Rudyard Kipling
(Bombay, India, 1865 - Londres, 1936)
La litera fantasma (1885)
(“The Phantom 'Rickshaw”)
[Otro título en español: “El Rickshaw fantasma”]
Originalmente publicado en la revista Civil and Military Gazette (1 de diciembre de 1885)
The Phantom 'Rickshaw and Other Tales [también:
The Phantom 'Rickshaw & other Eerie Tales] (1888);
reimpreso en Wee Willie Winkie and Other Stories (1890)
“May no ill dreams disturb my rest,
Nor Powers of Darkness me molest.”
[“Que malos sueños no perturben mi descanso
ni las Potestades de las Tinieblas me molesten”.
—Evening Hymn [Himno Vespertino]
Una de las pocas ventajas que tiene la India, comparada con Inglaterra, es la gran facilidad para conocer a las gentes. Después de cinco años de servicio, el hombre menos sociable tiene relaciones directas o indirectas con doscientos o trescientos empleados civiles de su provincia, con la oficialidad de diez o doce regimientos y baterías, y con mil quinientos individuos extraños a la casta de los que cobran sueldo del Estado.
A los diez años sus conocimientos duplicarán las cifras anteriores, y si continúa durante veinte años en el servicio público, estará más o menos ligado con todos los ingleses del Imperio, de tal manera que podrá ir a cualquier parte sin tomar alojamiento en los hoteles.
Los enamorados de la vida errante, que consideran como un derecho vivir en las casas ajenas, han contribuido últimamente a desanimar en cierto grado la disposición hospitalaria del inglés; pero hoy como ayer, si pertenecéis al Círculo Íntimo y no sois ni un Oso ni una Oveja Negra, se os abrirán de par en par todos las puertas, y encontraréis que este mundo, a pesar de su pequeñez, encierra muchos tesoros de cordialidad y de amistosa ayuda.
Hará quince años, Rickett, de Kamartha, era huésped de Polder, de Kumaon. Su propósito era pasar solamente dos noches en la casa de éste; pero, obligado a guardar cama por haber sufrido un ataque de fiebre reumática, durante mes y medio desorganizó la casa, paralizó el trabajo del dueño de ella y estuvo a punto de morir en la alcoba de mi buen amigo.
Polder es tan hospitalario que todavía hoy se cree ligado por una eterna deuda de gratitud con el que lo honró alojándose en su casa, y anualmente envía una caja de juguetes y otros obsequios a los hijos de Rickett.
El caso no es excepcional, y el hecho se repite en todas partes. Caballeros que no se muerden la lengua para deciros que sois unos animales, y gentiles damas que hacen trizas vuestra reputación y que no interpretan caritativamente las expansiones de vuestras esposas, son capaces de afanarse noche y días pares serviros si tenéis la dicha de caer postrados por una dolencia, o si la suerte os es contraria.
Además de su clientela, el doctor Heatherlegh atendía un hospital explotado por su propia cuenta. Un amigo suyo decía que el establecimiento era un establo para incurables, pero en realidad era un tinglado para reparar las maquinarias humanas descompuestas por los rigores del clima. La temperatura de la India es a veces sofocante, y como hay poca tela que cortar y la que hay debe servir para todo, o en otros términos, como hay que trabajar más de lo debido y sin que nadie lo agradezca, muchas veces la salud humana se ve más comprometida que el éxito de las metáforas de este párrafo.
No ha habido médico que pueda compararse con Heatherlegh, y su receta invariable a cuantos enfermos lo consultan es: «Acostarse, no fatigarse, ponerse al fresco». En su opinión, es tan grande el número de individuos muertos por exceso de trabajo, que la cifra no está justificada por la importancia de este mundo.
Sostiene que Pansay, muerto hace tres años en sus brazos, fue víctima de lo mucho que trabajó. En verdad, Heatherlegh tiene derecho para que consideremos sus palabras revestidas de autoridad. Él se ríe de mi explicación y no cree, como yo, que Pansay tenía una hendidura en la cabeza, y que por esa hendidura se le metió una ráfaga del Mundo de las Sombras. «A Pansay —dice Heatherlegh— se le soltó la manija y el aparato dio más vueltas de las debidas, estimulado por el descanso de una prolongada licencia en Inglaterra. Se portaría o no se portaría como un canalla con la señora Keith Wessington. Para mí, la tarea del establecimiento de Katabundi lo sacó de quicio, y después se puso melancólico y dio excesiva importancia a un flirt vulgar. La señorita Mannering fue su prometida, y un día ella renunció a aquella alianza. Le vino a Pansay un resfrío con mucha fiebre, y de allí nació la insensata historieta de los aparecidos. El exceso de trabajo originó la enfermedad, la fomentó y al fin mató al pobre muchacho. Fue una víctima del Sistema, ese maldito sistema de emplear a un hombre para que desempeñe el trabajo correspondiente a dos y medio».
Yo no creo en esta explicación de Heatherlegh. Muchas veces me quedé a solas con Pansay cuando el médico tenía que atender a otros enfermos, si por azar estaba cerca de la casa. Con voz grave y sin cadencia, el infeliz me atormentaba describiendo la procesión de hombres, mujeres, niños y demonios que pasaba constantemente por los pies de su cama. Impresionaba esa palabra doliente.
Cuando se restableció, le dije que debía escribir todo lo acontecido, desde el principio hasta el fin, y se lo dije por creer que su espíritu descansaría haciendo correr la tinta. Cuando los chicos aprenden una mala palabra, no paran hasta escribirla en una puerta. Y eso tambien es Literatura.
Pero al escribir estaba muy agitado, y la forma terrorífica que adoptó era poco propicia para la calma que necesitaba ante todo. Dos meses después fue dado de alta; pero, en vez de consagrarse en cuerpo y alma a auxiliar en sus tareas a una comisión sin personal ni fondos suficientes, Pansay optó por morir jurando que era víctima de terrores misteriosos. Antes de que él muriera recogí su manuscrito, en el que consta la versión que dejó de los hechos. Lleva fecha de 1885, y dice así:
Mi médico asegura que yo necesito únicamente descanso y cambio de aires. No es poco probable que muy pronto disfrute de ambas cosas. Tendré el descanso que no perturban mensajeros de casaca roja ni la salva de los cañones del mediodía. Y tendré también un cambio de aires para el que no será necesario que tome billete en un vapor destinado a Inglaterra.
Entretanto, aquí me quedaré, y contrariando las prescripciones facultativas, haré al mundo entero confidente de mi secreto. Sabréis por vosotros mismos la naturaleza precisa de mi enfermedad, y juzgaréis de acuerdo con vuestro propio criterio, si es posible concebir tormentos iguales a los que yo he sufrido en este triste mundo.
Hablando como podría hacerlo un criminal sentenciado, antes de que se corran los cerrojos de su prisión, pido que cuando menos concedáis atención a mi historia, por extravagante y horriblemente improbable que os parezca. No creo en absoluto que se le conceda fe alguna. Yo mismo, hace dos meses, habría declarado loco o perturbado por el alcohol a quién me hubiera contado cosas semejantes. Yo era hace dos meses el hombre más feliz de la India. Hoy no podrá encontrarse uno más infortunado, desde Peshawar hasta la costa.
Esto lo sabemos únicamente el médico y yo. Su explicación es que tengo afectadas las funciones cerebrales, las digestivas y hasta las de la visión, aunque muy ligeramente: tales son las causas de mis ilusiones. ¡Ilusiones en verdad! Yo le digo que es un necio lo que no impide que siga prestándome sus atenciones médicas con la misma sonrisa indulgente, con la misma suavidad profesional y con las mismas patillas azafranadas que peina tan cuidadosamente. En vista de su conducta y de la mía, he comenzado a sospechar que soy un ingrato y un enfermo malhumorado. Pero dejo más bien el juicio a vuestro criterio.
