Rudyard Kipling
(Bombay, India, 1865 - Londres, 1936)


Greenhow Hill (1890)
(“On Greenhow Hill”)
Originalmente publicado en Harper’s Magazine (23 de agosto de 1890)
y en Macmillan’s Magazine (septiembre de 1890);
The Courting of Dinah Shadd and Other Stories
(Londres: Macmillan & Co., 1890)



Ella no quiso atender
peso frío es hoy su mano
entre los dedos de rosa.
No se volvió ni escuchaba
porque, mirando a otro lado,
su camino ella seguía.
Mas cuando la Muerte pálida,
sin facciones, pura mueca,
alzó su huesuda diestra
y llamándola tendió
sus coronas de ciprés,
en pos de ella se marchó,
y Amor quedó desolado:
recordaba aquel rechazo
que obtuvieran sus palabras
y con tristeza observaba
cómo un único susurro
de la Muerte la atrapaba.
      Rivales



      —¡Ohé! ¡Ahmed Din! ¡Shafiz Ullah, ahoo! ¿Bahadur Khan, dónde estás? Salid de las tiendas, como lo he hecho yo y luchad contra el inglés. ¡No matéis a vuestra propia gente! ¡Venid conmigo!
       El desertor de un cuerpo de ejército compuesto de nativos se arrastraba en tomo al campamento, disparando de cuando en cuando y llamando a gritos a sus antiguos camaradas. Confundido por la lluvia y la oscuridad, fue a dar al ala inglesa del acantonamiento y con sus aullidos y sus disparos molestaba a los hombres. Durante todo el día se habían ocupado en la construcción de caminos y estaban cansados.
       Ortheris dormía a los pies de Learoyd.
       —¿Qué pasa? —dijo con lengua pastosa.
       Learoyd roncaba y un proyectil Snider se metió en la tienda rompiendo la lona. Los hombres soltaron toda clase de juramentos.
       —Es ese condenao desertor de los aurangabadi —dijo Ortheris—. Que alguno se levante y le diga que se ha equivocao de tienda.
       —Duerme, chiquirritín —dijo Mulvaney, que se cocía al vapor junto a la puerta—. No puedo levantarme a que me dé esplicaciones. Lo que cae afuera son chuzos.
       —No es que no puedas, maldita sea. Es porque no quieres ir, maldita sea, grandullón, gandul, piojoso, perezoso pordiosero. ¡Oye cómo aúlla!
       —¿Pa’ qué discutir? ¡Métele una bala dentro a ese cerdo! ¡Que nos deje dormir! —dijo otra voz.
       Un suboficial soltó un grito iracundo y un centinela empapado gimió en la oscuridad:
       —No valdría de nada, señor. No le veo. Está oculto en algún sitio colina abajo.
       Ortheris salió de los pliegues de su manta.
       —¿Intento cogerle, señor? —dijo.
       —No —fue la respuesta—. Acuéstate. No quiero que todo el campamento esté disparando a todas horas. Dile que se vaya a tirar contra sus amigos.
       Ortheris se lo pensó por un instante. Después, pasando la cabeza por debajo de la lona de la tienda, gritó como un conductor de autobús cuando debe subir mucha gente:
       —¡Arriba! ¡Todos arriba!
       Los hombres se echaron a reír y las risas fueron llevadas por el viento hasta el desertor, quien, al oír que se había equivocado de lugar, se marchó a dar fastidio a su regimiento, a media milla de distancia. Fue recibido con disparos; los aurangabadi estaban enfadados con él porque había deshonrado su estandarte.
       —Así está bien —dijo Ortheris, retirando su cabeza al oír el hipar de los Snider a distancia—. Que Dios me perdone, pero ese hombre no se merece vivir: mira que estropearme el sueño de belleza de esta forma.
       —Pues mañana vaya a pegarle un tiro —dijo el suboficial, incautamente—. Ahora, silencio en las tiendas. A dormir, señores.
       Ortheris se tumbó con un leve suspiro de felicidad, y al cabo de dos minutos no se oía más sonido que el de la lluvia sobre la lona y el del ronquido tremendo y elemental de Learoyd.
       El campamento se extendía sobre una loma desnuda del Himalaya, y hacía una semana que aguardaba una columna volante para establecer conexión. Los merodeos nocturnos del desertor y sus amigos se habían convertido en un problema.
       Por la mañana los hombres se secaron al calor del sol y limpiaron sus pertrechos sucios. El regimiento nativo tenía que hacerse cargo de su turno de trabajo en la carretera, mientras el Oíd Regiment libraba.
       —Buscaré un sitio para pegarle un tiro a ese hombre —dijo Ortheris cuando hubo terminado de limpiar su fusil—. Todas las tardes sube por el río alrededor de las cinco. Si vamos a escondernos en la colina del norte un rato, esta tarde lo cazaremos.
       —Tú eres un mosquito sediento de sangre —dijo Mulvaney, echando nubes azules al aire—. Pero me figuro que debo ir contigo. ¿Dónde está Jock?
       —Se ha ido con los Mixed Pickles, porque se piensa que es un condenao campeón de tiro —dijo Ortheris con desdén.
       Los Mixed Pickles eran un destacamento de tiradores elegidos, por lo común dedicados a limpiar los contrafuertes de las sierras cuando el enemigo se mostraba demasiado impertinente. Eso enseñaba a los oficiales jóvenes el modo de tratar a los hombres y no hacía demasiado daño a los contrincantes. Mulvaney y Ortheris salieron a paso tranquilo del campamento y se adelantaron a los aurangabadi que iban camino de su trabajo en la carretera.
       —Tendréis que sudar hoy —dijo Ortheris con gracia—. Cazaremos a vuestro hombre. ¿Anoche, por casualidad, no le habrá puesto fuera de combate ninguno de vosotros?
