Rainer María Rilke
(Praga, 1875 - Suiza, 1926)

Sonetos a Orfeo (1923)
(Die Sonette an Orpheus)
Versión de Carlos Barral

PRIMERA PARTE

I

Un árbol se irguió entonces. ¡Oh elevación pura!
¡Orfeo canta! ¡Árbol esbelto en el oído!
Todo enmudece. Mas del total silencio
surge un principio, la señal, el cambio.

Bestias de silencio se arrancaron a la clara
selva liberada de nidos y guaridas;
fue manifiesto entonces que ni la astucia
ni el miedo las amansaban de ese modo,

sino el oído. Rugidos, bramidos, gritos
empequeñecieron en sus corazones. Y donde no había
sino una cabaña apenas en donde acoger el sonido,

un refugio de deseo oscurísimo
con un umbral de temblorosas jambas;
tú les creaste un templo en el oído.


II

Muchacha casi y surgió
de esa sola ventura del canto y de la lira
y brilló luminosa en sus primaverales velos
y se hizo un lecho en mi oído.

Y se durmió en mí. Y todo era su sueño.
Los árboles que me admiraron, esas
sensibles afueras o aquellos prados ya sentidos
y cada nuevo asombro que me sobrecogía.

… Adormeció al mundo. Oh dios rapsoda, ¿de qué modo
la limitaste para que no exigiese
al punto despertar? Mira, fue y duerme.

Su muerte, ¿dónde está? ¿O hallarás todavía ese tema
antes de que tu canto se consume?
¿Y adonde huye de mí…? Muchacha casi…


III

Posible es para un dios. Mas, dime, ¿cómo
podrá seguirle un hombre con la angosta lira?
Su ánimo es discorde. Y en la cruz de dos sendas de corazón
no puede el templo de Apolo ser levantado.

Cantar como tú enseñas no es anhelo
ni deseo de algo que pueda ser conseguido.
Canto es existencia. Para un dios es fácil.
Pero nosotros ¿cuándo existimos? Y él ¿cuándo declina

hasta nuestro ser la tierra y las estrellas?
No tan sólo porque amas eres adolescente,
ni aun siquiera cuando la voz irrumpe en tu boca. Sabe

olvidar que cantas. El canto fluye.
Cantar es en verdad otro aliento,
un soplo en torno de nada. Un vuelo en Dios. Un viento.


IV

Oh vosotros, tiernos, penetrad alguna vez
en el soplo que os ignora,
dejad que en vuestras mejillas se divida
y que se estremezca detrás de vosotros, reunido de nuevo.

Oh bienaventurados, elegidos, vosotros,
a quienes se asemeja el principio de los corazones,
arco de saetas y blanco de saetas,
más eterna tras las lágrimas brilla vuestra sonrisa.

No temáis el sufrimiento. Devolved
la gravedad a la tierra y a su peso;
pesados son los montes y pesados los mares.

Y aun los árboles que en vuestra niñez plantasteis
se hicieron con el tiempo demasiado pesados y no los podéis llevar,
Pero los aires… los espacios…


V

No erijáis estela alguna. Dejad tan sólo que la rosa
florezca de año en año en su memoria.
Porque es Orfeo. Metamorfosis suyas
esto y aquello. En vano será el afán

de buscar otros nombres. De una vez para siempre
es Orfeo quien canta. Viene y se va.
¿No basta con que a veces sobreviva
de las rosas unos días al ocaso?

¡Oh si entendieseis que se ha de desvanecer
aunque desvanecerse le atormentara!
Mientras aquí perdura su palabra,

él está donde no puede ser seguido.
La reja de la lira no aprisiona sus manos,
y el tránsito es en él obediencia.


VI

¿Acaso es de este mundo? No, de ambos reinos
se nutre su más vasta naturaleza.
Más sabiamente plegará las ramas de los sauces
quien de los sauces supo las raíces.

Cuando busquéis el lecho no dejéis sobre la mesa
pan o leche, porque convocan a los muertos.
Él, en cambio, conjurador, confunde
bajo la suavidad de los párpados

su aparición en todo lo visible,
y el sortilegio del humus o del rombo
es en él congruente y sencillo.

Nada puede alterar su verdadera imagen;
entre las tumbas como en las alcobas,
celebre el anillo, la cántara y la ajorca.


VII

Cantar, sí. Con la misión de cantar
surge, como el mineral, del silencio de la piedra.
Su corazón, oh transitorio lagar,
destila un vino que los hombres no podrán agotar nunca.

Jamás, entre el polvo, la voz le flaquea
cuando es tocado del divino ejemplo.
Todo se hace viña, racimo todo,
maduro en su Austro sensible.

Ni la podre de los reyes en las sepulturas
desmentirá su canto,
ni la sombra que los dioses ciernen.

Él es uno de los eternos mensajeros
que más allá del umbral de los muertos
levantan la copa de gloriosos frutos.


VIII

Tan sólo en el espacio del canto cabe
la lamentación, ninfa de la fuente luctuosa
que guarda el poso en que precipitamos,
porque ha de ser purificado junto a esa roca misma

que produce los pórticos y los altares.
Mira cómo apunta en sus espaldas silenciosas
la conciencia de ser la más joven
entre las que en el ánimo se le hermanan.