Hace tres años tuve la fortuna —y la gran desgracia sin duda— de embarcarme en Gravesend para Bombay, después de una licencia muy larga que se me había concedido. Y digo que fue una gran desdicha mi fortuna, porque en el buque venía Inés Keith Wessington, esposa de un caballero que prestaba sus servicios en Bombay. No tiene el menor interés para vosotros inquirir que clase de mujer era aquélla, y debéis contentaros con saber que antes de que llegáramos al lugar de nuestro destino, ya nos habíamos enamorado locamente el uno del otro. El cielo sabe bien que lo digo sin sombra de vanidad. En esta clase de relaciones, siempre hay uno que se sacrifica y otro que es el sacrificador. Desde el primer momento de nuestra malaventurada unión, yo tuve la conciencia de que Inés sentía una pasión más fuerte, más dominadora —y si se me permite la expresión—, más dura que la mía. Yo no se si ella se daba cuenta del hecho, pero más tarde fue evidente para ambos.
Llegamos a Bombay en la primavera, y cada cual tomó su camino, sin que volviéramos a vernos hasta que al cabo de tres o cuatro meses nos reunieron en Simla una licencia que obtuve y el amor de ella para mí. En Simla pasamos la estación, y el humo de pajas que ardía en mi pecho acabó, sin dejar rescoldo, al fin del año. No intento excusarme, ni presento alegato en mi favor. La señora Wessington había hecho por mí todos los sacrificios imaginables, y estaba dispuesta a seguir adelante. Supo en agosto de 1882, porque yo se lo dije, que su presencia me hacía daño, que su compañía me fatigaba y que ya no podía tolerar ni el sonido de su voz. El noventa y nueve por ciento de las mujeres se hubiera cansado también de mí, y el setenta y cinco por ciento se habría vengado al instante, iniciando relaciones galantes con otro.
Pero aquella mujer no pertenecía a las setenta y cinco ni a las noventa y nueve: era la única del centenar. No producían el menor efecto en ella mi franca aversión ni la brutalidad con que yo engalanaba nuestras entrevistas.
—Jack, encanto mío.
Tal era el eterno reclamo de cuchillo con que me asesinaba.
—Hay entre nosotros un error, un horrible desconcierto que es necesario disipar para que vuelva a reinar la armonía. Perdóname, querido Jack, perdóname.
Yo era el de toda la culpa, y lo sabía, por lo que mi piedad se transformaba a veces en una resignación pasiva; pero en otras ocasiones despertaba en mí un odio ciego, el mismo instinto, a lo que creo, del que pone salvajemente la bota sobre la araña después de medio matarla de un papirotazo. La estación de 1882 acabó llevando yo este odio en mi pecho.
Al año siguiente volvimos a encontrarnos en Simla; ella con su expresión monótona y sus tímidas tentativas de reconciliación, y yo con una maldición en cada fibra de mi ser. Muchas veces no tenía valor para quedarme a solas con ella, pero cuando esto acontecía, sus palabras eran una repetición idéntica de las anteriores. Volvía a sus labios el eterno lamento del error; volvía la esperanza de que renaciera la armonía; volvía a impetrar mi perdón. Si yo hubiera tenido ojos para verla, habría notado que sólo vivía alimentada por aquella esperanza. Cada vez aumentaban su palidez y su demacración. Convendréis conmigo en que la situación hubiera exasperado a cualquiera. Lo que ella hacía era antinatural, pueril, indigno de una mujer. Creo que su conducta merecía censura. A veces, en mis negras vigilias de febricitante, ha venido a mi mente la idea de que pude haber sido más afectuoso. Pero esto sí que es ilusión. ¿Cómo era posible en lo humano que yo fingiese un amor no sentido? Eso habría sido una deslealtad para ella y aun para mí mismo.
Hace un año volvimos a vernos. Todo era exactamente lo mismo que antes. Se repitieron sus imploraciones, cortadas siempre por las frases bruscas que salían de mis labios. Pude al cabo persuadirla de que eran insensatas sus tentativas de renovar nuestras antiguas relaciones.
Nos separamos antes de que terminara la estación, es decir, hubo dificultades para que nos viéramos, pues yo tenía otros intereses más absorbentes.
Cuando en mi alcoba de enfermo evoco los recuerdos de la estación de 1884, viene a mi espíritu una confusa pesadilla en la que se mezclan fantásticamente la luz y la sombra. Pienso en mis pretensiones a la mano de la dulce Kitty Mannering; pienso en mis esperanzas, dudas y temores; pienso en nuestros paseos por el campo, en mi declaración de amor, en su respuesta… De vez en cuando me visita la imagen del pálido rostro que pasaba fugitivo en la litera cuyas libreas negras y blancas aguardaba yo con angustia. Y estos recuerdos vienen acompañados del de las despedidas de la señora Wessington, cuando su mano enguantada hacia el signo de adiós. Tengo presentes nuestras entrevistas, que ya eran muy raras, y su eterno lamento.
Yo amaba a Kitty Mannering; la amaba honradamente, con todo mi corazón, y a medida que aumentaba este amor, aumentaba mi odio a Inés.
Llegó el mes de agosto, Kitty era mi prometida. Al día siguiente me topé, en las afueras de Jakko con esos malditos jampanies [es decir, los criados que llevan el jampan, palanquín o litera de manos] «picazos» y, movido por un pasajero sentimiento de piedad, me detuve para decírselo todo a la señora Wessington. Ya ella lo sabía.
—Me cuentan que vas a casarte, querido Jack. —Y sin transición, añadió estas palabras:
—Creo que todo es un error, un error lamentable. Algún día reinará la concordia entre nosotros, como antaño.
Mi respuesta fue tal, que un hombre difícilmente la habría recibido sin parpadear. Fue un latigazo para la moribunda.
—Perdóname, Jack. No me proponía encolerizarte. ¡Pero es verdad, es verdad!
Se dejó dominar por el abatimiento. Le di la espalda, y la dejé para que terminara tranquilamente su paseo, sintiendo en el fondo de mi corazón, aunque sólo por un instante, que mi conducta era la de un miserable. Volví la cara y vi que su litera había cambiado de dirección, sin duda para alcanzarme.
La escena quedó fotografiada en mi memoria con todos sus pormenores y los del sitio en que se desarrolló. Estábamos al final de la estación de lluvias, y el cielo, cuyo azul parecía más limpio después de la tempestad, los tostados y oscuros pinos, el camino fangoso, los negros y agrietados cantiles, formaban un fondo siniestro en el que se destacaban las libreas negras y blancas de los panies y la amarilla litera, sobre la cual veía yo distintamente la rubia cabeza de la señora Wessington, que se inclinaba tristemente.
Llevaba el pañuelo en la mano izquierda y recostaba su cabeza fatigada en los cojines de la litera. Yo lancé mi caballo al galope por un sendero que está cerca del estanque de Sanjowlie, y emprendí la fuga. Creí oír una débil voz que, me llamaba:
—¡Jack!
Ha de haber sido efecto de la imaginación, y no me detuve para inquirir. Diez minutos después encontré a Kitty, que también montaba a caballo, y la delicia de nuestra larga cabalgata borró de mi memoria todo vestigio de la entrevista con Inés.