       —No. El cerdo se marchó burlándose de nosotros. Yo le disparé —dijo un soldado—. Es uno de mis primos y yo debería haber limpiado nuestro honor. Pero os deseo buena suerte.
       Avanzaron con precaución hasta la sierra del norte, Ortheris iba a la cabeza porque, como él explicaba, «es un espetáculo prolongao y yo tengo que montarlo». La suya era una devoción casi apasionada por su fusil al que, según datos que circulaban en el cuartel, se suponía que besaba cada noche antes de acostarse. Despreciaba las cargas y las escaramuzas y, cuando resultaban inevitables, se colaba entre Mulvaney y Learoyd pidiéndoles que pelearan por su piel tanto como por la de ellos mismos. Ellos jamás le fallaron. Ortheris trotaba, rastreando como un sabueso que sigue una huella discontinua, a través del bosque de la sierra del norte. Al fin estuvo satisfecho y se tumbó en una ladera suave, cubierta de agujas de pino que dominaba un sector amplio del curso del río y otra ladera marrón y desnuda más allá del agua. Los árboles brindaban una sombra aromática, en la que un cuerpo del ejército hubiese podido esconderse de la luz violenta del sol.
       —Esto es el estremo del bosque —dijo Ortheris—. Tiene que subir por el río, pa’ mantenerse a cubierto. Nos quedaremos aquí. No hay tanto condenao polvo.
       Hundió la nariz en un macizo de violetas blancas inoloras. Nadie se había acercado para contar a esas plantas que su estación ya había pasado hacía mucho tiempo, de modo que ellas habían florecido alborozadas bajo la penumbra de los pinos.
       —¡Esto sí que está bueno! —dijo con sensualidad—. ¡Qué buen lugar pa’ un tiro hasta allí enfrente! ¿Cuánto te parece que hay, Mulvaney?
       —Setecientas. Tal vez un poquitín menos, porque el aire está muy limpio.
       ¡Pum! ¡Pum! ¡Pum! sonó una descarga de fusilería al otro lado de la sierra del norte.
       —Condenaos Mixed Pickles, que van disparándole a nada. Van a asustar a toda la comarca.
       —Prueba a disparar allí en medio —dijo Mulvaney, el hombre de los mil ardides—. Hay una piedra roja por donde seguro tendrá que pasar. ¡Rápido!
       Ortheris graduó la mira a seiscientas yardas y disparo. El proyectil levantó una plumilla de polvo junto a una mata de gencianas, en la base de la piedra.
       —¡No está mal! —dijo Ortheris, mientras hacía saltar la regla de la mira—. Tú pon tu mira como la mía, o un poco más baja. Siempre disparas alto. Pero recuerda, el primer tiro es pa’ mí. ¡Ay Dios, qué tarde tan bonita!
       El fragor de los disparos aumentaba y se oía la marcha de hombres en el bosque. Los dos se mantuvieron muy callados, porque sabían que el soldado británico es desesperadamente proclive a disparar contra cualquier cosa que sé mueva o haga ruido. Entonces apareció Learoyd, con la delantera de su casaca agujereada por una bala, con aire de estar avergonzado de sí mismo. Cayó sobre las agujas de pino, resoplando.
       —Ha sido uno de los condenaos chapuceros de los Pickles —dijo, tocando el desgarrón—. Disparaba contra el flanco derecho, aunque sabía que yo estaba allí. Si supiera quién fue, le arrancaría el pellejo. ¡Mirad cómo me ha dejao la guerrera!
       —Así es como puedes fiarte de un tirador. Entrénalo pa’ darle a una mosca que esté quieta a setecientas y él se echa a disparar contra cualquier cosa que vea u oiga a una milla. Has hecho bien al apartarte de esa panda de tiradores ornamentales, Jock. Quédate aquí.
       —¡Tirar al condenao viento y a las condenás copas de los árboles! —dijo Ortheris, con una sonrisita—. Ya te enseñaré yo cómo se tira, dentro de un rato.
       Se revolcaron entre las agujas de los pinos y el sol los calentaba en donde estuviesen. Los Mixed Pickles dejaron de disparar, regresaron al campamento y entregaron el bosque a unos pocos monos asustados. El agua del río elevó su murmullo en el silencio y habló de tonterías con las piedras. De cuando en cuando el estallido seco de una carga explosiva decía que los aurangabadi tenían dificultades en la construcción de la carretera. Los hombres sonrieron mientras escuchaban y se mantuvieron en silencio, sumergidos en ese ocio tibio. De pronto, entre las caladas a su pipa, Learoyd dijo:
       —Qué raro…, lo del que va por allí…, lo de desertar y todo.
       —Bastante más raro va a quedar cuando yo haya terminao con él —dijo Ortheris. Hablaban en voz muy baja, a causa de la quietud del bosque y del deseo de matar que se cernía, pesado, sobre ellos.
       —No dudo de que tenga sus motivos pa’ desertar, pero, por mi vida, muchas menos dudas tengo de que tóos los hombres piensen que hay buenos motivos pa’ matarlo —dijo Mulvaney.
       —Tal vez haya una mujer metida en todo esto. Los hombres hacen mucho más que mucho por una mujer.
       —Ellas hacen que la mayoría nos alistemos. No tienen ningún derecho a hacernos desertar.
       —Ah, hacen que nos alistemos, o lo hacen los padres de ellas —dijo Learoyd en voz baja, con el casco puesto sobre los ojos.
       Las cejas de Ortheris se fruncieron en un gesto salvaje. Estaba observando el valle.
       —Si es por una chica, mataré a ese hombre dos veces, y la segunda por ser un idiota. De pronto resulta que te has vuelto un maldito sentimental. ¿Piensas en la última vez que te escapaste por un pelo?
       —No, chico. Sólo pensaba en lo que ha pasao.