La alegría sabe, la nostalgia confiesa,
sólo la lamentación aprende aún: Con manos de muchacha
mide noche a noche el mal Antiguo.

Mas de pronto, con un gesto inexperto y oblicuo,
alza una constelación de nuestra voz
al cielo que no turba su aliento.


IX

Tan sólo quien hubiere levantado la lira
también en las tinieblas,
intuirá y cantará
la infinita alabanza.

Sólo quien con los muertos haya comido
la adormidera de los muertos,
no perderá jamás
el más sutil sonido.

En el estanque el reflejo
a menudo se sumerge:
Aprende la imagen.

En ese doble reino
se tornarán las voces
eternas y suaves.


X

A vosotros, nunca hurtados a mi tacto,
a vosotros saludo, sarcófagos antiguos,
por quienes el agua gozosa de los días romanos
como una errática canción transcurre.

O a aquellos otros, abiertos como ojos
de pastor al despertar, alegre,
llenos de silencio y zumbido por dentro
de los que un bando de grises mariposas se exhala[14].

A todos los que son arrancados a la duda
saludo, bocas abiertas de nuevo
que saben lo que callar significa.

¿Lo sabemos, oh amigos, o lo ignoramos acaso?
Ambas cosas configura la hora perpleja
en el rostro de los hombres.


[14] En la segunda estrofa del soneto se alude a las tumbas de la célebre necrópolis de Allyscamps, en Arlés, de la que se habla en los Cuadernos de Malte Laurids Bridge.

XI

Contempla el cielo; ¿alguna constelación se llama del caballero?
Porque está extrañamente grabada en nosotros
esa gloria de la tierra. Y ese «otro»
que lo lleva y detiene y que él conduce,

¿Acaso no es espoleada y refrenada luego,
esta nerviosa naturaleza del ser?
Camino y revuelta. Mas una presión los une.
Nuevos espacios. Y ya los dos son uno solo.

¿Pero existen? O tal vez a un tiempo meditan
ambos el camino que recorren juntos.
Ya el herrén y la mesa los separan indeciblemente

También la ligazón estelar es engañosa.
Mas alegrémonos ahora por un momento
de creer en la figura. Que ello basta.


XII

Gloria al espíritu que es capaz de juntarnos,
porque en verdad vivimos una vida en figuras
y a paso corto siguen las horas
de cerca a nuestro día verdadero.

Sin que sepamos de nuestro cierto lugar,
obramos según una referencia válida.
Las antenas sienten a las antenas,
y de las afueras vacías vino…

Pura tensión. ¡Oh música de las fuerzas!
¿Acaso las tareas livianas
no apartan de ti las turbaciones?

En vano el labrador hará y se preocupará,
que ese endonde en el que las espigas se truecan en verano
no está a su alcance. La tierra otorga.


XIII

Manzana en sazón, pera, plátano.
frambuesas… Todo ello habla
de vida y muerte en la boca… Presiento…
Leedlo en el rostro de un niño,

cuando las paladea. Lejano es su origen.
¿No se os borra lentamente el nombre de la Boca?
Donde no había sino palabras, fluyen hallazgos,
lenta y sabrosamente emancipados de la pulpa frutal.

Atreveos a decir a qué llamáis manzana.
Esa dulzura condensada al principio y que luego,
suavemente erguida en el gusto,

se esclarece y despierta y transparece.
Doblemente significativa, fébica y terrestre, de este mundo.
¡Oh experiencia, sensación, alegría gigantesca!


XIV

Limitamos con la flor, el pámpano y el fruto,
que nos hablan un lenguaje distinto del de las estaciones.
Una revelación múltiple de lo oscuro se pronuncia
envuelta en fulgor de envidia, tal vez

de los muertos que vigorizan la tierra.
¿Y qué sabemos de su parte en ello?
Porque desde antiguo nutren a su modo
con su tuétano libre el tuétano de la arcilla.

Tan sólo nos preguntamos: ¿de grado lo hacen?
¿O ese fruto, obra de lentos esclavos, se abalanza
como impelido hacia nosotros, a sus dueños?

¿O ellos son los dueños, los que duermen junto a las raíces
y de su turbia sustancia nos deparan
ese híbrido de fuerza silenciosa y besos?


XV

Esperad… tiene un sabor… Fugaz escapa.
… Apenas música, un crujiente enmudecer.
¡Muchachas, oh ardientes, silenciosas muchachas,
danzad el sabor del fruto comenzado!

Danzad la naranja. Quién podría olvidar
de qué modo, embebiéndose, resiste
a su dulzura. Os ha pertenecido.
Deliciosamente se ha convertido en vosotras.

Danzad la naranja. Abolid
vuestro cálido paisaje porque su sazón resplandece
en los aires de su patria. Encendidas, reveladla

perfume a perfume. Emparentad
con la corteza rehusadiza y pura,
con el zumo que gozosa la llena.


XVI

Eres, amigo mío, solitario, porque…
Paulatinamente nosotros nos apropiamos el mundo
con gestos de la mano y con palabras,
tal vez su más endeble y peligrosa parte.

¿Quién con el dedo señalará un olor?
Sin embargo, tú hueles muchas de las fuerzas
que de continuo nos amenazan. Conoces a los muertos
y ante el conjuro te sobresaltas.