A la semana siguiente moría la señora Wessington, y mi vida quedó libre de la inexpresable carga que su existencia significaba para mí. Cuando volví a la llanura me sentí completamente feliz, y antes de que transcurrieran tres meses ya no me quedaba un solo recuerdo de la que había desaparecido, salvo tal o cual carta suya que inesperadamente hallaba en algún mueble, y que me traía una evocación pasajera y penosa de nuestras pasadas relaciones.
En el mes de enero procedí a un escrutinio de toda nuestra correspondencia, dispersa en mis gavetas, y quemé cuanto papel quedaba de ella.
En abril de este año, que es el de 1885, me hallaba una vez más en Simla, en la semidesierta Simla, completamente entregado a mis pláticas amorosas y a mis paseos con Kitty. Habíamos resuelto casarnos en los últimos días de junio. Os haréis cargo de que, amando a Kitty como yo la amaba, no es mucho decir que me consideraba entonces el hombre más feliz de la India.
Transcurrieron quince días, y estos quince días pasaron con tanta rapidez, que no me di cuenta de que el tiempo volaba sino cuando ya había quedado atrás. Despertando entonces el sentido de las conveniencias entre mortales colocados en nuestras circunstancias, le indiqué a Kitty que un anillo era el signo exterior y visible de la dignidad que le correspondía en su carácter de prometida, y que debía ir a la joyería de Hamilton para que tomasen las medidas y comprásemos una sortija de alianza.
Juro por mi honor que hasta aquel momento habíamos olvidado en absoluto un asunto tan trivial. Fuimos ella y yo a la joyería de Hamilton el 15 de abril de 1885. Recordad y tened en cuenta diga lo que diga en sentido contrario mi médico que mi salud era perfecta, que nada perturbaba el equilibrio de mis facultades mentales y que mi espíritu estaba absolutamente tranquilo.
Entré con Kitty en la joyería de Hamilton, y sin el menor miramiento a la seriedad de los negocios, yo mismo tomé las medidas de la sortija, lo que fue una gran diversión para el dependiente.
La joya era un zafiro con dos diamantes. Después de que Kitty se puso el anillo, bajamos los dos a caballo por la cuesta que lleva al puente de Combermere y al café de Peliti.
Mi caballo buscaba cuidadosamente paso seguro por las guijas del arroyo, y Kitty reía y charlaba a mi lado, en tanto que toda Simla, es decir, todos los que habían llegado de las llanuras, se congregaban en la sala de lectura y en la terraza de Peliti; pero en medio de la soledad de la calle oía yo que alguien me llamaba por mi nombre de pila, desde una distancia muy larga. Yo había oído aquella voz, aunque no podía determinar dónde ni cuándo.
El corto espacio de tiempo necesario para recorrer el camino que hay entre la joyería de Hamilton y el primer tramo del puente de Combermere, había sido suficiente para que yo atribuyese a maás de media docena de personas la ocurrencia de llamarme de ese modo, y hasta pensé por un momento que me zumbaban los oídos y nada más. Inmediatamente después de que hubimos pasado frente a la casa de Peliti, mis ojos fueron atraídos por la vista de cuatro jampanies con su librea picaza que conducían una litera amarilla de las más ordinarias. Mi espíritu voló en el instante hacia la señora Wessington, y tuve un sentimiento de irritación y disgusto. Si ya aquella mujer había muerto, y su presencia en este mundo no tenía objeto, ¿qué hacían allí aquellos cuatro jampanies, con su librea blanca y negra, sino perturbar uno de los días más felices de mi vida?
Yo no sabía quién podía emplear a aquellos jampanies, pero me informaría y le pediría al amo, como un favor especialísimo, que cambiase la odiosa librea. Yo mismo tomaría para mi servicio a los cuatro portaliteras, y si era necesario, compraría su ropa a fin de que se vistieran de otro color. Es imposible describir el torrente de recuerdos ingratos que su presencia evocaba.
—Kitty —exclamé—, mira los cuatro jampanies de la señora Wessington. ¿Quién los tendrá a su servicio?
Kitty había conocido muy superficialmente a la señora Wessington en la pasada estación, y se interesó por la pobre Inés viéndola enferma.
—¿Cómo? ¿En dónde? —preguntó—. Yo no los veo.
Y mientras ella decía estas palabras, su caballo, que se apartaba de una mula con carga, avanzó directamente hacia la litera que venía en sentido contrario. Apenas tuve tiempo de decir una palabra de aviso, cuando para horror mío, que no hallo palabras con que expresar, caballo y amazona pasaron a través de los hombres y del carricoche, como si aquéllos y éste hubieran sido de aire vano.
—¿Qué es eso? —exclamó Kitty—. ¿Por qué has dado ese grito de espanto? No quiero que la gente sepa de este modo nuestra próxima boda. Había mucho espacio entre la mula y la terraza del café, y si crees que no sé cabalgar… ¡vamos!
Y la voluntariosa Kitty echó a galopar furiosamente, a toda rienda, hacia el quiosco de la música, creyendo que yo la seguía, como después me lo dijo. ¿Qué había pasado?
Nada en realidad. O yo no estaba en mis cabales, o había en Simla una legión infernal.
Refrené mi jaco, que estaba impaciente por correr, y volví grupas. La litera había cambiado de dirección, y se hallaba frente a mí, cerca del barandal izquierdo del puente de Combermere.
¡Jack! ¡Jack! ¡Querido Jack!
Era imposible confundir las palabras. Demasiado las conocía, por ser las mismas de siempre. Repercutían dentro de mi cráneo como si una voz las hubiese pronunciado a mi oído.
—Creo que todo es un error. Un error lamentable. Algún día reinará la concordia entre nosotros como antaño. Perdóname, Jack.
La caperuza de la litera había caído, y en el asiento estaba Inés Keith Wessington con el pañuelo en la mano. La rubia cabeza, de un tono dorado, se inclinaba sobre el pecho. ¡Lo juro por la muerte que invoco, que espero durante el día y que es mi terror en las horas de insomnio!
No se cuánto tiempo permanecí contemplando aquella imagen. Cuando me di cuenta de mis actos, mi asistente tomaba por la brida al jaco galés, y me preguntaba si estaba enfermo y que sentía. Pero la distancia entre lo horrible y lo vulgar es muy pequeña. Descendí del caballo y me dirigí al café de Peliti, en donde pedí un cordial con una buena cantidad de aguardiente. Había dos o tres parejas en torno de las mesas del café, y se comentaba la crónica local. Las trivialidades que se decían aquellas gentes fueron para mí más consoladoras en aquel momento que la más piadosa de las meditaciones. Me entregué a la conversación, riendo y diciendo despropósitos, con una cara de difunto cuya lividez note al vérmela casualmente en un espejo. Tres o cuarto personas advirtieron que yo me hallaba en una condición extraña, y atribuyéndola sin duda a una alcoholización inmoderada, procuraron caritativamente apartarme del centro de la tertulia, pero yo me resistía a partir.
Necesitaba a toda costa la presencia de mis semejantes, como el niño que interrumpe una comida ceremoniosa de sus mayores cuando lo acomete el terror en un cuarto oscuro. Creo que estaría hablando diez minutos aproximadamente, minutos que me parecieron una eternidad, cuando de pronto oí la voz clara de Kitty que preguntaba por mí desde afuera. Al saber que yo estaba allí, entró con la manifiesta intención de devolverme la sortija, por la indisculpable falta que acababa de cometer; pero mi aspecto la impresionó profundamente.
—Por Dios, Jack, ¿qué has hecho? ¿Qué ha ocurrido? ¿Estás enfermo?