       —Y lo que ha pasao, criatura pesada de calamidá, es que tú muges como un ternero lejos de los pastos y sugieres unas disculpas injustas pa’ el hombre que Stanley va a matar. Tendrás que esperar otra hora, chiquirritín. Echalo afuera, Jock, suelta unos bramidos melodiosos a la luna. Se necesita un temblor de la tierra o que te pase rozando una bala pa’ sacarte algo. ¡Echa un discurso, Don Juan! ¡Los amooores de Lotharius Learoyd! Stanley, ten puesto tu ojo militar y certero en el valle.
       —Es como esa cresta de allí —dijo Learoyd, mirando las desnudas estribaciones finales del Himalaya que le traían el recuerdo de los brezales de su Yorkhire. Hablaba para sí mismo, más que para sus compañeros—. ¡Ay! —dijo—. El brezal de Rumbold domina el pueblo de Skipton y Greenhow Hill domina Pately Brig. Me figuro que nunca habréis oído hablar de Greenhow Hill, pero esa parte desnuda, allí enfrente, con que tuviese un camino blanco con sus revueltas, sería igual, extrañamente igual. Brezales, brezales y brezales, ni un solo árbol pa’ guarecerse y casas grises con techos de lajas, las ave frías con sus gritos y los cernícalos que vuelan de aquí pa’ allá como estos milanos. ¡Y qué frío! Un viento que corta f como un cuchillo. A la gente de Greenhow Hill la reconoces porque tiene las mejillas y la punta de la nariz de color rojo, como una manzana, y los ojos azules, que parecen cabezas de alfiler por el viento. La mayoría son mineros, cavan las laderas de la montaña buscando plomo, siguen la pista de las vetas como si fuesen ratas de campo. Allí el trabajo de minería es el más duro que he visto. Llegas hasta un molinete de madera que chilla como la roldana de un pozo y te bajan con un pedazo de cuerda, mientras con una mano procuras evitar golpearte contra las paredes y con la otra aguantas una vela dentro de una bola de arcilla y con la otra te agarras a la cuerda.
       —O sea que tienes tres manos —dijo Mulvaney—. Ha de ser bueno el clima en esa comarca.
       Learoyd no hizo caso.
       —Entonces llegabas a un plano desde el que tenías que arrastrarte sobre las manos y las rodillas por un pasaje lleno de recovecos de una milla de largo, y así salías a una cueva tan grande como la casa consistorial de Leeds, donde una máquina bombea el agua de otros lugares de trabajo más hondos todavía. Es una tierra extraña, sin hablar de las minas, porque la montaña está llena de esas cavernas naturales y los ríos y los regatos se hunden en las que allí llaman pozas, pa’ volver a aparecer a millas de distancia.
       —¿Qué hacías tú por allí? —dijo Ortheris.
       —Yo era un jovencito entonces y casi siempre me ocupaba de los caballos, llevaba el mineral de carbón y de plomo, pero en los tiempos que digo conducía las vagonetas del pozo mayor. Yo no era natural de esa tierra. Había ido por una pequeña diferencia que tuve en casa, y al principio me metí con una cuadrilla muy dura. Una noche habíamos estao bebiendo y yo tomé más de lo que podía, o tal vez la cerveza no fuera muy buena, aunque en aquellos días por Dios que no había cerveza mala —alzó los brazos por detrás de la cabeza y cogió un manojo de violetas blancas—. No —dijo—, jamás he visto cerveza que yo no pudiese beber, tabaco que no pudiese fumar ni chica a la que no pudiese besar. En fin, lo cierto es que debimos darnos una carrera hasta la casa, tóos juntos. Yo perdí de vista a los demás y cuando trepaba por una de esas cercas de piedras sueltas me vine abajo, dentro de una zanja, con piedras y tóo y me rompí un brazo. No creáis que me enteré muy bien del asunto, porque me golpeé en la nuca al caer y me quedé medio idiota. Cuando me volvió el sentido ya era la mañana, y yo estaba tumbao en el sofá de la casa de Jesse Roantree y Liza Roantree estaba sentada allí, cosiendo. Me dolía tóo y tenía la boca como una calera. Me dio de beber de un jarro de porcelana con unas letras doradas que ponían «Recuerdo de Leeds» y que tantas veces vería después. «Tienes que quedarte echao hasta que venga el dotor Warbottom, porque tienes roto el brazo y padre le ha mandao a buscar con un chico. El te encontró cuando salía pa’ trabajar y te cargó en las espaldas pa’ traerte», me dijo ella. «¡Vaya!», dije yo y cerré los ojos, porque me daba vergüenza de mí mismo. «Padre se ha ido a trabajar hace tres horas y me dijo que les iba a decir que pusieran a otro pa’ conducir las vagonetas». El reloj con su tictac y una abeja que entró en la casa resonaban en mi cabeza como las muelas de un molino. Ella me dio otro sorbo de agua y me ahuecó la almohada. «Mira, tú eres demasiao joven pa’ emborracharte y esas cosas; no volverás a hacerlo, ¿verdá?». «No», le dije «no lo haré si tú paras ese ruido de las muelas del molino».
       —¡Sí que es bueno eso de que te cuide una mujer cuando estás enfermo! —dijo Mulvaney—. Te saldría a cuenta aun por veinte cabezas rotas.
       Ortheris volvió a escrutar con preocupación el valle. Nunca en su vida había sido cuidado por una mujer.