Mira ahora nos cumple sobrellevar
como una integridad partes y fragmentos.
Penoso se hará ayudarte. Ante lodo no me siembres

en tu corazón. Crecería demasiado deprisa.
Mas quiero guiar la mano de mi Señor y decirle:
Helo aquí. Este es Esaú cubierto de vello.


XVII[15]

En lo profundo, el Padre, inextricable
de todos los linajes,
raíz, origen escondido,
que no vieron jamás.

Yelmo de combate y cuerno de montero,
sentencia de los encanecidos,
hombres en fraterna discordia,
mujeres como el laúd.

La rama oprime a la rama,
ni una sola se libera:
¡Oh sí, una! Sube… sube…

Se quiebran todavía.
Mas ésta, descollante,
se curva en lira.


[15] Este soneto está dedicado a un perro. En la expresión «la mano de mi Señor» se pone de manifiesto la relación existente entre el poeta y Orfeo, que aparece aquí como su Señor. El poeta quiere guiar esa mano, para que también ella, en virtud de su participación y entrega infinitas, bendiga al perro, que casi como Esaú (es decir Jacob —Génesis XXII, 27, 29—) se cubre de vello sólo por aspirar a una herencia de su corazón a la que no tiene derecho: hacerse partícipe de lo humano en la alegría y en la desgracia.

XVIII

¿Oyes, Señor, a lo nuevo
crujir y trepidar?
Profetas vienen
a ensalzarlo.

En verdad ningún oído escapará
al estrépito,
que el mecánico reino
quiere ser exaltado ahora.

Contempla la máquina,
mira cómo se venga y gira
y nos confunde y debilita.

Aunque tenga su fuerza de nosotros,
sin gratitud,
arrastra y sirve.


XIX

Cambie el mundo tan rápidamente
como las nubes de figura,
que cuanto fue terminado precipita
en el seno de las edades.

Por encima del cambio y del movimiento,
más abierto y más libre,
tu preludio prosigue,
dios de la lira.

Ni las penalidades se identifican,
ni se aprende el amor,
ni aquello que en la muerte nos separa

nos es revelado.
Tan sólo el poema sobre la tierra
consagra y glorifica.


XX

Pero a ti, Señor, ¿qué puedo ofrecerte, dime,
a ti que descubriste el oído a las criaturas?
Mi recuerdo de un día de primavera,
al anochecer, en Rusia, un caballo…

Venía de la aldea, blanco, solitario,
con la estaca pendiente de las maniotas,
a errar solo en la noche de las praderas.
Cómo golpeaban las crenchas de su crin

el cuello al compás de su arrogancia,
en el rudo galope entorpecido.
Sus arteriales fuentes de corcel, cómo manaban.

Sentía la pradera. Y de qué modo.
Cantaba y escuchaba. Tu saga entera
se encerraba en él.
                  Te ofrezco su imagen.


XXI

Canta, oh corazón, los jardines que ignoras, los jardines
como en cristal vertidos, inaccesibles, claros.
Aguas y rosas de Ispahan, de Esquita
canta felices, ensálzalas, a nada comparables.

Muestra, corazón, que nunca de ellos careciste,
porque te evocan, ellos y sus frutos sazonantes.
Porque con ellos, entre sus ramas florecidas,
asomas a los aires como de rostros transidos.

Estima error que existan privaciones
para los que llegaron a la conclusión de ser.
Hilo de seda, en el tejido intervienes.

Sea cual sea la imagen a la que por dentro te sujetas
(aunque fuese un momento de vida atormentada),
siente que el entero, el glorioso tapiz es concebido.


XXII

Oh, pese al destino, la exultancia magnífica
de nuestro ser rebosa por los parques en espuma,
o en figuras de piedra, junto a las crucerías
de pórticos esbeltos se erige, bajo los balcones.

La campana de bronce que el badajo
alza a diario contra la torpeza cotidiana.
O la sola columna de Karnak, columna
que a templos casi inmortales sobrevive.

Hoy los mismos excedentes precipitan
apenas como prisa, del día amarillo, extenso,
a la noche cuajada de luces cegadoras.

Pero el vértigo pasa sin dejar huella alguna.
Curvas de vuelo en el aire y aquellos que las trazaron
no son tal vez en vano. Por pensados tan sólo.


XXIII

Convócame a aquella de tus horas
que inacabablemente te resiste:
como rostro de perro próxima y suplicante,
mas reiterada siempre en el desvío

cuando juzgas por fin que está a la mano.
En mayor grado lo que escapa es tuyo.
Libres somos, Y en aquel mismo punto abandonados
donde esperamos ser bien recibidos.

Por un sostén clamamos con angustia,
para lo antiguo demasiado jóvenes
y viejos para aquello que aún no ha sido.

Somos justos tan sólo si ensalzamos,
porque somos, ¡ay!, la rama y el acero
y la dulzura del riesgo prematuro.


XXIV

¡Oh, ese placer renovado de sabernos de arcilla maleable!
Nadie ayudó casi a los que primero corrieron la aventura.
Y, sin embargo, ciudades surgieron sobre los golfos felices
y el agua y el aceite los cántaros llenaron.

Planeamos los dioses en osados conceptos
que el destino implacable nos torna a destruir
Mas son los Inmortales. Mirad, podemos
prestar oído atento al que asiste al final.