Obligado a mentir, dije que el sol me había causado un efecto desastroso. Eras las cinco de la tarde de un día nublado de abril, y el sol no había aparecido un solo instante. No bien acabé de pronunciar aquellas torpes palabras, comprendí la falta, y quise recogerlas, pero caí de error en error, hasta que Kitty salió, llena de cólera, y yo tras ella, en medio de las sonrisas de todos los conocidos. Inventé una excusa, que ya no recuerdo, y al trote largo de mi galés me dirigí sin pérdida de momento hacia el hotel, en tanto que Kitty acababa sola su paseo.
Cuando llegué a mi cuarto, me di a considerar el caso con la mayor calma de que fui capaz. Y he aquí el resultado de mis meditaciones más razonadas. Yo, Teobaldo Juan Pansay, funcionario de buenos antecedentes académicos, perteneciente al Servicio Civil de Bengala, encontrándome en el año de gracia de 1885, aparentemente en el uso de mi razón, y en verdad con salud perfecta, era víctima de terrores que me apartaban del lado de mi prometida, como consecuencia de la aparición de una mujer muerta y sepultada ocho meses antes. Los hechos referidos eran indiscutibles.
Nada estaba más lejos de mi pensamiento que el recuerdo de la señora Keith Wessington cuando Kitty y yo salimos de la joyería de Hamilton, y nada más vulgar que el paredón de la terraza de Peliti. Brillaba la luz del día, el camino estaba animado por la presencia de los transeúntes, y de pronto he aquí que contra toda la ley de probabilidad, y con directa violación de las disposiciones legales de la Naturaleza, salía de la tumba el rostro de una difunta y se me ponía delante.
El caballo árabe de Kitty pasó a través del carricoche, y de este modo desapareció mi primera esperanza de que una mujer maravillosamente parecida a la señora Keith Wessington hubiese alquilado la litera con los mismos cuatro coolies. Una y otra vez di vuelta a esta rueda de mis pensamientos, y una y otra vez, viendo burlada mi esperanza de hallar alguna explicación, me sentí agobiado por la impotencia. La voz era fan inexplicable como la aparición. Al principio había tenido la idea de confiar mis zozobras a Kitty, y de rogarle que nos casáramos al instante para desafiar en sus brazos a la mujer fantástica de la litera.
«Después de todo —decía yo en mi argumentación interna— la presencia de la litera es por sí misma suficiente para demostrar la existencia de una ilusión espectral. Habrá fantasmas de hombres y de mujeres, pero no de calesines y coolies. ¡Imaginad el espectro de un nativo de las colinas! Todo esto es absurdo».
A la mañana siguiente envié una carta penitencial a Kitty, implorando de ella que olvidase la extraña conducta observada por mí en la tarde del día anterior. La deidad estaba todavía llena de indignación, y fue necesario ir personalmente a pedir perdón ante ella. Con la abundante verba de una noche dedicada a inventar la más satisfactoria de las falsedades, dije que me había atacado súbitamente una palpitación cardíaca, a causa de una indigestión.
Este recurso, eminentemente práctico, produjo el efecto esperado, y por la tarde Kitty y yo volvimos a nuestra cabalgata, con la sombra de mi primera mentira entre su caballo árabe y mi jaco galés.
Nada le gustaba tanto a Kitty como dar una vuelta alrededor de Jakko. El insomnio había debilitado mis nervios hasta el punto de que apenas me fue dable oponer una resistencia muy débil a su insinuación, y sin gran insistencia propuse que nos dirigiéramos a la Colina del Observatorio, a Jutogh, al Camino de Boileau, a cualquier parte, en suma, que no fuera la ronda de Jakko. Kitty no sólo estaba indignada, sino ofendida; así, cedí temiendo provocar otra mala inteligencia, y nos encaminamos hacia Chota Simla.
Avanzamos al paso corto de nuestros caballos durante la primera parte del paseo, y siguiendo nuestra costumbre, a una milla o dos más abajo del Convento, los hicimos andar a un trote largo, dirigiéndonos había el tramo a nivel que está cerca del estanque de Sanjowlie.
Los malditos caballos parecían volar, y mi corazón latía precipitadamente cuando coronamos la cuesta. Durante toda la tarde no había dejado de pensar en la señora Wessington, y en cada metro de terreno veía levantarse un recuerdo de nuestros paseos y de nuestras confidencias. Cada piedra tenía grabada alguna de las viejas memorias; las cantaban los pinos sobre nuestras cabezas; los torrentes, henchidos por las lluvias, parecían repetir burlescamente la historia bochornosa; el viendo que silbaba en mis oídos, iba publicando con voz robusta el secreto de la iniquidad.
Como un final arreglado artísticamente, a la mitad del camino a nivel, en el tramo que se llama La Mill, de las Damas, el horror me aguardaba. No se veía otra litera sino la de los cuatro jampanies blanco y negro —la litera amarilla—, y en su interior la rubia cabeza, la cabeza color de oro, exactamente en la actitud que tenía cuando la dejé allí ocho meses y medio antes.
Durante un segundo, creí que Kitty veía lo que yo estaba viendo, pues la simpatía que nos unió era maravillosa. Pero justamente en aquel momento pronunció algunas palabras que me sacaron de mi ilusión.
—No se ve alma viviente. Ven, Jack, te desafío a una carrera hasta los edificios del Estanque.
Su finísimo árabe partió como un pájaro seguido de mi galés, y pasamos a la carrera bajo los acantilados. En medio minuto llegamos a cincuenta metros de la litera. Yo tiré de la rienda a mi galés y me retrasé un poco. La litera estaba justamente en medio del camino, y una vez más el árabe pasó a través, seguido de mi propio caballo.
—Jack, querido Jack. ¡Perdóname, Jack!
Esto decía la voz que hablaba a mi oído. Y siguió su lamento:
—Todo es un error; un error deplorable.
Como un loco, clavé los acicates a mi caballo, y cuando llegué a los edificios del Estanque volví la cara: el grupo de los cuatro jampanies, con sus libreas de blanco y negro, aguardaba pacientemente debajo de la cuesta gris de la colina… El viento me trajo un eco burlesco de las palabras que acababan de sonar en mis oídos. Kitty no cesó de extrañar el silencio en que caí desde aquel momento, pues hasta entonces había estado muy locuaz y comunicativo.
Ni aún para salvar la vida habría podido entonces decir dos palabras en su lugar, y desde Sanjowlie hasta la iglesia me abstuve prudentemente de pronunciar una sílaba.
Estaba invitado a cenar esa noche en la casa de los Mannering, y apenas tuve tiempo de ir al hotel para vestirme. En el camino de la colina del Elíseo, sorprendí la conversación de dos hombres que hablaban en la oscuridad.
—Es curioso —dijo uno de ellos—, cómo desapareció completamente toda huella. Usted sabe que mi mujer era una amiga apasionada de aquella señora (en la que por otra parte no vi nada excepcional), y así fue que mi esposa se empeñó en que yo me quedara con la litera y los coolies, ya fuera por dinero, ya por halagos.
»A mí me pareció un capricho de espíritu enfermo, pero mi lema es hacer todo lo que manda la Memsahib. ¿Creerá usted que el dueño de la litera me dijo que los cuatro jampanies eran cuatro hermanos que murieron del cólera yendo a Hardwar (¡pobres diablos!), y que el dueño hizo pedazos la litera con sus propias manos, pues dice que por nada del mundo usaría la litera de una Memsahib que haya pasado a mejor vida? Eso es de oral agüero. ¡Vaya una idea! ¿Concibe usted que la pobre señora Wessington pudiera ser ave de mal agüero para alguien, excepto para sí misma?».