       —Y entonces llegó el dotor Warbottom, a cabayo y Jesse Roantree con él. Era un dotor muy instruido, pero hablaba con la gente pobre como si fuese uno de ellos. «¿En qué has andao?», canturreó. «¿Partiéndote la cabezota?». Y me miró por todas partes. «Nada roto. Lo único que hay es que el golpe te ha puesto un poco más tonto que de costumbre y ya es decir». Siguió así, llamándome con todos los nombres que le parecía, pero me apañó el brazo, ayudao por Jesse, lo mejor que pudo. «Tendrás que dejar que este zoquete se quede por aquí un tiempo, Jesse», le dice cuando ya me había vendao y hecho tomar una dosis de medicina; «tú y Liza tendréis que atenderle, aunque apenas si merece la pena; vas a perder el trabajo», dice, «y estarás en el Club de enfermos por un par de meses o más. ¿No te parece una tontería?».
       —¿Pero dónde ha habido un joven, de cualquier clase, que no haya sido un tonto? Me gustaría saberlo —dijo Mulvaney—. Mira, sin duda la tontería es el único camino seguro hacia la sabiduría; lo sé porque lo he recorrió.
       —¡Sabiduría! —dijo Ortheris sonriendo irónico mientras exploraba a sus camaradas con el mentón alzado en un gesto arrogante—. Sois unos condenaos salomones vosotros dos, ¿no es verdá?
       Learoyd prosiguió hablando con calma, con esa mirada fija del buey que está rumiando.
       —Así fue como conocí a Liza Roantree. Hay unas canciones que ella solía cantar, ¡ay, siempre estaba cantando!, que me hacen recordar a Greenhow Hill, tan claro como ese monte que está allí enfrente. Me enseñó a cantar el bajo y yo iba a la iglesia con ellos, porque Jesse y ella dirigían los cantos; el viejo tocaba el violín. Era un tío raro el viejo Jesse, se volvía loco por la música y me hizo prometer que aprendería a tocar el violín grande cuando se curase mi brazo. Él tenía uno, que estaba en un estuche muy grande, junto al calendario, pero Willie Satterthwaite, que lo tocaba en la capilla, se había vuelto sordo como una tapia y eso era terrible para Jesse, porque tenía que darle en la cabeza con el arco pa’ que dejase de tocar cuando debía.
       »Pero había un punto negro en tóo eso y un hombre de chaqueta negra fue quien lo trajo. Cuando el predicador de la iglesia metodista primitiva iba a Greenhow, se hospedaba en casa de Jesse Roantree y la emprendió conmigo desde el principio. Parece que yo era un alma que tenía que ser salvada y él se empeñó en conseguirlo. Al mismo tiempo me comían los celos porque él estaba dispuesto a salvar el alma de Liza Roantree también, y yo le pudiera haber matao más de una vez. Así siguieron las cosas hasta el día en que yo esploté y pedí prestao un dinero a Liza pa’ una copa. Cuatro días después regresé, con el rabo entre las piernas, nada más que pa’ volver a ver a Liza. Pero Jesse estaba en la casa, con el predicador, el reverendo Amos Barraclough. Liza no dijo ná, pero se puso un poco roja, aunque siempre tenía la cara blanca. Y Jesse me dice, procurando ser lo más cortés posible: «Mira, chico, las cosas están así; tú tienes que elegir: no quiero que cruce mi puerta uno que se dé a la bebida y le pida prestao a mi hija pa’ beber. Cállate, Liza», le dijo, cuando ella quiso decir que me había dao el dinero con gusto y que estaba segura de que yo se lo iba a devolver. Entonces el reverendo se entromete, al ver que Jesse estaba perdiendo los nervios, y entre los dos me sueltan una buena reprimenda. Pero Liza, que miraba y no hablaba, fue la que hizo más que las lenguas de ellos y de ese modo me convertí.
       —¡Qué! —gritó Mulvaney. Después, autocontrolándose, dijo en voz baja—: ¡déjalo estar! ¡Déjalo estar! Seguro que la Virgen bendita es la madre de toda religión y de la mayoría de las mujeres; también hay mucha piedá en una chica, si los hombres la dejan en paz. Hasta yo mismo me convertiría en esas circunstancias.
       —Pues mira —prosiguió Learoyd entre rubores—, yo iba en serio.
       Ortheris rió tan fuerte como osó hacerlo, considerando el asunto que, al mismo tiempo, tenía entre manos.
       —Ah, Ortheris, ya puedes reírte, pero tú no has conocido al predicador Barraclough, un pequeñajo de cara blanca, con una voz que hubiese seducido hasta a un pájaro en una mata, y con un modo de engatusar a las personas, que les hacía pensar que nunca habían tenido antes un hombre vivo por amigo. Tú no le has visto jamás y…, y…, tú jamás has visto a Liza Roantree, nunca has visto a Liza Roantree… Fue cosa de Liza, tanto como del predicador y de su padre, tóos ellos estaban de acuerdo, y yo estaba muy avergonzao de mí, así que me convertí en eso que llamaban una persona nueva. Y cuando pienso en el tema, es difícil creer que ese tío que iba a los oficios y a las clases en la iglesia era yo. Pero nunca tuve nada que decir por mí mismo, aunque había bastantes gritos, y el viejo Sammy Strother, que estaba casi a la muerte y medio partido por el reúma, cantaba a gritos: «¡Alegría! ¡Alegría!», y decía que era mejor ir al cielo en un cesto de carbón que al infierno en carroza. Y ponía su pobrecita garra vieja en mi hombro y me decía: «¿No lo sientes tóo eso? ¿No lo sientes?». A veces yo pensaba que sí, y después que no, no sé por qué sería.