Nosotros, estirpe de milenios, padres
llenos siempre del hijo venidero
que un día descollante nos ha de estremecer.

Infinitamente aventurados, nosotros ¡cuánto tiempo tenemos!
Y tan sólo la muerte taciturna que sabe de qué somos
y lo que gana en cuantos préstamos nos hace.


XXV[22]

Escucha: Se oye el trabajo ya de las primeras
traíllas; de nuevo el ritmo humano
se cumple en el reposo callado de la tierra
vigorosa y abierta primavera. Con íntegro sabor

lo que está por venir se aparenta. A menudo
te sobrevino y parece llegar ahora
de nuevo como virgen. Siempre esperado
y nunca lo apresaste. Ello fue quien te tuvo.

De las encinas la hoja que remontó el invierno
fermento de futuro semeja en el ocaso.
Y se hacen entre sí los aires seña.

Negras son las malezas. Mas las pilas de estiércol
esparcen más sombría negrura por los prados.
Más joven cada hora que transcurre.


[22] Réplica a las canciones infantiles de primavera de la primera parte de los Sonetos.

XXVI

¡Cómo el grito del pájaro nos sobrecoge…
y cualquier grito que haya sido creado!
Los niños, en cambio, que a la intemperie juegan,
gritan junto a los gritos verdaderos.

Y gritan al azar. Los intersticios
del espacio universal (en el que salvo
entra el grito del pájaro como los hombres en los sueños)
fuerzan con las cuñas de su griterío.

¿En dónde estamos, dolor? Más libres constantemente,
con franjas de sonrisa, huimos a media altura
como cometas desasidas,

desgarradas por el viento. Ordena a los que gritan,
dios rapsoda, para que despierten rumorosos
y como una corriente portadora de la cabeza y de la lira.


XXVII

El tiempo destructor ¿existe realmente?
¿Cuándo sobre el monte apacible se derruirá el castillo?
Y este corazón que infinitamente a los dioses pertenece,
¿al Demiurgo cuándo se habrá de someter?

¿En verdad somos tan angustiosamente quebradizos
que quiera el destino hacérnoslo verificar?
La infancia acaso, prometedora y profunda,
más tarde ¿en las raíces enmudece?

Ah, el fantasma de la caducidad
se filtra como el humo
en el que fue sin malicia susceptible.

Así, como somos, y aun siendo pasajeros,
las permanentes fuerzas remontamos
para un divino menester.


XXVIII

Ve, retorna. Oh tú, casi niña[23], completa
tu figura de baile un instante
para que pura constelación una de esas danzas se haga,
en las que fugaces desbordamos a la oscura

naturaleza ordenadora. Que fue sólo movida
por el canto de Orfeo, en oído trocada íntegramente.
Era por ti por quien revivía el movimiento
levemente extrañado cuando un árbol vaciló

y anduvo junto a ti al ritmo del oído.
Supiste aquel lugar en que fuera la lira
sonora levantada: el inaudito centro.

Para él ensayaste tus más hermosos pasos
y a él te propusiste, en la fiesta total,
enderezar la senda y el rostro del amigo.


[23] A Wera.

XXIX

Siente, amigo silencioso[24] de múltiples afueras,
cómo tu aliento aún los espacios ensancha.
En el yugo de torres tenebrosas
consiente en ser tañido. Lo que en ti languidece

será fortalecido por ese tu alimento.
En la transformación penetra y surte.
¿Cuál es tu experiencia más penosa?
Si amargo te es beber, tórnate vino.

En esta noche de desmesura, hazte
conjuro en la cruz de tus sentidos,
sentido de su extraña convergencia.

Y si de lo terrestre fueras descuidado,
a la callada tierra exclama: fluyo.
A las rápidas aguas diles: soy.


[24] A un amigo de Wera.



SEGUNDA PARTE
Versión de Jaime Ferreiro Alemparte

I

¡Oh, aliento, tú, invisible poema!
Puro trueque jamás interrumpido
del propio ser y el espacio del mundo.
Equilibrio en el que rítmicamente me sucedo.

Onda única del mar
que paulatinamente soy;
tú, el más rico en reservas de los mares
posibles, pura ganancia de espacio.

Cuántos de estos puntos de los espacios
estuvieron ya interiormente en mí.
Algunos vientos son como hijos míos.

¿Me reconoces tú, aire, lleno aún de lugares
en otro tiempo míos? Tú, una vez, lisa corteza,
redondez y hoja de mis palabras.


II

Como a veces al maestro la hoja inmediata
le priva a hurtadillas del trazo auténtico:
así a menudo los espejos toman en sí
la única y sacra sonrisa de las muchachas,

cuando, a solas, comprueban la mañana,–
o a la luz de serviciales velas.
Y en el aliento de auténticos rostros,
más tarde, cae tan sólo un reflejo.

Cuántos ojos no han reparado antaño en el lento
morir del encendido hollín de las chimeneas:
miradas de la vida, para siempre extinguidas.

Ay, ¿quién de la tierra sabe las pérdidas?
Sólo aquel que, nacido para el Todo,
entone sin embargo la alabanza.


III

Espejos: no se ha dicho aún con certeza
cuál sea vuestra esencia.
Como hechos de orificios de cedazo
llenos estáis de intervalos de tiempo.