Yo lancé una carcajada al oír esto, y mi manifestación de extemporáneo regocijo vibró en mis propios oídos como una impertinencia. Pero en todo caso, era verdad que había literas fantásticas y empleos para los espíritus del otro mundo. ¿Cuánto pagaría la señora Wessington a sus jampanies para que vinieran a aparecérseme? ¿Qué arreglo de horas de servicio habrían hecho esas sombras del más allá? ¿Y qué sitio habrían escogido para comenzar y dejar la faena diaria?
No tardé en recibir una respuesta a la última pregunta de mi monólogo. Entre la sombra crepuscular vi que la litera me cerraba el paso. Los muertos caminan muy de prisa y tienen senderos que no conocen los coolies ordinarios. Volví a lanzar otra carcajada, que contuve súbitamente, impresionado por el temor de haber perdido el juicio.
Y he de haber estado loco, por lo menos hasta cierto punto, pues refrené el caballo al encontrarme cerca de la litera, y con toda atención di las buenas noches a la senora Wessington. Ella pronunció entonces las palabras que tan conocidas me son.
Escuché su lamento hasta el final, y cuando hubo terminado le dije que ya había oído aquello muchas veces, y que me encantaría saber de ella algo más, si tenía que decírmelo. Yo creo que algún espíritu maligno, dominándome tiránicamente, se había apoderado de las potencias de mi alma, pues tengo un vago recuerdo de haber hecho una crónica minuciosa de los vulgares acontecimientos del día durante mi entrevista con la dama de la litera, que no duró menos de cinco minutos.
—Está más loco que una cabra, o se bebió todo el aguardiente que había en Simla. ¿Oyes? A ver si lo llevamos a su casa.
La voz que pronunciaba estas palabras no era la de la señora Wessington. Dos transeúntes me habían oído hablar con las musarañas, y se detuvieron para prestarme auxilio. Eran dos personas afables y solícitas, y, por lo que decían, vine en conocimiento de que yo estaba perdidamente borracho. Les di las gracias en términos incoherentes, y seguí mi camino hacia el hotel.
Me vestí sin pérdida de momento, pero llegué con diez minutos de retardo a la casa de los Mannering. Me excusé, alegando la oscuridad nocturna; recibí una amorosa reprensión de Kitty por mi falta de formalidad con la que me estaba destinada para esposa, y tome asiento.
La conversación era ya general, y, a favor del barullo, decía yo algunas palabras de ternura a mi novia, cuando advertí que en el extremo de la mesa un sujeto de estatura pequeña y de patillas azafranadas describía minuciosamente el encuentro que acababa de tener con un loco. Algunas de sus palabras, muy pocas por cierto, bastaron para persuadirme de que aquel individuo refería lo que me había pasado media hora antes.
Bien se veía que el caballero de las patillas era uno de esos especialistas en anécdotas de sobremesa o de café, y que cuánto decía llevaba el fin de despertar el interés de sus oyentes y provocar el aplauso; miraba, pues, en torno suyo para recibir el tributo de la admiración a que se juzgaba acreedor, cuando sus ojos se encontraron de pronto con los míos. Verme y callar con un extraño azoramiento, fue todo uno. Los comensales se sorprendieron del súbito silencio en que cayó el narrador, y éste, sacrificando una reputación de hombre ingenioso, laboriosamente formada durante seis estaciones consecutivas, dijo que había olvidado el fin del lance, sin que fuese posible sacarle una palabra más. Yo lo bendecía desde el fondo de mi corazón, y di fin al salmonete que se me había servido.
La comida terminó y yo me separé de Kitty con la más profunda pena, pues sabía que el ser fantástico me esperaba en la puerta de los Mannering. Estaba tan seguro de ello como de mi propia existencia.
El sujeto de las patillas, que había sido presentado a mí como el doctor Heatherlegh, de Simla, me ofreció su compañía durante el trecho en que nuestros dos caminos coincidían. Yo acepté con sincera gratitud.
El instinto no me había engañado. La litera estaba en el Afallo, con farol encendido y en la diabólica disposición de tomar cualquier camino que yo emprendiera con mi acompañante. El caballero de las patillas inició la conversación en tales términos que se veía claramente cuanto le había preocupado el asunto durante la cena.
—¿Diga usted, Pansay, qué demonios le aconteció a usted hoy en el camino del Eliseo?
Lo inesperado de la pregunta me sacó una respuesta en la que no hubo deliberación por mi parte.
—¡Eso! —dije, y señalaba con el dedo hacia el punto en que estaba la litera.
—Eso puede ser delirium tremens o alucinación. Vamos al asunto. Usted no ha bebido: No se trata, pues, de un acceso alcohólico. Usted señala hacia un punto en dónde no se ve cosa alguna, y, sin embargo, veo que suda y tiembla como un potro asustado. Hay algo de lo otro, y yo necesito enterarme. Véngase usted a mi casa. Está en el camino de Blessington.
Para consuelo mío, en vez de aguardarnos, la litera avanzó a 20 metros, y no la alcanzábamos ni al paso, ni al trote, ni al galope. En el curso de aquella larguísima cabalgata, yo referí al doctor casi todo lo que os tengo dicho.
—Por usted se me ha echado a perder una de mis mejores anécdotas —dijo él—, pero yo se lo perdono en vista de cuanto usted ha sufrido. Vayamos a casa, y sométase usted a mis indicaciones. Y cuando vuelva a la salud perfecta de antes, acuérdese, joven amigo mío, de lo que hoy le digo: hay que evitar siempre mujeres y alimentos de difícil digestión. Observe usted esta regla hasta el día de su muerte.
La litera estaba enfrente de nosotros, y las dos patillas azafranadas se reían, celebrando la exacta descripción que yo hacía del sitio en donde se había detenido el calesín fantástico.
—Pansay, Pansay, recuérdelo usted: todo es ojos, cerebro y estómago. Pero el gran regulador es el estómago. Usted tiene un cerebro muy lleno de pretensiones a la dominación, un estómago diminuto y dos ojos que no funcionan bien. Pongamos en orden el estómago, y lo demás vendrá por añadidura. Hay unas píldoras que obran maravillas.
Desde este momento yo voy a encargarme de usted con exclusión de cualquier otro colega. Usted es un caso clínico demasiado interesante para que yo pase de largo sin someterlo a un estudio minucioso.
Nos cubrían las sombras del camino de Blessington en su parte más baja, y la litera llegó a un recodo estrecho, dominado por un peñasco cubierto de pinos. Yo instintivamente me detuve y di la razón que tenía para ello. Heatherlegh me interrumpió lanzando un juramento:
—¡Con mil legiones del infierno! ¿Cree usted que voy a quedarme aquí toda la noche, y enfriarme los huesos, sólo porque un caballero que me acompaña es víctima de una alucinación en que colaboran el estómago, el cerebro y los ojos? No; mil gracias. Pero ¿qué es eso?
Eso era un sonido sordo, una nube de polvo que nos cegaba, un chasquido después, la crepitación de las ramas al desgajarse y una masa de pinos desarraigados que caían del peñasco sobre el camino y nos cerraban el paso. Otros árboles fueron también arrancados de raíz; los vimos tambalearse entre las sombras, como gigantes ebrios, hasta caer en el sitio donde yacían los anteriores, con un estrépito semejante al del trueno. Los caballos estaban sudorosos y paralizados por el miedo. Cuando cesó el derrumbamiento de la enhiesta colina, mi compañero dijo:
—Si no nos hubiéramos detenido, en este instante nos cubriría una capa de tierra y piedras de tres metros de espesor. Habríamos sido muertos y sepultados a la vez. «Hay en los cielos y en la tierra otros prodigios», como dice Hamlet. A casa, Pansay, y demos gracias a Dios. Yo necesito un cordial.