       —Por la eterna naturaleza humana —dijo Mulvaney—. Además, dudo que tú estuvieses hecho pa’ los metodistas primitivos. Si acaso, ellos son un cuerpo nuevo. Yo estoy por la Antigua Iglesia, que es la madre de todas. Ah, y también el padre. Me gusta porque va muy bien con el regimiento. Ya puedo morirme en Honolulú, en Nueva Zembra o en Cabo Cayena que, muera donde muera y siendo lo que soy, si hay un sacerdote a mano, me iré con las mismas ceremonias y las mismas palabras y la misma unción con que partiría si el Papa en persona hubiese bajao del tejao de San Pedro pa’ despedirme. No hay ná alto ni bajo, llano ni profundo, ni lo uno ni lo otro pa’ ella y eso es lo que me gusta. Pero mira, no es una Iglesia pa’ un hombre débil, porque le quita el cuerpo y el alma, si él no tiene una faena propia que hacer. Me acuerdo de cuando murió mi padre, que estuvo tres meses pa’ llegar a la tumba; por Dios que él hubiese vendido el techo que nos cobijaba por ahorrarse diez minutos de purgatorio. Y sí que hizo tóo lo que pudo. Por eso digo que hace falta un hombre fuerte pa’ tratar con la Antigua Iglesia, y por eso verás que son tantas las mujeres que acuden a ella. Parece un acertijo, sí.
       —¿De qué vale preocuparse por esas cosas? —dijo Ortheris—. Ya os vais a enterar y antes de quererlo, si acaso —hizo saltar el cartucho de la recámara a la palma de su mano—. Aquí está mi capellán —dijo e hizo que el proyectil de cabeza mortífera se inclinara, como una marioneta—. Le va a enseñar al hombre tóo lo que hay qué saber sobre qué es qué y cuál es la verdá, después de tóo, antes que se ponga el sol. ¿Pero qué pasó después de aquello, Jock?
       —Había una sola cosa que les hacía vacilar y por la que casi me cierran la puerta en la cara y era mi perro Blast
[blast es explosión y bless es exaltar, glorificar], el único que se salvó de una camada de cachorros que voló por el aire cuando un barril de dinamita esplotó en la cabaña del encargao de suministros. El nombre del perro les gustaba tan poco como lo que el animal hacía, que era pelearse con cuanto perro se le cruzaba; era un perro especial, con manchas negras y rosadas en el morro, le faltaba una oreja y estaba cojo de una pata, porque había salido despedido a cosa de media milla, dentro de una cesta y atravesando un techo de hierro.
       »Me decían que tenía que quitármelo de encima, porque era un ser mundano y bajo, y que si iba a dejar que me arrojaran del cielo por un perro. «No», les decía yo, «si las puertas no son lo bastante amplias pa’ los dos, nos quedaremos fuera, porque no vamos a separarnos». El predicador salió en defensa de Blast, porque el perro le había gustao desde el principio —y confieso que por ese motivo llegó a gustarme el predicador—, y no quería que le cambiaran el nombre por el de Bless, como pretendían algunos. O sea que los dos nos convertimos en miembros habituales de la congregación. Pero es difícil pa’ un chico de mi talla romper con el mundo, la carne y el demonio, tóo de una vez. Pero yo me mantuve bastante tiempo, aunque los muchachos que solían reunirse en un extremo del pueblo, y se sentaban en el puente pa’ pasarse el domingo escupiendo en el arroyo, me gritaban: «Caballero Learoyd, ¿cuándo piensa predicar? Queremos oírle». «Calla, no se ha puesto el alzacuellos esta mañana», respondía otro y yo tenía que cerrar muy fuerte los puños en el fondo de los bolsillos de mi chaqueta dominguera y decir pa’ mis adentros: «Si fuese lunes y yo no fuese un metodista primitivo, buena azotaina os esperaba». Eso era lo más difícil de tóo: saber que podía pelear y que no debía pelear.
       Gruñidos de simpatía de Mulvaney.
       —O sea que con los cantos, la prática y las clases, y lo del violín grande, que tenía que coger entre las rodillas, me pasaba bastante tiempo en casa de Jesse Roantree. Pero por muy a menudo que fuese, el predicador me ganaba en lo de ir a cada rato y tanto el viejo como la chica estaban contentos de verle por allí. El hombre vivía en Pately Brig, que no era un lugar que estuviese a la puerta, pero él iba. Él iba a pesar de tóo. Ese hombre me gustaba tanto o más que cualquier otro que conociera, en cierto sentido y, en otro, le odiaba con tóo mi corazón, y nos mirábamos como el gato y el ratón, pero muy educaos, que yo me portaba lo mejor que sabía y él era tan gentil y abierto que yo estaba obligao a ser gentil con él. Habría sido una buena compañía, como pocos, si la mitá del tiempo no me hubiesen dao ganas de retorcerle su cogote listo y flaco. Cada vez más a menudo, cuando se marchaba de la casa de Jesse, yo le acompañaba un rato en el camino.
       —¿Pa’ ir con él hasta su casa? —dijo Ortheris.
       —Sí. Así es como despedimos a los amigos en Yorkshire. Yo era uno de esos amigos que no te dejan volver y él tampoco quería que yo me volviese, así que íbamos andando juntos hasta Pately y entonces él me acompañaba a mí de regreso y nos daban las dos de la mañana acompañándonos uno a otro de aquí pa’ ayá, como un condenao par de péndulos, de la montaña al valle, hasta mucho después que se hubiese apagao la luz en la ventana de Liza, que los dos mirábamos pretendiendo que mirábamos la luna.
       —¡Ah! —interrumpió Mulvaney—. No tenías ninguna oportunidá frente a ese cantor de salmos vagabundo. Nueve de cada diez veces, ño miran más que la planta y el garbo, en lugar de mirar al hombre y sólo después ven que han metió la pata…, las mujeres.