Pródigos aún del salón vacío,–
vastos como bosques en el crepúsculo…
Y el candelabro, cual cuerna ramosa de ciervo,
pasa a través de vuestra inviolabilidad.

A veces estáis llenos de pinturas.
Algunas parecen haber entrado en vosotros,
otras las rechazáis tímidamente.

Pero quedará la más hermosa, hasta
que el claro y disuelto Narciso
penetre allí en sus cerradas mejillas.


IV[*]

Oh, éste es el animal que no existió.
No lo vieron, y, sin embargo, amaron
su andadura y sus modales, su cuello,
y aun la luz sosegada de sus ojos.

No existió, no. Pero porque lo amaron
fue un animal puro. Diéronle espacio.
Y en este espacio, claro y libre, alzó
grácil la cabeza y no le hizo falta

existir. No le nutrieron con grano,
sólo con la eventualidad de ser.
Y ésta le dio tal fuerza al animal

que un cuerno creció en su frente. Unicornio.
Se acercó todo blanco a una doncella,
y fue en su espejo de plata y en ella.


[*] El unicornio tiene antiguas significaciones en relación con la virginidad, celebradas de continuo durante la Edad Media. De ahí la afirmación de que este ser, inexistente para los profanos, existe tan pronto como aparece en el espejo de plata que le presenta la doncella (véanse los tapices del siglo XV) y en «ella», a manera de un segundo espejo igualmente puro, igualmente oculto. (N. del A.)

V

Músculo de la flor, que abre a la anémona
poco a poco la mañana del prado,
hasta verterse en su seno la luz
polífona de los cielos sonoros;

en la floral estrella silenciosa
músculo tenso de inmensa acogida,
a veces por tal plenitud vencido
que el aviso del ocaso al reposo

apenas es capaz de devolverte
los bordes de desfallecidos pétalos:
¡tú, vigor resuelto de tantos mundos!

Nosotros violentos, vivimos más.
Pero ¿cuándo, en cuál de todas las vidas
somos al fin francos y receptores?


VI[*]

Oh tú entronizada rosa, para los antiguos
eras un cáliz de borde sencillo.
Para nosotros eres la flor plena e infinita,
un objeto inagotable.

En tu riqueza luces vestido sobre vestido
alrededor de un cuerpo hecho tan sólo de esplendor;
pero a la vez cada uno de tus pétalos
es como un negar y rehusar todo ropaje.

A través de los siglos nos llega tu perfume,
llamándonos con sus nombres más dulces;
de pronto descansa como un loor en el aire.

Pero no lo sabemos nombrar, lo adivinamos…
Y va a incorporarse a él el recuerdo
que suplicamos en las horas de evocación.


[*] La rosa de los antiguos es una eglantine roja y amarilla, los colores que se muestran en la llama. Florece aquí, en el Valais, en contados jardines. (N. del A.)

VII

Flores, al fin allegadas de ordenadoras manos,
(manos de muchachas, lo mismo entonces que hoy)
que a menudo extendidas en la mesa del jardín
yacéis desfallecientes y tiernamente heridas,

en espera del agua que os reponga una vez más
de la muerte incipiente –, y enseguida
de nuevo erguidas entre los chorreantes polos
de unos dedos sensibles capaces de acrecentar

aún más el bienestar que presentíais, oh vosotras, aladas,
cuando os reencontrasteis en el búcaro esparciendo
lento frescor y el tibio aliento de las muchachas

cual confesiones de turbios y extenuantes pecados
de que se hicieron culpables al cortaros, ahora de nuevo
en relación con ellas, cuyo florecer quiere unirse al vuestro.


VIII[*]

Oh vosotros, los pocos compañeros de juego de la infancia
transcurrida por los jardines dispersos de la ciudad:
cómo nos encontrábamos gustando perplejos el encuentro,
y, como el cordero con la cartela,

hablábamos callando. No era nuestra alegría
cuando de súbito nos alegrábamos. ¿De quién era?
Y cómo se disolvía entre la muchedumbre que pasaba
y en la angustia del año y su longura.

Los coches pasaban rodando extraños delante de nosotros.
Las casas nos rodeaban imponentes, pero irreales, y nunca
ninguna nos conocía. ¿Qué había de real en todo aquello?

Nada. Sólo las pelotas. Sus arcos magníficos.
Tampoco los niños… Pero alguna vez se ponía uno,
ay, uno que pronto se iba a morir, debajo de la pelota en descenso.

In memoriam de Egon von Rilke.

[*] Cuarto verso: el cordero (en los cuadros), que habla sólo por conducto de la cartela al pie. (N. del A.)

IX

Jueces, no os jactéis de la superfluidad del suplicio,
ni de que el hierro no apriete ya más en el cuello.
Ningún, ningún corazón se ha elevado, porque una voluntaria
contracción de clemencia os haga más enternecedora la mueca.

Lo recibido a través de las épocas lo devuelve regalado el patíbulo,
lo mismo que los niños los juguetes de su último cumpleaños.
En el corazón puro, enaltecido, de par en par abierto,
entraría él de otra manera, el dios

realmente benigno. Llegaría radiante de poder
sin dejar nada fuera de su mano, tal como hacen los dioses.
Más que un viento para singlar seguras naves de gran tamaño,

no menos que la secreta, suave visión
que nos conquista acallados en nuestro interior,
como niño que, fruto de una infinita unión, juega plácidamente.


