Sherwood Anderson
(Camden, Ohio, 1876 - Colón, Panamá, 1941)

Guerra
(“War”)
The Triumph of the Egg
(Nueva York: B. W. Huebsch, Inc., 1921, 269 págs.)


      Esta historia me la contó una mujer que conocí en un tren. El vagón estaba abarrotado y me senté a su lado. No viajaba sola, la acompañaba un hombre de figura esbelta que vestía un pesado abrigo marrón parecido al que se ponen en invierno los camioneros. Aquel hombre se desplazaba ansiosamente por el pasillo del vagón y, aunque yo en aquel momento desconocía ese dato, quería ocupar mi sitio al lado de la mujer.
       Era una mujer de rasgos muy marcados y de nariz muy gruesa. Algo le tenía que haber pasado, algún golpe o una caída quizás, la naturaleza nunca hubiera podido crear una nariz tan ancha, tan gruesa. Se dirigió a mí en perfecto inglés. Ahora sospecho que debía de estar un poco harta del hombre del abrigo marrón. Supongo que debían de llevar varios días, quizás semanas, viajando juntos, y sin duda agradecía pasar unas cuantas horas en compañía de un desconocido.
       Algunas veces me paro a recordar la imagen de aquel vagón abriéndose paso en la oscuridad de la noche por el oeste de Iowa y el este de Nebraska. Había llovido durante días y los campos estaban inundados. La luna salió en aquella noche clara y la escena que se veía por la ventana era extraña y, a su vez, verdaderamente hermosa.
       Imagínense, las hileras de árboles desnudos desafiando la oscuridad, la luna reflejándose en los charcos de agua, desplazándose al son de las ruedas del tren, el traqueteo de los camiones, las luces de las aisladas granjas, y esporádicamente, perdido en la distancia, el parpadeo de las luces de las ciudades que el tren iba atravesando en su camino hacia el Oeste.
       La mujer acababa de salir de una Polonia asolada por la guerra. Solo Dios sabe cómo había logrado huir con su amante de esas devastadas tierras. Aquella mujer me hizo sentir la guerra, no exagero. Me gustaría contarles su historia.
       No recuerdo muy bien el inicio de nuestra conversación, tampoco me es fácil explicar cómo mi extraño estado de ánimo fue creciendo hasta alcanzar su estado y cómo su historia se fue fundiendo en el misterio de aquella tranquila noche, tan cargada de significado.
       La acción transcurre en Polonia. Por una carretera iba avanzando una compañía de refugiados polacos a las órdenes de un militar alemán, un hombre barbudo que debía de rondar los cincuenta años. Según pude entender, tenía un aire a esos profesores de lenguas extranjeras que imparten clase en ciertas universidades de nuestro país, como la de Des Moines, en Iowa, o la de Springfield, en Ohio. Debía de ser uno de esos hombres robustos, de complexión fuerte, acostumbrados a ingerir bazofia. Pero aquel hombre era también una persona cultivada y con cierta inclinación por las filosofías más radicales. Se vio obligado a alistarse en el ejército por ser alemán, y su vida se regía por la ley del más fuerte, doctrina muy arraigada entre los germanos. En el fondo, supongo, otras ideas debían de rondarle por la cabeza, de ahí que para poder servir a su patria en cuerpo y alma leyera libros que pudieran restablecer su fe en las cosas horribles por las que luchaba. Si le habían asignado la vigilancia de los refugiados era por su avanzada edad, una edad que no le permitía luchar en el frente. Su misión consistía en sacarlos de sus destruidas aldeas y llevarlos hasta un campamento próximo a una vía férrea para que no murieran de hambre.
       Los refugiados eran en su mayoría campesinos, excepto la mujer que viajaba conmigo en el tren, su amante y su madre, una anciana de setenta y cinco años. Estos últimos eran pequeños terratenientes y los demás miembros del grupo habían trabajado en su finca.
       Por esa carretera avanzaba a duras penas aquel grupo bajo las órdenes del alemán, que no se separaba de ellos ni un instante, obligándoles a acelerar el paso con dureza. La insistente brutalidad de aquel hombre hacía que la anciana de setenta y cinco años, que el grupo parecía haber aceptado como su líder, se negara a seguir adelante casi con la misma brutalidad. En esa noche lluviosa, cuando la anciana se detenía en el lodazal, los refugiados se agrupaban en torno a ella. Terca como una mula, la anciana negaba con la cabeza y murmuraba palabras en polaco. —Quiero que me dejen en paz, nada más. Lo único que pido es que me dejen en paz—, repetía una y otra vez; hasta que llegaba el alemán y la obligaba a avanzar dándole un violento empujón por la espalda. Podría decirse que su progreso a través de la oscuridad de la noche era una constante repetición de las paradas, los murmullos de la mujer polaca, y los empujones del alemán. Esos dos se odiaban con todas sus fuerzas.