       —Ahí es donde te equivocas —dijo Learoyd, sonrojándose bajo el tono bronceado y las pecas de sus mejillas—. Yo era el primero para Liza, y cualquiera hubiese dicho que con eso bastaba. Pero el pastor era una especie de tío de paso firme, y Jesse estaba de su parte y todas las mujeres de la congregación le repetían a Liza que cómo podía querer entenderse con un pelagatos gandul como yo, que no era digno de respeto y siempre iba con un perro peleón detrás. Había estao muy bien que quisiese ayudarme y salvar mi alma, pero tenía que cuidarse de no hacerse daño a sí misma. Se dice que los ricos son engreídos y remilgaos, pero pa’ un orgullo de hierro en lo de la respetabilidá, no hay como la gente pobre que va mucho a la iglesia. Fríos como el viento de Greenhow Hill, ¡ay!, y más fríos aún, que jamás han de cambiar. Ahora que lo pienso, una de las cosas más extrañas que he conocido es que no toleraban la idea del servicio militar. Hay un montón de guerras en la Biblia y en el ejército hay muchos metodistas, pero si escuchas hablar a la gente que va a los oficios, pensarás que de un lao de la puerta te alistas y del otro te cuelgas. Cuando se reúnen sólo hablan de peleas. Cuando Sammy Strother se quedaba sin palabras en sus plegarias, exclamaba: «¡La espada del Señor y la de Gedeón!». Tóos hablaban de vestir la armadura completa de la rectitú y luchar la guerra justa de la fe. Y después, aparte de eso, organizaron una reunión para rezar por un muchacho que quería alistarse y casi le dejan sordo, hasta que él cogió su sombrero y se marchó corriendo. En la escuela dominical contaban relatos de chicos malos que habían recibido palizas y regaños por robar nidos de pájaros en domingo y hacer novillos los días de clase, y de cómo se daban a las riñas, las peleas de perros, las carreras de liebres, la bebida hasta que, como si fuese un epitafio en una lápida, a alguno le condenaban en toda la extensión de los brezales y entonces tenía que ir a alistarse como soldao, y tóos respiraban con alivio y ponían los ojos pa’ arriba, como una gallina borracha.
       —¿Por qué? —dijo Mulvaney, a la vez que hacía estallar su mano contra el muslo—. En el nombre de Dios, ¿por qué tiene que ser así? Yo también he visto eso mismo. Estafan, roban, mienten, calumian y cincuenta cosas cincuenta veces peores, pero lo último y lo peor, a su juicio, es servir a Viky con honestidá. Es como la conversación de los niños: ven las cosas al revés.
       —¡Valientes y estupendas peleas de como-se-llame sostendrían si no nos ocupásemos de que tuviesen un lugar tranquilo pa’ hacerlas! ¡Y qué luchas las de ellos! Como gatos en los tejados. Se citan uno a otro. Daría un mes de mi paga pa’ lograr que alguno de esos tíos de hombros anchos que están en Londres suden un día haciendo carreteras y pasen una noche de lluvia. Después organizarían un buen escándalo, el mismo que se dice que montamos nosotros. Antes de ahora me han echao a mí de una miserable taberna de Lambeth, llena de cocheros mugrientos —dijo Ortheris con un juramento.
       —Quizá estuvieses borracho —dijo Mulvaney, apaciguador.
       —Peor todavía. Los cocheros estaban borrachos y yo llevaba el uniforme de la Reina.
       —Yo no había pensao en particular en ser soldao en esos tiempos —dijo Learoyd, que aún mantenía la mirada fija en la ladera desnuda erguida frente a ellos—, pero esa clase de conversaciones me lo metió en la cabeza. Eran tan buenos que se pasaron al otro lao. Pero yo me mantuve firme por amor a Liza, sobre todo porque ella me estaba enseñando la parte del bajo de un orotorio que Jesse estaba ensayando. Ella cantaba como un mirlo y practicamos todas las noches durante cosa de unos tres meses.
       —Yo sé lo que es un orotorio —dijo Ortheris con vivacidad—. Es una especie de canturreo de capellanes, con palabras de la Biblia y coros de mucho alboroto.
       —La mayoría de los vecinos de Greenhow Hill tocaba un instrumento u otro y tóos cantaban, o sea que les podías oír a millas de distancia y estaban tan contentos del ruido que metían que no les parecía necesario que nadie los escuchase. El predicador cantaba la segunda alta cuando no, tocaba la flauta y a mí, como no había ido muy lejos con lo del violín grande, me sentaron junto a Willie Satteirthwaite otra vez, para que le tocara el codo cuando tuviese que entrar. El viejo Jesse estaba contento, si un hombre puede estarlo, porque era el diretor, primer violín y solista de canto, y marcaba los tiempos con el arco, aunque a veces golpeaba en la mesa y decía: «Ahora parad tóos, me toca a mí». Entonces se volvía, sudando de gusto, pa’ cantar los solos de tenor. Pero en los coros era donde estaba superior, moviendo la cabeza, agitando los brazos como un molino de viento y cantando hasta que se quedaba sin aire. Jesse era un cantante como pocos.
       »Pues veréis, yo no les interesaba demasiado a ellos, como no fuese a Liza Roantree, y me sobraba el tiempo, sentao en silencio, en las reuniones, en los ensayos del orotorio pa’ oír lo que decían. Aunque al principio me pareció raro, me pareció más raro aún después, cuando me dediqué del tóo a eso y pude estudiar lo que quería decir.
       »Después que se cantó el orotorio, Liza, que siempre había sido débil, se puso muy mala. Muchas veces yo hacía caminar al caballo del dotor Warbottom arriba y abajo mientras él estaba dentro, donde no me era permitido entrar, aunque yo me moría por verla.
       »—Se pondrá bien dentro de nada, muchacho, dentro de nada —solía decirme—. Tienes que tener paciencia.