X

Todo lo alcanzado la máquina amenaza, mientras
tenga la osadía de ser en el espíritu y no en la obediencia.
Corta más rígida la piedra de la más audaz construcción,
para que no resplandezca más bella la demora de la mano señera.

No se queda a la zaga en parte alguna, para que no la eludamos,
y luciente de aceite en la fábrica parada es sólo de sí misma.
La máquina es la vida, se cree un sábelo todo
que con igual resolución ordena, produce y aniquila.

Pero para nosotros la existencia aún es un encanto.
En puntos mil es todavía origen, un juego de fuerzas
puras a las que nadie toca, a no ser en postrada admiración.

Las palabras rondan aún tiernas lo inefable…
Y la música, siempre renovada, brotando de las piedras que más tiemblan,
edifica en espacio inhabitable su divina morada.


XI[*]

Qué de formas de muerte no han surgido en fría regulación
desde que tú, humano domador implacable, te aferras en la caza;
pero con todo más que trampa y lazo, te sé, tela
colgante de las grutas del Karst.

Sigiloso te mandaron entrar, como si fueras enseña
para festejar la paz. Pero luego: el siervo te corrió a un lado,
y de los antros la noche arrojó a la luz un puñado
de pálidas palomas asustadas…
Pero esto está también justificado.

Lejos del observador todo asomo de lástima,
no sólo por parte del cazador, que, a su debido tiempo,
alerta y diligente lleva a cabo la acción.

Matar es una hechura de nuestra triste peregrinación…
Puro está en el espíritu sereno
lo que en nosotros mismos acontece.


[*] Se refiere a una antigua costumbre cinegética, usada en ciertas regiones del Karst, para cazar una suerte curiosa de palomas pálidas que viven en aquellos antros naturales, y que consiste en colgar en ellos previa y sigilosamente trozos de tela que se hacen mover de cierta manera. Las palomas, asustadas con este ardid, salen de sus lóbregos escondrijos subterráneos, y en su vuelo asustadizo son abatidas por los cazadores. (N. del A.)


XII

Ansía la transformación. Entusiásmate por la llama,
allí donde se te escapa una cosa que en la transformación se manifiesta;
ese espíritu fecundo en proyectos, que lo terrenal señorea,
nada ama tanto en el ímpetu de la figura como el punto de inflexión.

Lo que en lo inmóvil se cierra se halla ya petrificado;
¿se imagina seguro en el apagado gris de la roca?
Aguarda: lo más duro previene desde lejos la dureza.
¡Ay: el martillo ausente está ya dispuesto para caer!

Quien cual fuente se vierte, a ése el conocimiento le conoce;
y lo conduce arrobado a través de la serena creación,
que a veces se cierra por el principio y empieza por el fin.

Todo espacio dichoso es hijo o nieto de la separación,
por el que van atónitos. Y Dafnis transformada
quiere, desde que se siente laurel, que tú te vuelvas viento..


XIII

Anticípate a toda despedida, como si la tuvieras
a la espalda, tal como el invierno que ahora se aleja.
Pues entre los inviernos hay un invierno tan inacabable
que, sobrepasándolo, tu corazón pervivirá del todo.

Sé siempre muerto en Eurídice. Sube con canto más alto
y celebrando aún más vuelve a la relación pura.
Aquí, entre los que se desvanecen, en el reino en declive,
sé un vaso sonante que ya al sonar se quiebra.

Sé y sabe al mismo tiempo la condición del no-ser,
el fundamento infinito de tu íntima vibración,
para que esta única vez con toda plenitud la verifiques.

A las reservas de la plena naturaleza, a las usadas
como a las sordas y mudas, a las indecibles sumas
súmate jubiloso y anonada la suma.


XIV

Ve las flores, ésas siempre fieles a la tierra,
a las que concedemos un destino al margen del destino,–
¡mas quién sabe! Si de su marchitarse se arrepienten,
¿no nos toca a nosotros ser su arrepentimiento?

Todo aspira a mecerse. Y nosotros andamos onerosos,
nos echamos sobre todo, seducidos por nuestra pesadumbre;
qué voraces maestros somos para las cosas,
sólo porque les fue otorgada una eterna infancia.

Quien en íntimo sueño las tomara, y con ellas en sueño
profundo durmiera: qué alado regresaría
de la común hondura, siempre distinto al despertar el día.

O tal vez se quedara. Y ellas florecieran y lo ensalzaran,
al convertido, ahora igual a ellas,
a todas las hermanas silenciosas en el aura del prado.


XV

Boca de fuente, tú, dispensadora, tú, boca
que una cosa pura inagotablemente dices,
tú, máscara de mármol delante de la faz
fluyente del agua. Tú, en velado trasfondo,

origen de acueductos. Distantes, que a lo largo
de sepulcros, desde la falda del Apenino,
te traen los murmullos de tu saga, la saga
que luego, por la negra vejez de tu barbilla,

pasa cayendo en la taza delante de ti.
Rendida, soñolienta oreja que atenta escucha,
oído de mármol al que siempre estás hablando.