Volvimos grupas y tomando por el puente de la iglesia, me encontré en la casa del doctor Heatherlegh, poco después de las doce de la noche.
Sin pérdida de momento, el doctor comenzó a prodigarme sus cuidados, y no se apartó de mí durante una semana. Mientras estuve en su casa, tuve ocasión de bendecir mil veces la buena fortuna que me había puesto en contacto con el más sabio y amable de los médicos de Simla. Día por día iban en aumento la lucidez y la ponderación de mi espíritu. Día por día también me sentía yo más inclinado a aceptar la teoría de la ilusión espectral producida por obra de los ojos, del cerebro y del estómago.
Escribí a Kitty diciéndole que una ligera torcedura, producida por haber caído del caballo, me obligaba a no salir de casa durante algunos días, pero que mi salud estaría completamente restaurada antes de que ella tuviese tiempo de extrañar mi ausencia.
El tratamiento de Heatherlegh era sencillo hasta cierto punto. Consistía en píldoras para el hígado, baños fríos y mucho ejercicio de noche o en la madrugada, porque, como él decía muy sabiamente, un hombre que tiene luxado un tobillo, no puede caminar doce millas diarias, y menos aún exponerse a que la novia lo vea o crea verlo en el paseo, juzgándolo postrado en cama.
Al terminar la semana, después de un examen atento de la pupila y del pulso, y de indicaciones muy severas sobre la alimentación y el ejercicio a pie, Heatherlegh me despidió tan bruscamente como me había tomado a su cargo. He aquí la bendición que me dio cuando partí:
—Garantizo la curación del espíritu, lo que quiere decir que he curado los males del cuerpo. Recoja usted sus bártulos al instante y dedique todos sus afanes a la señorita Kitty.
Yo quería darle las gracias por su bondad, pero él me interrumpió.
—No tiene usted nada que agradecer. No hice esto por afecto a su persona. Creo que su conducta ha sido infame, pero esto no quita que sea usted un fenómeno, un fenómeno curioso en el mismo grado que es indigna su conducta de hombre.
Y deteniendo un movimiento mío, agregó:
—No; ni una rupia. Salga usted, y vea si puede encontrar su fantasma, obra de los ojos, del cerebro y del estómago. Le daré a usted un lakh [es decir, 100,000 rupias o 6,600 libras esterlinas] si esa litera vuelve a presentársele.
Media hora después me hallaba yo en el salón de los Mannering, al lado de Kitty, ebrio con el licor de la dicha presente y por la seguridad de que la sombra fatal no volvería a turbar la calma de mi vida. La fuerza de mi nueva situación me dio ánimo para proponer una cabalgata, y para ir de preferencia a la ronda de Jakko.
Nunca me había sentido tan bien dispuesto, tan rebosante de vitalidad, tan pletórico de fuerzas, como en aquella tarde del 30 de abril. Kitty estaba encantada de ver mi aspecto, y me expresó su satisfacción con aquella deliciosa franqueza y aquella espontaneidad de palabra que da tanta seducción. Salimos juntos de la casa de los Mannering hablando y riendo, y nos dirigimos como antes por el camino de Chota.
Yo estaba ansioso de llegar al estanque de Sanjowlie para que mi seguridad se confirmase en una prueba decisiva. Los caballos trotaban admirablemente, pero yo sentía tal impaciencia, que el camino me pareció interminable. Kitty se mostraba sorprendida de mis ímpetus.
—Jack —dijo al cabo—, pareces un niño. ¿Qué es eso?
Pasábamos por el convento, y yo hacía dar corvetas a mi galés, pasándole por encima la presilla del látigo para excitarlo con el cosquilleo.
—¿Preguntas que hago? Nada. Esto y nada más. Si supieras lo que es pasar una semana inmóvil, me comprenderías y me imitarías.
Recité una estrofa que celebra la dicha de vivir, que canta el júbilo de nuestra comunión con la naturaleza y que invoca a Dios, Señor de cuanto existe y de los cinco sentidos del hombre.
Apenas había yo terminado la cita poética, después de trasponer con Kitty el recodo que hay en el ángulo superior del convento, y ya no nos faltaban sino algunos metros para ver el espacio que se abre hasta Sanjowlie, cuando en el centro del camino a nivel aparecieron las cuatro libreas blanco y negro, el calesín amarillo y la señora Keith Wessington. Yo me erguí, miré, me froté los ojos, y creo que dije algo.
Lo único que recuerdo es que al volver en mí, estaba caído boca abajo en el centro de la carretera, y que Kitty, de rodillas, se hallaba hecha un mar de lágrimas.
—¿Se ha ido ya? —pregunté anhelosamente. Kitty se puso a llorar con más amargura.
—¿Se ha ido? No sé lo que dices. Debe ser un error, un error lamentable.
Al oír estas palabras, me puse en pie loco, rabioso.
—Sí, hay un error, un error lamentable —repetía yo—. ¡Mira, mira hacia allá!
Tengo el recuerdo indistinto de que cogí a Kitty por la muñeca, y de que me la llevé al lugar en donde estaba aquello. Y allí imploré a Kitty para que hablase con la sombra, para que le dijese que ella era mi prometida, y que ni la muerte ni las potencias infernales podrían romper el lazo que nos unía. Sólo Kitty sabe cuántas cosas más dije entonces. Una y otra, y mil veces dirigí apasionadas imprecaciones a la sombra que se mantenía inmóvil en la litera, rogándole que me dejase libre de aquellas torturas mortales. Supongo que en mi exaltación revelé a Kitty los amores que había tenido con la señora Wessington, pues me escuchaba con los ojos dilatados y la faz intensamente pálida.
—Gracias, señor Pansay; ya es bastante.
Y agregó dirigiéndose a su palafrenero:
—Syce, ghora lao.
Los dos syces [palafreneros], impávidos como buenos orientales, se habían aproximado con los dos caballos que se escaparon en el momento de mi caída. Kitty montó y yo asiendo por la brida el caballo árabe, imploraba indulgencia y perdón.
La única respuesta fue un latigazo que me cruzó la cara desde la boca hasta la frente, y una o dos palabras de adiós que no me atrevo a escribir. Juzgué por lo mismo, y estaba en lo justo, que Kitty se había enterado de todo. Volví vacilando hacia la litera. Tenía el rostro ensangrentado y lívido, desfigurado por el latigazo. Moralmente era yo un despojo humano.
Heatherlegh, que probablemente nos seguía, se dirigió hacia donde yo estaba.
—Doctor —dije, mostrándole mi rostro—, he aquí la firma con que la señorita Mannering ha autorizado mi destitución. Puede usted pagarme el lakh de la apuesta cuando lo crea conveniente, pues la ha perdido.
A pesar de la tristísima condición en que yo me encontraba, el gesto que hizo Heatherlegh podía mover a risa.
—Comprometo mi reputación profesional… —Fueron sus primeras palabras.
Y las interrumpí diciendo a mi vez:
—Ésas son necedades. Ha desaparecido la felicidad de mi vida. Lo mejor que usted puede hacer es llevarme consigo.