       »Después me decían que si no hacía ruido podía entrar. El reverendo Amos Barraclough acostumbraba a leer pa’ ella, que estaba en la cama apoyada en los almohadones. Entonces se mejoró un poco y me dejaron que la llevase hasta un sillón y, cuando vino el calor, volvió a estar bien, como antes. El predicador, yo y Blast estuvimos mucho tiempo juntos en aquellos días y, en cierto sentido, fuimos muy buenos compañeros. Pero más de una vez me hubiera gustao darle un puñetazo, y con ganas. Recuerdo que un día él dijo que le apetecía penetrar en las entrañas de la tierra y ver cómo había edificao el Señor los cimientos de las montañas eternas. Ese hombre era una de esas personas que tienen el don de decir bien las cosas. Se le caían de la punta de su lengua inteligente, como le pasa aquí a Mulvaney, que habría sido un predicador estupendo si le hubiese dedicao un poco de interés. Le presté un traje de minero que casi enterraba al pobre hombre, y su cara blanca entre el cuello de la chaqueta y el ala del sombrero parecía la cara de un duende; se acurrucó en el fondo de una vagoneta; yo conducía el tren que por una pendiente llevaba hasta el pozo en que trabajaba la máquina, donde sacaban el mineral y lo cargaban en las vagonetas que bajaban por sí mismas: yo no tenía más que frenar y después poner los caballos al trote. Mientras duró la luz del día fuimos buenos amigos, pero cuando oscureció y en el agujero la luz del día parecía una lámpara en el estremo de la calle, me convertí en un malvao. Mi religión desaparecía cada vez que yo volvía a mirarle y recordaba que se interponía entre Liza y yo. Se decía que ellos iban a casarse en cuanto ella estuviese mejor y yo no había lograo que ella me dijese que sí o que no. Él empezó a cantar un himno con su voz aguda y yo le salí con un coro que era tóo tacos y juramentos contra mis caballos y entonces me di cuenta de cuánto le odiaba. El hombre era pequeñajo, yo le podía empujar con una mano por el agujero de Garstang Copper, un lugar en que el torrente se deslizaba por el borde de una roca y caía, con un suspiro, dentro de un pozo que ninguna cuerda de Greenhow había podido sondear.
       Una vez más Learoyd arrancó unas inocentes violetas.
       —¡Ah! Podría ver las entrañas de la tierra y ninguna otra cosa más. Podría llevarle una milla o dos por la galería y dejarle allí con su lámpara apagáa, pa’ que cantase aleluya sin que nadie le oyera y le dijese amén. Iba a llevarle abajo, por una escalera, hasta la galería en que trabajaba Jesse Roantree, ¿y por que no podría resbalar en la escalera, a la vez que yo le pisaba los dedos hasta que se soltara y entonces le mandaba abajo con un golpe de mi talón? Si bajaba por la escalera delante de él, podría cogerle y tirarle por encima de mi cabeza pa’ que se estrellara abajo, en el pozo, después de romperse los huesos en cada travesaño, como le pasó a Bill Appleton una vez que estaba borracho y no tenía ni un hueso sano cuando llegó al fondo. Ni siquiera una maldita pierna pa’ irse de Pately. Ni un brazo pa’ rodear la cintura de Liza Roantree. Nunca jamás…, nunca jamás.
       Sus labios gruesos se encogieron sobre los dientes amarillos y esa cara enrojecida no resultaba grata para mirar. Mulvaney mostró su simpatía con la cabeza y Ortheris, estimulado por la pasión de su compañero, se llevó el fusil al hombro y buscó en la montaña su presa, mascullando procacidades acerca de un gorrión, un grifó y una granizada. Lá voz del río proporcionó la charla de fondo necesaria hasta que Learoyd prosiguió su relato.
       —Pero no es tan fácil matar a un hombre como ése. Cuando entregué los caballos al muchacho que me reemplazaba y estaba enseñándole al predicador los lugares de trabajo, gritándole al oído entre el ruido de los motores, comprendí que él no tenía miedo a nada y cuando la luz de la lámpara me hizo ver sus ojos negros, sentí que me estaba dominando. Yo no era mejor que Blast, que, atado con una cadena corta, gruñía pa’ sus adentros mientras un perro extraño pasaba sin correr peligro.
       »«Eres un cobarde y un tonto», me dije; y en mi cabeza luché contra él hasta que, cuando llegamos al agujero de Garstang Copper, agarré al predicador y lo alcé por encima de mi cabeza y lo sostuve sobre la parte más negra. «Ahora, chico», le digo, «ha de ser uno de nosotros, tú o yo, por Liza Roantree. ¿Qué pasa? ¿No temes por tu vida?», le digo, porque estaba entre mis brazos como un saco. «No, temo por ti, mi pobrecito muchacho, que no sabes nada», me dice. Lo bajé y lo puse en el borde; el torrente corría más silencioso y ya no había zumbidos en mi cabeza, como cuando la abeja entró por la ventana de la casa de Jesse. «¿Qué quieres decir?», le digo.
       »«Muchas veces he pensao que tú tenías que saberlo», me dice, «pero me resultaba difícil decírtelo». Liza Roantree no es pa’ ninguno de los dos, ni pa’ nadie de esta tierra. El dotor Warbottom dice, y él la conoce bien y también conoció a su madre, que ella está debilitándose y que ya no vivirá ni siquiera seis meses. Hace mucho que él lo sabe. ¡Tranquilo, John! ¡Tranquilo! —Y aquel hombrecillo débil me empujó hacia atrás, me sentó a su lado y me habló de tóo con tranquilidá y calma, mientras yo le daba vueltas a unas velas en la mano, contándolas una y otra vez a la vez que le escuchaba. Una buena parte de lo que decía era una prédica normal, pero hubo una cantidá de palabras que me hicieron pensar que él era más hombre de lo que yo había pensao, hasta que me sentí tan dolido por él como por mí mismo.