Un oído de la tierra. Pues la tierra sólo
habla consigo misma. Si pones en su chorro
un cántaro, le parecerá que la interrumpes.


XVI

Sin pausa por nosotros desgarrado
el Dios es lugar que cura.
Nosotros somos tajantes, pues queremos saber,
pero él está sereno y repartido.

Aun la pura, la consagrada ofrenda
no la acoge en su mundo,
que inmutable se opone
a un final libre.

Tan sólo el muerto bebe
del manantial que oímos aquí
cuando el Dios hace señales al muerto.

A nosotros sólo se nos ofrece el ruido.
Y el cordero solicita la esquila
de su instinto más manso.


XVII

¿Dónde, en qué dichosos vergeles permanentemente regados, en qué
árboles, de qué cálices de pétalos desprendidos con ternura
maduran los exóticos frutos del consuelo, esos frutos sabrosos,
de los cuales acaso encuentras uno en la pisoteada pradera

de tu pobreza? Y cada vez que este hallazgo se produce,
¿no te quedas admirado acerca del grandor del fruto,
de su estar intacto, de la dulcedumbre de su monda,
de que el ave despreocupada no te lo haya quitado, ni roído

abajo el celo del gusano? ¿Hay pues árboles frecuentados por ángeles
y por ocultos y lentos jardineros tan curiosamente cultivados,
que llevan frutos para nosotros, frutos que no son nuestros?

¿No hemos podido perturbar jamás, nosotros, sombras y esquemas,
con nuestro comportamiento, prematuro y marchito,
la placidez de aquellos sosegados estíos?


XVIII

Bailarina: Oh tú, personificación de todo
perecimiento en curso: cómo te has ofrendado.
Y el revuelo al final, ese árbol de movimiento,
¿lo captó en su giro el año concluso?

¿No floreció de pronto de silencio su cima,
para que tu reciente arranque la rodeara?
Y sobre él, ¿no hubo sol, no hubo verano, y calor,
ese calor infinito que de ti procede?

Pero llevó también, llevó fruto tu árbol de éxtasis.
¿Qué fueron sino arrobos sus frutos tranquilos: el cántaro,
madurando acariciado, y el vaso ya más maduro?

Y en las imágenes: ¿no ha perdurado el dibujo,
el dibujo que el oscuro rasgo de tus cejas
trazó a prisa en la trenzada pared de tu propio giro?


XIX

En algún sitio mora el oro que los bancos miman,
y se hace confidente de millares de seres.
Pero aquel ciego, el mendigo, aun para un ochavo,
es como lugar perdido, como rincón de polvo debajo de un armario.

A lo largo en los negocios, el dinero se siente como en casa,
y aparente se enmascara con seda, clavo y pieles.
Y aquel, el silencioso, sigue allí, cual soplo intermitente
de la constante respiración del dinero despierto o dormido.

Oh, cómo podrá cerrarse de noche esa mano siempre abierta.
Mañana vuelve el destino a buscarla, y un día y otro día
allí la tiende: clara, mísera, e infinitamente destruible.

Pero ojalá que uno, un vidente, la comprenda asombrado
y alabe su prolongada firmeza, decible sólo para el que la cante.
Sólo audible para Dios.


XX

Qué lejanos unos de otros los astros; pero cuánto
más lejano lo que en la tierra se aprende.
Un ejemplo: un niño… y un prójimo, un segundo.
Qué inasiblemente lejanos ambos.

El destino nos mensura quizá con el palmo del ser,
por muy extraña que esta medida nos parezca;
piensa sólo cuántos palmos van de mujer a varón
cuando lo evita y no obstante le quiere.

Todo está muy lejano, y en ningún punto el círculo se cierra.
Observa en la fuente, sobre la mesa plácidamente dispuesta,
el extraño semblante del pescado.

Los peces son mudos, se dijo un día. Quién sabe.
¿Pero no habrá al final un lugar donde se hable sin ellos
ese lenguaje que sería el de los peces?


XXI

Canta, mi corazón, los vergeles que tú no has conocido;
vertidos como en cristal, claros, inaccesibles.
Las aguas y las rosas de Ispahan o las de Esquira,
canta, ensalza su felicidad, con nada comparable.

Muestra, mi corazón, que estás de ellos rebosante.
Para que ellos no te olviden, al madurar sus higos.
Para que intimes con ellos entre florecientes
ramas como entre brisas en rostros transcendidas.

Evita el engaño de suponer escaseces
en esta sucedida resolución de ser.
Pasaste cual hilo de seda al tejido.

Sea cual fuere la imagen que en tu interior te apropiaste,
aun cuando encarne un momento de la vida del dolor,
siente que es sólo el glorioso tapiz lo que importa.


XXII

de nuestra existencia rebosa en los parques,
o se alza, bajo cornisas, en pétreos varones
junto a los remates de elevados pórticos!

¡Oh, la broncínea campana, que a diario
alza el badajo contra la sorda rutina!
O aquella columna en Karnack, la columna
que sobrevive a templos casi eternos.

Todavía esos sobrantes no son otra cosa
que la prisa, que desde el día horizontal y amarillo
se precipita en la noche exorbitada de luz cegadora.

Mas el furor se disuelve sin dejar vestigios.
Curvas de vuelo en el aire, y los que las trazaron
quizá no sean en vano. Pero sólo en pensamiento.