El calesín había huido. Pero antes de eso, yo perdí el conocimiento de la vida exterior. El crestón de Jakko se movía como una nube tempestuosa que avanzaba hacia mí.
Una semana más tarde, esto es, el 7 de mayo, supe que me hallaba en la casa de Heatherlegh tan débil como un niño de tierna edad. Heatherlegh me miraba fijamente desde su escritorio. Las primeras palabras que pronunció no me llevaron un gran consuelo, pero mi agotamiento era tal, que apenas si me sentí conmovido por ellas.
—La señorita Kitty ha enviado las cartas de usted. La correspondencia, a lo que veo, fue muy activa. Hay también un paquete que parece contener una sortija. También venía una cartita muy afectuosa de papá Mannering, que me tomé la libertad de leer y quemar. Ese caballero no se muestra muy satisfecho de la conducta de usted.
—¿Y Kitty? —pregunté neciamente.
—Juzgo que está todavía más indignada que su padre, según los términos en que se expresa.
»Ellos me hacen saber igualmente que antes de mi llegada al sitio de los acontecimientos usted refirió un buen número de reminiscencias muy curiosas. La señorita Kitty manifiesta que un hombre capaz de haber lo que usted hizo con la señora Wessington, debería levantarse la tapa de los sesos para librar a la especie humana de tener un semejante que la deshonra. Me parece que la damisela es persona más para pantalones que para faldas.
»Dice también que usted ha de haber llevado almacenada en la caja del cuerpo una cantidad muy considerable de alcohol cuando el pavimento de la carretera de Jakko se elevó hasta tocar la cara de usted. Por último, jura que antes morirá que volver a cruzar con usted una sola palabra».
Yo di un suspiro, y volví la cara al rincón.
—Ahora elija usted, querido amigo. Las relaciones con la señorita Kitty quedan rotas, y la familia Mannering no quiere causarle a usted un daño de trascendencia. ¿Se declara terminado el noviazgo a causa de un ataque de delirium tremens, o por ataques de epilepsia?
»Siento no poder darle a usted otra causa menos desagradable, a no ser que echemos mano al recurso de una locura hereditaria. Diga usted lo que le parezca, y yo me encargo de lo demás. Toda Simla está enterada de la escena ocurrida en la Milla de las lamas. Tiene usted cinco minutos para pensarlo».
Creo que durante esos cinco minutos exploré lo más profundo de los círculos infernales, por lo menos lo que es dado al hombre conocer de ellos mientras lo cubre una vestidura carnal. Y me era dado, a la vez, contemplar mi azarosa peregrinación por los tenebrosos laberintos de la duda, del desaliento y de la desesperación.
—Me parece que esas personas se muestran muy exigentes en materia de moralidad. Déles usted a todas ellas expresiones afectuosas de mi parte. Y ahora quiero dormir un poco más.
Los dos sujetos que hay en mí se pusieron de acuerdo para reunirse y conferenciaron, pero el que es medio loco y medio endemoniado, siguió agitándose en el lecho y trazando paso a paso el viacrucis del último mes.
«Estoy en Simla —me repetía a mí mismo—; yo, Jack Pansay, estoy en Simla, y aquí no hay duendes. Es una insensatez de esa mujer decir que los hay. ¿Por que Inés no me dejó en paz? Yo no le hice daño alguno. Pude haber sido yo la víctima, como lo fue ella. Yo no la maté de propósito. ¿Por qué no me deja solo… solo y feliz?».
Serían las doce del día cuando desperté, y el sol estaba ya muy cerca del horizonte cuando me dormí. Mi sueño era el del criminal que se duerme en el potro del tormento, más por fatiga que por alivio.
Al día siguiente no pude levantarme. El doctor Heatherlegh me dijo por la mañana que había recibido una respuesta del señor Mannering y que gracias a la oficiosa mediación del médico y del amigo, toda la ciudad de Simla me compadecía por el estado de mi salud.
—Como ve usted —agregó en tono jovial—, esto es más de lo que usted merece, aunque en verdad ha pasado una tormenta muy dura. No se desaliente; sanará usted, monstruo de perversidad.
Pero yo sabía que nada de lo que hiciera Heatherlegh aliviaría la carga de mis males.
A la vez que este sentimiento de una fatalidad inexorable, se apoderó de mí un impulso de rebelión desesperada e impotente contra una sentencia injusta. Había muchos hombres no menos culpables que yo, cuyas faltas, sin embargo, no eran castigadas, o que habían obtenido el aplazamiento de la pena hasta la otra vida.
Me parecía por lo menos una iniquidad muy cruel y muy amarga que sólo a mí se me hubiese reservado una suerte tan terrible. Esta preocupación estaba destinada a desaparecer para dar lugar a otra en la que el calesín fantástico y yo éramos las únicas realidades positivas de un mundo poblado de sombras. Según esta nueva concepción, Kitty era un duende; Mannering, Heatherlegh y todas las personas que me rodeaban eran duendes también; las grandes colinas grises de Simla eran sombras vanas formadas para torturarme.
Durante siete días mortales fui retrogradando y avanzando en mi salud, con recrudecimientos y mejorías muy notables; pero el cuerpo se robustecía más y más, hasta que el espejo, no ya sólo Heatherlegh, me dijo que compartía la vida animal de los otros hombres.
¡Cosa extraordinaria! En mi rostro no había signo exterior de mis luchas morales. Estaba algo pálido, pero era tan vulgar y tan inexpresivo como siempre. Yo creí que me quedaría alguna alteración permanente, alguna prueba visible de la dolencia que minaba mi ser. Pero nada encontré.
El 15 de mayo, a las once de la mañana, salí de la casa de Heatherlegh, y el instinto de la soltería me llevó al Club. Todo el mundo conocía el percance de Jakko, según la versión de Heatherlegh. Se me recibió con atenciones y pruebas de afecto que en su misma falta de refinamiento acusaban más aún el exceso de la cordialidad. Sin embargo, pronto advertí que estaba entre la gente sin formar parte de la sociedad, y que durante el resto de mis días habría de ser un extraño para todos mis semejantes. Envidiaba con la mayor amargura a los coolies que reían en el Mallo. Comí en el mismo Club, y a las cuatro de la tarde bajé al paseo con la vaga esperanza de encontrar a Kitty. Cerca del quiosco de la música se me reunieron las libreas blanco y negro de los cuatro jampanies y oí el conocido lamento de la señora Wessington. Yo lo esperaba por cierto desde Bali, y sólo me extrañaba la tardanza. Seguí por el camino de Chota llevando la litera fantástica a mi lado. Cerca del bazar, Kitty y un caballero que la acompañaba nos alcanzaron y pasaron delante de la señora Wessington y de mí. Kitty me trató como si yo fuera un perro vagabundo. No acortó siquiera el paso, aunque la tarde lluviosa hubiera justificado una marcha menos rápida. Seguimos, pues, por parejas: Kitty con su caballero, y yo con el espectro de mi antiguo amor. Así dimos vueltas por la ronda de Jakko. El camino estaba lleno de baches; los pinos goteaban como canales sobre las rocas; el ambiente se había saturado de humedad. Dos o tres veces oí mi propia voz que decía:
—Yo soy Jack Pansay, con licencia en Simla, ¡en Simla! Es la Simla de siempre, una Simla concreta. No debo olvidar esto; no debo olvidarlo.
Después procuraba recordar las conversaciones del Club: los precios que fulano o zutano habían pagado por sus caballos; todo, en fin, lo que forma la trama de la existencia cotidiana en el mundo angloindio, para mí tan conocido.