       »Seis velas teníamos y nos arrastramos y trepamos tóo ese día mientras nos duraron y yo me dije: «A Liza Roantree no le quedan ni seis meses de vida». Y cuando salimos otra vez a la luz del día, parecíamos hombres muertos y Blast nos siguió sin mover siquiera el rabo. Cuando volví a ver a Liza, ella me miró un minuto y dice: «¿Quién te lo ha dicho? Porque ya veo que lo sabes», y trató de sonreír mientras me daba un beso, y yo me derrumbé.
       »Ya comprenderéis que yo era un jovencito en aquellos tiempos y no había visto nada de la vida, y menos aún de la muerte, que siempre nos está esperando. Ella me dijo que el dotor Warbottom decía que el aire de Greenhow era demasiao duro y que iba a irse a Bradford, a casa de David, el hermano de Jesse, que trabajaba en un molino, y que yo tenía que seguir siendo un hombre y un buen cristiano y que ella rezaría por mí. Pues bien, se marcharon y el predicador a fines de ese mismo año fue trasladao a otro distrito, como lo llaman ellos, y yo me quedé solo en Greenhow Hill.
       »Procuré, y lo procuré con empeño, quedarme en la iglesia, pero nada era igual ya. No tenía la voz de Liza pa’ seguirla cuando cantaba, ni sus ojos brillaban entre las cabezas. En las clases me decían que yo debía de tener alguna esperiencia que contar y yo no podía decir ni una palabra por mí mismo.
       »Blast y yo estábamos bastante aplastaos y puede que no nos portáramos muy bien, porque nos dejaron de lao y hasta se preguntaban cómo había podido ser que nos hubiesen admitió en su círculo. No sé deciros cómo hicimos pa’ pasar esa temporada, pero en invierno me despedí del trabajo y fui a Bradford. El viejo Jesse estaba a la puerta de la casa, en una calle larga de casas pequeñas. Había pedido a los niños que se apartaran de allí, porque estaban haciendo ruido con sus zuecos en la calzada y ella dormía.
       »—¿Eres tú? —me dice—: No puedes verla. No la despertaría por un inútil como tú. Está desmejorándose con rapidez y tiene que morir en paz. Tú nunca valdrás pa’ nada en el mundo y, mientras vivas, jamás serás capaz de tocar el violín grande. ¡Vete, muchacho, vete! —y me cerró la puerta en las narices con suavidad.
       »Jesse nunca fue mi amo, pero me pareció que llevaba razón y me fui al pueblo, en busca del sargento encargao de la leva. Las charlas de la gente de la iglesia volvieron a zumbarme en la cabeza. Yo quería marcharme y ése era el camino normal para las personas como yo. Me alisté sin más, acepté el chelín de la Viuda
[es decir, la reina Victoria] y me pusieron un montón de galones en el sombrero.
       »Pero al día siguiente me encontré otra vez en la puerta de David Roantree y Jesse sale a abrirme y me dice:
       »—Has vuelto con los colores del demonio revoloteando alrededor…, tus verdaderos colores, como siempre te lo he dicho.
       »Pero yo le rogué y supliqué que me dejase verla sólo pa’ decirle adiós, hasta que una mujer avisó desde la escalera:
       »—Ella dice que suba John Learoyd.
       »El viejo se hace a un lao como un rayo y me pone la mano en el brazo, con mucha suavidá.
       »—Pero no debes hacer ruido, John —me dice—, porque está muy caída y débil. Tú siempre has sido un buen chico.
       »Sus ojos estaban vivos y llenos de luz, y tenía el pelo espeso desparramao sobre los almohadones, pero tenía las mejillas descarnás, tan descarnás que podían meterle miedo hasta a un hombre fuerte.
       »—No, padre —dice—, no debes decir que son los colores del diablo. Esos galones son bonitos —y tendió las manos hacia el sombrero y los acomodó tóos, como lo hacen las mujeres—. Pues sí que son bonitos —dice—. Ah, me hubiese gustao verte con tu guerrera roja, John, porque tú siempre has sido mi chico…, mi verdadero chico, no hubo otro.
       »Alzó sus brazos que se entrelazaron alrededor de mi cuello en un abrazo suave, pa’ aflojarse de inmediato, y ella pareció que se desmayaba.
       »—Ahora debes irte, muchacho —dice Jesse y yo cogí mi sombrero y bajé.
       »El sargento que hacía la leva me esperaba en la esquina de la taberna.
       »—¿Ya has visto a tu novia? —me dice.
       »—Sí, ya la he visto —le digo.
       »—Bien, ahora tomaremos una copa y tú harás tóo lo que puedas pa’ olvidarla —me dice, porque era uno de esos tíos listos y dispuestos.
       »—¡Ay, sargento! —le digo—. ¡Olvidarla! —y desde entonces estoy olvidándola.
       Tiró el ramo marchito de violetas blancas mientras hablaba. Ortheris, de pronto, se irguió sobre sus rodillas, con el fusil al hombro, y escrutó la parte opuesta del valle, bajo la luz clara de la tarde. Su mentón se adhirió a la culata y hubo un estremecimiento en los músculos de su mejilla derecha mientras apuntaba; el soldado raso Stanley Ortheris se ocupaba de sus asuntos. Una mancha blanca se arrastró aguas arriba por el torrente.
       —¿Veis a ese tipo?… Le he dao.
       A setecientas yardas, y a doscientas ladera abajo, el desertor de los aurangabadi se echó hacia delante, hizo caer una piedra roja y permaneció inmóvil, con la cara en medio de una mata de gencianas azules, en tanto que un gran cuervo volaba desde el pinar para hacer su investigación.
       —Ese ha sido un buen disparo, chiquirritín —dijo Mulvaney.
       Learoyd, pensativo, observó cómo se disipaba el humo.
       —Quizá hubiese una chica en la vida de él también —dijo.
       Ortheris no contestó. Estaba mirando hacia el otro lado del valle, con la sonrisa de un artista que contempla su obra acabada.




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