       El grupo se detuvo frente a una arboleda, a la orilla de un arroyo de escasa profundidad. El alemán agarró a la anciana del brazo y la arrastró por la corriente, los demás refugiados siguieron sin protestar. Volvió a repetir, una y otra vez, las mismas palabras: —Quiero que me dejen en paz. Lo único que pido es que me dejen en paz.
       Una vez entre los árboles, el alemán decidió encender una hoguera. En uno de los bolsillos de su abrigo, el hombre guardaba una caja de cerrillas y algunos trozos de madera seca. Con increíble eficacia, logró encender una gran llama en pocos minutos. Tras encender el fuego, sacó una bolsa de tabaco y, sentado sobre una vieja raíz, se puso a fumar sin quitar ojo a los refugiados, que, al otro lado de la hoguera, se habían reunido en torno a la anciana.
       El alemán se quedó dormido. Ahí empezaron sus problemas. Durmió una hora y cuando se despertó los refugiados habían desaparecido. Como se podrán imaginar, se levantó de inmediato, cruzó el arroyo y salió corriendo a buscar al grupo en aquel lodazal. Estaba furioso, pero no alarmado. Sabía que no tardaría en encontrar a los refugiados, solo era cuestión de seguir sus huellas, como los pastores que tienen que salir a buscar a las reses extraviadas.
       Cuando finalmente los encontró, el alemán y la polaca se pelearon. Esta vez, la anciana, en vez de repetir las mismas palabras de siempre, le propinó un puñetazo a su enemigo. Con sus arrugadas manos, le agarró la barba con violencia y le clavó los dedos en el cuello.
       La pelea duró mucho tiempo. El alemán estaba cansado y no era tan fiero como pintaba. Además, fiel a sus principios, se negó a asestarle un puñetazo a la anciana. Mientras ella tiraba, el hombre le agarró sus delgados hombros y la empujó. Aquella lucha podría compararse a un hombre intentando levantarse a sí mismo por los cordones de sus zapatos. Aunque físicamente no eran demasiado fuertes, pelearon con determinación, sin rendirse.
       Y entonces sus almas comenzaron a luchar. La mujer del tren me lo hizo entender claramente, aunque quizás esa sensación resulte difícil de plasmar en palabras. A mí me resultó más fácil, ayudado por la noche y el misterioso movimiento del tren. En la lluviosa penumbra de aquel desierto lodazal, la lucha de esas dos almas se convirtió en algo físico. La tensión se mascaba en el aire. Los refugiados, tiritando, se fueron acercando. Tiritaban de frío y de cansancio, como es lógico, pero había algo más. En el aire flotaba la extraña sensación de que algo iba a pasar. La mujer me dijo que gustosamente habría dado su vida por detener esa pelea, o por que cayera un rayo, y que su amante sentía algo parecido. Parecían dos vientos luchando por sobrevivir, como si una suave nube se fuese endureciendo e intentara, en vano, echar a otra nube del cielo.
       Cuando por fin acabó la pelea, la mujer polaca y el alemán cayeron al suelo extenuados. Los refugiados se reunieron en torno a ellos y esperaron. Sabían que algo más iba a ocurrir, estaban seguros de que algo más iba a ocurrir. Algo seguía flotando en el ambiente, se juntaron con más fuerza y alguno a punto estuvo de desmayarse.
       Entonces ocurrió lo que da sentido a toda esta historia. La mujer del tren lo explicó perfectamente. Según me contó, esas dos almas, tras su lucha, volvieron a sus cuerpos, pero al parecer el alma de la mujer polaca entró en el cuerpo del alemán y el alma del alemán entró en el cuerpo de la mujer polaca.
       El resto, como es lógico, es fácil de adivinar. El alemán se sentó en el lodazal y empezó a negar con la cabeza diciendo que quería que le dejaran en paz, repitiendo que lo único que quería era que le dejaran en paz. La mujer polaca sacó unos papeles del bolsillo del alemán y empezó a conducir a sus compañeros brutalmente por la carretera, empujándoles hostilmente cuando el cansancio ralentizaba su paso.
       La historia no acaba aquí. El amante de la mujer sentada a mi lado, que antaño había sido maestro de escuela, se llevó los papeles y logró huir del país, llevándose con él a su amada. Mi mente ha olvidado los detalles. Lo único que logro recordar es al soldado alemán, sentado en aquel lodazal, repitiendo que le dejaran en paz, y a la anciana mujer polaca obligando violentamente a sus exhaustos compañeros a avanzar por la carretera para volver a su país, atrapados en la oscuridad de la noche.




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