Repetía la tabla de multiplicar, para persuadirme de que estaba en mis cabales. La tabla de multiplicar fue para mí un gran consuelo, e impidió tal vez que oyera durante algún tiempo las imprecaciones de la señora Wessington.
Una vez más subí fatigosamente la cuesta del convento y entré por el camino a nivel. Kitty y el caballero que la acompañaba partieron al trote largo, y yo quedé solo con la señora Wessington.
—Inés —dije—, ¿quieres ordenar que se baje esa capota y explicarme la significación de lo que pasa?
La capota bajó sin ruido, y yo quedé frente a frente de la muerta y sepultada amante.
Vestía el mismo traje que le vi la última vez que hablamos en vida de ella; llevaba en la diestra el mismo pañuelo, y en la otra mano el mismo tarjetero. ¡Una mujer enterrada hacía ocho meses, y con tarjetero!
Volví a la tabla de multiplicar, y apoyé ambas manos en la balaustrada del camino, para cerciorarme de que al menos los objetos inanimados eran reales.
—Inés —repetí—, dime, por piedad, lo que significa esto.
Si mi narración no hubiera pasado ya todos los límites que el espíritu del hombre asigna a lo que se puede creer, sería el caso de que os presentara una disculpa por esta insensata descripción de la escena. Sé que nadie me creerá —ni Kitty, para quién en cierto modo escribo, con el deseo de justificarme—; así, pues, sigo adelante. La señora Wessington hablaba según lo tengo dicho, y yo seguí a su lado desde el camino de Sanjowlie hasta el recodo inferior de la Casa del Comandante General, como hubiera podido ir cualquier jinete conversando animadamente con una mujer de carne y hueso que pasea en litera. Acababa de apoderarse de mí la segunda de las preocupaciones de mi enfermedad —la que más me atormenta—, y como el Príncipe en el poema de Tennyson, «Yo vivía en un mundo fantasma».
Había habido una fiesta en la Casa del Comandante General, y nos incorporamos a la muchedumbre que salía del Garden-Party. Todos los que nos rodeaban eran espectros —sombras impalpables y fantásticas—, y la litera de la señora Wessington pasaba a través de sus cuerpos. No puedo decir lo que hablé en aquella entrevista, ni aún cuando pudiera, me atrevería a repetirlo.
¿Qué habría dicho Heartherlegh? Sin duda, su comentario hubiera sido que yo andaba en amoríos con quimeras creadas por una perturbación de la vista, del cerebro y del estómago. Mi experiencia fue lúgubre, y sin embargo, por causas indefinibles su recuerdo es para mí maravillosamente grato. ¿Podía cortejar, pensaba yo, y en vida aún, a la mujer que había sido asesinada por mi negligencia y mi crueldad?
Vi a Kitty cuando regresábamos: era una sombra entre sombras.
Si os describiera todos los incidentes de los quince días que siguieron a aquél, mi narración no terminaría, y antes que ella, acabaría vuestra paciencia. Mañana y tarde me paseaba yo por Simla y sus alrededores acompañando a la dama de la litera fantástica. Las cuatro libreas blanco y negro me seguían por todas partes, desde que salía del hotel hasta que entraba de nuevo. En el teatro, veía a mis cuatro jampanies mezclados con los otros jampanies y dando alaridos con ellos. Si después de jugar al whist en el Club me asomaba a la terraza, allí estaban los jampanies. Fui al baile del aniversario, y al salir vi que me aguardaban pacientemente. También me acompañaban cuando en plena luz hacía visitas a mis amistades.
La litera parecía de madera y de hierro, y no difería de una litera material sino en que no proyectaba sombra. Más de una vez, sin embargo, he estado a punto de dirigir una advertencia a algún amigo que galopaba velozmente hacia el sitio ocupado por la litera. Y más de una vez mi conversación con la señora Wessington ha sorprendido y maravillado a los transeúntes que me veían en el Mallo.
No había transcurrido aún la primera semana de mi salida de casa de Heatherlegh, y ya se había descartado la explicación del ataque, acreditándose en lugar de ella la de una franca locura, según se me dijo. Esto no alteró mis hábitos. Visitaba, cabalgaba, cenaba con amigos lo mismo que antes. Nunca como entonces había sentido la pasión de la sociedad.
Ansiaba participar de las realidades de la vida, y a la vez sentía una vaga desazón cuando me ausentaba largo rato de mi compañera espectral. Sería imposible reducir a un sistema la descripción de mis estados de alma desde el 15 de mayo a la fecha en que trazo estas líneas.
La calesa me llenaba alternativamente de horror, de un miedo paralizante, de una suave complacencia y de la desesperación mis profunda. No tenía valor para salir de Simla, y, sin embargo, sabía que mi estancia en esa ciudad me mataba. Tenía, por lo demás, la certidumbre de que mi destino era morir paulatinamente y por grados, día tras día. Lo único que me inquietaba era pasar cuanto antes mi expiación. Tenía, a veces, un ansia loca de ver a Kitty, y presenciaba sus ultrajantes flirteos con mi sucesor, o para hablar más exactamente con mis sucesores. El espectáculo me divertía.
Estaba Kitty tan fuera de mi vida, como yo de la de ella. Durante el paseo diurno yo vagaba en compañía de la señora Wessington, con un sentimiento que se aproximaba al de la felicidad. Pero al llegar la noche, dirigía preces fervientes a Dios para que me concediese volver al mundo real que yo conocía. Sobre todas estas manifestaciones flotaba una sensación incierta y sorda de la mezcla de lo visible con lo invisible, tan extraña e inquietante que bastaría por sí sola para cavar la tumba de quién fuese acosado por ella.
27 de agosto.— Heatherlegh ha luchado infatigablemente. Ayer me dijo que era preciso enviar una solicitud de licencia por causa de enfermedad. ¡Hacer peticiones de esta especie fundándolas en que el signatario tiene que librarse de la compañía de un fantasma! ¡El Gobierno querrá, graciosamente, permitir que vaya a Inglaterra uno de sus empleados, a quien acompañan de continuo cinco espectros y una litera irreal!
La indicación de Heatherlegh provocó una carcajada histérica. Yo le dije que aguardaría el fin tranquilamente en Simla, y que el fin estaba próximo. Creedme: lo temo tanto, que no hay palabras con que expresar mi angustia. Por la noche me torturo imaginando las mil formas que puede revestir mi muerte.
¿Moriré decorosamente en la cama, como cumple a todo caballero inglés, o un día haré la última visita al Mallo, y de allí volará mi alma, desprendida del cuerpo, para no separarse más del lúgubre fantasma? Yo no sé tampoco si en el otro mundo volverá a renacer el amor que ha desaparecido, o si cuando encuentre a Inés me unirá a ella, por toda una eternidad, la cadena de la repulsión. Yo no sé si las escenas que dejaron su última impresión en nuestra vida flotarán perpetuamente en la onda del Tiempo. A medida que se aproxima el día de mi muerte, crece más y más en mí la fuerza del horror que siente toda carne a los espíritus de ultratumba.
Es más angustioso aún ver cómo bajo la rápida pendiente que me lleva a la región de los muertos, con la mitad de mi ser muerto ya. Compadecedme, y hacedlo siquiera por mi ilusión; pues yo bien sé que no creeréis lo que acabo de escribir. Y sin embargo, si hubo alguien llevado a la muerte por el Poder de las Tinieblas, ese hombre soy yo.
Y también compadecedla, en justicia. Si hubo alguna mujer muerta por obra de un hombre; esa mujer fue la señora Wessington. Y todavía me falta la última parte de la expiación.
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