasta Gales. Entre un viaje y otro vuelve a casa de su madre. Pero ahora no lo veo durante semanas. ¡No es raro! Con ese trabajo no puede quedarse en ningún sitio demasiado tiempo.
       —Pero, sólo por decir algo… ¡supongamos que Arry se hubiera casado! —dijo la señora Fettley.
       La señora Ashcroft contuvo la respiración, entre sus dientes iguales y todavía suyos.
       —No se podía pedir esto —respondió—. Creo que el mal que me eché a mis espaldas excluía esta posibilidad. ¿No te parece, Liz?
       —Debería ser así, querida. Debería ser así.
       —A veces me duele mucho. Ya verás cuando venga la enfermera. Ella piensa que yo no sé qué cariz ha tornado la herida.
       La señora Fettley comprendió. La naturaleza humana pocas veces llega a pronunciar la palabra «cáncer».
       —¿Estás segura, Gracie? —preguntó.
       —Me convencí cuando el viejo señor Marshall me hizo subir a su estudio y habló un buen rato sobre mi fiel servicio. He trabajado para ellos a intervalos y durante un período de tiempo, pero no tanto como para tener una pensión, aunque me asignaron una ayuda semanal de por vida. Yo sabía lo que eso significaba… Y hace tres años de eso.
       —Eso no prueba nada, Gracie.
       —¿Darle veinticinco chelines semanales a una mujer que puede vivir veinte años con toda tranquilidad? ¡Claro que lo prueba!
       —¡Te equivocas! ¡Te equivocas! —insistió la señora Fettley.
       —Liz, no me puedo equivocar, porque los bordes de la herida están hacia arriba, como si fuera un collar. Ya lo verás tú misma. También ayudé en las curas de Dora Wickwood. Ella lo tuvo debajo de la axila.
       La señora Fettley consideró la cuestión unos momentos y asintió con su cabeza por fin.
       —¿Cuánto tiempo crees que te queda de vida, a contar desde ahora, querida?
       —Viene despacio, se va despacio. Pero, si no te voy a ver antes de la próxima recogida de lúpulo, Liz, es mejor que nos despidamos.
       —No sé si voy a poder arreglarme antes de entonces…, voy a tener que coger un perro que me guíe. Así los chicos no tendrán que preocuparse, y… ¡oh Gracie…, me estoy quedando ciega…! ¡Me estoy quedando ciega!
       —¡Ah! Por eso no hiciste más que tocar los retalitos para hacer el cojín. Yo me preguntaba… Pero el dolor valía la pena, ¿no te parece, Liz? Valía la pena para conservar a Arry donde yo quería. Así que no he malgastado este dolor.
       —Estoy segura, estoy segura… Tendrás tu recompensa.
       —Lo que tengo es suficiente, si el dolor es parte de la suma.
       —Claro que entrará en la suma, Gracie, claro que entrará.
       Llamaron a la puerta.
       —Es la enfermera. Llega antes de tiempo —dijo la señora Ashcroft—. Abre tú.
       La joven entró desenvuelta, mientras sonaban en su bolso todas las botellitas, que chocaban unas contra otras.
       —Buenas, señora Ashcroft —empezó diciendo—. Vine un poco antes de la hora por lo del baile de esta noche en el Instituto. No le molesta, ¿verdad?
       —¡Para mí ya se acabaron los bailes! —La señora Ashcroft volvió a ser de repente la criada reservada. Mi vieja amiga, la señora Fettley, ha venido a charlar un rato conmigo.
       —Espero que no la haya cansado demasiado —dijo la enfermera con cierta frialdad.
       Todo lo contrario. Ha sido un placer. Sólo…, sólo… que ahora, al final me sentí un poco…, un poco cansada.
       —Sí, sí —la enfermera ya estaba de rodillas, con los desinfectantes a mano—. Cuando las ancianas se juntan, charlan demasiado, según he comprobado.
       —Tal vez también nosotras —dijo la señora Fettley mientras se levantaba—. Pero ahora quito este estorbo.
       —Antes quisiera que vieses esto —pidió la señora Ashcroft débilmente—. Me gustaría que le echaras un vistazo.
       La señora Fettley miró y se estremeció. Después se inclinó y besó a la señora Ashcroft una vez en la frente ya amarilla como cera, y luego en los ojos grises y ya opacos.
       —Valía la pena, ¿no?, valía la pena el dolor.
       —Los labios, que todavía conservaban rastros de su belleza, apenas suspiraron estas palabras.
       La señora Fettley besó aquellos labios y se fue hacia la puerta.




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