XXIII[*]

Llámame en aquella hora entre las tuyas,
que a ti continuamente se te opone:
como rostro de perro suplicante,
mas siempre de nuevo vuelta de espaldas,

cuando crees tenerla al fin asida.
Así se te escapa lo que es más tuyo.
Somos libres. Allí donde esperábamos
ser saludados fuimos despedidos.

Con miedo pretendimos hacer alto,
para el viejo demasiado jóvenes,
y asaz viejos para lo nunca sido.

Justos tan sólo allí donde alabamos,
porque somos, ay, el hierro y la rama,
y el dolor del peligro que madura.


[*] Al lector. (N. del A.)

XXIV

¡Oh, este gozo, siempre renovado de la ablandada arcilla!
Los osados más tempranos de nadie apenas tuvieron ayuda.
Y sin embargo surgieron ciudades en golfos venturosos,
agua y aceite llenaron no obstante los cántaros.

Dioses, los hemos nosotros trazado en audaces proyectos
que el hosco destino nos los destruyó de nuevo.
Pero ellos son los inmortales. Ved, nos es permitido
escuchar a aquel que al fin nos acoge.

Nosotros, una estirpe a través de milenios. Madres y padres,
siempre llenos del hijo que ha de venir,
para que algún día, sobrepujándonos, nos conmueva, más tarde.

¡Nosotros, infinitamente intrépidos, cuánto tiempo tenemos!
Y sólo ella, la muerte taciturna, sabe bien lo que somos
y lo que ella siempre sale ganando cuando nos da en préstamo.


XXV[*]

Ya, escucha, ¿oyes el trabajo de los primeros
rastrillos?, – es una vez más el humano ritmo
en la retenida calma de la tierra fuerte
ante la primavera. No insulso se te muestra

lo inminente. Lo que tan a menudo
te parece venido te imaginas que vuelve
como Nuevo. Tú, siempre esperanzado,
no lo has tomado nunca. Él te ha tomado a ti.

La misma fronda de los robles superviviente
del invierno muestra al oscurecer un verde oliva en ciernes.
Muchas veces las auras conniventes se dan señas.

Oscuros están aún los matorrales. Mas montones de abono
de un oscuro más denso se extienden por la vega.
Cada hora que pasa se hace más joven.


[*] Composición pareja a la «Cancioncilla infantil de primavera», en la primera parte (soneto XXI).(N. del A.)

XXVI

Cómo el grito del ave nos cautiva…
Cualquiera que sea una vez lanzado.
Mas ya los niños en sus juegos al aire libre
no aciertan a proferir el grito verdadero.

Dan su grito al azar. En los intervalos
de nuestro espacio del mundo (por los que el grito
intacto del ave se adentra, cual los hombres por sus sueños –)
clavan los clavos de su gritería.

¡Oh lastimosa suerte! ¿Dónde estamos? Siempre más y más libres,
como cometas sueltos de sus hilos,
vamos a media altura, con bordes irrisorios

desgarrados al viento. – ¡Oh tú, dios cantor,
guía a los gritadores! Para que éstos susurrando despierten,
llevando cual río caudal la testa y la lira.


XXVII

¿Hay realmente un tiempo destructor? ¿Cuándo en la altura
tranquila, quebrantará el tiempo el castillo roquero?
Este corazón, pertenencia infinita de los dioses,
¿cuándo le hará violencia el demiurgo?

¿Somos en realidad tan miedosamente frágiles
como el destino nos quiere hacer ver en verdad?
¿Está esta infancia, honda, prometedora,
en las raíces – más tarde – aquietada?

Ay, el fantasma de lo transitorio,
a través de la sensible inocencia,
se desvanece cual si fuera humo.

Como seres vagabundos que somos
valemos no obstante junto a las fuerzas
que perduran para usanza divina.


XXVIII[*]

Torna y retorna. Oh tú, casi aún una niña,
completa por un instante la figura de la danza,
para fijar en constelación pura una de aquellas
danzas allí donde nosotros superamos fugaces

a la sorda naturaleza ordenadora. Pues sólo se
animó, hecha toda oídos, con el canto de Orfeo.
Tú estabas poseída de aquel primer movimiento,
sin extrañarte apenas cuando un árbol se despertaba

pausadamente para acompañarte según su oído.
Tú sabías aún el punto en que la lira
se alzara sonante, el centro inaudito.

Por él intentaste los bellos pasos
con la esperanza de tornar un día, para la fiesta plena,
la andadura y el rostro del amigo.


[*] A Wera. (N. del A.)

XXIX

Siente, silencioso amigo de plurales lejanías,
cómo tu aliento acrecienta aún el espacio.
En el adusto yugo de campanas
voltea tu sonido. Eso que de ti vive

te fortalecerá con su mismo alimento.
Cumple la transformación para entrar de nuevo en ella.
¿Qué es tu dolorosísima experiencia?
Si el trago te es amargo, hazte vino.

Sé durante esta noche de lo inconmensurable
la fuerza mágica en el viacrucis de tus sentidos,
el sentido de su maravilloso encuentro.

Y si a ti lo terrenal te olvidara,
di a la callada tierra: Yo paso.
Al agua, que a prisa pasa: Yo soy.




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